miércoles, 22 de febrero de 2017

SER AMADOS Y AMAR

Nunca me cansaré de repetir: amar a Dios es difícil, casi imposible. Amar al prójimo es más difícil todavía. Pero cuando el hijo es alcanzado por el amor del Padre, al instante siente un ansia incontenible de «salir» de sí mismo para amar.

En este momento, amar a Dios no sólo será fácil sino casi inevitable. Además, el hijo amado sentirá unas ganas locas de encontrarse con cualquiera, por los infinitos caminos del mundo, para tratarlo como el Padre lo trata a él y hacer felices a los demás como el Padre lo hace feliz a él.

Sólo los amados pueden amar. Sólo los libres pueden libertar. Sólo los puros purifican, y solamente pueden sembrar paz los que la tienen.

A un hijo amado no le digan que ame. Sin que nadie se lo diga, una fuerza interior inevitable lo arrastrará a comprender, perdonar, aceptar, acoger y asumir a todos los huérfanos que andan por el mundo, necesitados de alegría y
amor.

Para mí, aquí está el misterio de Jesús: Jesús fue aquel que en los días de su juventud vivió una altísima experiencia del amor del Padre.

Por aquellos años se sintió embriagado por la cálida e infinita ternura del Padre. En el perímetro de Nazaret, en los cerros que circundan al pueblecito, el Hijo de María se sintió, una y mil veces, querido, envuelto y compenetrado por una Presencia amante y amada, y como efecto de eso experimentó claramente qué significa ser libre y feliz.

Después de eso no pudo contenerse. Era imposible permanecer en Nazaret. Necesitaba salir, y salió al mundo para revelar al Padre, para gritar a los cuatro vientos la gran
noticia del Amor y para hacer felices a todos. Y se fue por todas partes, libre y libertador, amado y amador, para tratar a todos como el Padre lo había tratado a El.

«Así como el Padre me amó a mí,
de la misma manera yo os amé a vosotros» (Jn 15,9).

¿Cómo se puede compaginar todo lo dicho con el hecho
de ser Jesús también Hijo de Dios? Yo me pregunto: ¿Podrá
saberlo alguien? El Misterio nos sobrepasa por completo.
Solamente sabemos que era también, completamente, hijo
de María.



El revelador del Padre

Ahora comienza Jesús a descorrer el velo y mostrar el
rostro del Padre. Tenemos la impresión de que el Revelador
se siente incapaz de transmitir lo que «sabe». Como un narrador popular que viste las grandes verdades de ropajes simples, Jesús echa mano de la fantasía, inventa parábolas y comparaciones, saca explicaciones de cualquier fenómeno cósmico, de las costumbres de la vida. 

Pero después de todo, quedamos con la impresión de que la realidad es otra cosa, de que Jesús se ha quedado corto. Su experiencia era tan larga y ancha, y la palabra humana es tan corta.

¿Habéis visto alguna vez que un niño hambriento pida
a su papá un pedazo de pan y que éste le dé una piedra dura para que se rompa los dientes? 
O si le pide un pedazo de pescado frito, ¿le data una culebra para que lo pique, lo envenene y lo mate? 

Vosotros, unos con otros, sois capaces de cualquier cosa, hasta de morderos. Pero con vuestros hijos sois siempre lealtad y cariño. Yo os digo: Si vosotros, a pesar de llevar mala levadura en vuestro interior, procedéis con tanta delicadeza con vuestros pequeños, ¿cómo será aquel Padre? Si lo conocierais.

Yo lo «conozco» muy bien, y por eso puedo garantizaros:
Pedid, llamad, tocad las puertas. Tengo la seguridad de
que las puertas se os abrirán, encontraréis lo que buscáis,
recibiréis lo que necesitáis. Sí. Antes de que abráis la boca,
El ya está preocupado de lo que necesitáis. Antes de que salgáis a su encuentro, hace tiempo que El salió al vuestro.
Si lo conocierais.

¿Por qué miráis hacia adelante con ojos de inquietud y el corazón apretado? Por qué gritáis: ¿Qué comeremos?, ¿dónde dormiremos?, ¿qué casa habitaremos?, ¿cómo nos irá en el compromiso que acabamos de asumir? Ocuparos, sí; pero preocuparos, ¿para qué? Luchad, pero no con angustia.

Arriesgaos, organizaos, trabajad, pero con paz. ¿Las preocupaciones?, Soltadlas y arrojadlas en las manos del Padre. 

¿Seguridad para el mañana? ¡Cuidado! No la pongáis en el dinero, que es un dios falso. Sea el Padre vuestra única seguridad.

Contemplad esos pajaritos: con qué alegría y despreocupación vuelan por todos los cielos. Os aseguro que ni una sola de esas felices aves cae en el suelo de hambre. Sin embargo, ellas no son como nosotros que, para comer un pedazo de pan, tenemos que sembrar, segar y trillar. Esas aves no trabajan y, no obstante, comen. ¿Quién les da todos los días de comer? El Padre. ¿Y cuánto vale uno de esos pájaros? Nunca más de dos centavos. Y vosotros, ¿no valéis más que ellos? ¿Acaso no sois hijos inmortales del Amor?, ¿Para qué angustiarse?.

¿Y qué diremos de la ropa? Levantad los ojos y mirad
esas margaritas ahora que estamos en primavera. Ni Salomón, el rey de la elegancia, se vistió con tanto esplendor
como esas flores. Ellas, sin embargo, ni tejen ni hilan. ¿Quién las viste todas las mañanas tan primorosamente? El Padre. Si tanto se preocupa el Padre por unas margaritas que por la mañana brillan y al anochecer fenecen, ¿qué no hará con vosotros que sois hijos del Amor? ¿Qué es más importante, la ropa o el cuerpo? Oh, si conocierais al Padre.

Dicen que ha fallecido la hija del jefe de la Sinagoga; y le dicen al jefe que no moleste al Maestro porque ya todo
es inútil: la muchacha ya está muerta. ¿Cómo? ¿Que todo
es inútil? Sólo el Hijo «conoce» al Padre. Y dice Jesús al
jefe de la Sinagoga: Mira, te bastaría con creer en la bondad
y potencia del amado Padre, y tu hija, bajo la mano resucitadora del Amor, volvería a la vida como una flor que
despierta de un sueño (Me 5,35-42).

Había una vez un hijo tan loco como insolente. Se presentó
ante su padre y le dijo:
—Padre mío, trabajando como un héroe durante tantos
años en estas tierras, multiplicaste las haciendas, levantaste
castillos, prácticamente eres un rey en esta región. Pero ni
un solo día disfrutaste de la vida como le corresponde a un hombre hacerlo. No quiero que a mí me acontezca lo que
a ti. Mientras soy joven quiero disfrutar. Dame, pues, la parte de la herencia que me corresponde.

Y se fue a tierras lejanas y despilfarró sus bienes en
francachelas. Cuando el joven experimentó que debajo de tantas satisfacciones se abría el pozo de una infinita insatisfacción, que nada podía compensar ni sustituir el calor de la casa paterna, y cuando la nostalgia y la pobreza se abatieron sobre él, ¿sabéis lo que hizo aquel ingrato? Aprendió de memoria un discurso de justificaciones y se volvió tranquilamente a su casa.

¿Sabéis por qué? Porque conocía muy bien a su padre.

Y no se equivocó. Aquel hombre venerable, cuando le
informaron del regreso de su hijo, saltó del asiento, bajó
las escaleras, montó el corcel más rápido, salió al encuentro
del muchacho, lo abrazó, lo besó, convocó a los trabajadores
de las haciendas, diciéndoles:

—Servidores fieles de mis tierras, preparad el banquete más espléndido de que haya recuerdo en mi casa, porque es el día más feliz de mi vida; traed el anillo de oro para sus dedos, y ropa de príncipe para su cuerpo. Ah, si conocierais al Padre. El es así: comprensión, perdón, cariño.

Si se extravía uno solo de sus hijos, el Padre es capaz de abandonar la tranquilidad de su palacio y salta al mundo,
sube colinas y cordilleras, bordea los precipicios, desciende
a las hondonadas, vuelve a escalar riscos y atravesar llanuras, hasta que lo encuentra. Entonces lo carga a hombros con todo cariño, y vuelve cantando y silbando a su casa diciendo a todos los vientos que aquel hijo le causaba más alegría que toda la corte celestial. Oh el Padre, si lo conocierais.

¿Os acordáis de aquella viejecita? Perdió una moneda de
oro. Buscándola, se metió debajo de las camas, sillas y mesas, y... ¡nada! Cogió una escoba, lo barrió todo ¡y la encontró!. Sentía que la alegría la iba a reventar. Salió a la
calle gritando: ¡Amigas, vecinas: venid y ayudadme a compartir mi alegría! El Padre es así. Cuando un hijo perdido y querido regresa a la casa, es tanta la alegría que siente el
Padre, que convoca a todas las orquestas de los paraísos diciendo: Amigos, yo estaba muerto de pena por la ausencia
de mi hijo; pero acaba de regresar y siento que el corazón se me sale de alegría; acompañadme y celebremos todos juntos.

Mirad ese sol. ¿Creéis que el astro rey tan sólo inunda y fecunda los campos de los buenecitos?. Esa bola de fuego
también da vida y esplendor a los campos de los traidores, mentirosos y blasfemos. El Padre es así. ¿Y esa lluvia?
Gracias a ella los desiertos se visten de verdor y los árboles de frutas de oro. ¿Creéis que hay discriminación y que la lluvia cae mansamente tan sólo sobre los campos de los
elegidos? Os equivocáis. Cae también sobre los campos de
los bribones, granujas y vividores. El padre es así: devuelve
bien por mal. Si lo conocierais.

Un día me levantarán en vertical sobre una cruz, entre cielo y tierra. El sol me abandonará. Me abandonarán también
todas las realidades: el prestigio personal, los amigos, los resultados de mis trabajos. Seré el exiliado de todas las patrias y de todos los bienes. Pero no importa; no estaré
solo porque «el Padre siempre está conmigo» (Jn 8,29).

Ya llegó mi hora por la que tanto tiempo suspiré. Estoy viendo la escena que va a suceder: como bandada de palomas asustadas, todos vosotros os dispersaréis precipitadamente en mil direcciones, tratando cada uno de salvar su pellejo; todos me abandonaréis y yo quedaré solo a merced de lobos voraces. Pero «no importa; no quedaré solo, no; el Padre estará conmigo» (Jn 16,32).

Esta es la permanente temperatura interior de Jesús: siempre de cara a su amado Padre. El Hijo mira al Padre y el
Padre mira al Hijo, y esa mirada mutua se transforma en un manto de cariño que envuelve a los dos en un gozo infinito.

¿Fracaso? ¿Agonía? ¿Calvario? Pueden rugir afuera las tormentas. Sus embates no llegarán al lago interior, salvo
algunas ráfagas como en Getsemaní.

Esta es, según me parece, la razón por la que Jesús atravesó las escenas de la Pasión con tanta dignidad y paz. Durante toda su vida, Jesús no hizo otra cosa sino cavar un
pozo infinito para que el Padre querido lo colmara por completo.



MUESTRAME TU ROSTRO
Hacia la intimidad con Dios 
Ignacio Larrañaga
15  edición, Ediciones Paulinas
Capitulo VI, Jesus en oración  
2. Aparece el rostro del Padre:
Ser amados y amar