miércoles, 22 de febrero de 2017

UN ENCUENTRO MEMORABLE

Las cumbres de los montes se iluminaron con resplandores rojizos, e inmediatamente el sol levantó su cabeza en llamas tras las alturas de Moab. A lo lejos comenzó a brillar, como un espejo bruñido, el Mar Muerto.

Jesús descendió lentamente de la colina, y se dirigió hacia el remanso del río, donde Juan bautizaba. Se trataba, efectivamente, de un vado del río bordeado de arbustos y unos pocos árboles, a manera de un seto vivo, más allá del cual se alzaba un cañaveral, a cuyo resguardo se desvestían y vestían los bautizados.

Juan ya estaba erguido sobre una roca que emergía del agua en el centro del río. El cielo lucía redondamente azul, y los montes resplandecían bañados en una cegadora luz. Las riberas del Jordán habían sido ocupadas por un hervidero humano. El profeta levantó su brazo derecho reclamando atención, y un silencio casi instantáneo envolvió a aquella inmensa concurrencia. El profeta alzó su voz, y comenzó a hablar; pero sus palabras no eran palabras, sino piedras.

—Arrojad vuestros pecados al mar de la sal —comenzó diciendo—. Dad vuelta completa a vuestras vidas antes de que sea tarde. El juicio divino ya alcanzó nuestros arrabales, y con voz de huracán, avanza hacia la plaza mayor. 

Despojaos de vuestras vestiduras malditas, porque mañana será demasiado tarde. Hijos de serpientes y raza de víboras, ¿cómo evitaréis ser alcanzados por las garras de la ira? Ha llegado la hora roja, retirad las piedras del camino, el telón está por caer. La aljaba está repleta de dardos, el arco tenso y las mortajas dispuestas. En la oquedad de los peñascos anidan los que mañana serán pasto de las llamas; se les dará a beber un vino embravecido, y en las esquinas espera la muerte revestida de blanco sudario.

Los ríos ya han arribado a la desembocadura, los astros al crepúsculo, y ha llegado la hora de echar las redes en la ensenada de sangre. Derribad robles, desnudad la selva, abatid los cerros, allanad las lomas, cubrid de arena las hondonadas para abrir anchurosas avenidas por donde ha de pasar el Libertador.

El profeta calló. La muchedumbre era un pueblo pasmado. Nadie se movía. Nadie hablaba. El Pobre de Nazaret permaneció largo rato con los ojos cerrados, apoyado en un árbol. El profeta descendió de la roca, se sumergió en el río y comenzó el rito bautismal.

Hombres y mujeres, mientras se bautizaban, se entregaban a un largo llanto, sin importarles que los vieran llorar. Atardecía. Los contrafuertes del desierto comenzaron a proyectar sombras alargadas sobre el valle del Jordán. Mientras la concurrencia se dispersaba, el Pobre de Nazaret se mantuvo inmóvil largo tiempo, de pie, envuelto en un cúmulo de impresiones contrarias.

Sumido en esas agitadas corrientes interiores, abandonó el lugar, y sin pensar ni preocuparse por un cobijo en donde pasar la noche, se encaminó hacia el interior del desierto con paso lento, la cabeza inclinada y la mirada fija en el suelo.
Luego de avanzar algunas leguas, se detuvo y se sentó sobre una piedra, al borde del sendero. La noche bajaba de las montañas, borrando los perfiles de las cosas. De pronto, Jesús divisó a lo lejos una figura solitaria que venía en su misma dirección. Cuando el caminante se aproximó, el Pobre pudo darse cuenta de que se trataba de Juan, el Bautizador. Se saludaron.

Juan preguntó al Pobre por su identidad, y sentándose a su lado, a la luz de las estrellas, tuvieron un encuentro memorable.

—Mc pesa demasiado esta hacha de guerra— 
comenzó diciendo lentamente, y como desahogándose, el Bautizador—. 
He descargado golpes de muerte sobre los árboles carcomidos, pero los golpes me han herido también a mí mismo, y mi alma respira con frecuencia por la boca de rojas amapolas. Las gentes me creen roca de Makeros, pero soy caña quebradiza del Jordán, nada más que eso. A veces pienso que el Eterno se ha equivocado: en lugar de hombres de barro como yo, debería escoger torres fogueadas entre tempestades.

Sueño permanentemente con los días de paz que viví ahí, en ese monasterio de los esenios, y en ocasiones paso los días mirando las nubes, a la espera de que lluevan al Justo. Más que el sediento el agua, más que el centinela la aurora, mi alma aguarda al Enviado para depositar en sus manos esta pesada hacha.

Hubo un largo silencio. El Pobre de Nazaret fluctuaba entre la extrañeza y la compasión ante aquel inesperado desahogo humano del profeta. Hubiera querido ser concha de silencio para acoger cada palabra del Bautizador. Pero una fuerza inevitable lo lanzó a la palestra, y con suavidad no exenta de cierta timidez, comenzó a hablar: —Profeta de Dios —le dijo—, siempre hablas del hacha. ¿Para qué sirve un hacha? Deja desolados los bosques, sin pájaros, sin flores, sin cantos. Si talamos todo árbol que tenga un tumor, ¿no se transformará el bosque entero en un inmenso cementerio? ¿Qué será de la pobre higuera estéril que crece al borde del precipicio? Si, en lugar de golpes de hacha, descargamos sobre ella un golpe de ternura, ¿quién sabe si en el otoño próximo no se llenará de dulces higos? Esta noche se me ha dicho que si tratamos a los árboles heridos con aceite de ternura, en la primavera próxima los granados florecerán, las espigas madurarán y los racimos brillarán al sol. ¿No habrá llegado ya el momento de enterrar el hacha? —Hijo de Nazaret —le interrumpió bruscamente el Bautizador—, no sólo las ramas están carcomidas, no sólo lo está el tronco; las raíces, son las raíces las que están podridas. Su destino es uno solo: el fuego. No hay otra salida.

—Levanta los ojos —le interrumpió Jesús con impaciencia, casi cortándole la palabra—.
Levanta los ojos, profeta de Dios, y cuenta si puedes esas miríadas de estrellas. Todas parecen frías y silenciosas, pero, desde siempre y para siempre, ellas cantan un himno inmortal al poder y al amor del Altísimo. El poder, sólo el poder, es muerte, el amor es vida. Pero si enlazamos en un mismo acorde el poder y el amor no habrá raíces podridas que no sanen, ni huesos calcinados que no se revistan de primavera, ni barrancas que no se pueblen de cipreses, ni muerte que no se torne en fiesta. Siempre hablamos del Todopoderoso, ¿cuándo comenzaremos a hablar del Todo amoroso? Hubo un largo silencio. Algo misterioso se estremeció en las profundidades de Juan. Una estrella errante, como un rayo, abrió una cicatriz de luz en el oscuro firmamento.

—Nos han dicho nuestros profetas —dijo Juan como hablando consigo mismo— que en el Sinaí el Eterno manejó con destreza el rayo de la ira, y que cabalgó sobre nubes cargadas de fuego.

—Nuestro Padre cabalga siempre sobre la nube blanca de la Misericordia —respondió dulcemente el Pobre.

—Nuestros profetas —replicó Juan— afirman que el pueblo es un rebaño de dura cerviz, que sólo entiende el lenguaje del látigo; y que el temor es una llama que asciende devoradora y amenazante, a cuyo resplandor el pueblo de Dios, temblando, regresa al camino real. De otra manera, confunden amor con debilidad, y se extralimitan.

—Una noche, no hace mucho —insistió el Pobre—, tuve un sueño. Se me dijo que no se me enviaba a capitanear escuadrones de muerte; y se me hicieron estas preguntas: ¿Qué se cosecha sembrando sal?, ¿qué sentido tiene vencer?, ¿para qué sirve una victoria militar? Yo no supe responder. Ante mi silencio, se me dijo: Hijo del Hombre, toma nota y escribe: eres enviado para inclinarte hasta el suelo y recoger amorosamente el gusano que se arrastra por la tierra, para que nadie lo pise; para sepultar en alta mar las mortajas humanas; para seducir a los pecadores sentándote a su mesa; para inclinarte sobre los rescoldos cubiertos de ceniza, y soplar amorosamente sobre ellos hasta que surja la llama viva; para sanar a las avecillas heridas; para insuflar aliento en los huesos carcomidos, hasta transformarlos en criaturas vivas; para plantar rosales en los desiertos y hacer estallar la primavera en los cementerios; para poner en pie a las cañas abatidas por el temporal y, con toques mágicos, transformar las cañas quebradas por los pies de los transeúntes en flautas sonoras. Y la voz acabó gritando fuertemente: ¡Misericordia quiero! Al oír este grito, desperté.

El Bautizador quedó profundamente conmovido, sin ánimo para continuar la conservación, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre ambas manos. El Pobre callaba también. La noche era tan profunda que no se divisaban el uno al otro a pesar de hallarse tan próximos. Y al callar los dos, tuvieron la extraña sensación de que la tierra hubiera desaparecido.

Juan continuaba en su meditación, agobiado por sus pensamientos: He surcado mares procelosos y luchado con las tormentas —pensaba—. ¿Y si, al final, sólo he perseguido mis propios sueños? ¿Quién podrá responderme si mis palabras han sido, o no, ecos de mi propia voz, aliento de mi aliento, sombras de mi sombra? He caminado por un sendero bordeado de precipicios; ¿y si, al final, no era ése el camino del Señor? Una repentina turbación se apoderó de su alma, como si, de pronto, se sintiera atrapado en una situación sin salida. Esta sensación deprimente le duró apenas unos minutos. Pero no podía permitirlo, debía impedir el sentirse ahogado en ese remolino. Sería como descubrir que, al final de su vida, se había engañado a sí
mismo, que no había sido sino un embaucador. Era demasiado. Sacudió su cabeza y reaccionó.

Y, como tratando de infundirse seguridad a sí mismo, continuó hablando: —Se me ha dicho: Levanta la voz como una trompeta, y grita. Yo respondí: ¿Qué tengo que gritar? Y el Señor me dijo: Israel es como un labrantío. Todo hombre es hierba, y su esplendor como la flor del campo: a la mañana brilla y a la tarde muere. He sembrado buena semilla, y al amparo de las sombras brotó la cizaña que acabará por devorar el trigo. Dime, hijo de Nazaret, ¿qué solución queda sino arrancar de raíz la cizaña, y cuanto antes? —Con infinita paciencia —respondió rápidamente el Pobre— se podrían realizar prodigios. No arranques la cizaña, profeta de Dios; al tiempo que la arrancas podrías también herir de muerte al trigal. Dios no participa de nuestras impaciencias ni de nuestros miedos, ni tampoco de nuestros instintos de castigo.

Nuestras autoridades dicen: "El pecado merece su castigo"; y creen que lo hacen llevados de un celo sagrado por el Reino. Se equivocan: sólo se trata de un vulgar instinto de venganza.

Jamás se vio a un delincuente reformado por medio del castigo. Dios, como Padre que es, espera amorosamente con infinita paciencia, y con su mirada misericordiosa puede ver prodigios increíbles allí donde los ojos de nuestros campesinos nada ven: la cizaña transformada en un trigal dorado.

El Bautizador, cada vez más inseguro en su posición, casi entregado, dijo: —No soy nada, no soy nadie; soy tan sólo una voz perdida en el viento, una trompeta que anuncia la cercanía del Libertador. Detrás de mí viene alguien que separará el trigo de la paja. Yo bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí bautizará en espíritu y en verdad. Yo soy frágil caña, él es roble secular. Yo no merezco ni tomar en mis manos sus sandalias para desempolvarlas. Él tiene estatura estelar. Todos buscan al Bautizador, pero el Bautizador busca al Enviado.

— ¿Quién es él? —preguntó Jesús—. ¿Hay alguna señal que lo identifique —Yo no lo conozco —respondió Juan—. Sé que ya está entre nosotros, silencioso como una violeta, desconocido como un extranjero. Dentro de mí, sin embargo, resuena una voz, apenas perceptible, pero clara, que me dice que, llegado el momento, el Altísimo levantará su mano y me mostrará al Enviado sin que queden dudas. Me dice también que habrá un revuelo de palomas, ¿y quién sabe si en adelante no será todo diferente, si la suavidad no sustituirá al grito, el cariño a la amenaza y la misericordia a la justicia? En cualquier momento puede resonar la voz de lo alto. ¿Quién sabe si no será mañana mismo? Estas últimas palabras las pronunció el Bautizador con voz casi imperceptible, como si sólo hablara consigo mismo. Los dos permanecieron en silencio durante un tiempo prolongado, como abismados en todo lo que había sucedido entre ambos en aquella extraña y memorable noche.

Luego, Juan se levantó pausadamente, se despidió con un ¡shalom!, y se alejó caminado monte arriba en dirección de la gruta donde normalmente pasaba las noches. Pero aquella noche no pudo dormir. Su espíritu era un acantilado golpeado por oleadas sucesivas de emociones. Sobre todo, se le clavó como una daga en la mente el pensamiento de si su inesperado interlocutor nocturno no sería el Enviado. Este barrunto le producía una mezcla desusada de excitación, aprensión, euforia y suspenso que lo mantuvieron la noche entera desvelado, mientras suplicaba ardiente e incesantemente: ¡Oh Eterno, te pido de rodillas que, cuanto antes, las nubes lluevan al Justo, que se abra la tierra y germine al Salvador! "Yo no lo conocía"(Jn 1,33).

A pesar de que eran parientes, Jesús y Juan no se conocían. Llama la atención y causa extrañeza este mutuo desconocimiento de dos personajes cuyas existencias nos las presentan los Evangelios tan entrañablemente unidas, y cuyas madres habían tenido una comunicación que las leyes de la sangre no pueden explicar: verdaderamente emparentadas en el Espíritu Santo.

Hay, sin embargo, en los Evangelios una serie de datos que, bien desentrañados y extractando de ellos todas las consecuencias posibles, podrían tornar ese desconocimiento, no sólo posible, sino también razonable.
En primer lugar, no sabemos cuántos años permaneció la Sagrada Familia en Egipto. Fuesen cuantos fuesen, tenemos legítimo derecho a suponer que esta ausencia habría enfriado las relaciones de la familia de Jesús con sus parientes.

Por otra parte, Lucas, después de afirmar que el niño (Juan) "crecía", agrega enseguida que "vivió en el desierto" (Lc 1,80) hasta su manifestación pública. Aunque el texto no lo diga expresamente, podemos leer entre líneas y entender implícitamente que lo llevaron al desierto desde niño, o, al menos, desde adolescente.

Caben dos hipótesis para explicar el hecho casi increíble de tan prematura retirada de Juan al desierto. Según la primera hipótesis, sus padres habrían muerto durante la infancia de Juan; no olvidemos que cuando Isabel lo concibió ya era "de avanzada edad" (Lc 1,7); en esta hipótesis, sus parientes habrían llevado a Juan (niño o adolescente) al desierto. Según otra hipótesis, su madre, teniendo en cuenta los sucesos admirables que rodearon la concepción y el nacimiento de Juan, consideró que el fruto de tales maravillas tenía que ser separado y consagrado al Señor, y lo llevó al desierto a temprana edad.

Ahora bien, ¿qué significa desierto? Por todos los indicios de que disponemos, la palabra desierto, en este contexto, hace referencia al Monasterio de Qumrán, situado en el desierto de Judá. Una serie de circunstancias y coincidencias nos llevan a esta conclusión. 

En primer lugar, el Monasterio estaba situado a pocas leguas del lugar en que Juan estaba actuando. 

En segundo lugar, Juan practicaba y preconizaba un ascetismo riguroso, el mismo misticismo, la misma espiritualidad, incluso con las mismas apelaciones al juicio divino que en el Monasterio.

En tercer lugar, y sobre todo, en el Monasterio se practicaba también el bautismo como rito de iniciación, que Juan habría adoptado, aunque con objetivos un tanto diferentes. 

Admitiendo, pues, la hipótesis de que "desierto" (Lc 180) significa el Monasterio de Qumrán, donde, por las
investigaciones arqueológicas de 1947, se sabe que había también niños y familias enteras, la adolescencia y juventud de Juan habrían transcurrido en ese lugar. Esta serie de datos nos hace más comprensible el desconocimiento mutuo de los dos egregios parientes.

Un buen día también el Pobre decidió bautizarse. 

¿Esperaba, también él, una señal inequívoca de lo alto, de la que le hablara Juan en el diálogo de la noche anterior?  ¿Necesitaba, también él, una especie de investidura solemne, una inequívoca teofanía que le afirmara y confirmara en su conciencia de filiación divina?. 

El Bautizador, como de costumbre, habló de viejos ropajes de los que es preciso despojarse y de las nuevas vestiduras con las que hay que cubrirse después de un baño purificador. El Pobre de Nazaret se colocó humildemente entre los pecadores públicos, los prevaricadores y arrepentidos. Cuando le llegó el turno para ser bautizado, Juan experimentó una vivísima iluminación interior. ¿Qué fue?, ¿Premonición?, ¿Presentimiento?, ¿Una certeza infusa venida de lo alto?. Lo cierto es que el profeta fue tomado por la absoluta seguridad de que éste era el Enviado. Como un cañaveral se estremece al embate del viento, Juan se sintió estremecer por una desusada vibración, mientras le decía a Jesús: ¿Tú aquí? Soy yo quien necesitaría ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?. 

Con humilde naturalidad, le respondió Jesús: No te hagas problemas, conviene que todo suceda así por el momento, procede sin más. Jesús se sumergió completamente en la corriente del río, y cuando salía, chorreando agua, "se abrieron los cielos". ¿Qué cosa fue? ¿Un resplandor más deslumbrante que el sol del mediodía? ¿Una nube repentina y blanquísima sobre el fondo azul del cielo? En todo caso, "el Espíritu de Dios descendió en forma de paloma sobre él", mientras una voz, como de muchas aguas, resonaba llenando los espacios: "Éste es mi Hijo amado en quien me complazco" (Mt 3,17).


Antes y después del Jordán

El Pobre de Nazaret había desempeñado su oficio de artesano en el perímetro de Nazaret y su entorno en el lapso de unos treinta años. De pronto abandona su ocupación y emprende una campaña misionera itinerante, anunciando un mensaje nuevo y sanando enfermos. Nos hallamos, pues, frente a un acontecimiento que marca una divisoria de su vida en dos partes: este acontecimiento es el encuentro con Juan. Algo importante, decisivo y trascendental para Jesús debió acaecer en este período.

Cosa semejante les había sucedido a algunos profetas, como Amos, Jeremías, Isaías: habían experimentado una irrupción divina en su vida, una experiencia religiosa que dejó cicatrices en su alma. Se trataba de una intervención personal de Dios en sus vidas, y este acontecimiento fue como un chorro de luz, a cuyo resplandor todo comenzó a ser diferente; por otro lado, este acontecimiento abrió paso a una vocación que alteró todos los planes de sus vidas.

¿No habría sucedido algo semejante en el caso de Jesús? Por los días de su bautismo, antes o después, ¿no habría experimentado Jesús uno de esos momentos que abren surcos indelebles en el espíritu, como relámpagos en la noche, a cuya repentina luz la incertidumbre se torna en claridad y la intuición en certeza? La teofanía que se expresa en la aparición de una paloma y en la voz que resuena viniendo de lo alto, ¿no estarán significando una de esas vivencias estremecidas que trastornan, condicionan y lo transforman todo en la vida de una persona? ¿Qué sucedió en las profundidades del alma de Jesús al sentirse declarado y proclamado como "hijo muy amado"? ¿Un despertar a tambor batiente a la realidad infinita que lo habitaba y poblaba, que acabó confirmándolo en las intuiciones emanadas de sus valles interiores? ¿Un "yo" profundo e infinito llamándolo a lo infinito? Vientos y mareas de un mar embriagado debieron invadirlo a partir de esa declaración; necesitó retirarse a la soledad poblada de estrellas del desierto para nadar libremente en la inmensidad, meditar, dar alcance y ponderar las consecuencias de la gran "revelación" y, en fin, para medir los calados de sus vertiginosos abismos.

El hecho es que el Evangelio nos entrega la significativa precisión de que la teofanía tuvo lugar cuando Jesús estaba "orando" (Lc 3,21).

La ruta, así y todo, sigue estando sembrada de interrogantes: ¿Para qué y para quién resonó aquella voz de lo alto? ¿Para provocar una toma de conciencia? ¿En quién: Jesús, Juan, los circunstantes? ¿Necesitaba Jesús despertar a la realidad en lo relativo a su filiación y a su misión? ¿Se trataba de una señal inconfundible destinada a Juan, para que pudiera reconocer de una manera inequívoca al Enviado? ¿O se habría tratado de una toma de conciencia colectiva, una señal refulgente para que la muchedumbre allí reunida pudiera identificar claramente a "aquel que ya está en medio de vosotros"? (Jn 1,26).

En cualquier caso, de las fuentes evangélicas emerge una conclusión indiscutible: los acontecimientos del Jordán marcan el inicio de una nueva existencia para Jesús. Aquel que en Nazaret era un astro apagado, que no destacaba un palmo por encima de los demás, es desvelado, declarado y proclamado como el enviado de Dios. Dios mismo se ha encargado de descorrer el velo, Juan lo ha reconocido públicamente, y él, el Pobre de Nazaret, ha asumido su misión, y todo comenzaba ahora.

Después de los episodios del Jordán, el Pobre de Nazaret abandonó el salvaje escenario de Judá y se trasladó a la risueña región de su Galilea natal. Y en adelante todo será distinto: estilo y contenidos.

Jesús no arrastra a las multitudes alucinadas, como el Bautizador, a la soledad del desierto, sino que él mismo sale al encuentro de la gente, y se mueve como pastor y trovador, itinerante y peregrino, por las plazas y mercados, por las pequeñas sinagogas, en el área exterior del templo de Jerusalén. El anuncio del Reino de Dios ya no apela a un juicio divino que se consumará en un futuro más o menos próximo, no; la salvación se decide y se realiza en el presente, y no es el resultado de una terrible penitencia, como la preconizada por el Bautizador, sino un don gratuito ofrecido por el Padre.

Jesús no sumerge a los pecadores en las aguas purificaderas del bautismo, previos el ayuno y la penitencia, sino que los acoge y los agasaja sentándose con ellos a la mesa. Y no sólo se despreocupan, tanto Jesús como sus discípulos, de los ayunos y la penitencia, sino que el distintivo de los nuevos tiempos será la alegría: el clima festivo de una boda, una flauta que resuena en la plaza. El Pobre de Nazaret desató la pleamar de la ventura, en contraste con el día penitencial del Bautizador; el aleluya resonó sobre nuestros techos, y los pecadores saborean las primicias del Reino. Todo es diferente.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo II
Amanece en Galilea: 
Un encuentro memorable




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REFERENCIAS