martes, 14 de marzo de 2017

ASUMIR

1. Supo lo que falta

"¿Qué significan mis sufrimientos, para qué sirven?"
He aquí la gran pregunta, formulada por Job, caído en el pozo profundo. Es la pregunta —grito, lamentación— más inmemorial del viejo corazón humano.

Al retroceder por los senderos de la historia y asomarnos
a las civilizaciones que casi se pierden en la edad de piedra, constatamos que la primera inquietud que agitó al corazón humano fue esa pregunta. Los súmenos, primero, y después los asirios, los egipcios y los caldeos, implicaron y personificaron a las divinidades en el conflicto eterno entre el bien y el mal.

No hay hombre, hoy día, que, metido entre las llamas del sufrimiento, no se haga, explícita o confusamente, y con carácter de rebeldía, esta misma pregunta: para qué? 
El drama no está en sufrir, sino en sufrir inútilmente. Una noble finalidad puede dar a la persona que sufre tal gratificación que el dolor pierda, parcial o completamente,
su garra y estigma, inclusive hasta transformarse en fuente de satisfacción y alegría.

Es el caso de la madre. La mujer, dice el Señor, al dar a luz sufre apreturas, a veces hasta el espasmo; pero sabe que es el precio de una vida. Y al tener al hijo en sus brazos, el dolor se le transforma en una inmensa alegría. Las ciencias humanas agregan, incluso, que cuanto más angustioso haya sido el trance de dar a luz, tanto más amado será el fruto de ese dolor.

Muy distinto es el caso del soldado herido en una guerra absurda; el soldado, abandonado, va desangrándose lentamente, mientras la tierra va absorbiendo en silencio esa sangre, inútilmente. ¿Cabe imaginar escena más dramática?

El problema, pues, está en sufrir sin sentido. Y este sin sentido cuece y levanta las rebeldías, a veces hasta las alturas de la exasperación; y hay gentes que se cierran a cal y canto, y reaccionan ciegamente en medio de un resentimiento total y estéril en que acaban por quemarse por completo.

Todo lo que hemos tratado en este libro hasta aquí se resume en esta pregunta: ¿qué hacemos con el dolor?
Y hemos respondido: eliminarlo.

Las ciencias del hombre también han buscado siempre,
comenzando por la medicina, el mismo objetivo.

Más todavía, incluso las ciencias abstractas, al menos en sus aplicaciones, organizan proyectos y programas para alejar o neutralizar ese convidado de piedra que nunca falta en el banquete de la vida, el sufrimiento.

Nosotros también, en las páginas que anteceden, hemos
buceado en las aguas hondas del mar humano; y después de pulsar las cuerdas más sensibles y de poner el dedo en las llagas más vivas, hemos detectado los manantiales profundos de donde brota el agua salada del sufrimiento humano. Y durante el recorrido hemos ido depositando en las manos del lector recetas y "yerbas medicinales" con las cuales, y por sí mismo, pueda amagar, amortiguar o acabar con todo y cualquier sufrimiento.

Pero en este capítulo la pregunta es otra: ¿para qué el dolor?; ¿de qué sirve?; ¿cuál es su sentido? Y la respuesta, por cierto, será la receta más liberadora; eso sí, a condición de tener y vivir una sólida fe.

Entremos, pues, en el valle de la fe. Todo cuanto expusimos y propusimos en las páginas anteriores, dado que nos hemos movido en un nivel puramente humano, puede servir de orientación para los que no tienen fe o la tienen débil, y, por cierto, también para los que la tienen recia. Pero el horizonte que vamos a abrir será comprensible, y sobre todo liberador, tan sólo para las personas que viven vigorosamente el don de la fe.

La viga maestra que resume, sostiene y da firmeza a cuanto vamos a exponer a continuación son las palabras de Pablo: "Suplo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia".

Y también las palabras de Juan Pablo II: "Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención.

Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo" (Salvifici doloris).

Hay otros manantiales de dolor, es obvio, distintos de aquellos que hemos explorado en nuestro excursus, como guerras, epidemias, opresión, hambre... Nosotros, hasta ahora, hemos abordado tan sólo aquellos sufrimientos, digamos así intra-personales, aquellas tribulaciones que el lector, por sí mismo, y con las recetas indicadas, pueda atenuarlas y hasta suprimirlas.

Pero en el presente capítulo nos abrimos, como Cristo,
a la universalidad dei dolor humano. Jesucristo, efectivamente, con su muerte, asumió y se hizo solidario
de toda la aflicción humana; fue la suya una apertura
planetaria.

Va a llegar la hora, y ya llegó, en que el creyente, siguiendo los rumbos del Maestro, ya no se preocupará tan sólo de sus pequeñas heridas, sino que extenderá sus alas para abrazar, acoger y hacer suyas, en un movimiento solidario y universal, las llagas de la humanidad doliente.

2. Quejas y preguntas

Antes de retornar a la tierra de libertad donde nos hemos propuesto instalarnos —el sentido salvífico del sufrimiento—, nos disponemos a llevar a cabo una peregrinación por los montes escarpados de la Biblia.

Es la Biblia un territorio cruzado por contrastes: vida y muerte, lamentación y exaltación recorren sus rutas, a veces alternadamente, con frecuencia en confuso tropel. Podemos agregar más: ningún otro libro sagrado está tan marcado como la Biblia por cicatrices de un sufrimiento multiforme, silencioso a veces, y generalmente quejumbroso. A cualquier hora, en cualquier rincón, resuenan agrios y amargos, los por qué, para qué, hasta cuándo. ¿Rebeldía? ¿Simple lamentación?

Cruzan sus páginas varias figuras dolientes, casi patéticas;
y por medio de ellas, el libro aborda el misterio del dolor, sin solucionarlo satisfactoriamente, aunque nos ofrece vislumbres de solución; al final, la Cruz nos dará la solución completa.

Job, sea una personalidad histórica, legendaria o una figura literaria, es el arquetipo que nos presenta la Biblia del varón justo visitado y doblegado por la desgracia.

De entrada, encontramos a Job nadando en riquezas y con una excelente imagen social: un varón justo. Este prestigio se debía en parte a que Job poseía riquezas, y éstas eran consideradas como una señal de la predilección divina: por ser justo, Dios lo colma de bienes, y por nadar en la abundancia, Job bendice a Dios. Una reciprocidad benevolente. Pero nace en el pueblo, y comienza a correr la sospecha de que la vida recta de Job es interesada. ¿Bendeciría Job a Dios si El lo desnudara de sus riquezas? Y el varón justo es sometido a prueba.

Comenzando por la periferia, se inicia en torno a su persona, paso a paso, un progresivo e implacable despojamiento:
caen los golpes primeramente sobre sus campos y rebaños. Job no se inmuta y sigue bendiciendo a Dios. Avanzando hacia el centro y estrechándose el cerco, caen sablazos a diestra y siniestra, hiriendo a sus criados, hijos, hijas, esposa. Job se mantiene íntegro.

Se comenta en el pueblo: no se quiebra porque se ha respetado su persona; veremos qué pasa el día que
toquen su piel.

En un asalto nocturno y final, la enfermedad aborda,
finalmente, el corazón de la fortaleza: la lepra acaba por transformar al pobre Job en un muladar de basura.

Herido de muerte, rodeado de silencio y soledad, el varón justo se debate en una agonía que, además de cruel, es injusta. Era demasiado. Transpuestos todos los límites de la resistencia humana, Job estalla, finalmente, en una serie de imprecaciones contra la vida misma y de quejas y preguntas a Dios.

Se le aproximan unos amigos para consolarlo; y tratan de hacerlo filosofando. Es un intento de justificar el sufrimiento. Vienen a decir: en el correcto funcionamiento de la ley moral, a una vida recta debe corresponder una remuneración; y a la transgresión de la ley, un castigo. Decían: "Los que aran la iniquidad y siembran la desventura, la cosechan". Al pecado corresponde, pues, el castigo del sufrimiento.

Como se ve, se trata de una transposición mitigada del ojo por ojo y diente por diente, instinto humano grabado a fuego en las entrañas de la humanidad, y superado en la montaña de las Bienaventuranzas.

Impresiona el constatar que, a pesar de tantos siglos de cristianismo, las gentes, casi unánimemente, aún hoy día, reaccionan ante el dolor igual que los amigos de Job: ¿qué le he hecho yo a Dios para que me castigue de esta manera? Es difícil, casi imposible, hacerles descartar la idea de castigo cuando son víctimas de una desgracia.

Las explicaciones de los amigos, en lugar de aliviar a Job, lo hunden en el supremo desconcierto: el absurdo. Si el obrar el bien tiene que ser premiado y la transgresión castigada, resulta que Dios ha entrado en contradicción al inundar de calamidades a un santo varón. Es injusto.

A estas alturas, el sufrimiento de Job no es la destrucción
de sus rebaños, ni la muerte de todos sus familiares, ni siquiera la enfermedad, sino el absurdo; mejor, la perplejidad al intentar explicarse la injusticia de Dios, a quien Job acusa de abusos de poder y de contradecirse a sí mismo, destruyendo su propia obra.

En este momento, el sufrimiento toca fondo, y la nave hace agua por todas partes. Estamos ante el mal "teológico".
Enmarañado, sin posible salida y sin saber qué responder
a los amigos, el santo varón remite a Dios el cuestionamiento, y lo desafía a esclarecer el enigma.

Y Dios habla, pero no acepta las acusaciones ni responde
a las preguntas, sino que, tomando la iniciativa, contraataca, a su vez, con nuevas preguntas. Con esta inesperada "salida" de Dios se van a pique todos los principios de los amigos en los que Job ya estaba enredado: pecado-sufrimiento, buena conducta-recompensa.

Y no es que con esta dialéctica Dios intente eludir las preguntas, sino que utiliza una original pedagogía: saca a flote al pobre hombre de la falacia en que sus amigos lo habían sumergido, lo levanta por encima de las reacciones humanas, le describe los prodigios y maravillas de la creación, obra de poder y de amor, y viene a decirle que, pase lo que pase, en ese esplendor El está presente, cuida y ama al hombre, y que, en fin, a Dios no se llega entendiendo, sino adorando, y que cuando se adora todos los enigmas quedan esclarecidos.

Y en una conmovedora reacción final, Job ya no reclama
más por sus desgracias, ni formula preguntas, ni defiende su inocencia, sino que queda en silencio, dobla las rodillas y se postra en el suelo hasta tocar su frente con el polvo y adora:


"Sé que eres poderoso,
ningún proyecto te es irrealizable.
He hablado como un hombre ignorante
de maravillas que me superan y que ignoro.
Yo te conocía sólo de oídas,
mas ahora te han visto mis ojos.
Por eso retracto mis palabras,
me arrepiento en el polvo y la ceniza"
(Job 42,1-6)

Está claro: adorando, todo se entiende. Cuando las rodillas se doblan, el corazón se inclina, la mente se calla ante enigmas que nos sobrepasan definitivamente, entonces las rebeldías se las lleva el viento, las angustias se evaporan y la paz llena todos los espacios.

Es verdad, será difícil hallar otra terapia tan liberadora como la adoración para sobrellevar con serenidad y altura las contrariedades y golpes de la vida. Pero ello, naturalmente, presupone una vida auténtica de fe.

3. El Siervo doliente

Pudo haber nacido sobre la roca del Gólgota o sobre la cima de las Bienaventuranzas. Puso miel donde había hiél, y tenía su cuerpo cubierto de rojas amapolas.

Dobló la mano a las fuerzas salvajes que siembran vientos de guerra, y encadenó el odio a la argolla de la mansedumbre para siempre. Se fue por los mercados y
plazas recogiendo los gritos para tejer con ellos un himno de silencio. Fue grande en la debilidad y abrió para la humanidad senderos inéditos de paz que nunca se olvidarán.

Figura enigmática y cautivadora esta del Siervo de Yahvé. Si no estuviéramos tan familiarizados con el Cuarto Canto (Isaías, 53), se nos haría asombrosa y casi incomprensible, en el contexto del Antiguo Testamento, esa figura del justo sufriente, portador de todas las llagas humanas. Leyendo el relato de la Pasión, tenemos la impresión de que estamos siguiendo, paso a paso, la narración del Cuarto Canto.

Existen interpretaciones en el sentido de que el Siervo sería una personificación del Israel doliente, cautivo en Babilonia. Según otros, el Siervo designaría al mismo profeta que escribe, exiliado también, junto a los ríos de Babilonia.

Dejemos aparte tales interpretaciones, y preguntémonos
por la misión del Siervo y por el sentido de su sufrimiento, porque nos puede abrir perspectivas luminosas para el cristiano que sufre.

3.1. Luchador político

El Siervo sufre, en primer lugar, a causa de su mensaje
profetice Es un fardo pesado el destino del profeta; la responsabilidad supera sus fuerzas. Dios le entrega las palabras que le arden como brasas en sus huesos; no puede dejar de proclamarlas, aun sabiendo que le van a acarrear la odiosidad, y que pronto va a sentir a su costado la maquinaria de los poderosos, con intrigas, mentiras y provocaciones.

Ya en el Primer Canto, cuando el Señor hace la presentación
de su Siervo, nos entrega los primeros brochazos de su figura, características de personalidad que prefiguran al hombre nuevo del Sermón del Monte. Con ello ya se nos está indicando claramente que los caracteres de esta lucha serán muy diversos de los de cualquiera otra, social o política, y no menos eficaces. "He puesto mi espíritu sobre él. Dictará la ley a las naciones.

No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. La caña quebrada no la partirá, ni apagará la mecha mortecina. No desmayará ni se quebrará hasta implantar el derecho sobre la tierra" (Is 50,4-7). Pasaron ya muchos años en el fragor del combate por la justicia y por los derechos de Yahvé y los del pueblo.

El Siervo evoca momentos dramáticos en que no dejan
de escucharse los ecos de las torturas, la música de los azotes y otros apremios para silenciar la voz del profeta. 

Vemos, por otra parte, cómo el Siervo combina y maneja admirablemente el binomio sagrado: contemplación y lucha. 
"El Señor me ha abierto el oído, y yo no me resistí ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba; no me cubrí el rostro ante los ultrajes y salivazos.

El Señor me ayudaba, por eso no sentía los ultrajes. Y por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado" (Is 50,4-7).

Hombre de arcilla, después de todo, y frágil como toda carne humana, el Siervo sucumbe más de una vez ante la inutilidad y esterilidad de su lucha: los poderosos parecen invencibles. El desaliento toma posesión de su alma, mientras contempla a los ricos cada día más ricos, y a los pobres cada vez más humillados, a«los instalados cada vez más sólidos y prepotentes en sus sitiales, mientras los marginados se pierden, cada vez más alejados, en el silencio y el olvido. "Mientras yo pensaba: en vano me he fatigado; en viento y en nada he malgastado mis fuerzas" (Is 49,4).

Es éste un momento peligroso para el profeta. Si no se refugia en la soledad para estar con el Señor y así templar su ánimo, los poderosos pronto acabarán por derribar a hachazos la fortaleza del profeta. Tenemos que pensar en Elias perseguido (1 Re 18,10), en el abofeteado Miqueas (1 Re 22,24), en el burlado Isaías (Is 28,7-13), en el ajusticiado Urías (Jer 26,20-23), en la multiforme pasión de Jeremías (Jer 19,1-20; 26; 28; 29; 34,1-7).

"Lo que más irrita a la policía es un cristiano revolucionario
que sigue rezando en serio. Y lo que más alegría le proporciona es que el cristiano revolucionario deje de creer o, al menos, de rezar" (J. M. GONZÁLEZ RUIZ).

"Cuando un cristiano deja de rezar, su compromiso no pasa
de ser el compromiso de un luchador más en la línea de lo
político. Y con ese tipo de luchadores, la policía de los opresores ya sabe cómo se tiene que desenvolver; porque sus armas y procedimientos son perfectamente controlables. 

Lo malo para las fuerzas de opresión es cuando se las tienen que ver con un cristiano a fondo, con un hombre de fe hasta el tuétano de su vida, con un contemplativo y con un místico. Porque lo más seguro es que, en tal caso, la policía tenga la impresión de que se enfrenta a un enemigo original y desconcertantemente distinto a todos los demás. Es posible, incluso, que la policía tenga la impresión que tuvieron los enemigos de Pablo y los mismos enemigos de Jesús.

Cuando un sistema político afirma que quiere estar en buena
relación con la Iglesia, y cuando en el pueblo queda todavía
mucho de religión, es profundamente peligroso enarbolar la
bandera de la contestación, si el contestatario no se presenta como un creyente que es capaz de orar, y que, de hecho, reza tanto o más que el más fiero defensor del sistema establecido.

Porque si el contestatario no es hombre de oración, se le acusa de revolucionario a secas, y se desestima sin más; su fin será la cárcel, como si se tratase de un proceso político cualquiera.

Sin embargo, el testimonio desconcertante se produce cuando el contestatario es también un contemplativo. Porque entonces todo el mundo intuye que él no pretende derrocar un sistema para levantar otro sistema. Es decir, su intención no es 'formalmente' política, porque está por encima de toda
política y va más allá de todas las políticas de este mundo.

Necesitamos urgentemente recuperar la oración. No porque
estemos cansados de luchas y vayamos a ceder en nuestro
propósito, sino porque queremos luchar de otra manera: desde el Evangelio y con el espíritu de Jesús. Para decirle al
mundo que si luchamos no es porque hayamos cambiado al
hombre por Cristo, sino porque amamos tanto al hombre que
estamos persuadidos de que no lo podemos alcanzar plenamente sino a través de Cristo. Y si es verdad que eso supondrá muchas veces enfrentamiento y contradicción, no es menos cierto que eso llevará consigo y exigirá, con el mismo derecho, oración, eucaristía y desierto.

Cuando un cristiano reza mucho y se compromete poco, es
una persona alienada por la piedad religiosa. Pero cuando se compromete mucho y no sabe rezar ni le queda tiempo para eso, entonces yo pregunto: ¿qué alternativa realmente cristiana ofrecemos los creyentes en cuanto a la manera de entender la vida, las cuestiones últimas de la existencia y la manera de situarse los hombres en la sociedad?

Decididamente, si el testimonio de los cristianos no es también testimonio de oración, poco tiene que decir este testimonio al mundo. Es más, ¿no ha llegado ya la hora de decir a este mundo que el estilo nuestro es un estilo diferente, el estilo que procede de la plegaria y se expresa no sólo en el compromiso, sino, además, en la contemplación?" (J. M. CASTILLO, La alternativa cristiana, Sigueme, Salamanca 1980, 223-225).

3.2. En lugar de otros

El sufrimiento del Siervo nos hace pensar a veces en alguna enfermedad que hubiera asolado, triturado y deformado su figura. Apareció ante nosotros como una raíz raquítica. Alzamos la mirada, y, francamente, no se le podía mirar: el mal había arado los perfiles de su figura. Era de aquellos ante quienes uno instintivamente mira hacia otro lado o se cubre el rostro, no queriéndose, acordar más (Is 53,2-4).

También tenemos la impresión de que el Siervo ha sido sometido a un juicio sumario, o mejor, a un simulacro de proceso, y ejecutado. Lo ciñeron con el cinturón de la opresión y la ignominia, y él bajó la cabeza y no abrió la boca. Era como un manso cordero conducido al matadero; él no entendía nada, y ni siquiera se le escuchó una queja. Cayeron como lobos sobre él, lo apresaron y lo condujeron al tribunal. Y tras un juicio de comedia, lo arrojaron ignominiosamente al lugar de los muertos. Y a nadie le importó nada, nadie se preocupó por él (Is 53,7-9).

El Cuarto Canto parece un drama sacro, en el que actúan el narrador y el coro, es decir, el pueblo, que es espectador y partícipe del drama. Y el pueblo, a la manera del coro griego, descorre la cortina y nos descubre el misterio central del drama, que es el siguiente.

El sufrimiento del Siervo, a pesar de que, a primera vista, ha sido causado por los hombres, en último término, el causante es el mismo Dios. Así lo confiesa y proclama el pueblo, sobrecogido por la conmoción y el arrepentimiento, mientras va comentando en voz baja:
"El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes" (53,6).

Dios ha querido, pues, el martirio del Siervo. El Señor permite (¿conduce?) el desencadenamiento, aparentemente
fortuito, de los acontecimientos, que a simple vista están manejados por los hombres y a veces de manera inicua; pero más allá de la tramoya está el "plan de Dios" (53,10), que "prospera" mediante el sufrimiento del Siervo, sobrellevado por él con mansedumbre y paz.

Igual que el anuncio (y denuncia) de la Palabra, también el sufrimiento es parte constitutiva, por voluntad de Dios, de la misión salvífica y el destino del Siervo.

Hay en el Cuarto Canto otro aspecto, hasta ahora inédito
y sorpresivo, casi "revolucionario", y digno de destacarse; es el siguiente: dejando aparte la voluntad del Señor que conduce el drama, el martirio del Siervo es consecuencia de los pecados ajenos. Efectivamente el Siervo es víctima de "nuestras demasías"; ha sido triturado, como uva en el lagar, "por nuestras apostasías"; el Señor mismo cargó sobre sus hombros "todos nuestros crímenes"; fue asaeteado y herido de muerte por los delitos de "su" pueblo (53,5.6.8). Fueron, pues, los excesos del pueblo los causantes de su martirio.

Y con esta apreciación estamos ya en el umbral de otro concepto que tiene frontera común con el anterior: el Siervo está sufriendo en vez de los demás. El, por su parte, es inocente y puro, como el lirio de los campos; no merece más que benevolencia y predilección. Pero por el designio del Señor, el Siervo ha ocupado el lugar de los pecadores y asumido el sufrimiento que, en justicia, debería recaer sobre ellos. "Por sus suplicios, justificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él las soportará" (53,11).

Y con su martirio preserva a los otros del castigo que les correspondía. Como se ve, en el fondo palpita todavía la correlación entre pecado y sufrimiento de los amigos de Job.

Como se puede apreciar, aquí está brotando el árbol de la solidaridad, el tejido interno del Cuerpo Místico, al que en la mente de Pablo le nacerán alas y adquirirá el desarrollo completo. Es un árbol extraño, casi diríamos silvestre, y enteramente desconocido en otras religiones.

Al primer golpe de la sangre, el sentido común se revela y grita: es injusto; ¿por qué he de pagar yo los desvíos de los demás? Es que, escondida entre los pliegues más arcanos del corazón, palpita una vocación de solidaridad, instintiva y connatural, para con la humanidad doliente y pecadora. 
Ampliaremos más adelante este concepto.

Isaías fue el primero en entrar en esa zona, uno de los rincones más misteriosos del corazón humano, y señalar la función sustitutoria y solidaria del Señor a través de su martirio.

Pero hay mucho más. Las ideas siguen avanzando audazmente, e internándose, paso a paso, en las planicies
del Nuevo Testamento.

Los sufrimientos del Siervo no sólo son solidarios y sustitutivos, sino que son causa de salvación para los demás. En el escenario del drama, el pueblo, siempre
conmovido y reverente, y esta vez agradecido también,
proclama: "El castigo para nuestra salvación cayó sobre él, y sus cicatrices nos curaron" (Is 53,10). Habría que estudiar el significado y alcance de esta salvación; pero, en todo caso, el concepto está afirmado nítidamente.

Misteriosamente, el Siervo no acaba en la sepultura y en el olvido eterno, sino que hay una "resurrección", descrita por el profeta con alto vuelo poético. En otras palabras, los sufrimientos han tenido también para el Siervo un significado y una eficacia salvífica. El Señor miró con cariño y agrado a "su triturado" (53,10). Detrás de su pasión y muerte se levantará para el Siervo una aurora en la que no habrá ocaso. Mucho más: cual nuevo Abrahán, será el primer eslabón de una cadena de generaciones (53,10).

Y habrá una rehabilitación pública y solemne para el
Siervo en el tribunal de la historia; y su trono se levantará
en la cumbre de los tronos elevados (52,13). Así como muchos quedaron asombrados por la ruina y miseria del Siervo —estaba tan desfigurado que ni parecía hombre—, más asombrados quedarán ahora cuando los reyes enmudezcan ante él y vean cosas que nunca vieron y reconozcan hechos realmente inauditos (52, 14-15).

Y después de triunfar sobre los demás reyes y de capturar el botín, se sentará el Siervo entre los senadores y príncipes de la tierra para repartir los despojos y dictar sentencia.

Pero la rehabilitación alcanzará su cumbre más alta cuando el Señor proclame a los cuatro vientos el significado de la humillación de su siervo: bajó, impotente y mudo, hasta el abismo de la muerte, porque estaba expiando los pecados ajenos e intercediendo por los rebeldes (53,12). La muerte es, para el Siervo, no sólo el tránsito hacia una vida nueva, sino también hacia el éxito de su misión.

Esta panorámica, verdaderamente fantástica, ofrece al cristiano que sufre numerosos rumbos, respuestas, destellos de luz, pistas de orientación y, sobre todo, un sentido luminoso y trascendente a su diario sufrir. En cierto sentido, podemos afirmar que el dolor ha sido vencido o, al menos, ha perdido su más temible aguijón, el sin sentido.

En muchos aspectos podrá el cristiano doliente identificarse
con el Siervo. Y no cabe duda de que este abrazo identificante le abrirá nuevos horizontes y le proporcionará aliento y consolación.

4. Cristo sufriente

4.1. Un himno a la alegría


La profundidad, he ahí la cuestión. Donde hay profundidad,
hay vida. Donde hay vida, allí está el hombre. Y donde está el hombre, allí están conjuntamente la alegría y el dolor.

Desde la profundidad saltan, como vivos resortes, los grandes surtidores; y tanto más arriba llegarán cuanto más hondo sea el subsuelo de donde brotaron.

El dolor y la alegría tienen un mismo calado. Calado es la profundidad a donde llega la quilla de un navío, en relación y a partir de la línea de notación. La hondura que alcanza el gozo, alcanza también el dolor.

Tanto se sufre cuanto se goza, y viceversa.

Jesús fue el varón de dolores porque había sido un pozo de alegría, en la misma medida. Y pudo liberarnos del dolor porque había habitado anteriormente en la región del dolor y lo conocía por experiencia.

El Evangelio es una buena nueva, una alegre noticia.
Las raíces están siempre en la profundidad; y cuando ellas están sanas y empapadas en la tierra húmeda, hasta la copa más encumbrada se la ve vestida de un fresco verdor. Si los manantiales son hondos y puros, toda el agua que brota de ellos es pureza y frescura.

Esta es la explicación de por qué el Evangelio es un himno a la alegría. Todo brota de la profundidad humana de Jesús; y esta región estaba habitada por la presencia amada del Abba, la paternidad acogedora de Dios. Por eso, su fuente interior se llama gozo, paz.

Desde esta vertiente brotaban las palabras y actitudes de Jesús, y aquel estado de ánimo en que siempre lo contemplamos, nimbado de confianza y serenidad.

Asimismo, desde estas mismas latitudes, pobladas por la presencia paterna, brotaba también aquella obediencia
filial y aquella disponibilidad para con todos los huérfanos e indigentes de la Humanidad.

En el trato personal de Jesús con Dios presentimos una carga infinita de ternura y proximidad. Suena una melodía inefable en esas expresiones que Jesús usaba normalmente: "Padre mío", "mi Padre"; vibra un algo enteramente especial en esas palabras, un no sé qué de singular y único, cuajado de confianza, seguridad y alegría.

Debido a esto, del corazón de Jesucristo brota un mensaje revestido de dicha; y tenemos la impresión de que Dios fuera como un inmenso seno materno que cálidamente envolviera a la humanidad toda; y a Jesús mismo lo sentimos cercado de llamas, frescas llamas de alegría.

"La completa novedad y el carácter único de la invocación
divina Abba en las oraciones de Jesús muestra que esta invocación expresa el meollo mismo de la relación de Jesús con Dios. Jesús habló con Dios como un niño habla con su padre, lleno de confianza y seguro, al mismo tiempo que respetuoso y dispuesto a la obediencia".

"En la invocación divina Abba se manifiesta el misterio
supremo de la misión de Jesús. Jesús tenía conciencia de estar autorizado para comunicar la revelación de Dios, porque Dios se le había dado a conocer como Padre" (J. JEREMÍAS).

Aquel día, partiendo del lago, fue Jesús subiendo hacia el monte, rodeado de gente sin prestigio, ex presidiarios, vagabundos, inválidos, mujeres de vida dudosa; en suma, la resaca que deja a su paso el río de la vida. Se encumbró sobre un altozano y soltó al viento el nuevo código de la felicidad.

Les dijo a sus oyentes que los que nada tienen lo tendrían todo. Que los que con lágrimas se acuestan serán visitados por la consolación. Que se están preparando banquetes, hartura y regalías para los que ahora pasan hambre. Que deben sentirse felices los que recibieron heridas por causa de la justicia, porque esas heridas brillarán como estrellas. 
Que los que, piedra a piedra, levantaron el edificio de la paz serán coronados con el título de hijos de Dios. Que las lágrimas serán enjugadas y los lamentos se trocarán en danza y júbilo. Que nadie debe tener miedo: cualquiera puede asesinar el cuerpo, pero ni con la punta de lanza tocarán el alma, porque está asegurada en las manos del
Padre. ¡Alegría y albricias para quienes han sido enlodados
por la calumnia y la mentira!, porque la misma suerte corrieron los profetas; y, además, les está reservada una recompensa que sobrepasa toda imaginación.

Una ciudad de luz, levantada sobre la cumbre de la montaña, es visible desde todos los ángulos de la comarca.
Eso serán los discípulos en medio del mundo: una montaña de luz. ¡Qué insípida es la comida sin sal! Pero ellos serán la sal que condimentará el banquete de la humanidad.

Una vez, un hombre, al internarse en la montaña, se encontró con una mina de oro. Fue tanta su alegría que, corriendo, volvió a su casa, vendió cuanto poseía y compró aquel terreno. Lo mismo le sucedió a aquel mercader experto en piedras preciosas: al pasar por un mercado, dio con una perla muy fina. Emocionado, regresó a su casa y vendió sus pertenencias para comprarla. Así es el Reino.

El grano de mostaza es una simiente realmente diminuta,
apenas visible. La siembran, nace y se va levantando hasta transformarse en el más tupido de los arbustos, donde las aves ponen holgadamente sus nidos.

Salió el sembrador, y arrojó un puñado de granos de trigo en la tierra; llegado el verano, los encontró transformados en doradas espigas. Así es la Palabra.

Felices los hijos que tienen una madre solícita, pero mucho más los que escuchan la Palabra y la ponen en obra. El Reino es un vino nuevo y ardiente, un fino tejido recién salido del telar.

Tienen motivos para estar felices y alegres, porque hasta las serpientes y demonios se han sujetado a su voluntad. Pero eso no es nada; hay otro motivo de alegría mucho mayor: sus nombres están escritos en el corazón de mi Padre. ¡Enhorabuena!

El Sermón de la Montaña podría sonar a ingenuidad,
alienación y hasta a cierta cruel ironía si lo sacamos de su contexto. Decir que son felices los indigentes, los calumniados y los encadenados sería algo francamente inaudito, hasta el sarcasmo, a no ser que haya un nuevo contexto que saque todos los valores de su quicio. Y ese contexto existe, es el amor gratuito y eterno del Padre, que se da de manera especial a los que nada tienen: ya que nada tienen, el cuidado amoroso y preferente del Padre será su compensación, que les proporcionará una alegría tal que nunca podrían alcanzar con todas las riquezas de la tierra. Este es el contexto.

De aquí parte precisamente la opción preferencial por
los pobres. Como una onda inmensa, el amor del Padre se expande sobre el mundo y envuelve y abraza a todas las
criaturas: he aquí el motivo definitivo de la alegría y la
razón de la seguridad y libertad de los hijos de los hombres, y especialmente de los más desvalidos.

¡Qué alegres se ven las golondrinas haciendo piruetas
en el aire! Y los gorriones saltan de un alero a otro. No siembran ni siegan para comer. ¿Quién los alimenta?
¡Cómo resplandecen al comenzar la primavera los lirios silvestres! Y no hilan, ni tienen telares. ¿Quién los viste de hermosura? ¿No vale la piel más que el vestido, y la vida más que el alimento? Y vosotros, ¿no valéis más que los gorriones? Si el Padre se preocupa de unas criaturas que hoy resplandecen y mañana ya no existen, ¿qué no hará por sus hijos que son portadores de un aliento inmortal?
¿Quién vio alguna vez que un niño pida un trozo de pan a su padre y éste le entregue una piedra? Nunca se ha visto que el hijo de casa solicite una porción de pescado a su madre y ésta ponga en sus manos un escorpión. Si los hombres, que, por cierto, no llevan buena levadura, son siempre lealtad y cariño para con sus hijos, ¿cómo creéis que se comportará el Padre con vosotros?

Probablemente, no hay alegría más auténtica que la del perdón; porque, posiblemente, no existe congoja mayor que el sentimiento de culpa, con este amargo binomio: vergüenza y tristeza.

Podríamos, incluso, afirmar que el perdón es la más alta expresión del amor y la más genuina. Pero lo que asombra en el perdón evangélico es otra cosa: que riás alegría siente el que perdona que el que es perdonado. Por eso, Jesús representa el perdón del Padre como una fiesta.

Aquel muchacho lo tenía todo en su casa. Pero, soñando
en aventuras, se fue a tierras lejanas, dejando clavado un puñal en el corazón de su padre. Se zambulló en el turbio esplendor del mundo hasta morder la fruta del hastío. Y cuando, doblegado por la nostalgia, regresó a su casa, su padre, además del abrazo y el perdón, le preparó el banquete más espléndido de su vida.

Aquella mujer perdió una dracma, una pequeña moneda.
Después de muchos desvelos y fatigas, la recuperó; y fue tanta su alegría, que, no pudiendo contenerse, salió al barrio para invitar a las amigas a alegrarse con ella.

Si se pierde una oveja entre los riscos, el Padre no se
desentiende de ella, sino que salta al mundo, cruza los valles, escala los requeridos, se asoma a los precipicios,
arriesga su vida hasta que encuentra a la oveja perdida
y malherida. La toma en sus brazos y vuelve a casa cantando y proclamando que aquella oveja recuperada
le da más alegría que todo el resto del rebaño.

Así fue Jesús desgranando, ante sus asombrados y humildes oyentes, en forma de narraciones y apólogos,
el misterio y los tesoros del corazón del Padre. Esta era la permanente temperatura interior de Jesús, desde donde le brotaban aquellas palabras que inundaron de alegría y misericordia al mundo.

Por cuanto hemos dicho, afirmamos que el Evangelio es un himno a la alegría, entendiendo por alegría no necesariamente la risa explosiva, sino un estado interior
pleno de gozo y libertad.

Por eso no es posible la tristeza allí donde está Jesús.

En este sentido, hay en el Evangelio una perícopa notable por lo significativa (Me 18,22). Los discípulos de Juan ayunan, y los discípulos de Jesús, no. ¿Por qué este contraste? Hay que tener en cuenta que el ayuno indicaba, de alguna manera, luto y tristeza.

Jesús responde, tajante, con una pregunta: ¿acaso pueden ayunar los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Quiere decir: la persona concreta de Jesús es la transparencia de la misericordia del Padre, y, por consiguiente, fuente de gozo. No es que Jesús repruebe el ayuno, sino que defiende y explica el proceder de los discípulos, como diciendo: ¿qué van a hacer?, están celebrando la alegría de la salvación, que es la presencia de Jesús ¡No es posible la tristeza! Todo está indicando que la presencia física, histórica, de Jesús significó para los discípulos y otros que disfrutaron de ella alegría y liberación.

4.2. Varón de dolores

A pesar de que los Evangelios, como lo acabamos de ver, nos presentan a Jesús y su mensaje como una fiesta de alegría, como un concierto de flauta en medio de la plaza (Mt 11,16-18), nos lo presentan también como un hombre acosado, agredido y marcado a fuego por el sufrimiento, de tal manera que se vieron obligados a justificar teológicamente esa figura doliente (1 Pe 1,21).

Mucho más: en la imagen de un Jesús traspasado por el dolor, la Escritura llegó a contemplar el símbolo de la Humanidad Doliente (Heb 12,2).

Hay en los Evangelios vislumbres fugaces por los que concluimos o sospechamos que Jesús estaba familiarizado
con el sufrimiento, cosa que no cabría deducir por los sucesos narrados. Por ciertos detalles, atisbamos que Jesús posee aquel conocimiento sobre el dolor que sólo el dolor puede dar. De ahí, sin duda, emerge esa tremenda sensibilidad que posee ante el sufrimiento ajeno; y sólo el que ha padecido mucho tiene la capacidad de compadecer, capacidad que es notable en Jesús.

Aquel día unos helenos provenientes de la Diáspora
manifestaron un vivo interés por conocer a Jesús. Felipe y Andrés notificaron a Jesús este deseo. Y, mientras les hablaba, desde no se sabe qué regiones, como en un
paréntesis, le ascendió a Jesús una profunda turbación: "¡Ay, me siento agitado, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta Hora. Pero... ¡si para esto he venido! Padre, glorifica tu Nombre" (Jn 12,27). Vislumbramos en este abrupto paréntesis cualquier drama, una especie de desdoblamiento de personalidad, un combate soterrado entre el querer y el sentir...

En aquella "conmoción" hasta el sollozo y las lágrimas
(Jn 11,35) presentimos el drama interior de un hombre cuyos lazos de amistad (con Lázaro) han sido desgarrados sin piedad por la muerte.

Igualmente en aquel "estremecimiento" ante la viuda que había perdido al hijo único: ahí se percibe como un romperse de fibras muy sensibles cuando, con gran ternura, dice a la viuda: "No llores" (Le 7,12). Sólo un hombre que ha sufrido mucho puede compadecerse de esa manera.

Un día estaba Jesús en la sinagoga; y había allí un hombre que sufría parálisis de un brazo. Marcos, en una tensa escena, dice significativamente —lo que denota que la hostilidad era ya irrevocable— que los letrados y jefes "estaban al acecho a ver si le curaba en sábado, para poder acusarlo" (Me 3,2). En una actitud de desafío, no exenta de indignación, dijo Jesús primero al enfermo: "levántate"; y luego lanzó a sus contrarios esta pregunta: "¿es lícito salvar una vida en sábado?" Ellos callaron. "Entonces, mirándolos con ira y dolorido por la dureza de su corazón", dijo al paralítico: "extiende el brazo"; lo extendió, y quedó curado.

"En cuanto salieron los fariseos se confabularon con los
herodianos en contra de él para tramar cómo eliminarlo" (Me 3,6).

Son las primeras escenas de un drama que acabará en un holocausto. Y vemos también aquí los primeros compases de la apertura de Jesús al misterio del Dolor, que lo transformarán en un "conocedor de quebrantos", según la expresión de Isaías.

La escena que nos describen Marcos (6,1-6) y Lucas (4,14-30), dramática también, marca otro hito en el descenso de Jesús en las aguas del dolor, y señala, por otra parte, su alejamiento, desengañado, de "su tierra" de Nazaret. La escena apunta también claramente el hecho de que fue su destino de profeta y misionero de la misericordia el que le abrió la ruta hacia el interior del dolor.

El episodio es el siguiente: después de pasar un tiempo junto a Juan y de bautizarse, y luego de un largo retiro en el desierto, Jesús regresó a Nazaret. El sábado habló en la sinagoga. Sus propios paisanos no podían creer lo que estaban escuchando, y "se escandalizaban a causa de él". Entristecido, Jesús contraatacó: no hay nada que hacer: "Un profeta, sólo en su tierra, entre su parentela y en su propia casa carece de prestigio" (Me 6,4). Y la frustración da una nota más alta: "Y no pudo hacer allí ningún milagro" (6,5). Y el diapasón, finalmente, hizo sonar el tono más agudo: "Se
asombró de su falta de fe" (6,6). Percibimos en este "asombro" un contenido tenso y denso de desengaño, dolor retenido y ciertos destellos de desesperanza.

Pero no acaba aquí la narración. Nos dice Lucas que, a cierta altura de la escena, Jesús golpeó replicando y recordando que en tiempo de Elias y Eliseo fueron dejados de lado los hijos de Israel y la "salvación" fue entregada a los hijos de Siria y de Sidón. Oyendo esto, los nazaretanos de la sinagoga "se llenaron de ira, y levantándose lo arrojaron fuera de la ciudad; y lo llevaron a una altura escarpada del monte para despeñarlo" (Le 4,25-28).

Sobran comentarios. Es un texto desusadamente fuerte y significativo. Parece el preludio de aquella narración de Juan: "Tomaron a Jesús, y él, cargando con su cruz, salió hacia un lugar llamado Calvario, donde lo crucificaron" (Jn 19,17). Es, sin duda, el dolor más doloroso: sentirse mensajero ¿e una novedad, mensaje de salvación y amor, y, al entregarlo, y por entregarlo, recibir la incomprensión, el rechazo, la persecución y la ejecución.

En varias ocasiones vemos a Jesús desalentado. Pero hay en Marcos 8,12-13 una reacción inesperadamente enérgica, en que sentimos algo así como un quejido interior, como de un navío que cruje: "Jesús dio un profundo suspiro y dijo: ¡Cómo!; ¡esta clase de gente busca una señal! Os aseguro que a esta clase de gente no se le dará señal. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la orilla de enfrente". ¿Esperanzas destrozadas?
¿Ilusiones desgarradas? 
Son reacciones que nos permiten vislumbrar una desconocida y secreta familiaridad de Jesús con el sufrimiento.

El sufrimiento de Jesús es como una tempestad que se forma allá lejos, en otra comarca; crece, se mueve y se aproxima; se le siente cada vez más cerca; va progresivamente avanzando en un crescendo incontenible,
hasta que descarga toda su violencia en su Pasión y Muerte.

Los Evangelios nos dejan constancia en forma unánime y clara de que Jesús en las últimas semanas y días estuvo rodeado de indiferencia, cobardía, odio, traición.

Tenía motivos más que suficientes para retirarse de la vida amargado y resentido por la insensatez de la raza humana. Pero no fue así. Lo inesperado, lo que nos parece incomprensible y que uno se resiste a aceptar, es lo siguiente: ¿cómo es posible que un hombre gozoso como Jesús, con un mensaje vital y alegre, pudiera encontrarse-con un rechazo tan cerrado, con un grado tan increíble de
conflictividad?

El conflicto y la resistencia levantados a su paso fueron
de tal magnitud que su vida y obra, humanamente hablando, estallaron en llamas y cenizas en la pira del desastre. Es éste un enigma incomprensible que, de momento, lo dejamos de lado.

En todo caso, Jesús no se retiró de la vida con el rictus de un amargado. Su dolor no fue egoísta ni centrado en sí mismo. En ningún momento sorprendemos a Jesús cerrado sobre sí mismo, reclamando el reconocimiento de la humanidad, o hurgando en las heridas de sus frustraciones, o paladeando la fruta agridulce de la autocompasión, como si en el mundo no hubiera otra realidad que su fracaso, o como si la historia tuviera que ser valorada teniendo como centro y clave su propia desgracia. Nada de eso.

Al contrario, estando como estaba en el ojo mismo de la tempestad, lo captamos enteramente olvidado de sí y salido siempre hacia el otro. Y el motivo de su sufrimiento son siempre los otros. De modo que, en Jesús, el dolor es consecuencia de su "ser para el otro".

Y así, tuvo una palabra de delicadeza para el traidor (Le 22,48). Se mostró sumamente preocupado de que los discípulos no corrieran su misma suerte: "Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos" (Jn 18,8). Le tendió a Pedro, enredado en la cobardía, una mirada de salvación (Le 22,51). Tuvo un magnífico gesto de caballerosidad, camino del Calvario, para con aquellas mujeres que, con lágrimas, se solidarizaban con él (Le 23,28). Fue delicado y atento con el ladrón en la cruz (Le 23,39). Y, en último instante, casi asfixiado, tuvo con su madre un rasgo filial de atención, entregándola a los cuidados de Juan (Jn 19,25). Hasta el último aliento fue el hombre para los hombres.

En su Pasión y Muerte convergieron todas las circunstancias
para hacer sobremanera amargo ese paso. Y esas circunstancias justifican el título de varón de dolores.

En primer lugar, en cuanto al dolor físico, la pérdida de su sangre privó del agua a su cuerpo, originándose una progresiva deshidratación, sensación sumamente desagradable. Debido a ello, se apoderó de Jesús una sed generalizada que se siente no sólo en la garganta, sino en todo el organismo, sed que ningún líquido del mundo puede saciar, sino una transfusión de sangre.
La pérdida de sangre originó también una fiebre alta, que, a su vez, derivó en una confusión mental o pérdida parcial de la conciencia de su identidad. Sufrió también, como todos los crucificados, el suplicio de la asfixia al no poder respirar debido a la posición forzada del cuerpo.

En segundo lugar, Jesús' moría en plena juventud, y la muerte le segaba todos los lazos amables de la vida: no poder disfrutar más de la luz del sol, de la primavera, de la amistad, del afecto de las gentes, de la gratitud de los humildes; no poder soñar, amar y ser amado; no poder hacer felices a los demás ni disfrutar del trato de los familiares y discípulos... Todo queda cercenado; y eso, para un hombre vital como Jesús, es particularmente sensible. Era la Gran Despedida; como si dijera: me voy, y ustedes no pueden "venir" conmigo.

En tercer lugar, y mirando hacia atrás y evaluando sus años de misionero de la paz, le resultaba difícil descartar la impresión de fracaso, tanto en la Galilea, salvo en los primeros tiempos, como en la Samaría, como, sobre todo, en la Judea. Las muchedumbres, veleidosas como de costumbre, desertaron. La clase gobernante e intelectual, salvo contadas excepciones, lo calificaron de transgresor de la ley, blasfemo y peligroso para la seguridad nacional; y juzgaron que debía ser expulsado de la vida.

De los discípulos comprometidos con él con lazos de una larga convivencia, uno lo traicionó, otro lo renegó, y "todos", en una confusa desbandada, "abandonándolo, huyeron" (Me 14,50). Irónicamente, su muerte hizo que se reconciliaran, para confabular en un mismo complot, los grupos antagónicos que nunca se sientan a una misma mesa: los gobernantes y el pueblo, Roma e Israel, Pilato y Herodes, el Procurador y el Pontífice.

Jesús bebió otro amargo trago, probablemente el más amargo de la experiencia humana: la sonrisa despectiva
y el sarcasmo de los vencedores (Le 23,35).

Hay otro rasgo que agrega una dosis especial de acidez a su muerte: a Juan lo mató Herodes, y ello permitía considerar su muerte como un martirio. A Jesús lo mataron los representantes de Dios. Juan muere por una apuesta absurda y frívola. Jesús es juzgado por blasfemo, condenado como tal y ejecutado. In situ, en las circunstancias históricas en las que ocurrió el hecho, no hay por donde encontrar un resquicio por el que se le pueda dar a Jesús una aureola de mártir o de héroe. Fue, simplemente, ejecutado ignominiosamente.

De por sí, el morir es el acto más solitario de la vida.
Es la soledad misma. Pero si ese trance está rodeado de
afecto, si el ajusticiamiento injusto y la ejecución del profeta están envueltos en una cálida solidaridad de los partidarios y discípulos, en ese caso la soledad del ajusticiado puede quedar parcialmente aliviada. Pero en el caso de Jesús no hubo tal solidaridad, sino hostilidad e indiferencia.

De los que presenciaban aquel desenlace, un puñado lloraba sin poder aliviar nada, muchos estaban satisfechos y contentos, y la inmensa mayoría, indiferentes.

Hoy día, esa noticia habría aparecido en unas pocas líneas, perdida en las páginas interiores de los periódicos. En líneas generales, podríamos decir que aquello no interesó mayormente a los habitantes de Jerusalén. Símbolo de esa indiferencia eran sus propios discípulos, dormidos tranquilamente en el Olivar mientras el Maestro se debatía en una trágica agonía. ¡Cómo no sentir náusea!

Las circunstancias descritas nos dan el derecho para concluir que la Pasión y Muerte tuvieron carácter de colapso, de holocausto: el derrumbamiento integral de una persona y su proyecto. Jesús fue, pues, verdaderamente varón de dolores.

Ahora haría falta una larga disquisición para considerar la serenidad con que Jesús afrontó este colapso, los intereses salvíficos de Dios en este acontecimiento y la apertura y disponibilidad con las que el Siervo asumió la voluntad de Dios. Pero esto no entra en nuestro propósito.




DEL SUFRIMIENTO A LA PAZ
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo IV
Asumir



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