lunes, 20 de febrero de 2017

UNA HISTORIA MONOTEÍSTA

En sus orígenes, Israel había vivido perdido y casi disuelto en el seno de los grandes imperios: Egipto, Asiría, Babilonia, pueblos politeístas e idólatras. Salidos de Egipto, después de una travesía de sol y arena, e instalados en Palestina, también aquí los israelitas vivieron en todo momento rodeados de tribus idólatras: cananeos, filisteos, jebuseos.

A lo largo de los siglos, Israel, cansado de un Dios exigente, había sentido la seducción de otros dioses, más humanos y gratificantes, y en más de una ocasión se dejó seducir sin dificultad. Pero, en medio de este pueblo frívolo y voluble, Dios suscitó una y otra vez a unos hombres de fuego, los profetas, que, conjugando la amenaza con la ternura, conseguían que Israel retornara a su Dios, pagando en más de una ocasión su celo con un final violento. Así, con sangre, muerte y lágrimas, Israel llegó a forjar un monoteísmo radical y santamente fanático.

Esta tradición monoteísta había esculpido un "credo" de granito, llamado Shemá, que todo israelita rezaba dos veces por día. El Shemá no sólo era la viga maestra de toda oración judía, sino también la sangre de la cultura nacional, la bandera de la patria y la expresión de la última razón de ser de Israel, pueblo colocado en medio de los otros pueblos para recordar y proclamar que "Dios es": "Escucha, Israel: Javhé, nuestro Dios, es uno y único. Amarás, pues, a Javhé, tu Dios, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas..." (Dt 6,4-9).

Jesús, desde que fue capaz de balbucir las primeras palabras en arameo, aprendió de memoria estos versículos. Desde que el niño, a través del proceso evolutivo de la infancia, fue capaz de asimilar el sentido de las palabras, su espíritu se nutrió con el recio alimento del Shemá. Más tarde repitió millares de veces estas mismas palabras: cuando todavía caminaba de la mano de su madre; cuando iba con el cántaro a la fuente; cuando ascendía a las onduladas colinas para recoger leña o cuidar de los cabritos; cuando, ya adolescente, a los quince años, salía a las noches estrelladas, o en el humilde taller modelaba un yugo de bueyes o una carreta.

Éste es un dato de capital importancia para vislumbrar la vida interior de Jesús, y que nos permite afirmar que su primera vivencia religiosa fue la experiencia de lo absoluto de Dios. A los cinco años, Jesús comenzó a frecuentar, como todos los niños de Israel, la Bethasefer, institución docente equivalente a nuestras escuelas primarias, que dependían de la sinagoga. De la misma manera que en nuestra catequesis uno de los primeros gestos que aprenden los niños es santiguarse, así también, por entonces, cuando el maestro de escuela escribía el tetragrama o las cuatro letras del nombre de Jahvé, el niño se inclinaba profundamente sobre sí mismo, se cubría los ojos y la cara con sus manos, y permanecía inmóvil en esa actitud hasta que el maestro le daba autorización para incorporarse, una vez que había borrado las cuatro letras. De esta manera, tan fuertemente expresiva, adoró Jesús al Eterno por largos años de su vida.

En los días de Jesús ya se rezaba en Israel la oración por excelencia llamada Tephiláh. En la sinagoga se recitaba esta oración en forma solemne y coral; pero todo israelita, desde que tenía uso de razón, debía rezarla tres veces al día, en horas estrictamente señaladas. Ya estuviera comiendo, viajando, trabajando, conversando..., llegada la hora señalada, todo israelita suspendía su ocupación, se ponía de pie vuelto hacia Jerusalén y rezaba: “Bendito seas, Javhé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres; Dios grande y héroe formidable, escudo nuestro y escudo de nuestros padres, nuestra esperanza de generación en generación... Tú abates a los que están elevados, resucitas a los muertos, traes el viento y haces descender el rocío, conservas la vida y vivificas a los muertos..., no hay Dios fuera de Ti. Tú que ordenas a las estrellas en su lugar en la inmensidad, creando el día y la noche, llevándote el día y trayendo la noche, Bendito seas, Eterno, que haces 'anochecer' a las noches..." El aliento exaltado que respiran estas estrofas debió recorrer y agitar el mar profundo de los sentimientos de Jesús, las planicies sosegadas de su infancia y la pasión llameante de su juventud.

Podemos muy bien imaginar a Jesús —niño, adolescente, joven maduro— rezando esta oración tres veces por día en voz alta, a la luz del amanecer o en la quietud de la noche, caminando con la caravana, regresando del campo, erguido sobre un cerro solitario, en la penumbra del taller, junto con María y José, al anochecer..., el Pobre envuelto en llamas, todo su ser en alta tensión, contagiado por la vibración de la tierra, levantados los ojos al cielo… Jesús era ya una primavera incendiada, vendaval en marcha, noche estrellada y flor de desierto, todo al mismo tiempo. Ya desde niño el Eterno lo llenó de fuerza y de pasión.

Éste es el contexto religioso en que el Pobre se abrió a la vida. Sus primeras experiencias religiosas, de la misma manera que las de cualquier israelita, fueron vivencias del Absoluto.

Podemos constatar que, para los doce años, el Incomparable ya había invadido por completo sus territorios; y vislumbramos en él una profunda y extensa "zona de soledad" a la que nadie pudo asomarse, ni siquiera su propia Madre. Sólo Dios. Jesús tomó completamente en serio el Absoluto de Dios, y lo llevó hasta las últimas consecuencias.

Estas vivencias del Absoluto cruzan las páginas del Evangelio mezcladas con vivencias de otro género. Jesús habla de Dios, y sentimos detrás de sus palabras el eco de una gran pasión. Recoge las voces de los grandes profetas y las lleva a una altura estremecida.

La iniciativa y la consumación sólo a Dios pertenecen. Él organiza las bodas y sale por los caminos cursando invitaciones (Lc 15,3-7). ¿Dónde y cuándo se apagará el fuego de la humanidad? Sólo Dios sabe la hora exacta (Mc 13,32). ¿Quién ocupará el primer lugar en el Reino? La decisión está en Sus manos (Lc 12,32). Simón, has hablado correctamente, pero no fue por un golpe de instinto ni por tu innata sagacidad. Fue inspiración de lo Alto (Mt 16,16).

Hay que escalar este risco vertical, hay que saltar por encima de ese abismo. Ello es imposible para nosotros, pero ¿para Dios? ¡Ah!, para Dios todo es posible (Mc 10,27). Si creyeran, verían prodigios: saltando como un cabritillo, ese cerro se desplazaría hasta el mar; a esta araucaria le nacerían alas como las de un cóndor, y volaría a otros Continentes para echar allá raíces (Lc 17,6).

Así es Jesús: un profeta deslumbrado por la potencia infinita, la fuerza y la santidad de Dios. No soporta que nadie usurpe la gloria que sólo a Él le corresponde e invita a jugarse por Él hasta las últimas consecuencias, con una radicalidad que asusta (Mt 8,22; Mc 10,21).




EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo I
Una larga noche: Una historia monoteísta




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TRATO PERSONAL CON EL ABSOLUTO
EN EL FINAL DEL ABISMO
DEL SUSPENSO A LA TERNURA
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ORAR Y VIVIR
REFERENCIAS