lunes, 20 de febrero de 2017

INTRODUCCIÓN

Tener los mismos sentimientos que Jesús (Flp 2,5):

Ser cristiano consiste en sentir como Jesús y vivir como Jesús. Ese «sentir», sin embargo, se presta a equívocos. Habría otra expresión más adecuada: disposición. 
La disposición está tejida de emoción, convicción y decisión. 
Así, pues —con otras palabras—, la experiencia cristiana consistiría en reproducir en la propia vida las emociones, actitudes interiores y el comportamiento general de Jesús, el Señor.

Para la hora de tratar de vivir esta disposición, es relativamente fácil saber cuáles fueron las preferencias de Jesús, su estilo de vida y espiritualidad, el objetivo central de su vida.
Pero hay otra cosa, tan difícil de descubrir como importante para vivir, y es esto: ¿cómo captar las armónicas interiores del Señor? En mi opinión es esto lo fundamental. Porque la conducta del hombre, ¿es el hombre total? No, por cierto, porque la conducta, al fin, no es otra cosa sino un eco lejano de los impulsos, alimentados por antiguos ideales y vivencias remotas.
Necesitamos llegar a las raíces, ya que lo esencial siempre está abajo. Para descubrir, pues, la temperatura interior de Jesús, necesitamos descender a los manantiales primitivos y originales de la persona donde nacen los impulsos, las decisiones y la vida. En una palabra, necesitamos descubrir y participar de la vida profunda del Señor.

Sin embargo, no disponemos para este «descubrimiento» de instrumentos exactos de «investigación» ni de comprobación, quiero decir: no es posible una objetivación de tales armónicas profundas de Jesús. Es una tarea específica y exclusiva del Espíritu Santo que «enseña toda la Verdad» (Jn 16,13).

¿Qué hacer? El «alma» de Jesús aparece —se transparenta— en sus palabras y hechos. El cristiano deberá, pues, comenzar por apoyarse en toda la Palabra con una actitud contemplativa para dar con las raíces del Señor. ¿Cómo hacerlo?

Ejercicios para mirar «adentro» de Jesús:

El cristiano debe colocarse en actitud de fe, pedir la asistencia del Espíritu Santo y dejarse llevar dócilmente por su inspiración.
Haga luego como quien detiene el aliento interior quedando en estado de suspensión admirativa: como la suspensión de quien se abisma en las profundidades del mar o de quien, con un potente telescopio, se abre al infinito mundo sideral.
Luego, con las facultades recogidas, en fe y en paz, debe el alma asomarse, con mirada contemplativa e infinita reverencia, a la intimidad de Jesús, y «quedarse ahí», y sorprender y presenciar algo de lo que «sucede» en esos abismos.
Y, una vez sumergido en esa atmósfera, quieto e inmóvil, dejarse impregnar de aquellas vivencias y armónicas existenciales, participando de esta manera de la experiencia profunda de Jesús.

Este es el «conocimiento que supera todo conocimiento» (Ef 3,18), la eminente «sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3,18), principio de toda sabiduría, reactor que genera todas las energías y grandezas apostólicas.
Para avanzar por las quebradas oscuras de la fe, en su ascensión fatigante y divinizadora, el cristiano sólo dispone de un sendero: "el sendero es Jesús mismo". Para no desorientarse en esta travesía, necesita pisar firmemente esta tierra.

He aquí el método sobre el que nunca se insistirá bastante: colocarse dentro de Jesús contemplativamente, para cualquier meditación fructífera.
Una vez instalado «ahí», trate de «saber» en el Espíritu qué sentía el Señor cuando decía: Santificado sea tu nombre (Mt 6,9).

Mire dentro de Jesús y trate de «saber» (y participar) qué olas de ternura le subían desde lo más recóndito de su ser cuando repetía tantas veces: Abbá (¡oh querido Papá!).

Mire atenta y contemplativamente, y trate de «saber» qué «sucedió» en los abismos lejanos y extraños del Señor, cuando dijo: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46).
¿Qué sucedió en esos momentos en las regiones desoladas de Jesús? ¿Se apagó la luz? ¿Cayeron sobre su alma atmósferas de alta presión o espacios vacíos? ¿Qué fue? 

Mire el cristiano dentro de Jesús, y trate de «saber» en el Espíritu qué entrañas se rasgaron en su interior, exhalando perfumes de ternura, cuando dijo: Me dan pena estas gentes (Mt 9,36). ¿Qué hubiera querido Jesús en ese momento: sufrir lo que ellos sufrían?, ¿cargar con todas las cruces del mundo?

¿Qué fue aquella bandada de aves blancas que, de improviso, levantó vuelo y cruzó el cielo de Jesús cuando, lleno de alegría y sorpresa, dijo: Gracias, Padre, por haberme escuchado? (Jn 11,41).

¿Qué sucedió dentro de Jesús cuando «se compadeció» de las turbas? (Me 1,41; Le 7,13; Mt 14,14). ¿Qué vidrios se quebraron en sus estancias interiores? ¿Qué anhelos repentinos llovieron sobre el suelo de Jesús? ¿Qué sentía?

¿Cómo se sentía cuando les decía: Venid a mí, los destrozados, los arrojados a la orilla del río por la resaca de las corrientes, los últimos y olvidados; venid y veréis cómo la consolación extiende su sombra sobre sus desiertos? (Mt 11,28). ¿Cómo se sentía Jesús en ese momento?

Este ejercicio de colocarse en el lugar de Jesús tiene un reverso (si bien es la misma medalla) y se enuncia de esta manera: ¿Qué haría Jesús si estuviese en mi caso?

¿Qué sentiría el Señor si se instalara en el corazón de esta negra barriada donde yo estoy? ¿Indignación? ¿Compasión? ¿Ganas de denunciar? ¿Ganas de consolar? ¿Cuál sería la reacción de Jesús si le hicieran lo que me hicieron a mí hace un mes: aquel atropello injusto y arbitrario?

Si Jesús respirara dentro de mi piel, ¿qué sentiría y qué haría en este momento en que acaban de informarme que a este padre de familia —con siete hijos— lo han expulsado del trabajo y lo han dejado en la calle?

¿Cuál sería la actitud de Jesús si estuviera en mi lugar, ahora que se me ha declarado esta rebelde enfermedad, y todos hablan misteriosamente y todo hace presumir que mi vida está en jaque? ¿Quién me diera poder sentir la paz y el abandono de Jesús al decir: en tus manos entrego mi vida?

Si la Iglesia es la prolongación viviente de Cristo Jesús, lo que ante todo debe perpetuar, a través de los siglos, es su temperatura interior. Para eso (y para poder ser ella misma) la Iglesia necesita perentoriamente contemplativos que sean verdaderos adoradores en espíritu y verdad, que sepan «descubrir» las insondables riquezas de Cristo Jesús (Ef 3,15).

El crecimiento de la Iglesia es, sobre todo, un avanzar incesante hacia el interior de la Palabra. «Crecer» significa, primeramente, profundizar y esclarecer el misterio interior de Jesucristo. Consiste, diría, en captar y capturar el secreto de la intimidad de Cristo, el Señor.

La Iglesia no crece por yuxtaposición. Quiero decir, la Iglesia no es «más grande» porque tengamos setecientos centros de evangelización o hayamos impartido cinco mil bautizos o hayamos celebrado dos mil sesiones de catequesis. La Iglesia crece, fundamentalmente, por dentro y desde dentro: por asimilación interior, como toda vida. La Iglesia es Jesucristo. Y Jesucristo «crece» en la medida en que nosotros reproducimos su vida profunda, su estilo y sus preferencias.

Hablar desde dentro de Jesús:

Los que presenciaron, deberán salir del valle de la contemplación para comunicar algo de lo que «vieron y oyeron».
He ahí la tarea esencial de los verdaderos adoradores: hablar (o escribir) como quien habla desde dentro de Jesús, después de haber participado, en espíritu y fe, de la experiencia profunda del Señor: tarea extraordinariamente ardua pero necesaria.
Entre las experiencias humanas, la oración es la experiencia más profunda y lejana de sí mismo. Y ahora que queremos hablar algo de la oración de Jesús, tengo la conciencia de que no podremos balbucir ni siquiera la palabra más deshilvanada sin una asistencia especial del Espíritu Santo
que, aquí, ardientemente solicito.

El camino está erizado de dificultades. Primeramente nos sale al paso el eterno enigma del hombre, ¡«ese desconocido»!, que tantas veces estamos recordando: yo «soy» yo, un misterio inédito e irrepetible. Todos los demás son los «otros»; cada uno, una experiencia única. Ni ellos «entrarán» en mí ni yo en ellos. Nadie se experimentará jamás como yo. Yo nunca me experimentaré como los demás.

Ahora bien: ¿no parece una locura el pretender «entrar» en la experiencia de Jesús? Aun sin tocar su persona, todavía en la periferia, las ciencias escriturísticas están pobladas de preguntas. ¿Cuáles son las palabras que realmente pronunció Jesús? Aunque algunas palabras no sean textuales de El, ¿qué palabras expresan el pensamiento real de Jesús? ¿En qué parábolas, alegorías o alocuciones está encerrado «algo» de la insondable riqueza interior de Jesús?

Los evangelios son unos intentos, mal logrados, de «transparentar» y «transmitirnos» a Jesucristo. El intento mismo ya es, de por sí, desproporcionado. Los evangelios han quedado «cortos»: Jesucristo es inmensamente más grande y deslumbrante de lo que aparece en los evangelios; los rasgos evangélicos son vestigios, migajas nada más, pequeños fulgores de un Ser cuya magnitud nos sobrepasa sin remedio.

Pablo es, entre los «testigos», un contemplativo que ha quedado deslumbrado por la «insondable riqueza de Cristo», e invita a los creyentes a asomarse al misterio de Cristo para poder «comprender».

«cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la Plenitud total de Dios» (Ef 3,18).

¿No será atrevimiento querer «conocer» la vida interior de Jesús con el Padre? Sin embargo, es el mismo Espíritu el que pone esta audaz aspiración en el corazón del cristiano, desde que éste emerge de las aguas bautismales. Así que, arrastrados por la fe y amor, vamos a aventurarnos a explorar el mundo interior de Jesús, y hablar desde ahí.

Perspectiva:

Jesucristo es al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo del Hombre, sin confusión ni división: dos naturalezas conformando un yo único. ¿Quién podría descifrar tan formidable misterio?

Si toda persona humana es un circuito cerrado, una realidad única, inédita e inefable, ¡qué diremos de ese pozo infinito que es la persona de Jesucristo! ¿Dónde comienzan y dónde terminan las fronteras de lo divino y de lo humano en Cristo? Lo divino y lo humano, sustantivados en ese yo único, ¿en qué relación recíproca se hallan? ¿Se anulan? ¿Se interfieren? ¿Se enriquecen? ¡Qué inaccesible e inefable es para nosotros ese yo único de Jesucristo!

¿Qué contemplativo habrá en el mundo que nos diga algo siquiera de lo que pasa en el interior de esa figura solitaria, recortada en la oscuridad de la noche bajo las estrellas, en los cerros que circundan Cafarnaúm o Jerusalén?

Tantas noches, tantas horas solitarias... ¿Cómo era su oración? ¿Una mirada estática y muda? ¿Una intimidad sin palabras, como la de una persona que está a los pies de otra? ¿Una paz imperturbable? ¿Palabras ardientes «con clamores y lágrimas»? (Heb 5,7). ¿Exaltación con don de lágrimas? ¿Una fe pura y árida? ¿Un estar simplemente?

¿Qué era aquello? «¡Qué insondables son sus pensamientos!» (Rom 11,33). La psicología profunda de Jesús se nos escapa irremediablemente, por el misterio de las dos naturalezas en una persona.

Pero nosotros, en la reflexión de las siguientes páginas, vamos a dejar de lado, por metodología, el hecho de que Jesús sea Hijo de Dios, y centraremos nuestro enfoque contemplativo exclusivamente en el Hijo del Hombre. En esta perspectiva nos colocamos.

Buscamos a aquel Hermano nuestro. El es nuestro guía. Guía es aquel hombre que solitariamente recorre un camino inexplorado en las cordilleras o en las selvas ignotas. Luego toma a otras personas y las conduce por ese mismo camino que él recorrió anteriormente. Buscamos a aquel Hermano que ya recorrió la ruta que conduce al Padre.



MUESTRAME TU ROSTRO
Hacia la intimidad con Dios 
Ignacio Larrañaga
15  edición, Ediciones Paulinas
Capitulo VI, Jesus en oración, Introducción