lunes, 20 de febrero de 2017

DEL SUSPENSO A LA TERNURA

Pero Jesús no fue, sólo y ante todo, un profeta; ni su Dios fue, ante todo, el Formidable del Sinaí. Todo lo dicho hasta ahora no es cualitativamente diferente del concepto de Dios que se vivía en el judaísmo por los días de Jesús.

A muchos profetas los sentimos en una entrañable comunicación con el Señor y, en largos períodos de la Biblia, Dios navega en el mar de la Misericordia; e incluso en Jeremías y Oseas encontramos verdaderas aproximaciones al Dios de la ternura: "Yo enseñé a andar a mi hijo, y lo levanté en mis brazos. Lo atraje con lazos de amor, con ligaduras humanas. Fui para él como quien alza una criatura contra su mejilla, y yo me inclinaba hacia él para darle de comer" (Os 11,1-6).

A pesar de estas aproximaciones y golpes de intuición, el Dios absoluto del Sinaí presidió sin contrapeso la vida religiosa de Israel. Retomemos el hilo: ¿En qué sentido crecía Jesús en las experiencias divinas? Ya lo hemos dicho: Jesús, como verdadero israelita, vivió largos años aquella relación de adoración pasmada ante el Único y Eterno. 

Veamos ahora cómo fue "pasando" a otra relación absolutamente inédita en Israel: la relación de confianza y ternura de un hijo muy querido para con un padre muy amoroso.

Jesús era un muchacho normal, pero diferente. Tendría entre quince y veinte años. Cualquier observador sensible podría haber descubierto en él un extraño resplandor, como un invisible halo hecho de dulzura y fuego que lo envolvía como una túnica translúcida. Era como alguien que camina mirando hacia dentro de sí mismo; y todos decían que Alguien iba con él o que él iba con Alguien, igual que cuando desaparecen las distancias. Ya sabemos que los puentes unen a los que están distantes; y, en el caso de Jesús, la intimidad era la Presencia Total hecha de dos Presencias, o, dicho de otra manera, dos infinitas, consubstanciales Interioridades, volcadas hacia afuera y fundidas en un único abrazo.

Era de noche. El Joven salió de su casa muy quedo, cerró la puerta con cuidado y atravesó silenciosamente el poblado. Nazaret parecía un lugar abandonado, todas las puertas y ventanas estaban todavía cerradas; ni una luz, ni una voz. Pronto estuvo el Joven en descampado, a cielo abierto, en la oscuridad estrellada. Enseguida lo envolvió un embriagador aroma de azahar que flotaba en el aire, y una emoción que ni él mismo alcanzaba a comprender invadió, de pronto, sus calles y senderos, tomando posesión completa de su territorio.

A la tenue luz de las estrellas comenzó a escalar la colina rocosa, entre cipreses y olivos, caminando sobre los guijarros sueltos, que al rodar unos sobre otros sonaban como risas extrañas en el silencio de la noche.

Sin detenerse ni una sola vez en su escalada, llegó, por fin, a la cumbre más elevada del cerro. Todo era prodigio en la noche resplandeciente y mágica. La bóveda celeste era un inmenso racimo de luz. Innumerables luciérnagas brillaban todavía en la oscuridad, y millares de grillos y otros insectos batían sus élitros con fuerza salvaje e incansable, transformando la noche en una sinfonía cósmica. 

Embriagado de aromas primaverales, un ruiseñor cantaba arrebatadoramente y sin darse tregua sobre un ciprés cercano. El Joven se sintió como flotando en el mar de la vida, y casi se desvaneció al aspirar la embriaguez de una mezcla infinita de perfumes de anémonas y nardos silvestres, romeros y ciclámenes, mirto y retama, a cuyo conjuro se le despertaron las energías dormidas en sus raíces. Noche de boda y éxtasis.

Dicen que el amor nace de una mirada, es un momento de olvidarse. Crece en la medida que aumentan los deseos de darse, y, finalmente, se consuma en el olvido total de un gozo recíproco.

Aquella noche, el Padre se abrió al Hijo sin medidas ni controles. El Hijo le correspondió plenamente, y, a su vez, se abrió enteramente al Padre. Los dos se miraron hasta el fondo de sí mismos con una mirada de amor. Y esa mirada fue como un lago de aguas profundas y claras en las que ambos se perdieron en un abrazo en que todo era propio y todo era común, todo lo recibían y todo lo daban, y todo se comunicaba en un inefable silencio, igual que cuando nos llegan melodías desde las estrellas.

Fijos los ojos del Joven en una estrella azul, tomadas y concentradas sus energías en el Foco de Amor que es el Padre, estallaron las emociones: el amor y la intimidad entablaron un duelo singular en el corazón ardiente del Joven, en el sentido de que cuanto mayor era el amor, mayor era la intimidad, y cuanto más alta la intimidad tanto más alto era el amor; y, así, la velocidad interiorizante fue aceleradamente devorando todas las "distancias" entre el Hijo y el Padre; y de esta manera se consumó el duelo entre el amor y la intimidad, y los dos llegaron al éxtasis, la posesión, la quietud, la totalidad, la eternidad.

Fue entonces cuando la ternura y la confianza levantaron un vuelo irresistible hasta transformarse en gigantesco terebinto de amplísima copa, que, con su sombra, fue cubriendo los impulsos vitales de este Joven normal y diferente. Sus arterias se tornaron en ríos caudalosos de dulzura, y por todas partes le nacieron vertientes de confianza, dirigidas hacia el centro del Amor...

Esta "pascua" no se consumó, naturalmente, en una sola noche. Fue un largo caminar a través de varios años, como en todo lo humano, por lo demás. El Joven fue avanzando de sol a sol, noche tras noche, mar adentro, cada vez más allá, en la ruta ascendente que conduce al alto manantial del Amor, el Padre.

Con un temperamento tan sensible como el suyo, el Joven fue dando paso tras paso, experimentando progresivamente diferentes sensaciones, y percibiendo cada vez con mayor claridad que Dios no es precisamente el Temible del Sinaí.




EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo I
Una larga noche: Del suspenso a la ternura





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