domingo, 19 de marzo de 2017

ADÚLTERA

Puede romperse la rueda del molino, pero la corriente de agua sigue su curso hacia el mar: había sido ruda la batalla, pero el combate continuaba; los volcanes habían reventado, los ríos se habían desbordado; el Pobre estaba agitado, malherido: necesitaba sanación, consolación.

Como de costumbre, al anochecer salió Jesús de la ciudad y de nuevo tomó el rumbo de Corozaín. Fue ascendiendo por aquellas lomas que parecían sucederse unas a otras en forma escalonada, y con las primeras estrellas llegó a aquella altura desde la que, en noches de luna, se podía divisar el lago y la ciudad. Se sentó, apoyándose en un viejo olivo. Respiró largamente, se tranquilizó, pasó por su mente la película del día, un día particularmente perturbador, y oró.

—Padre —se desahogó—, cómo me gustaría escuchar en este momento una melodía de caramillo. Estoy tan dolorido .... y hasta triste. Y me invade una sensación de miedo. Me

enviaste a este mundo como joven primavera en marcha hacia nuevas fronteras, pero quieren cortarme el camino, y puedo terminar como una primavera abortada por el cierzo invernal.

Tengo miedo, Padre; sé que las flores perecen, pero las semillas permanecen como el eterno secreto de la vida. Pero ignoro en dónde y cuándo acabará mi sendero. Si no cae al suelo una hoja de sicómoro sin tu voluntad, mis senderos están marcados en la palma de tu mano. En estas manos he depositado mis días y mis pasos; inclino mi cabeza sobre tu corazón. Dormiré en paz y lucharé con alegría hasta cuando Tú lo dispongas.


Admirablemente descansado y muy feliz, a la mañana siguiente descendió por la cadena de cerros y lomas y, ya avanzado el día, llegó a la pequeña ciudad. Allí le esperaba el grupo de los discípulos y rápidamente se congregaron en torno a él las gentes. Muy alegre e inspirado, comenzó a hablarles.


Apenas había pronunciado algunas palabras cuando la gente comenzó a agitarse. ¿Qué sucedía? Un grupo de escribas y fariseos, seguidos de numerosas personas, irrumpieron en la concurrencia, abriéndose paso a empellones. Detrás de ellos venían dos o tres hombres

arrastrando no se sabía qué. Pronto se pudo comprobar que lo que arrastraban era una mujer, que se resistía cuanto podía; y con un último empujón, aquellos hombres arrojaron
violentamente a la mujer a los pies de Jesús, como si fuera un saco de arena.

Pero, en realidad, era mucho menos que eso, era un saco de escoria ultrajada. Hecha un ovillo en el suelo, curvada sobre sí misma, sollozante, escondía la cara entre sus manos... Jesús comprendió al instante de qué se trataba. Un diluvio hecho de misericordia, compasión, humanidad y ternura se apoderó de él en un momento, y lo anegó enteramente de los pies a la cabeza, y le dominó un ímpetu de gritar que apenas pudo contener: hasta las prostitutas os van a preceder a vosotros en el Reino de los cielos. Pero no era razonable proceder de esa manera, debía escuchar primero; y, no sin repugnancia, se dispuso a hacerlo.


—Maestro —le dijeron—, como sabes, Moisés dejó ordenado en la ley que toda mujer casada sorprendida en flagrante adulterio fuera llevada a la plaza pública y allí lapidada. Ahora bien, aquí tienes a una de ésas. Esta mujer, casada según nuestra ley, fue sorprendida en amores prohibidos. Moisés manda que sea lapidada. Tú, ¿qué mandas? Es un ardid infalible, pensaban ellos, no tiene salida. Si dice que sea lapidada se hará impopular, por la crueldad de la sentencia. Si ordena lo contrario es un subversivo que pretende abolir la ley de Moisés.


Jesús guardó silencio. Negros corceles cabalgaron por su alma, arrastrando el carro de un drama, y en su pantalla divina hizo su aparición otro drama, el de la mujer. El Maestro levantó la voz y habló así:

—La verdad de esta mujer —dijo— no es la historia de un adulterio, sino la de un desengaño. Un día sus manos atraparon un sueño, pero el sueño resultó una amarga sombra.

Breves fueron sus risas, largo su llanto. Le prometieron flores, pero recibió guijarros. Le apagaron la lámpara, le quebraron el cántaro, hicieron de su telar un presidio y de su hogar una tumba fría. Todos fueron con ella sordos y duros como huesos calcinados, y cayeron granizadas sobre la rosa de Sharon. Y la pobre hija de Dios fue rodando de barranco en barranco hasta una soledad poblada de ortigas. Desde el fondo del barranco la sacaron con nuevas promesas, que, a la postre, resultaron la peor de las trampas. Y aquí la tienen... Hubo un largo silencio, en medio de una gran conmoción. Jesús levantó sus ojos y, mirando a los escribas y fariseos que habían acusado a la mujer, les dijo:

—Y vosotros, oídme. Como en un paseo triunfal habéis arrastrado por la ciudad a esta mujer, recibiendo vosotros aplausos como campeones de la moral y custodios de la ley. Y así, sobre la dignidad ultrajada y la sangre derramada de esta pobre hija de Dios habéis erigido vuestras estatuas de hombres incorruptibles. En verdad, en verdad os digo que sobre los escombros de vuestras estatuas se levantará esta hija de Dios como una columna de luz en el día de mi Padre. Y todo será obra de la misericordia.

— ¡Puras evasiones, Maestro; subterfugios infantiles! —le gritaron los fariseos—. Te hemos propuesto un caso concreto y grave de moral, y tú te escapas por los cerros. ¿La apedreamos o no?

El Pobre de Nazaret bajó sus ojos y calló; pero su silencio era un campo de batalla. Sintió ascender desde el fondo de sus entrañas un navío cargado de inspiración. Miró largamente a la mujer, que arreciaba en su llanto; miró también a los asistentes y, de una manera más insistente, a los doctores de la ley. Se concentró en su interioridad. E inclinándose lentamente hasta el suelo, con la punta de su dedo comenzó a trazar en el polvo del camino palabras y
signos. La expectación era tensa, el silencio sobrecogedor, sólo perturbado por los sollozos de la mujer. Esta situación se prolongó por unos minutos, pero a los asistentes les pareció una eternidad.

¿Qué escribía o dibujaba Jesús sobre el polvo? Sin duda, las infamias de aquellos farsantes. Pero todo resultaba desconcertante en aquel singular momento: no se sabía

exactamente si Jesús estaba haciendo tiempo, evadiéndose o tal vez poniendo al descubierto la conciencia de los doctores. El hecho es que éstos se impacientaron y le interpelaron diciendo:
—Maestro, se dice que eres delicado hasta con las hormigas que se deslizan por el suelo. ¿Cómo es posible que a nosotros nos trates con tanto desprecio? ¡Respóndenos!
¿Recogemos piedras para lapidar a esta mujer o la perdonamos?

Jesús continuaba trazando signos y símbolos en el suelo. Ante la renovada expectación de la concurrencia, de pronto se incorporó lentamente, y luego de recorrer con su mirada a

toda la concurrencia, fijó sus ojos en los doctores de la ley, todavía sin decir una palabra. Después, levantando su brazo derecho y señalando un punto determinado con su dedo índice, les dijo: —Ahí tienen abundantes piedras. Aquel de vosotros que se sienta sin pecado, tome la primera piedra y arrójela contra esta mujer.

Y se inclinó de nuevo para continuar escribiendo en el polvo. El más anciano de los doctores, que tenía aspecto de comandar aquel complot, se dio media vuelta y, sin decir una

palabra, se fue. Lo mismo hizo otro. Luego otro... y así se fueron todos, sin decir palabra.

Jesús se incorporó. Con simpatía reflejada en sus ojos, miró a la mujer; también ella levantó por primera vez los ojos y miró a Jesús, emocionada y agradecida. El Maestro le

preguntó:
—Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
—Todos se fueron —respondió la mujer.
—De manera que ¿nadie te condenó? —preguntó Jesús.
—Nadie, Señor —contestó ella.
—Yo tampoco. Hija mía, vete en paz y no peques más. La justicia ha sido trascendida y sublimada por la misericordia. 
Habías caído en las emboscadas de los hombres porque no
conocías el amor. Ahora que lo conoces, huye de los brazos de la muerte. Asómate a la aurora de nuevos mundos, y ya no habrá ardides con los que puedan atraparte los miserables.

Siempre encontrarás asilo bajo mi sombra cuando la tentación quiera tenderte una trampa. Velaré sobre tus días para que tus nardos crezcan erectos frente a los embates de los espíritus oscuros; y todas las mañanas convocaré a la primavera para despertar las mejores energías de tu corazón; y el mar y el viento harán de ti un navío veloz cargado de oro, plata, marfil y ébano, en busca de playas distantes y eternas. ¡Shalom!






EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo VI
Confrontación:
Adúltera



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