lunes, 20 de febrero de 2017

AMÓ MUCHO, PORQUE SE LE PERDONÓ MUCHO

Caminaba un día Jesús hacia Cafarnaún rodeado, como de costumbre, por un grupo de personas, no pocos de ellos maltratados por la vida. Al entrar en la aldea se le acercó ceremoniosamente un renombrado fariseo invitándolo a comer en su casa.

Por lo que luego sucedería, cabe suponer que Jesús no era el único invitado ni el más importante, y que se trataba no tanto de una invitación deferente como de una convocatoria para poder observar y examinar al famoso profeta, ya que Simón, que éste era el nombre del fariseo, no cumplió con él los habituales protocolos que se realizaban con convidados importantes, como el lavado de los pies y otros ritos. Entró, pues, el Maestro en la casa del fariseo y se sentó a la mesa.

Había en la aldea "una mujer que era pecadora pública" (Lc 7,27) y que había asistido, sin duda, a aquellas predicaciones al aire libre en que Jesús descorrió las cortinas del Reino.

Aquella mujer había escuchado de los labios de Jesús mensajes de fronteras abiertas, voces que venían desde más allá del tiempo, todo expresado con palabras simples y alegorías populares. 

Aquella mujer lo había visto inclinarse para soplar el rescoldo hasta que de allí brotara una llama viva. Lo había visto tomar amorosamente entre sus manos una caña cascada por los pies de los transeúntes y, tratándola con infinita delicadez, transformarla en una caña consistente. Lo había visto cargar en sus hombros a la oveja perdida y herida, y abrazar al hijo pródigo a su regreso a la casa paterna.

¿Se conocían, se habían tratado anteriormente aquella mujer y Jesús? Hay que suponer que sí. 

Aquella mujer había surcado mares y explorado ríos; había sido arrastrada por las olas, que, finalmente, la habían arrojado a la costa como un desperdicio. Habían caído sobre ella los rayos del desprecio y la condenación, y puñales cruzados le había cerrado el paso una y otra vez a la misericordia.

Sólo Jesús le había abierto las puertas del perdón y del amor; y no a la manera del Bautista, que exigía penitencia antes del perdón, sino gratuitamente, incondicionalmente. Ella había sido una nave sin mástil ni timón a merced de las olas, y Jesús le proporcionó un velamen y una brújula. Y así, paso a paso, aquella mujer comenzó a recorrer las sendas de la rectitud, y llegó a amar de tal manera que le parecía despertar cada mañana en la aurora de un mundo distante y distinto.

El banquete estaba en su mejor momento cuando, sorpresivamente y mezclada entre los sirvientes, entró también en la sala aquella mujer y, sin dirigir la palabra a nadie, se encaminó derechamente al diván de Jesús. Y allí tuvo lugar una escena que dejó en suspenso a todos los comensales. 

La mujer, ante la estupefacción de todos los presentes, se arrodilló a los pies de Jesús, rompió a llorar desconsoladamente y con sus lágrimas comenzó a bañar los pies de Jesús. Para que los pies del Maestro no quedaran húmedos, y como todo había sido improvisado y ella no disponía de un lienzo para enjugárselos, se le ocurrió en el acto la idea dramática y sublime de soltar las trenzas de sus abundantes y pecadores cabellos y frotar con ellos los pies de Jesús hasta que estuvieron completamente secos, mientras no se cansaba de besarlos una y otra vez. 

Durante el tiempo que duró esta tensa y emocionada escena, la mujer no profirió ni una sola palabra, lo que agregaba un aire dramático al episodio. Pero no se
conformó con eso, sino que, quebrando un frasco de alabastro que contenía exquisitos perfumes, ungió con ellos la cabeza y los pies del Maestro.

Mientras se desarrollaba esta escena, tan extraña y sobrecogedora, Jesús no exteriorizó ningún signo de extrañeza, desaprobación o molestia; ni pronunció palabra alguna. Se mantuvo enteramente tranquilo, revestido de una gran naturalidad. También los circunstantes se mantuvieron expectantes y mudos.

Sólo al final se oyó la voz del anfitrión desaprobando la actitud de la mujer con un comentario en voz baja y en tono menor, que sonaba de esta manera: La mirada del profeta taladra los muros y distingue lo que hay de tras de ellos; si este hombre fuera profeta sabría qué hay en el interior de esta mujer: sólo prevaricación y pecado.

La tristeza envolvió, como una niebla, el alma de Jesús, no porque le afectara el comentario de Simón en lo que a él se refería, sino por el desprecio de la mujer. Y, mirando a los comensales, habló con un acento dolorido:
—Simón, miras a esta mujer y no ves la rosa que hay en ella, sino las espinas; yo, en cambio, veo la rosa y no las espinas; y ahí está la diferencia. Han escanciado en su garganta un vino embravecido de condenación; yo, en cambio, le he enseñado a extraer un vino dulce de las uvas acidas. Con amenazas y anatemas han transformado sus campiñas en eriazos; yo, en cambio, he regado sus desiertos con el agua de la misericordia, y estallaron por doquier las primaveras. Vosotros la desechasteis como objeto de desprecio, y ella reaccionó con el endurecimiento y la impenitencia; yo, en cambio, la he acogido y amado, y ella respondió con amor. ¡Ay de aquellos que se creen puros, y reparten etiquetas y descalificaciones a diestra y siniestra; en verdad os digo que son como las piedras del río, que están rodeadas de agua, pero el agua nunca logró penetrar en su interior! 

Simón —continuó Jesús—, mira a esta mujer.

Hoy es una hija predilecta de Dios: si muestra tanto amor es porque se le han perdonado sus muchos pecados. Y porque ella experimentó el amor, respondió amando de una manera tan exquisitamente femenina: con lágrimas, cabellos y perfumes. Al entrar yo aquí no hubo ninguna demostración de aprecio, ni agua para lavar mis pies, ni ósculos, ni unción, ni perfumes. Ella, en cambio, no ha cesado de agasajarme con manifestaciones de efecto. Se le amó mucho porque se le perdonó mucho —porque no existe modo más sublime de amor que el perdón—; y por eso, ella se ha derramado en perfumes exquisitos de amor.

Hija —dijo Jesús, dirigiéndose a la mujer—, en verdad te digo que a los ojos de mi Padre eres como una virgen cantando entre la era y el lagar. Haya paz en tus fronteras y alegría entre tus muros, pues se te ha perdonado mucho, tanto cuanto has amado. Mi Padre te contempla como una serena montaña asentada en la planicie: que nunca se ponga entre tus cumbres el sol del amor.

Acabado el banquete, Jesús se despidió de los demás convidados y salió de la casa de Simón. El grupo de seguidores, que lo esperó pacientemente, lo rodeó de nuevo y todos juntos reemprendieron el camino. Sensible como era, Jesús no estaba tranquilo, sino más bien dolorido. En ocasiones, él mismo se expresó con términos vehementes y hasta ásperos, pero nunca con menosprecio. 

Y el desprecio hacia los humildes, como en el caso de la mujer pecadora, le hacía daño, y una tristeza que no podía disimular se le derramaba por sus valles interiores, como si un ejército de hormigas se le hubiera derramado por su cuerpo causándole una molestia indefinible. Necesitaba desahogarse y liberarse de las hormigas.

Le causaban rechazo, casi náusea, "aquellos que se sentían justos y despreciaban a los demás" (Lc 18,9), justamente porque sabía lo que hay dentro del hombre: buena voluntad y mucha fragilidad. Necesitaba desahogarse. Se sentó, pues, al borde del camino, y en torno de él se acomodaron los humildes que le venían siguiendo. Les dijo:

—Nadie puede levantar su dedo índice delante de Dios, diciéndole: Señor, he jugado limpio; en el juego pusiste tus condiciones; las he cumplido, aquí están los testimonios que avalan mi lealtad. Ahora bien, al mérito corresponde el premio; vengo, pues, a reclamar la recompensa que en justicia me pertenece. Así piensan los fariseos. Hijos míos, ¡qué lejos de Dios están aquellos que se sienten seguros de Dios!

Un día —continuó diciendo— subió al templo un fariseo. Toda su vida se había considerado privilegiado miembro del verdadero Israel, poniendo estrictamente en práctica la ley escrita y las interpretaciones orales donde, suponía, estaba consignada la voluntad de Dios. Pero, más que preocuparse por la verdadera voluntad de Dios, daba a la observación literal de la ley una importancia casi exclusiva y vivía quisquillosamente preocupado por el cumplimiento puntual y formal de innumerables preceptos y prohibiciones, pensando que, obrando así, acumulaba tal altura de mérito que, de todas maneras, superarían el cúmulo de las pequeñas deficiencias. De aquí emanaba su seguridad.

Y así —continuó Jesús—, apoyado en sus méritos y seguro de sí mismo, el fariseo, luciendo sus flamantes filacterias, se plantó en el centro del templo con la cabeza erguida y los ojos en alto. Parecía una montaña altiva en medio del valle. 

Comenzó a orar de esta manera:
Señor, gracias te doy porque no soy como los demás hombres, que son pillos, granujas, embusteros, maleantes, impostores y vagabundos: su rostro está hundido en la tiniebla y sus ojos están poblados de noche; todos ellos son hienas, chacales y lobos. Yo, en cambio, ayuno y doy cabal cumplimiento a toda la ley. Y así, en virtud de mis méritos y, por consiguiente, de mis derechos, ante ti he obtenido tu beneplácito y mi propia salvación. Por todo lo cual, te doy gracias.

Jesús estaba tocando una de las ideas más originales y predilectas de su corazón: la absoluta gratuidad del Reino y de la Salvación, auténtica novedad dentro de la teología de Israel: nada se merece, nada se conquista, todo se recibe. Al explicarla, la emoción le dominaba.

Al mismo tiempo —continuó—, se presentó también en el templo un recaudador de impuestos, un pecador, que, con los ojos en el suelo, se refugió, avergonzado, en la penumbra de la última columna del templo. Y decía: Señor, ten misericordia de mí, que soy un pecador. El gran silencio me envuelve, me robaron el secreto de la alegría, he llegado a tu casa buscando asilo, porque los mastines me persiguen a muerte. No soy más que un espectro caminando en un mundo de fantasmas. No hay cuentas positivas en mi libro, no hay méritos en mi haber. Para poder levantar mis ojos ante ti tendría que restituir la vida a los que fueron segados por mi guadaña y devolver los doblones de oro que robé a mano armada. Mis abismos son como el mar y mis iniquidades tocan las nubes. En la inmensa oscuridad que me envuelve por dentro y por fuera sólo alcanzo a distinguir una estrella: tu misericordia. Señor, Señor, ten misericordia de mí.

En el fondo de su ser, Jesús simpatizaba con aquel pobre publicano, y al describirlo, sus ojos se le humedecieron. Hizo una breve pausa, y, respirando fuerte, alzó la voz para preguntar a sus oyentes:
¿Quién de los dos se llevó las simpatías de Dios?
—El publicano, respondieron todos a coro.
—En verdad os digo —concluyó Jesús—, Dios no concede su benevolencia a quien cree merecerla, sino al que se siente indigno de ella, con tal de que, a pesar de todo, siga confiando en su misericordia gratuita. 

Mi Padre no actúa según la justicia humana y las leyes de la proporcionalidad: a tanto trabajo, tanto salario; a tal mérito, tal premio. En verdad os digo que en el Reino de mi Padre nada se paga, porque nada se merece. Más aún, para desconcierto de nuestras pretensiones, a veces el Padre invierte escandalosamente las leyes de la proporción, y a los que menos merecen, según los cálculos de los fariseos, los coloca a la cabecera de la mesa en el banquete del Reino, haciendo que los últimos sean los primeros; y, en ocasiones, mi Padre es capaz de dar el mismo salario a los que trabajaron una hora que a los que aguantaron el calor y el peso del día, y nadie puede cuestionarlo por eso.

Los oyentes de Jesús comentaban gozosamente entre sí estas novedades; les resultaba divertido que ellos, tan insignificantes y despreciados, pudieran preceder a los fariseos en el Reino anunciado por Jesús.

En medio de aquel grupo tan abigarrado había también niños, tomados de la mano de sus madres; y éstas se empeñaban en acercar a sus pequeños a Jesús para que los tocara y bendijera.

Pero algunos se esforzaban por impedir este acercamiento, para permitir a Jesús que continuara con su predicación y a los oyentes seguir escuchándolo.
Jesús les dijo:
—No pongáis barreras a los niños. No hay en medio de los cerros corrientes de agua más transparentes que los ojos de un niño. ¿Habéis visto alguna vez que una persona de edad avanzada regrese a los cinco años? Nunca, ¿verdad? Pues os aseguro que esta regresión es imprescindible para ingresar en el Reino. 

En verdad os digo que si no os hacéis insignificantes como un niño de ojos limpios no veréis las maravillas del Reino. Los sabios y doctores nada saben: ellos no pueden recibir el Reino porque son incapaces de hacer un lugar para la palabra; y es que su alma está repleta hasta el borde de preconceptos y sueños de grandeza.
Sólo un niño de tres años —concluyó— puede ver al Padre alimentando todos los días a los gorriones del patio o vistiendo todas las mañanas a las margaritas del campo.




EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo V
El pobre entre los pobres: 
Amó mucho, porque se le perdonó mucho



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