sábado, 4 de marzo de 2017

COMO SI VIERAN AL INVISIBLE

En el mundo entero se están efectuando, en estos últimos años, sondeos, encuestas y evaluaciones sobre el estado de la oración. Se habla de crisis y abandono de la oración, de las dificultades para entrar en comunicación con el Dios trascendente.

Sin embargo, en esta evaluación general se está llegando, con rara unanimidad, a la conclusión de que la decadencia de la oración proviene de una profunda crisis de fe. Se puntualiza en el sentido de que el centro de la crisis no está tanto en el cuestionamiento intelectual de la fe sino en la vivencia de la misma. Se trata, pues, de una crisis existencial de la fe. Las encuestas más serias llegan a la conclusión de que no se debe cargar el acento en el problema de las formas de la oración. 

La crisis de fondo no está en cómo  expresarse en la oración sino en qué expresar.

Buscando, según la intención que nos hemos propuesto, la utilidad práctica, solamente nos vamos a preocupar en la presente reflexión del acto vital de la fe que, en la Biblia, es siempre adhesión y entrega incondicional a Dios. Vamos a analizar también las dificultades que dicho acto entraña, especialmente cuando sobreviene el silencio de Dios, así como también los desalientos que amenazan constantemente la vida de fe. Esas dificultades, normales e invariables para todo el que trata de vivir «a» Dios, hoy día se ven acrecentadas debido a ciertas corrientes de ideas, que analizaremos con una cierta detención.

Con estas reflexiones habremos adelantado mucho en nuestro empeño de explorar el misterio de la oración, ya que ella no es otra cosa que una puesta en movimiento  de la misma fe. Buscaremos, finalmente, algunos medios que nos ayuden a superar los desfallecimientos y situaciones difíciles.

I. El drama de la fe

Al abrir la Biblia y contemplar la marcha del Pueblo hacia Dios en la profundización, esclarecimiento y purificación de su fe, llegamos a experimentar vivamente ¡qué difícil es esta ruta que conduce al misterio de Dios, la ruta de la fe! Y no sólo para Israel; sobre todo para nosotros.

Cada día estamos viendo que el desaliento, la inconstancia y las crisis nos esperan en cualquier esquina. Y esto, sin olvidar que la fe, en sí misma, es oscuridad e incertidumbre.
Por eso hablamos aquí de drama. Al entrar, pues, en este verdadero túnel, debemos recordar aquella valiente invitación de Jesús: «Esforzaos para entrar por la puerta estrecha» (Le 13,24).

La prueba del desierto

En distintos momentos, el Concilio presenta la vivencia de la fe como una peregrinación (LG 2, 8, 65). Más aún, nos la presenta en un nivel paralelo a la travesía de Israel por el desierto. Ciertamente aquella marcha constituyó la prueba de fuego para la fe de Israel en su Dios. Sin embargo,
aunque es verdad que de esa prueba salió fortalecida la fe de Israel, aquella peregrinación estuvo cuajada de adoración y blasfemia, rebeldía y sumisión, fidelidad y deserción, aclamación y protesta.

Todo ello es un símbolo real de nuestras relaciones con Dios mientras estamos «en camino» y, sobre todo, y esto es lo que aquí nos interesa destacar, es un símbolo de las vacilaciones y perplejidades que sufre toda alma en su ascensión hacia Dios, más concretamente en su vida de fe. Pocos hombres, quizá nadie, se han visto libres de tales desfallecimientos, como lo veremos con la Biblia en la mano.

Llegado el momento oportuno, Dios irrumpió en el escenario de la historia humana. Entró para herir, liberar, igualar. Amigo de Dios y conductor de los hombres, Moisés se enfrenta al faraón, congrega al pueblo disperso, y lo pone en marcha hacia el país de la Libertad. Salidos de Egipto, comienza la gran marcha de la fe hacia la claridad total. Pero, ya con los primeros pasos, la crisis de fe comienza a enroscarse como una serpiente en el corazón del pueblo. La duda sube hasta sus gargantas para gritar: «El desierto será nuestra tumba» (Ex 14,11). «¿No te decíamos que nos dejaras servir a los egipcios? ¿No era eso mejor que morir en el desierto?» (Ex 14,12). Se prefiere la seguridad a la libertad. En medio de la confusión, sólo Moisés mantiene viva la fe: no tengáis miedo, Dios «hará brillar su Gloria» y mañana mismo veréis resplandecer esa Gloria (Ex 14,17) porque Dios «combatirá» por nosotros y con nosotros.

Ante estas palabras, la fe del pueblo se enciende de nuevo. Y con sus propios ojos contemplan fenómenos nunca vistos. De pronto comenzó a soplar un viento recio del sur que cortó las aguas y las dividió en dos grandes masas.

Y el pueblo pasó como en medio de dos murallas, mientras los egipcios quedaban atrapados como plomo en el fondo del mar. Ante semejante espectáculo «el pueblo creyó en Dios y en Moisés, su siervo» (Ex 14,31), y entonaron un canto triunfal (Ex 15,1-23). Sin embargo, una vez más, habían necesitado un «signo» para recuperar su fe: «Bienaventurados aquellos que, sin haber visto, creen» (Jn 20,29).

Avanzó la peregrinación durante tres días, internándose a fondo en el desierto del Sur. El desierto vuelve a poner de nuevo a prueba la fe del pueblo. El silencio de la tierra y, a veces, el silencio de Dios invade sus almas y sienten miedo. Se les han agotado las provisiones. ¿Qué comerán? Y, como aves rapaces, se abaten sobre el pueblo el desaliento, la nostalgia y la rebeldía. «¿Nos has traído al desierto para matarnos de hambre? Mucho mejor que hubiéramos muerto a espada, a manos de los egipcios» (Ex 16,3).

El pueblo sucumbe definitivamente a la tentación de la nostalgia y «se pusieron a llorar mientras decían: ¡oh aquella rica carne de Egipto!, ¡oh aquel sabroso pescado que comíamos de balde en Egipto, y aquellos melones, y aquellas sandías, y aquellos puerros, y aquellas cebollas, v aquellos ajos!» (Núm 11,5).

Moisés, cuya fe se mantenía inconmovible porque a diario conversaba con Dios «como con un amigo», les dijo: No tengo nada que ver con vuestras murmuraciones, esas voces son quejas contra Dios. Pero os aseguro que «mañana mismo vais a ver otra vez la Gloria de Dios» y vuestras protestas quedarán reducidas a ridiculas voces (Ex 16,5-9). Y al día siguiente por la tarde, una bandada de codornices cubrió todo el campo, y al otro día apareció sobre la tierra algo así como un rocío, con el que el pueblo se saciaba todas las mañanas (Ex 16,13-16).

La peregrinación siguió avanzando hacia Cades Barne bajo un sol de fuego, sobre un mar de ardiente arena. Y a medida que avanzaban, otra vez el desaliento y la tentación turbaron sus almas; la tentación definitiva de detenerse, abandonar la marcha y regresar a las comodidades antiguas, aunque fuera en estado de esclavitud. «Nos has traído al desierto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestro ganado» (Ex 17,3). Y en este momento una duda punzante echa por tierra el recuerdo de tantos portentos, muerde el fundamento de su fe y se expresa en aquella terrible pregunta: «¿Está Dios on nosotros, sí o no?»  (Ex 17,7). La duda había alcanzado la cumbre más alta. Por lo cual aquel lugar se llamó Masa (porque protestaron contra Dios) y Meribá  (porque desafiaron a Dios). Esta fue la prueba del desierto en su marcha. Inicia Canaán. Pocos hombres de Dios se han librado de alguna fuerte prueba.

Nuevas pruebas en nuevos desiertos

Si siempre fue áspera y difícil la ruta de la fe, en nuestros días han aumentado las dificultades. Hoy la Iglesia está atravesando un nuevo desierto. Las amenazas que acechan a los peregrinos son las mismas de antaño: desalientos por eclipses de Dios, la aparición de nuevos «dioses» que reclaman adoración, y la tentación de detener la dura marcha de la fe para regresar al confortable y «fértil Egipto».

Dificultades intelectuales

El hombre ha vivido durante miles de años bajo la tiranía de las fuerzas ciegas de la naturaleza, fuerzas que él divinizó. Para contrarrestar esas fuerzas divinizadas, el hombre acudió a los ritos mágicos. Aunque la Biblia es una purificación de esos conceptos y costumbres mágicas, en nuestro ancestro más profundo quedan de ese mundo encantado reminiscencias, muchas de las cuales las hemos endosado al Dios de la Biblia.

La técnica ha desplazado esas convicciones y costumbres. La ciencia explica lo que antes se atribuía a divinidades míticas o se consideraba atributo exclusivo de Dios. Y aquí nace un peligro: el de confundir lo mágico con lo sobrenatural, arrasar indiscriminadamente con lo uno y lo otro sin distinguir convenientemente el trigo de la cizaña, y llegar a la convicción de que todo lo que no sea ciencia-técnica, o no existe o es una proyección de nuestras impotencias y temores.

Efectivamente, en tiempos pasados muchos fenómenos de la naturaleza los explicábamos relacionándolos con Dios. Ahora, al comprobar que todo fenómeno natural se explica con los métodos propios de las ciencias, imperceptiblemente estamos desentendiéndonos de Dios. A medida que nuestra mente se despuebla de aquellas explicaciones, nuestra vida
consciente se va vaciando gradualmente de la presencia de Dios. Muchos lo sienten íntimamente, y otros lo dicen abiertamente: que la ciencia acabará por explicar todo lo explicable y que, en adelante, Dios será una «hipótesis» innecesaria.

Sin embargo, ni la tecnología ni siquiera las ciencias socio-psicológicas jamás lograrán dar la respuesta cabal a la pregunta fundamental y única del hombre, la cuestión del sentido de la vida. Sólo cuando el hombre tropieza con su propio misterio, cuando experimenta hasta el vértigo la extrañeza de «estar ahí», de estar en el mundo como conciencia y como persona, sólo entonces se plantea esta cuestión central: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la razón de mi existencia? ¿De qué manantial provengo yo? ¿Hay un porvenir para mí, y qué porvenir?

Hoy no se llevan a cabo campañas, llenas de argumentos y de pasión, contra Dios. Simplemente se prescinde de él, se lo abandona como un objeto que ya no sirve. Es un ateísmo práctico, más peligroso, que el sistemático, pues va inoculándose suavemente en los reflejos mentales y vitales.

Nuestra síntesis teológica no resiste la visión cósmica y antropológica que nos dan las ciencias. Las investigaciones sobre el origen del mundo y del hombre distan mucho de los datos de la Escritura, aunque hoy afirmemos que la Biblia no pretende dar explicaciones científicas.

Sin poder evitarlo, sentimos el contraste entre nuestra dificultad de expresar a Dios con signos y símbolos, y la expresión de las ciencias que son unas fórmulas diáfanas, evidentes y directas. Nos desconcierta la claridad de los métodos científicos de investigación, en contraste con nuestros métodos inductivo-deductivos, por las vías analógicas para conocer a Dios.

Si no hemos madurado personalmente una fe coherente con los descubrimientos científicos, sobreviene la secularización que, sin duda, es un proceso purificador de la imagen de Dios. Pero como muchos no aciertan a distinguir las fronteras de este proceso conveniente y necesario, pasan al terreno de la secularidad hasta acabar en un secularismo profano en el que la fe en Dios se debate en una agonía próxima a la muerte. «Todo ello está dando origen a una ideología radical y exclusiva que sólo admite el siglo, el mundo, lo profano».

Como consecuencia de estas ideas y hechos, surge el «horizontalismo», una ideología que debilita la fe y problematiza nuestros solemnes compromisos con Dios, porque viene a decir que cualquier esfuerzo aplicado a lo que no pertenece a este mundo es «alienación». La vida con Dios, tiempo perdido; cualquier «entretenimiento» religioso, tiempo malgastado; el celibato, absurdo y perjudicial; la única actividad válida, la promoción humana; el único pecado, la alienación.

Esta inspiración ambiental va penetrando en el alma de aquellos hermanos a quienes, en otro tiempo, una fe incondicional los ligó a Dios con una fuerte alianza. Tengo la impresión de que el nuevo pueblo de Dios se ha atascado otra vez en Masa y en Meribá, donde la fe ha descendido a sus niveles más bajos, y ya se escuchan como allá los lamentos y desafíos. Hoy, la fe resulta para muchos una palabra dura, ¿y  quién puede soportarla? (Jn 6,60). Y como en toda época de purificación se cumplirán.

Aquellas trágicas palabras: «Desde entonces muchos de los suyos se retiraron, y ya no le siguieron más» (Jn 6,66). 

Después del desconcierto, vendrá la maduración, es decir, una síntesis coherente y vital, elaborada personalmente y no extraída de los manuales de teología; síntesis en la que se fusionen los avances de las ciencias y una profunda amistad con Dios. Mientras tanto, este período que estamos atravesando ayudará a purificar la imagen de Dios. La fe, como dice Martín Buber, es una adhesión a Dios, pero no una adhesión a la imagen que uno se ha formado de Dios ni tampoco una adhesión a la fe «del» Dios que uno ha concebido, sino adhesión al Dios que existe.

«Como dice Rahner, el mundo moderno se ha entusiasmado con los grandes inventos de la ciencia, la técnica y la organización, como el niño que acaba de estrenar la bicicleta y por andar en ella deja la misa del domingo. La bicicleta se le ha convertido en ídolo, en algo absoluto.

Pero cuando después de darse varios trompazos con la bicicleta toma conciencia de que ésta no es algo absoluto, aunque sí un valor relativo, decide volver a misa, pero en bicicleta. ¿De qué le vale al hombre, decían los universitarios de París, tener muchas cosas o incluso llegar a resolver el problema del hambre, si después todos nos morimos de
aburrimiento?».

Dificultades vivenciales

Se han aceptado como criterios de vida la inmediatez,
la eficacia y la rapidez. Por contraste, la vida de fe es lenta
y exige una constancia sobrehumana, su adelanto es oscilante y no se lo puede comprobar con métodos exactos de medición; en consecuencia nos sentimos defraudados, confusos y como perdidos en la selva.

Bajo la influencia de las ciencias psicológicas y sociológicas,
hoy prevalecen los criterios subjetivos. Aquello que era «objetivo» como las verdades de fe, las normas de la moral o del ideal, ha perdido su actualidad y valoración, mientras se abre paso libre a los valores subjetivos e instintivos.

Hoy día está de moda lo emocional, lo afectivo y
lo espontáneo. De ahí deriva el hecho de que se hayan desvalorizado por completo ciertos criterios como el dominio de sí mismo, mientras la comodidad se va erigiendo en la nueva norma del comportamiento. Hoy día no tienen sentido la aseesis, la superación, la privación, elementos indispensables en la marcha hacia Dios; esas palabras a muchos les suenan hasta repugnantes; lo menos que piensan es que son perjudiciales para el desarrollo de la personalidad.

La norma que prácticamente han adoptado coincide en
un todo con el ideal de la sociedad de consumo: disfrutar
al máximo de la vida, consumir el mayor número de bienes,
darse el máximo de satisfacciones dentro de aquel ideal
«comamos y bebamos y coronémonos de rosas» (Sab 2,8).

Claro está que esto no se dice con palabras tan desenvueltas. Se dice: hay que evitar la represión, hay que fomentar la espontaneidad, no hay que violentar la naturaleza, es necesario asegurar la autenticidad.

Hoy día no se sabe qué hacer con el silencio. La sociedad
de consumo ha creado una variada industria para fomentar la distracción y la diversión, y de esta manera evitar al hombre el «horror al vacío» y a la soledad. De este modo se acomoda el objeto al sujeto, no se soportan las normas establecidas y se da rienda suelta a la espontaneidad, hija del subjetivismo.

Vivimos en el nuevo desierto. El camino de Dios está
erizado de dificultades. Las tentaciones cambian de nombre.
Antaño las tentaciones se llamaban las ollas repletas, el pescado frito, la carne asada, las cebollas y las sandías
de Egipto. Hoy día las tentaciones se llaman el horizontalismo, el secularismo, el hedonismo, el subjetivismo, la espontaneidad, la frivolidad.

¿Cuántos de los peregrinos llegarán a la Tierra Prometida?
¿Cuántos abandonarán la dura marcha de la fe? ¿Tendremos que hacernos a la idea, también nosotros, de que sólo un «pequeño resto» habrá de llegar a la fidelidad total a Dios? ¿Cuál es y dónde está el Jordán  que habremos de atravesar para entrar en la zona de la Libertad? Una vez
más el horizonte se nos puebla de preguntas, silencio y oscuridad.

Es el precio de la fe. Estamos en un proceso de decantación. La fe es un río que avanza. Las impurezas se posan en el lecho del río, pero la corriente sigue.

2. Desconcierto y entrega

La fe, en la Biblia, es un acto y una actitud que abarca todo el hombre: su confianza profunda, su fidelidad, su asentimiento intelectual y su adhesión emocional; y abarca
también su vida comprometiendo su historia entera con sus
proyectos, emergencias y eventualidades.

La fe bíblica, a lo largo de su desarrollo normal, encierra
los siguientes elementos: Dios se pone en comunicación
con el hombre. En seguida Dios pronuncia una palabra
y el hombre se entrega incondicionalmente. Dios pone
a prueba esa fe. El hombre se desconcierta y vacila. Dios se
descubre de nuevo. El hombre da cima al plan trazado por
Dios participando profundamente de la fuerza misma de Dios.

Esta fe es la que hizo a Abraham «caminar en la presencia
de Dios» (Gen 17,1), expresión cargada de un denso
significado: Dios fue la inspiración de su vida; fue también
su fuerza y norma moral; fue, sobre todo, su amigo.

Siguiendo esta misma línea, dice la Escritura que «creyó
Abraham a Dios y le fue reputado a justicia» (Gen 15,6).

Con estas palabras el autor quiere indicar no solamente que
esa fe tuvo un mérito excepcional, sino que ella condicionó,
comprometió y transformó toda su existencia.

Los elementos mencionados están vivamente expresados
en la Carta a los Hebreos:
«Por la fe, Abraham, obediente a la llamada divina, sa-.
lió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió
sin saber adonde iba. Por la fe, vino a vivir en la tierra
que se le había prometido como en una tierra extranjera, viviendo en tiendas, así como Isaac y Jacob, herederos
como él de la misma promesa; porque esperaba la ciudad
de sólidos fundamentos, cuyo arquitecto y  constructor es
Dios...

En la fe murieron todos éstos sin haber alcanzado la
realización de las promesas, pero habiéndolas mirado y saludado desde lejos y confesado que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Los que así hablan dejan ver claro
que buscan una patria...

Por la fe sometieron reinos, ejercieron la justicia, obtuvieron
las promesas, cerraron las fauces de los leones, apagaron la fuerza del fuego, escaparon del filo de la espada, cobraron poder en la debilidad, se hicieron valientes en la lucha y rechazaron las invasiones extranjeras.

Por la fe unos fueron martirizados, sin aceptar rescate,
para encontrar mejor resurrección; otros recibieron la prueba
de las injurias y los azotes, y además cadenas y prisión:
fueron lapidados, aserrados, tentados y murieron con muerte
de espada, erraron con pieles de oveja y de cabra, privados, oprimidos, maltratados, vagando por los desiertos y montañas y cavernas y cuevas de la tierra» (Heb 11,1-39).

La historia de una fidelidad

El Nuevo Testamento presenta a Abraham como prototipo
de la fe, precisamente porque como en muy pocos creyentes, acaso como en ninguno, se cumplieron en él las
alternativas dramáticas de la fe. Es el verdadero peregrino
de la fe.

Dios da una orden a Abraham, que al mismo tiempo es
una promesa: 
«Sal de tu tierra... hacia una tierra que yo te indicaré, y te haré padre de un gran pueblo» (Gen 12,1-4).

Abraham cree. ¿Qué le significó este creer? 
Le significó extender un cheque en blanco, confiar contra el sentido común y las leyes de la naturaleza, entregarse ciegamente y sin cálculos, romper con toda una situación establecida y, a sus setenta y cinco años, «ponerse en camino» (Gen 12,4) hacia un mundo incierto «sin saber adonde iba» (Heb 11,8).»

Pero esta entrega tan confiada le va a costar muy caro
y le obligará a colocarse en un estado de alta tensión, no
exenta de confusión y perplejidad. En una palabra, Dios somete a prueba la fe de Abraham.

Por de pronto, pasan los años y no llega el hijo de la promesa. Dios mantiene a Abraham en una perpetua suspensión como en una novela por entregas, o como en esos seriales televisivos que cada noche finalizan en el instante en que parecía se iba a producir el desenlace: así Dios, en seis distintas oportunidades le hace promesa de un hijo (Gen 12,16; 15,5; 17,16; 18,10; 21,23; 22,17). Pero pasan decenas de años y el hijo no llega. En este período, Abraham vive la historia de una fidelidad  en la que se alternan las angustias con las esperanzas, como el sol que aparece y desaparece entre las nubes. Es la historia de la «esperanza, en fe, contra la esperanza» (Rom 4,18).

En todo este tiempo Abraham vive una ansiosa espera
resistiendo, para no desfallecer en su fe, las reglas del sentido común y las leyes de la fisiología (Gen 18,11), haciendo el ridículo frente a su mujer: «Se reía Sara en el interior de la tienda de campaña, diciendo: Ahora que soy una vieja, ¿acaso voy a florecer en una nueva juventud? Además, mi marido es también un viejo» (Gen 18,12).

La soledad comienza a golpear las puertas del corazón
de Abraham. Tiene que sufrir con pena la separación de su
sobrino Lot (Gen 13,1-18). A pesar de las campañas victoriosas contra los cuatro reyes, del aumento de la riqueza
y de la servidumbre, en su corazón comienza a flaquear la
fe y la angustia va ganando terreno día a día.

Llega un momento en que su fe está a punto de desfallecer
por completo. Y en medio de un profundo desaliento se le queja a Dios diciéndole: Es verdad que me has dado muchos bienes, pero ¿para qué? «Yo voy a morir pronto; no me has dado hijos y todos los bienes que me diste los va a heredar un criado, ese damasceno Eliezer» (Gen 15,2-4).

Entonces mismo, Dios reafirma la promesa. Pero la fe de Abraham, en este momento, se agita en una honda crisis: «Cayó Abraham sobre su rostro y se reía diciéndose en su corazón: Conque ¿a un centenario le va a nacer un hijo? Y Sara, que ya tiene noventa años, ¿va a parir?» (Gen 17,17). Por toda respuesta, Dios sacó a Abraham del interior de la tienda de campaña a la hermosa noche estrellada, y le dijo: «Levanta los ojos al cielo y, si eres capaz, cuenta las estrellas. Pues así de numerosa será tu descendencia» (Gen 15,5).

Pero siempre nos ocurre lo mismo. Cuando desfallece
la fe, necesitamos un «signo», un asidero para no sucumbir.
Dios, comprensivo y compasivo, concede el signo en consideración a la emergencia y debilidad que está sufriendo
la fe de Abraham. «Preguntó Abraham: Señor Dios, ¿en
qué conoceré que es verdad todo esto?» (Gen 15,8). Y Dios,
«puesto ya el sol y en medio de una densa oscuridad», tomó
la forma (signo) de «una antorcha resplandeciente que pasó
por entre las mitades de las víctimas» (Gen 15,17).

«Era Abraham de cien años de edad cuando nació Isaac,
su hijo» (Gen 21,5).

La prueba de fuego

Vislumbramos que, a raíz de estos acontecimientos, la
fe de Abraham no solamente se recuperó en su totalidad,
sino que se consolidó definitivamente; se profundizó hasta
el punto de hacerle vivir permanentemente en una entrañable amistad y trato con el Señor, según lo que se le había dicho: «Anda en mi presencia y serás perfecto» (Gen 17,1).

Nos lo imaginamos como un hombre curtido en la prueba,
inmunizado contra toda posible duda, dueño de una gran
madurez y consistencia interior. «Abraham plantó en Berseba un tamarindo, e invocó allí el nombre de Yavé, el Dios eterno» (Gen 21,33).

Dios, viendo a Abraham con una solidez tan definitiva, lo somete a una prueba final de fuego, a una de esas terribles «noches del espíritu» de que habla san Juan de la Cruz.

Vamos a ver con qué grandeza y serenidad supera la prueba.

«Después de esto, quiso Dios probar a Abraham, y
llamándole, dijo:
— ¡Abraham!
Y éste contestó:
—-¡Aquí me tienes!
Y le dijo Dios:
—Anda, toma a tu hijo, el único, a quien tanto amas, marcha a Moriah y allá sacrifícamelo sobre una de las montañas que yo te indicaré» (Gen 22,1-3).

En mi opinión, en este episodio la fe bíblica va a escalar
su cumbre más alta.

Para comprender en su exacta dimensión el contenido y el grado de la fe de Abraham en el presente episodio, tenemos que pensar que el acometer un acto heroico puede resultar hasta atrayente, cuando ese acto tiene sentido y lógica, así como el dar la vida por una causa noble y bella.

Pero para someterse a una orden heroica cuando la orden
es absurda, o se necesita estar loco o la motivación de esa
sumisión sobrepasa definitivamente nuestros conceptos y reglas de heroísmo.

Situémonos en el contexto vital de Abraham, y pongámonos
a explorar el submundo de impulsos y motivos de este gran creyente. Siempre había suspirado Abraham por tener un hijo. Se sentía ya anciano y había perdido la esperanza de lograr descendencia. Sin embargo, un día Dios le promete el hijo. Como para Dios nada es imposible, Abraham cree. 

Pasados muchos años de esperanzas v desesperanzas, llega el hijo, el cual será depositario de las promesas y de las esperanzas. Ahora Abraham puede morir en paz. Pero a última hora Dios le pide que le sacrifique al muchacho.

Una exigencia tan bárbara y loca era como para echar por tierra la fe dé toda una vida. El sentido común más elemental le tenía que asegurar que había sido víctima de una alucinación. Sin embargo, Abraham, una vez más, cree. Este creer  contiene un abandono-confianza en grado ilimitado.

Podemos imaginar un diálogo consigo mismo:
— ¿Que soy un viejo y no podré tener más hijos?
Yo no sé nada. El lo sabe todo. El lo puede todo.
— ¿Que voy a morir pronto y quedo sin heredero?
El proveerá; El es capaz de resucitar muertos y hasta
de convertir las piedras en hijos (Mt 3,9).
— ¿Que es ridículo y absurdo lo que me pide?
El es sabio, nosotros no sabemos nada.

Es decir, hay una disposición incondicional de entregarse,
de abandonarse con una confianza infinita, un estar infaliblemente seguro de que Dios es poderoso, bueno, justo,
sabio contra todas las evidencias del sentido común; es algo
así como atarse de pies y manos y dejarse caer en un vacío
oorque él no permitirá que los pies golpeen contra el suelo.

En mi opinión, ésta es la sustancia definitiva —y el momento
cumbre— de la fe bíblica.

Veamos ahora cómo se desenvuelve Abraham, lleno de
una paz infinita, de grandeza y ternura:
«Se levantó, pues, Abraham, muy de madrugada, preparó
su asno, y tomando consigo dos criados y a Isaac, su hijo, partió la leña para el holocausto y se puso en camino para el lugar que le había señalado Dios.

Al tercer día, levantó Abraham sus ojos y vio a lo lejos
el lugar. Dijo a sus dos criados:
—Quedaos aquí con el asno; yo y el muchacho iremos
hasta allí, y después de haber, adorado, volveremos
aquí.
Y tomando Abraham la leña para el holocausto, se la
cargó a Isaac, su hijo. Tomó él en su mano el fuego y el
cuchillo y siguieron caminando juntos. Dijo Isaac a su padre:
—Padre.
—¿Qué quieres, hijo mío?
—Aquí llevamos el fuego y la leña; pero el cordero
para el holocausto, ¿dónde está?
—Dios lo proveerá, hijo mío.

Y siguieron juntos. Llegado al lugar que le había señalado
Dios, erigió Abraham un altar, preparó sobre él leña,
ató a su niño y lo puso sobre el altar, encima de la leña.

Tomó el cuchillo y levantó su brazo para degollar a su niño.
Pero se escuchó una voz desde el cielo que le dijo:
—Abraham, Abraham, no hagas ningún daño a tu niño
porque ahora he visto que de verdad amas a Dios, pues
por mí no has perdonado a tu hijo, el unigénito» (Gen
22,3-12).

En la narración, la fe y el abandono adquieren relieves
particulares. Dios proveerá  es como una melodía de fondo
que da sentido a todo. Es significativo que esta narración
acabe con aquel versículo: «Denominó Abraham a este lugar "Yave provee",  por lo que hasta hoy se dice: "En el monte de Yavé se proveerá"» (Gen 22,14).

La esperanza contra toda esperanza

La historia de Israel es otra historia de la «esperanza contra la esperanza». En los largos siglos que van desde el Sinaí hasta la «madurez de los tiempos» (Gal 4,4), Dios aparece
y desaparece, brilla como un sol o se esconde detrás de las nubes; hay teofanías clamorosas o largos períodos de silencio. Es una larga caminata de esperanzas y desalientos.

Dios ha querido que la historia de Israel sea la historia de
una experiencia de fe. Por eso, tanto allá como en nuestra
propia vida de fe, nos encontramos frecuentemente con el
silencio de Dios, la prueba de Dios, la noche oscura.

Israel es sacado de Egipto y lanzado a un interminable
peregrinar hacia una patria soberana. Fue una larga ruta
de arena, hambre, sed, sol, agonía y muerte. Se les prometió
que se les iba a regalar una «tierra que mana leche y miel». Ningún regalo sino una conquista prolongada a costa de derrotas, humillaciones, sangre y sudor. Ninguna leche ni miel sino una tierra calcárea y hostil que han de cultivar con mil dificultades.

Llegó un momento en que Israel se convenció de que Dios, o no existía, o los había abandonado definitivamente, y de que la nación era borrada del mapa para siempre. Fue en el año 587 a.C, cuando los sitiadores de Nabucodonosor
lograron quebrar la resistencia de Jerusalén, que había
aguantado 18 meses el asedio de los invasores. Por fin la
ciudad cayó y la venganza fue horrible.

Jerusalén fue saqueada, arrasada y quemada. El famoso
templo de Salomón se desplomó envuelto en llamas. Allí
desapareció para siempre el arca de la Alianza. Tomaron a
todos los habitantes de Jerusalén y gran parte de los habitantes de Judá, y los deportaron a Babilonia bajo la vigilancia de los vencedores, en una caminata de mil kilómetros, envueltos en polvo, sol, humillación y desastre.

Estas son las noches oscuras en la ruta de la fe. En medio de esa oscuridad, tanto Israel como nosotros nos inclinamos a abandonar a Dios, porque nos sentimos abandonados por él. Pero a la vuelta de un cierto tiempo, purificados nuestros ojos de tanto polvo, aparecerá su rostro más radiante que nunca. Lo pueden atestiguar el profeta Ezequiel y el tercer Isaías.

Y fuera del paréntesis imperial del reinado David-Salomón,
la vida de Israel es una historia insignificante de la liga de las doce tribus, país avasallado en oleadas sucesivas por egipcios, asirios, babilonios, macedonios y romanos. Era
como para no confiar más en su Dios, o como para pensar
que su Dios era «poca cosa». Y, sin embargo, por esta ruta
de desengaños y oscuridades, Dios fue transportando a Israel desde los sueños de una grandeza terrestre hacia la verdadera grandeza espiritual, hacia las claridades de la fe en el Dios verdadero.

Tedio y agonía

Para los que nos esforzamos por vivir la fe total en Dios, nos resulta conmovedora e impresionante aquella crisis que sufrió el profeta Elias en su peregrinación hacia el monte Horeb.

Era Elias un profeta fogueado en las luchas con Dios, templado como una fiera en el torrente Querit, donde sólo
comía medio pan que le traían los cuervos y bebía del mismo torrente. Se había enfrentado a los reyes, había desenmascarado a los poderosos, confundiendo y degollando a los adoradores de Baal en el torrente de Quisón.

De un hombre de semejante temple y fortaleza no esperaríamos un desfallecimiento; sin embargo, éste existió, ¡y de qué profundidad! Enterada la reina Jezabel de cómo Elias había pasado a espada a los sacerdotes de Baal, envió un emisario al profeta para anunciarle que al día siguiente lo
pasarían también a él a cuchillo. Es de saber que Jezabel
había introducido en Israel el culto a los dioses extranjeros.

Ante este anuncio, el profeta Elias emprende la marcha
forzada hacia el monte Horeb, símbolo de la ascensión del alma, por el camino de la fe, hacia Dios.

«Elias se levantó y huyó para salvar su vida y llegó a Berseba que está en Judá. Y dejando allí a su siervo, él
siguió caminando por el desierto durante un día entero y,
cansado, se sentó a la sombra de un arbusto y sintió ganas
de morirse. Y dijo a Dios:
—Señor, ¡basta ya! Llévame de esta vida porque no
soy mejor que mis padres.
Y tumbándose en el suelo, se quedó dormido.
Y un ángel le tocó diciéndole:
—Levántate y come.
Miró Elias y vio a su cabecera una torta cocida y una
vasija de agua. Comió, bebió y volvió a acostarse. Pero
el ángel vino por segunda vez y le tocó, diciendo:
—Levántate y come porque te queda todavía un largo
camino que recorrer» (1 Re 19,3-7).

Sobrecoge esta profunda depresión del profeta. Sus palabras recuerdan aquellas otras palabras de Jesús: «Siento tristeza de muerte» (Mt 26,38; Me 14,34). Para los que han tomado en serio a Dios y viven en su proximidad y presencia, esas depresiones tienen características de una verdadera agonía, según el testimonio de san Juan de la Cruz.

No hay hombre que con más o menos frecuencia, con una mayor o menor intensidad no sufra estos procesos de purificación que, fundamentalmente, son oleadas de oscuridad, nubes que cubren a Dios, como si una capa de cien atmósferas oprimiera el alma. Y agrega san Juan de la Cruz que si Dios nos retira su mano, moriríamos.

Más allá de la duda

Francisco de Asís fue un creyente que gozó gran parte de su vida de la seguridad resplandeciente de la fe; sin embargo, unos años antes de morir cayó en una sombría depresión
que sus amigos y biógrafos calificaron de «gravísima tentación espiritual», que duró aproximadamente unos dos
años. «Sólo sabemos que fue una continua agonía, en la
que el Pobrecillo, como si estuviera abandonado de Dios,
caminaba entre tinieblas, tan atormentado de dudas y vacilaciones que casi estaba por desesperarse. Fue una inquietud de conciencia tan grave e invencible, que Francisco necesitó de una particular intervención divina para salir de la misma».

En los primeros años de su conversión, «el Señor le había revelado que debía vivir según la forma del santo Evangelio
» (Testamento). Con la fidelidad de un caballero andante y con la simplicidad de un niño, Francisco siguió literalmente
el texto y contexto del Evangelio, arrojando el bastón, la bolsa, las sandalias (Le 9,3). Desde entonces no tocó el dinero. No quiso para sí ni para los suyos conventos, ni casas, ni propiedades. Quiso que fueran peregrinos y extranjeros en este mundo, itinerantes sobre la tierra entera,
trabajando con sus manos, depositando su confianza en las
manos de Dios, sin llevar documentos pontificios, expuestos
a las persecuciones.

Los quiso pobres, libres y alegres. No sabios sino testigos.
No importaban los estudios, no se necesitaban bibliotecas,
los títulos universitarios estaban de sobra; sólo el Evangelio, viviéndolo simplemente, plenamente, sin glosas, sin epiqueyas, sin interpretaciones ni exégesis.

Este «estilo de vida» que le había revelado personalmente
el Señor atrajo millares de hermanos al nuevo movimiento.
Pero pronto en el movimiento franciscano nació, creció y dominó una gran corriente de hermanos que se avergonzaban de ser pobres, pequeñitos,  «menores», y querían imprimir rumbos distintos a la incipiente (ya numerosa) Fraternidad. La corriente capitaneada por los sabios que habían ingresado en la Fraternidad y por el representante del Santo Padre, alentaba criterios diametralmente opuestos a los ideales y a la «forma de vida» de Francisco.

Ellos decían:  necesitamos sabios y bien preparados.
Francisco respondía:  necesitamos sencillos y humildes.
Ellos exigían:  títulos universitarios.
Francisco contestaba:  sólo el título de la pobreza.
Ellos reclamaban:  grandes casas para estudios.
Francisco respondía:  humildes chozas para «pasar» por el
mundo.
Ellos afirmaban:  la Iglesia necesita una poderosa y bien
aceitada máquina de guerra contra los herejes y sarracenos.
Francisco respondía:  la Iglesia necesita penitentes y convertidos.

Francisco de Asís, un hombre que no había nacido para
gobernar ni menos para luchar, se vio envuelto en medio
de una tormenta, a la defensa del ideal evangélico.

Pero el fondo del drama era éste: mientras Francisco tenía absoluta seguridad interior de que el Señor le había revelado directa y expresamente la «forma de vida evangélica» en pobreza y humildad, el representante del Papa y los sabios afirmaban que era voluntad de Dios, expresada en las necesidades de la Iglesia y en los «signos» de los tiempos,
el organizar la Fraternidad bajo el signo del orden, de la disciplina y de la eficacia.

Este es el quicio de su conflicto profundo: ¿A quién
obedecer? ¿Dónde está efectivamente  Dios y su voluntad: en la voz de la Porciúncula donde se le señaló la ruta de la
pobreza y humildad evangélicas como «forma de vida», o
en la voz del representante oficial del Papa, que quería dar
a la fraternidad rumbos de eficacia, organización e influencia,
con una fuerte reglamentación, para el servicio de la Iglesia?
¿Dónde estaba realmente  la voluntad de Dios?

Y en este terrible momento en que necesitaba oir la voz de Dios, Dios callaba; y el Pobrecillo se debatió en una larga agonía de dudas y preguntas en medio de una completa oscuridad: ¿Qué quiere Dios? ¿Lo que quiere el representante del Papa y los sabios es la real voluntad de
Dios? Ellos dicen que hay que dar al movimiento una estructura monacal o al menos conventual, en cambio el Señor me ordenó expresamente que fuéramos una fraternidad evangélica de itinerantes, penitentes, pobres y humildes. ¿Ha podido inspirar el mismo Dios direcciones tan contrarias? ¿Dónde está Dios? ¿A quién obedecer?

¿No estaría él, Francisco, defendiendo «su» obra en vez
de defender la obra de Dios? El era un ignorante, los demás
eran sabios; la Jerarquía parecía señalar criterios contrarios
a los suyos. Parecía lógico pensar que si alguien se había equivocado, era precisamente él, Francisco. Así que, ¿todo habría sido una alucinación? La voz de Espoleto, de San Damián y de la Porciúncula, ¿fueron, entonces, un delirio
de grandeza? Luego, definitivamente, ¿nunca ha estado
Dios con él? ¿No será Dios mismo una alucinación inexistente?

Y el pobre Francisco se refugiaba en las grutas de Rieti,
Cortona y del Alvernia; golpeaba las puertas del cielo y eL
cielo no respondía. Clamaba llorando a Dios y Dios callaba.
Perdió la calma. Aquel hombre, antaño tan radiante, se puso
malhumorado. Comenzó a amenazar, a excomulgar. Tan alegre siempre, sucumbió a la peor de las tentaciones: a la
tristeza.

Hubo momentos en su vida en que el desaliento adquirió
alturas vertiginosas, como en aquella noche que yo llamaría «la noche transfigurada» de Francisco: en la cabaña de San Damián sintió todos los dolores físicos imaginables; pero eso era lo de menos: una punzante y torturadora duda sobre su salvación lo llevó literalmente a la desesperación. Por fin, esa noche, el cielo habló. Dios reveló a Francisco que su salvación estaba asegurada. Y en esa negra noche de ratas y dolores compuso el himno más jubiloso y optimista que haya salido jamás del corazón humano:
el Cántico del Hermano Sol.

¿Cómo desapareció la «gravísima tentación»? Con un acto absoluto de abandono,  tal como en el caso de Jesús y de los grandes hombres de Dios. Un día en que se hallaba
oprimido y con lágrimas, oyó una voz que le dijo:
—Francisco, si tuvieras tanta fe como un grano de mostaza,
dirías a esa montaña que se alejara hasta el mar, y te
obedecería.
—Señor, ¿qué montaña es ésa?
—La montaña de tu tentación.
—Señor —respondió Francisco—, hágase en mí según tu
palabra.

Aquel día desapareció definitivamente la tentación. La
paz regresó a su alma, la sonrisa a su rostro; y de nuevo
y para siempre la alegría envolvió su vida.

3- El silencio de Dios

En este vivir día tras día en busca del Señor, lo que más
desconcierta a los caminantes de la fe es el silencio de Dios.
«Dios es aquel que siempre calla desde el principio del mundo: he ahí el fondo de la tragedia», decía Unamuno.

Adonde te escondiste

Estos ojos fueron estructurados para la posesión, esto es,
para la evidencia. Cuando ellos acababan por dominar, distinta y posesivamente, ese mundo de perspectivas, figuras, colores y dimensiones, los ojos descansan satisfechos: han realizado su objetivo, han llegado a la evidencia.

Estos oídos, por su dinámica interna, están destinados
para aprehender el mundo de los sonidos, armonías y voces.
Cuando consiguen su objetivo, quedan quietos, se sienten
realizados.

Y así, diferentes potencias arman la estructura humana: potencia intelectiva, intuitiva, visual, auditiva, sexual, afectiva, neuro-vegetativa, endocrina. Cada potencia tiene sus mecanismos de funcionamiento y su objetivo. Alcanzado su objetivo, las potencias descansan. Mientras tanto se mantienen inquietas. En resumen, todas las potencias del hombre y el hombre mismo fueron estructurados para la evidencia (posesión).

Pero he aquí el misterio: el hombre pone en marcha todos los mecanismos, y, una por una, las potencias logran su objetivo: todas ellas quedan satisfechas y, sin embargo, el hombre queda insatisfecho. ¿Qué significa esto? Quiere decir que el hombre es otra cosa  y más  que la suma de
todas las potencias; y que el elemento específicamente constitutivo del hombre es otra potencia enterrada, mejor, una superpotencia que subyace y sostiene a las demás.

Me explicaré. Nacido de un sueño del Eterno, el hombre
no sólo es portador de valores eternos sino que él mismo
es un pozo infinito porque fue soñado y cavado según una medida infinita. Infinitas criaturas jamás alcanzarán a llenar
ese pozo. Sólo un Infinito puede ocuparlo por completo.

Siendo fotografía del Invisible y resonancia del Silencioso,
el hombre lleva en sus ancestros más primitivos unas fuerzas de profundidad que, inquietas e inquietantes, emergen, suspiran y aspiran, en perpetuo movimiento, hacia su centro de gravedad donde ajustarse y descansar, esperando dar «a la caza alcance».

Cada acto de fe y de oración profunda es un intento de posesión. Sucede lo siguiente: esas fuerzas de profundidad
son puestas en funcionamiento mediante los mecanismos de
fe. Me explico: el creyente, como una cápsula espacial, empinado sobre un poderoso cohete, que son aquellas fuerzas, va aproximándose a su universo para poseerlo y descansar.

Y, en un momento determinado de la oración, al llegar ya
al umbral de Dios, cuando el creyente tenía la impresión
de que su Objetivo estaba al alcance de la mano, Dios se
desvanece como en un sueño, se convierte en ausencia y
silencio.

Y el creyente queda siempre con un regusto a frustración.
Esa sutil decepción que deja el «encuentro» con Dios
es intrínsecamente inherente al acto de fe. De esa combinación entre la naturaleza del hombre y la de Dios nace el silencio de Dios:  nacidos para poseer un objetivo infinito, y encontrándose éste más allá del tiempo, nuestro caminar en el tiempo  tiene que ser necesariamente en ausencia y silencio.

La vida de fe es al mismo tiempo una aventura y una desventura. Sabemos que a la palabra Dios  corresponde un
contenido. Pero, mientras permanezcamos en camino, nunca tendremos la evidencia de poseerlo vitalmente o dominarlo intelectualmente. El Contenido siempre estará en silencio, cubierto con el velo del tiempo. La eternidad consistirá en descorrer ese velo. Mientras tanto, somos caminantes porque siempre lo buscamos y nunca lo «encontramos».

Fray Juan de la Cruz expresa admirablemente el silencio
de Dios con aquellos versos inmortales:

«¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.»

La vivencia de la fe, la vida con Dios es eso: un éxodo,
un siempre «salir tras ti clamando». Y aquí comienza la
eterna odisea de los buscadores de Dios: la historia pesada
y monótona, capaz de acabar con cualquier resistencia: en
cada instante, en cada intento de oración, cuando parecía que esa «figura» de Dios estaba al alcance de la mano, ya «eras ido»: el Señor se envuelve en el manto del silencio y queda escondido. Parece un rostro perpetuamente fugitivo e inaccesible: como que aparece y desaparece, como que se aproxima o se aleja, como que se concreta o desvanece.

«¿Por qué siempre el alma, cuando ha encontrado a Dios, conserva o vuelve a encontrar el sentimiento de no haberlo encontrado? ¿Por qué ese peso de ausencia hasta en la más íntima presencia?

¿Por qué esa invencible oscuridad de Aquel que todo es luz? ¿Por qué esa distancia infranqueable frente a Aquel que todo lo penetra? ¿Por qué esa traición de todas las cosas que, no bien nos han dejado ver a Dios, en seguida nos lo ocultan otra vez?».

El cristiano fue seducido por la tentación y se dejó llevar
por la debilidad. Dios calla: no dice ni una palabra de reprobación. Supongamos el caso contrario: con un esfuerzo
generoso supera la tentación. Dios calla también: ni una palabra de aprobación.

Pasaste la noche entera de vigilia ante el Santísimo Sacramento. Además de que solamente tú hablaste durante la noche y el interlocutor calló, cuando al amanecer salgas
de la capilla cansado y somnoliento, no escucharás una palabra amable de gratitud o de cortesía. La noche entera
el otro calló, y a la despedida también calla.

Si sales al jardín verás que las flores hablan, los pájaros
hablan, hablan las estrellas. Solamente Dios calla. Dicen que
las criaturas hablan de Dios, pero Dios calla. Todo en el
universo es una inmensa y profunda evocación del misterio,
pero el misterio se desvanece en el silencio. De repente la estrella desaparece de la vista de los reyes magos y ellos quedan sumidos en una completa desorientación.

«De pronto el universo en torno a nosotros se puebla
de enigmas y preguntas. 
¿Cuántos años tenía esa mamá?
Treinta y dos, y murió devorada por un carcinoma, dejando
seis niños pequeños. ¿Cómo es posible? 
Era una criatura preciosa de tres años, una meningitis aguda la dejó inválida para toda su vida. 
Toda la familia pereció en el accidente, en la tarde dominical, de regreso de la playa. ¿Cómo es posible? 
Una maniobra calumniosa de un típico frustrado lo dejó en la calle, sin prestigio y sin empleo. ¿Dónde estaba Dios? 
Tenía nueve hijos, fue despedido por un patrón arbitrario y brutal, todos quedaron sin casa y sin pan. ¿Existe la justicia? Y esas mansiones orientales, tan cerca de ese bosque negro y feo de casuchas miserables... ¿Qué hace Dios? ¿No es todopoderoso?
¿Por qué calla?

Es un silencio obstinado e insoportable que lentamente va minando las resistencias más sólidas. Llega la confusión.
Comienzan a surgir voces, no sabes de dónde, si desde el inconsciente, si desde debajo de tierra, o si desde ninguna parte, que te preguntan: "¿Dónde está tu Dios?" (Sal 41). No se trata del sarcasmo de un volteriano ni del argumento formal de un ateo intelectual.

El creyente es invadido por el silencio envolvente y desconcertante de Dios y, poco a poco, es dominado por
una vaga impresión de inseguridad, en el sentido de si todo
será verdad, si no será producto mental, o si, al contrario,
será la realidad más sólida del universo. Y te quedas navegando sobre las aguas movedizas, desconcertado por él silencio de Dios. Aquí se cumple lo que dice el salmo 29:
"Escondiste tu Rostro y quedé desconcertado."

El profeta Jeremías experimentó, con una viveza terrible,
ese silencio de Dios. El profeta dice al Señor: "Yavé Dios, después de haber soportado por ti a lo largo de mi vida toda clase de atentados, burlas y asaltos, al final, ¿no serás tú quizá más que un espejismo, un simple vapor de agua?" (Jer 15,15-18)».

La última victoria

¿Qué sucedió a Jesús en los últimos minutos de su agonía?
Aquello tuvo todas las características  de una crisis  de
desconcierto por el silencio de Dios. En este momento, el
Padre fue para Jesús «Aquel que calla». Jesús, sin embargo, tuvo una magnífica reacción distinguiendo nítidamente el sentir  y el saber.

Para medir y ponderar esta crisis, tenemos que examinar
ciertos antecedentes de orden fisiológico y psicológico.

Según los entendidos en la materia, Jesús había perdido para este momento casi toda su sangre. El primer efecto de
esa hemorragia fue una deshidratación completa, fenómeno
en el que la persona sufre no un dolor agudo sino una sensación asfixiante y desesperada. Como efecto de esto, se apoderó de Jesús una sed de fuego que no sólo se siente
en la garganta sino en todo el organismo, sed que experimentan los soldados que mueren desangrados en los campos de batalla. Ningún líquido del mundo puede apagar esa sed sino una transfusión de sangre.

Además, como efecto de esa pérdida de sangre, sobrevino
a Jesús una fiebre altísima la cual, a su vez, originó el «delirium tremens» que, en este caso y en términos psicológicos, significa una especie de confusión mental: no se trata de un desmayo sino de una pérdida, en mayor o menor grado, de la conciencia de su identidad y de su ubicación en el entorno vital. En una palabra, a estas alturas,
Jesús se encontraba hundido en profunda agonía.

Fuera de esto, y situándose en niveles más interiores, tenemos que tener en consideración que Jesús, obediente
a la voluntad del Padre, moría en plena juventud, al comienzo de su misión evangelizadora, abandonado de las multitudes y de los discípulos, traicionado por uno, renegado por otro, sin prestigio ni honor, aparentemente sin resultados,
con sensación de fracaso (Mt 23,37). Su panorama psicológico queda reflejado en esta sombría descripción:

«Sálvame, oh Dios,
porque las aguas me llegan hasta el cuello.
Hundido estoy en lo profundo del barro,
y no sé dónde apoyar el pie.
He llegado a alta mar
y las olas me ahogan.
Mi garganta está ronca de tanto gritar
y mis ojos desfallecen de tanto esperar» (Sal 68).

Mas en el ser humano hay niveles más profundos que el fisiológico y el psicológico. Estos dos niveles podían estar,
en Jesús, arrasados. Pero allá en la zona del espíritu, Jesús
había conseguido mantener una admirable serenidad a lo
largo de la Pasión.

Sin embargo, a una cierta altura de su agonía, las circunstancias descritas lo arrastraron a un estado de desconcierto y confusión. ¿Crisis? ¿Caída en su estabilidad emocional? No se sabría cómo calificar o dónde encasillarlo.

¿Qué fue? ¿Desaliento? ¿Pesadilla? ¿Una momentánea noche de espíritu?  ¿Aridez en grado extremo? ¿El peso del
fracaso? ¿El espanto de encontrarse solo frente a un abismo? Lo cierto es que, de repente, todas las luces se apagaron en el cielo de Jesús, como cuando se produce un eclipse total. La desolación extendió sus alas grises sobre el páramo infinito. A su derredor, de horizonte a horizonte del
mundo, nada se veía, nada se oía, nadie respiraba. La ausencia, el vacío, la confusión, el silencio y la oscuridad se abatieron de improviso sobre el alma de Jesús como fieras implacables.

¿La nada? ¿El absurdo? ¿También el Padre estaría entre la masa de los desertores? Era el juicio del Justo. Los injustos lo juzgaron injustamente y lo condenaron. Esto era normal. En el momento oportuno, el Padre apostaría por el Hijo, inclinando a su favor la balanza. Pero llegada la hora decisiva, nadie dio la cara por el Hijo. ¿También el Padre habría tomado asiento en el tribunal junto a Caifas y Pilato? ¿También el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado? Como en todo pleito siempre le quedaba, en última instancia, el recurso de amparo apelando al Padre. Pero todo indicaba que el Padre había abandonado la causa del Hijo y se había pasado al bando contrario pidiendo su ejecución.

Y ahora, ¿a quién recurrir? Todas las fronteras y todos
los horizontes quedaban clausurados. Así que ¿la razón estaba contra el Hijo? Entonces, ¿Jesús había sido un entrometido y no un enviado? ¿Un soñador? ¿Todo había sido inútil? Al fin, ¿todo se desvanecía en una pesadilla psicodélica, en un caleidoscopio alucinante? Sobre los abismos infinitos el pobre Jesús flotaba como un náufrago perdido. A sus pies, nada. Sobre su cabeza, nada. «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).

Era el silencio de Dios que había caído sobre su alma con
la presión de cincuenta atmósferas. Sin embargo, todo eso fue la sensación.  Pero la fe no es sentir  sino saber.

Nunca estuvo Jesús tan magnífico como en los últimos
tramos de su agonía. Abrió los ojos. Sacudió la cabeza como
quien despierta y rechaza una maldita pesadilla. Se sobrepuso rápidamente al mal momento. La conciencia de su identidad emergió desde las brumas del «delirium» y tomó posesión de toda su esfera vital. Y ya sereno, libró el último combate: el combate de la certeza contra la evidencia, del saber  contra el sentir. Y  del último combate nació la última victoria.

Sin decir, dijo: Padre querido, no te siento, no te veo.

Mis sensaciones interiores me dicen que está lejos, que te
has transformado en vapor de agua, en sombra fugitiva, en distancia sideral, en vacío cósmico, no sé, en nada.

Sin embargo, contra todas estas impresiones, yo sé  que
estás aquí, ahora, conmigo;  y «en tus manos entrego mi
vida» (Le 23,46). En plena oscuridad dio Jesús el salto mortal en una profundísima sima sabiendo que allá abajo
le esperaba el Padre con los brazos abiertos. Y no se equivocó: en los brazos del Padre despertó. Fue un final de
gloria. El Padre no lo había preservado de la muerte pero
bien pronto lo rescataría de sus garras.

Tres alegorías

No es fácil expresar el significado concreto del silencio de Dios  en términos precisos. Mil veces dice la Biblia que Dios está con nosotros,  y dice también que estamos (nos sentimos) «lejos del Señor» (2 Cor 5,6). ¿Contradicción?
No. Simplemente se trata de vivencias profundas, llenas de
contrastes que, al explicar, parecen contradictorias pero, al
vivirlas, no lo son.

El vehículo más adecuado para explicar lo inexplicable es el de la alegoría. Por eso he imaginado —y las coloco a continuación— tres alegorías para transparentar el contenido
del silencio de Dios.

Lejos del Señor

¿Qué hicieron conmigo? Me dejaron aquí. Me encontré, yo mismo a mí mismo, en esta pampa infinita con todos los cables cortados.

Desde subsuelos desconocidos me nacen impresiones vagas, recuerdos difusos que se parecen a sueños olvidados.

Hay en mí un algo que me dice que, en tiempos pretéritos, viví en una patria remota y feliz. De aquello, sin embargo, no queda nada: ni imágenes ni recuerdos, salvo la nostalgia. Sólo eso soy: una nostalgia como una llama al viento. Tengo el alma errante de los expatriados.

Desde la madrugada mi corazón comienza a buscar su
rostro entre las brumas. A veces se dibuja en lo distante
una efigie difusa de mi Anhelado. Es un rostro de niebla
sobre la niebla.

De repente me gritan:
— ¡Por aquí pasó anoche!
—¿Lo visteis? —les pregunto.
—No —me responden—, estábamos dormidos.

—Entonces, ¿cómo lo sabéis?
—Es que esta mañana aparecieron sus huellas. Míralas,
aquí están. Todo está claro: nadie lo vio pasar pero sabemos  que El pasó anoche por aquí.
— ¡En el mar! —me gritaron los ríos—. Sobre las aguas profundas y azules está dibujado su rostro.

Y en alas del deseo volamos hasta el mar. Entre la espuma y las olas comenzaron lentamente a dibujar un rostro nunca visto. Pero, con el movimiento de las aguas, en seguida se esfumó la figura.

Nos internamos en una selva tan espesa que, aun en pleno mediodía, sólo las sombras imperaban allí. Entre la espesura, sin embargo, se filtró de improviso un rayo de luz.
— ¡Es el sol! —gritaron unos.
—No —respondieron otros—: es un pequeño reflejo del sol.

Desde ahora ya sabemos  que detrás de esa negra espesura
y sobre los anchos firmamentos brilla el sol aunque nadie haya visto su disco de fuego, salvo algún pequeño destello.

Acosado por la sed recorrí valles y estepas en busca de una fuente.
— ¡Es inútil! —me dije—. No hay agua: aquí se acaba mi vida.

Al instante se levantaron desde la tierra mil voces para gritarme a coro:
—Caminante, si hay sed tiene que haber una fuente.
Camina.

Sobre la pampa infinita, al atardecer, cruzan el cielo cóndores negros planeando hacia mundos ignorados. Si
todas las tardes pasan los cóndores en esa dirección, es
que más allá de esta llanura infinita se levantan las altas
cordilleras, aunque nadie haya visto sus testas coronadas
de nieve.

Si las grandes aves vuelan todos los días desde mis nidos hacia las Montañas Eternas, es señal de que éstas descansan a la espera de mis aves, aunque nadie haya divisado sus dormidas alturas.

Crucé valles y colinas. Grité mil veces:
—¿Dónde está Aquel que busca mi alma?

El mundo entero se transformó en una respuesta universal:
el viento clamaba, los ríos cantaban, las estrellas reían, los árboles preguntaban, la brisa respondía... pero mi Amado callaba.

Seguí preguntando:
—¿Dónde mora Aquel que busco desde la aurora?
¿Más allá de las estrellas azules? ¿En aquel risco que toca
el firmamento? ¿En el rumor del bosque? ¿En la soledad
última de mi ser? De nuevo el silencio levantó su cabeza sobre las piedras obstinadas.

De cordillera a mar, desde la aurora hasta el ocaso, el
planeta se hinchó de preguntas y voces que me nacieron
desde las raíces eternas:
—¿Dónde estás? ¿Por qué ese silencio? ¿Acaso no soy tu eco? ¿Por qué callas? ¿Acaso no soy la voz de tu voz? Soy una chispa de tu fuego. ¿Por qué no brillas? ¿Por qué no me quemas? ¿Por qué no me ciegas? ¡Ojalá te transformaras en un incendio sobre las espaldas del mundo y me consumieras por completo como un holocausto final! Me hiciste como aquella antigua zarza que siempre ardía y nunca se consumía. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué tengo que ser siempre inquieta llama? Calma mis altas fiebres. Eres agua inmortal. ¿Por qué no apagas de una vez mi sed? ¡Ojalá te transformaras en un río o en un huracán v me arrastraras cuanto antes al fondo de tu seno. Eres remanso y descanso, ¿por qué me mantienes eternamente en vilo, colgado siempre de un cable? Me hiciste como un bosque de mil brazos, abiertos para abrazar.

¿Por qué, cuando estoy a punto de alcanzarte, te transformas en una sombra eternamente errante? Tú eres el
mar; yo soy el río. ¿Cuándo descansaré en ti? Tú eres el mar; yo soy la playa. Inunda y colma todo.

Me dijeron que alcanzara una estrella con la mano. Comencé por subir a los tejados, para alcanzarla. Continué
escalando montañas. Me empiné sobre las crestas de las cordilleras, allá donde no llegan los cóndores. ¿Y la estrella? Cada vez más lejos de mi mano. Eso soy: simplemente un impulso, llama desprendida del leño, eterno peregrino que siempre busca y nunca encuentra. ¿Cuándo habrá para mí un planeta o una patria donde descansar y dormir? Te aclamo y reclamo. Te afirmo y confirmo. Te exijo y necesito. Te anhelo y conjuro. Te añoro y ansío.

Mis alas están ya fatigadas de tanto volar. En este atardecer
de oro, ahora que se apagaron los fuegos del día y la serenidad inunda la tierra, suba hasta ti mi humilde súplica: tú que sostienes los mundos en tus manos, calma y colma todas mis expectativas. Tengo sueño. Quiero dormir.

Agonía y éxtasis

Soy un hombre de 44 años y tengo 7 hijos. Con mi esposa formamos una pareja feliz y honorable. La gente piensa y dice que siempre brillaron las estrellas sobre mi cielo. ¡El hombre de la suerte!, así me definen en la calle.

Ellos, sin embargo, no tienen ojos para entrar en mis más
remotas latitudes.

Desde joven, casi desde niño, habita en mí una fuerza de contradicción que me turba y sosiega. Nunca me deja en paz y siempre me deja la paz. Molesta como la fiebre y refresca como la sombra. Es al mismo tiempo agonía y éxtasis. A veces me dan ganas de hacer con él lo que con un huésped impertinente: ponerlo en la calle. Pero no es posible: vino conmigo al mundo y conmigo bajará a la sepultura. Es tan mío como mi sangre.

No sé cómo llamarlo. ¿Sensibilidad divina? ¿Piedad? Hay un hecho concreto: no puedo vivir sin mi Dios. Yo no sé si el Señor expresamente encendió en mí esa llama o es una predisposición innata, combinación fortuita de códigos genéticos, resultado feliz de leyes hereditarias. Dicho de otra manera: no sé si es gracia o naturaleza. A veces lo considero como el mayor regalo de la vida. Otras veces me parece un «aguafiestas».

Tengo una certeza de acero. Dios es  y está conmigo.
Pero nunca vi un destello del resplandor de su rostro. Hay
algo, sin embargo, dentro de mí que me dice que tal resplandor existe y brilla. Es una certeza más «cierta» que
¡as evidencias geométricas.

Hace un par de años, una despiadada competencia profesional hizo que mis negocios se vinieran al suelo. En esa ocasión supe lo que era una noche sin estrellas. El rostro de mi Dios se esfumó como una sombra esquiva. El mundo se me convirtió en un inmenso desierto; y sobre el arenal infinito caminaba yo solo, solamente yo. Clamaba a mi Dios y El me respondía con silencios. Esto duró no sé cuántas semanas. Cuando parecía que la desolación tocaba fondo, tuve una inesperada «visita» de mi Señor. Si contara lo que sucedió, nadie lo podría creer; por otra parte es imposible contarlo. Sólo diré que no hay en el mundo éxitos,
conquistas ni emociones que den tanta alegría como una
de esas «visitas».

A veces el absurdo se presenta a mis puertas, me dispara
una insistente andanada de preguntas, y se va. Y yo
quedo aturdido durante días y semanas sin saber adonde
mirar. ¿Te acuerdas? ¿El niño de tres años atacado por la
leucemia y condenado a morir? La señora vecina, después
de años de martirio, abandonada ahora por un marido cruel.

La familia amiga, desaparecida en un accidente; aquel asesinato; este robo; esa violación; aquella calumnia... ¿Te
acuerdas? ¿Dónde está tu Dios? Acudo a mi Dios para transmitirle estas preguntas y aliviarme un poco. A cada porqué  hay un golpe de silencio.

Como un eco, sólo queda silbando la risa del absurdo.
A veces me pregunto cómo sería más hermosa la vida,
con la fe o sin la fe. Es evidente que, apagada la fe, se encienden las luces verdes para todos los apetitos. Pero cuando lleguen los golpes, cuando invada el hastío o se aproxime la vejez, el hombre sin fe tiene que sentirse miserable, impotente y desarmado. No quisiera estar en su piel en esos momentos.

Conozco por dentro a mis amigos. Gran parte de ellos
arrojaron la fe al rincón de los cacharros viejos como un
objeto inútil, mejor, como una compañía molesta. No los
envidio, sin embargo. Sé que ellos dan rienda suelta a
todas sus apetencias. Sé también del infinito vacío de sus
vidas.

Hace un mes aproximadamente la tentación, vestida de
flores, se presentó a mis puertas. Me dijo que se vive una
sola vez; que los ancianos nada apetecen y nadie los apetece; que ahora, todavía en pleno vigor, es la oportunidad
para coronarse de rosas. En esos días me pareció que
Dios era una sombra inconsistente e inexistente, que estoy
perdiendo el tiempo, que el banquete de la vida no se repite. Tomando fuerzas no sé de dónde, invoqué a mi Señor para que me sacara de aquella desolada sima. Por toda respuesta, una vez más, el silencio levantó su obstinada cabeza.

Mi señora me decía el otro día que donde hay drama no hay hastío. Y me añadió: como la fe es drama, estamos salvados del supremo mal, el vacío de la vida. Yo le respondí: del vacío de la vida sí, pero del desconcierto no.

Hay, sin embargo, un meteoro que cruza mi cielo tanto en las noches estrelladas como en las noches sin estrellas: la certeza.

Estoy seguro  de que mi Señor guardará el tesoro de mi vida en un cofre de oro hasta el día de la corona final. Tengo la certeza de que estamos destinados a una vida incorruptible e inmortal.

Sé  que mi Redentor vive y que, al fin de los tiempos, se levantará sobre el polvo para hablar el último. Y, revestido
de esta misma piel, yo veré a mi Dios en mi propia carne. Sí. Yo mismo lo veré con estos mismos ojos.

Yo lo contemplaré, yo mismo. Es a él a quien contemplaré
y no a otro. ¡Ojalá que estas palabras se grabaran en el bronce, o se esculpieran para siempre con un estilete en el granito! (Job 19,26).

Todas las noches oscuras, todos los silencios, todos los
desconciertos del mundo no serán capaces de derribar esta
certeza. ¡Oh hermosa aventura de la fe!

Vaivén de la duda

Aquí estoy metido en la vida religiosa. Un día escuché
claramente la voz de Dios que me invitaba a seguirlo. Salí tras él. Y me ha puesto en este desierto de la fe.

En los primeros tiempos, el Señor es un Regalo. De día se transforma en una nube blanca: me cubre contra los rayos del sol. De noche toma la forma de una antorcha de estrellas toda resplandeciente: me protege contra la oscuridad y el miedo.

Van pasando los años. Todo sigue igual. Todos los días
me levanto y comienzo a buscar el rostro del Señor. A veces siento cansancio de tanto buscar y no encontrar nada.
Pregunto, y nadie responde.

Todavía soy joven. Llevo un corazón solitario y virgen.
Dios es su habitante.  A veces, sin embargo, siento que
nadie lo habita. He pasado la noche entera ante el Santísimo.

Al amanecer sentía sueño y decepción. Sólo yo he hablado. Dios ha sido «el que siempre calla».

Se me van los años. En mi alma se suceden los días claros y los días nublados. Por primera vez he sentido la mordedura de unas preguntas que, como un ejército en orden de batalla, han asaltado mi pobre alma. ¿No habré sido víctima de una alucinación? Esta aventura en la que estoy metido y comprometido, ¿no será una desventura? Se vive una sola vez, y el proyecto de mi vida que elegí para esta sola vez, ¿no será una «pasión inútil»? Estas preguntas se las he hecho al Señor con lágrimas. Pero tampoco he obtenido respuesta.

Se me fue para siempre la juventud. Con frecuencia me invade la depresión, algo así como el tedio de la vida. Se fueron para siempre los arrestos juveniles y comienzan a llegar los signos de decadencia. Muchas veces siento una extraña sensación: para no desfallecer intento agarrarme a Dios, pero tengo la impresión de palpar una sombra.

Hoy he podido distinguir claramente el Rostro del Señor. En estas oportunidades siento que me nacen alas y unas ganas enormes de volar tan alto como las águilas. Me siento como un saco de arena, tan cansado de luchar contra la obstinada oscuridad de la fe. Dije: si esta noche me visitara el Señor para darme un poco de consuelo y fuerza... Pero esta noche tampoco bajó el Señor. Sin embargo, al amanecer, me he abandonado en sus manos, y he sentido una extraña alegría, profunda como nunca.

Han pasado muchos años. Estoy en el ocaso de la vida.
No he tenido hijos. Mi sangre no se perpetuará en otras venas. ¿Me habré equivocado? ¿Habrá sido todo estéril?
No. «Sé muy bien de quién me he fiado, y a quién he confiado la custodia del tesoro de mi vida, y estoy seguro de que no quedaré defraudado en el día final» (2 Tim 1,12).
«Con estos mismos ojos habré de ver a mi Salvador» (Job
19,26).

Una señal

Son muchas las personas comprometidas a fondo con el
Señor a quienes he oído desahogarse con expresiones parecidas a éstas.

Tengo en este momento la seguridad de tocar esta piedra
y pisar este suelo. Si yo tuviera la misma seguridad en que mi Dios es verdaderamente Dios vivo,  sería yo el hombre
más feliz del mundo. Si el Silencioso se transformara en voz, siquiera en una voz más leve que la brisa, si el Invisible se transformara en una teofanía siquiera en el instante de un relámpago, si una gratuidad infusa marcara sobre la sustancia de mi alma la cicatriz de Dios siquiera una vez en la vida, yo sería valiente, alegre, fuerte, me metería en todos los combates, asumiría sin quebrarme los golpes de la vida, perdonaría con facilidad, superaría con felicidad las crisis, amaría sin medida.

Si hubiese para mí una «visitación» súbita, marcante e
inefablemente consoladora, si por un solo instante el fulgor
del Rostro del Señor rasgara como un relámpago la oscuridad de mi noche, habría en mi vida «más alegría que si hubiera abundancia en trigo y en vino» (Sal 4).

Pero no hay tregua. En la retaguardia mental del creyente
siempre queda silbando un eco de incertidumbre. Una cierta inseguridad parece pertenecer a la naturaleza misma de la fe. El creyente siempre tiene la impresión de correr un riesgo. De allá precisamente emana la grandeza de la fe.

A muchos hombres de la Biblia los sorprendemos frecuentemente dominados por ese clásico desconcierto que causa el silencio de Dios. También ellos se sienten naufragar
sobre aguas inseguras y también ellos buscan una señal visible e inequívoca de Aquel con quien tratamos es El Mismo y no un producto mental subjetivo.

«Gedeón dijo a Dios: Si he hallado gracia a tus ojos, dame una señal de que eres tú quien me habla; y no te vayas de aquí hasta que vuelva yo con mi ofrenda y te la presente» (Jue 6,17).

Los derrotados por el silencio

Entre la gran variedad de situaciones producidas por el
silencio de Dios, hoy día alcanzo a distinguir tres grupos bien diferenciados, sobre todo entre los hombres y mujeres
consagrados completamente a Dios. El primer grupo es el de los derrotados.

Estos abandonaron definitivamente la vida con Dios y se las arreglaron para vivir como si Dios no existiera. Durante largos años se esforzaron por vivir su fe. Despertaban a medianoche, invocaban a Dios y Dios no respondía.

Se levantaban por la mañana, clamaban al Señor; y tenían
la impresión de que el Interlocutor estaba lejos, o simplemente no estaba. Cada intento de oración acababa en fracaso.

Mil veces sintieron ganas de tirarlo todo por la borda. Mil veces reaccionaron contra esa tentación pensando que,
después de todo, lo único que daba sentido a la vida era
Dios. Nunca se plantearon formalmente para sí mismos el
problema intelectual de la «hipótesis» Dios. Tenían miedo
de encontrarse con el sepulcro vacío.

Hoy día se dan por perdidos. Se sienten en una situación
contradictoria y singular: por una parte desean que Dios sea o fuese una realidad real  y viva  pero lo «sienten» como
muerto. Ante sí mismos no niegan a Dios, menos aún ante
los demás. Les gustaría creer. Pero les faltan fuerzas hasta
para levantar la cabeza. Les parece que no hay nada que
hacer.

Abandonaron la estructura eclesiástica o están en trámites
de hacerlo. El síntoma específico de los derrotados es la agresividad en la línea de la típica reacción de todos los
frustrados: la violencia compensadora. Se los ve amargados.
«Necesitan» destruir. Sólo así consiguen paliar ante sí mismos y ante los demás su propia derrota. Critican sombríamente y sin tregua el edificio general de la Iglesia: las estructuras, las instituciones, la autoridad, sistemas de formación, doctrina social... No hablan contra Dios. Al contrario, lo silencian sistemáticamente.

Pero, según me parece, hacen una transferencia psicológica. Esto es: cuando atacan tan obsesivamente a la Iglesia, en el fondo lo están haciendo contra Dios, al que consideran como un enemigo inexistente pero alucinante que les aguó la fiesta de la vida. Sú decepción y frustración van, pues, dirigidas, por vía de transferencia, a Dios mismo.

A alguno de éstos he escuchado las declaraciones más sombrías que pueden oírse en este mundo: Ya tengo cerca
de cuarenta años; tengo que comenzar a vivir pero no se
puede volver a la infancia o a la juventud para comenzar a proyectar y soñar. Se vive una sola vez, y esta sola vez me he equivocado... He despilfarrado los mejores años de la vida y no los puedo recuperar... Al oír éstas y semejantes
declaraciones, uno no puede menos de sentir un reverente
respeto por tales casos.

Los desconcertados por el silencio

Durante largos años mantuvieron en alto la antorcha. Hubo una sostenida luna de miel en la que Dios era para ellos una fiesta. Por aquellos años los ideales ondeaban al viento, las renuncias se tornaban en libertades y las privaciones en plenitudes, y ellos sentían que nada les faltaba en este mundo. Fue una época de oro.

Pasaron los años y la noche del silencio comenzó a oprimirlos. Las fuerzas de la juventud fueron esfumándose como en una cuenta regresiva. A estas alturas, el Señor ya no era para ellos aquella fiesta de antaño. La vida fue envolviéndolos y, como por osmosis, sustrayéndoles el entusiasmo.

Durante estos años nunca recibieron una extraordinaria gratuidad infusa de lo alto, una de esas gracias que marca, afirma y confirma en la fe a las almas y las instala en la
certeza. La rutina fue invadiendo sus días como una niebla
invisible. Larga, muy larga fue aquella noche del silencio. Apareció la fatiga que comenzó a hacer mella en los peregrinos.

Ellos siguieron desfondándose lentamente hasta que se quedaron casi sin ganas de seguir en el camino. Fue (¿cómo
decir?) una sensación entre desencanto, impotencia y fracaso, como quien dice: No tengo alas para tan altos vuelos.

Pero la palabra más exacta para definir esa situación es ésta: desconcierto. «Escondiste tu rostro y quedé desconcertado» (Sal 29).

Se les murió la ilusión por el Señor y fue sustituida por la apatía. Abandonaron el esfuerzo por la oración personal,
frecuentan algún sacramento más por rutina que por hambre, asisten a alguna oración comunitaria. El vacío de
Dios lo sustituyen con fuertes dosis de compensaciones.

Para evadirse de la sensación de fracaso se lanzan desordenada e impulsivamente a la actividad llamada apostólica y, dentro de la ley de los equilibrios, a mayor vacío interior, mayor actividad El síntoma típico de este grupo —además del desencanto— es la nostalgia. Sin pretender y sin poder evitarlo regresan estos desconcertados a los años del primer amor, años en los que el encanto por el Señor revestía todo de belleza y sentido.

«Recuerdo otros tiempos
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza
en el bullicio de la fiesta» (Sal 41).

Aun en medio de las alborotadas actividades les sigue y persigue una voz que no consiguen apagar: aquel antiguo reproche del Señor: «Me acuerdo de tu cariño juvenil» (Jer 2,2).

Darían todos sus éxitos profesionales actuales por recuperar
aquel primer amor, aquel encanto vivo de antaño por el Señor. Lo que más sienten es que perdieron la alegría. Y allá, muy lejos, en alguna región perdida de sí mismos llevan la convicción de que, fuera de Dios, no existe fuente de alegría. Y siempre están dispuestos a reemprender el camino de regreso hacia esa fuente. La mayoría de los desconcertados acaban por recuperar, tarde o temprano, el encanto primitivo.

Los confirmados

Una larga y doliente historia cargan a sus espaldas estos
confirmados. Hubo de todo en sus vidas: marchas y contramarchas, crisis, caídas y recaídas. Pero una fidelidad elemental cubrió con un manto las ruinas transitorias. Y «Aquel que siempre calla» fue curtiendo y endureciendo, forjando y confirmando en una madera noble y definitiva a los que se le entregaron en la luz y en la oscuridad.

Desde el principio se les dio la gracia de percibir nítidamente
que, en la travesía de la vida, Dios y solo Dios podía dar sentido y solidez a su proyecto de existencia. Y, por años sin fin, elevaron su clamor ininterrumpido al Señor Dios. «Por favor, no me escondas tu rostro; no me abandones» (Sal 26). «No escondas tu rostro a tu siervo» (Sal 68; 87; 101). «Haz brillar tu rostro sobre tu siervo» (Sal 30).

«Caminaré a la luz de tu rostro» (Sal 88). «Brille tu rostro
sobre nosotros y estamos salvados» (Sal 79).

Pero ¿cuál fue la receta secreta que instaló y confirmó a estos creyentes en la fe? Fue un profundo y universal espíritu de abandono.  No resistir sino entregarse,  ésa fue la
clave de su confirmación. También para ellos Dios fue «aquel
que calla». Pero nunca se impacientaron, no se irritaron, no
se asustaron, nunca exigieron una garantía de credibilidad,
una señal que ver,  unas muletas para andar. Sin resistir se
entregaron una y otra vez, en silencio, al silencio.

Atravesaron largos períodos de aridez y sequedad. No se dejaron abatir por eso. En medio de la más completa oscuridad permanecieron entregados. Les llegaron golpes inesperados que sacudieron su árbol hasta las raíces. No se
agitaron, sin embargo. Se abandonaron en silencio al silencio.

Llegaron las crisis. Durante largos períodos el cielo permaneció mudo y el mundo parecía estar gobernado por el
absurdo o la fatalidad. No se confundieron por eso ni se
desalentaron sino que, atados de pies y manos, se dejaron
llevar por la corriente del silencio y de la oscuridad, seguros
de navegar en el mar de Dios. La brújula que orientó su navegación fue la certeza.

Igual que Abraham y otros hombres de Dios, estos confirmados comenzaron por quemar las naves, esto es, dejaron de lado las seguridades de retaguardia así como las reglas del sentido común y los cálculos de probabilidad, continuaron por desestimar las explicaciones que no explican y las evidencias que no aquietan y, cruzados los brazos y cerrados los ojos, acabaron por entregarse una y otra vez al Absolutamente Otro, repitiendo perpetuamente el ¡amén! Al estilo de los pobres de Dios  se abandonaron sin apoyos, en plena oscuridad, confiados sin condiciones, a su Dios y Padre.

Y así, quedaron para siempre confirmados en la certeza
de la fe.

Fortaleza en el silencio

En los tiempos modernos tenemos un alto exponente de esta fe de abandono: santa Teresa del Niño Jesús. De ella son estas palabras de grandeza patética y casi sobrehumana:
«La aridez más absoluta y casi el abandono fueron mi
patrimonio. Jesús, como siempre, continuaba dormido en
mi navecilla».

Constituye un infinito consuelo para cualquiera de nosotros
el pensar que un alma de tan alta calidad haya vivido con semejante paz y sonrisa el abandono de la fe, bajo la
bóveda del espeso silencio de Dios.

Ese testimonio adquiere una nueva grandeza cuando lo
completa con estas otras palabras:
«Puede ser que [Jesús dormido] no despierte hasta mi gran retiro de la eternidad. Pero esto, en lugar de entristecerme, me causa un grandísimo consuelo.»

Esta frágil mujer es de la estirpe de Abraham. Como veremos más tarde, algunas almas pasan por el mundo entre los consuelos de Dios. Pero para muchas otras Dios es tortura.

Sólo el abandono —la fe absoluta— transforma la tortura en dulzura. A esta clase de almas pertenece santa Teresita. Sus declaraciones, unos días antes de morir, nos dejan mudos, y la encumbran por encima de muchos hombres de Dios que en la Biblia pedían un «signo» para tener la seguridad de que Dios es Dios. Nuestra santa rehusa esa «gracia».

«No deseo ver a Dios en esta tierra... Prefiero vivir de fe» (Ultimas conversaciones). Con palabras sencillas, en una bella comparación nos desentrañará el misterio de la fe: me considero como un pajarillo débil recubierto todo de un ligero plumón. No soy águila; sólo tengo los ojos y el corazón, pero, a pesar de mi extremada pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al sol divino, al sol del amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila. El pajarillo quisiera volar hacia ese brillante sol que fascina sus ojos... ¿Qué será de él? ¿Morirá de pena viéndose tan impotente?
¡Oh, no! El pajarillo ni siquiera llega a afligirse.

Con un abandono audaz quiere seguir mirando fijamente
a su divino sol. Nada sería capaz de asustarle, ni el viento ni la lluvia. Y si oscuras nubes vienen a ocultarle el Astro de Amor, el pajarillo no cambia de sitio; sabe que más allá de las nubes su Sol sigue brillando, que su esplendor no podría eclipsarse ni un solo momento».

He aquí el misterio final de la fe. Hemos sido estructurados para un Objetivo infinito. Pero la estructura ha sido deteriorada por un desastre que dificulta el objetivo original.
Somos apenas un gorrión, pero llevamos corazón de águila.

Este es el terrible y contradictorio misterio del hombre:
sentirse al mismo tiempo gorrión y águila; tener un corazón
de águila y alas de gorrión.

¿Qué hacer? Sé que no puedo volar alto. Tampoco lo intentaré. Ni siquiera agitaré las alas sino que me abandonaré en las alas del viento: el viento es Dios. Lo demás lo hará El. Sé que no soy un gorrión, pero sé también que si, con una gran paz, me abandono en Dios, El puede prestarme unas poderosas alas de águila. ¿Hay algo imposible para El? Sé que soy un montón de ruinas y desolación; pero sé también que, si me abandono en Dios, El puede transformarme en una mansión deslumbradora. El es Poder y Gracia.

Si Dios se envuelve en un manto de silencio o se oculta detrás de las nubes, «con un abandono audaz» lo seguiré
mirando aunque nada vea ni nada sienta. Aunque me asalten millares de voces que me hablen de ilusión, yo sé que detrás del silencio está él, seguiré mirándolo obstinadamente y con paz. Y aunque en mi nave Dios se quede «dormido» durante toda mi vida, no importa. Yo sé que «despertará» en el Gran Día de la Eternidad.

«Tú crees que ahora, al dispersarse las nubes, ha aparecido
la luna. Te equivocas. La luna brillaba detrás de las nubes durante largas eternidades» (Refrán oriental).

4. Hacia la certeza

Eran como dos viejos amigos.  Entre los dos estaban llevando a cabo una epopeya memorable. Luchando codo a codo en un combate sin igual, sin dar ni recibir cuartel, habían convocado a un pueblo oprimido. Luego lo sacaron a la patria de los libres que es el desierto. Y, caminando sobre
las arenas de oro, lo pusieron en marcha hacia un sueño
lejano y casi imposible. Los dos se trataban con la camaradería de dos veteranos de guerra. Eran Dios y Moisés.

Pero Dios había sido un «camarada» invisible. Moisés,
sin embargo, como era ardiente contemplador, hacía largo
tiempo que deseaba ver su rostro. Y, en un momento, cuando ya desfallecía de ansias, le soltó directamente esta súplica tanto tiempo retenida: «Señor, mi Dios, muéstrame tu
Gloria.» Y el Señor le respondió:
«Yo haré pasar ante ti toda mi bondad... pero mi cara no podrás verla, porque ningún mortal puede verla y seguir
viviendo.

Ahí cerca tienes un lugar apropiado; ponte sobre esa roca porque mi Gloria va a pasar delante de ti. Al pasar te taparé con mi mano mientras paso. Una vez que haya pasado, retiraré mi mano y entonces podrás contemplarme por la espalda, pero mi rostro no lo podrás ver» (Ex 33,19-23).

En esta escena tan rústica y casi cómica queda admirablemente desvelado todo el misterio de la fe: mientras dure el combate de la vida no es posible contemplar cara a cara al Señor. Solamente será posible vislumbrarlo en algún vestigio fugaz, subiendo de los efectos a la causa, caminando por la vereda de las deducciones y analogías, entre penumbras, indirectamente; en una palabra, «por la espalda».

La noche oscura

Fray Juan de la Cruz no se cansa de decir, una y otra vez, con diferentes palabras, que la fe «es un hábito del alma cierto y oscuro». Siempre he considerado a fray Juan el gran doctor de la fe. Si en todos los caminos del espíritu es maestro y guía, lo es de manera especial en los caminos
nocturnos de la fe. Entre tantos y tan altos conceptos como desarrolla en sus libros sobre esta materia, podrían considerarse como síntesis de todas sus ideas las siguientes
palabras:
«...la fe es sustancia de las cosas que se esperan, y aunque
el entendimiento consiente en ellas con firmeza y certeza, no son cosas que al entendimiento se le descubren porque, si se le descubrieran, no sería fe. Lo cual, aunque le hace cierto al entendimiento, no se le hace claro sino oscuro» (2 Subida 6,2). Intentaré dar un amplio rodeo tratando de explicar estos dos conceptos que, vertebrados, constituyen la esencia de la fe: oscuro y cierto.

Se llama —con una palabra difícil— proceso cognoscitivo.
De aquí arranca el misterio de la fe. Por el viaducto de los sentidos entran en la mente humana las impresiones y sensaciones de los diferentes objetos.

En realidad, la mente es eso: una red filtradora o una fábrica
de elaboración. Efectivamente, de cada objeto detectado por los diferentes sentidos, la mente aparta lo que el objeto tiene de propio o individual, y extrae y retiene lo que tiene de común con todos los demás objetos de su especie.

Esto es, deduce una idea común a todos los objetos y, por consiguiente, universal. Es un trabajo de universalización.
Vamos a un ejemplo concreto.

Aquí veo una silla. Allá lejos veo otra silla, pero ¡qué diferente a ésta! En ese rincón hay otra silla que no se parece nada a estas dos ni en tamaño ni en diseño. Y así,
entraron en mi mente, supongamos, cincuenta sillas de cincuenta formas diferentes. Ahora comienza el trabajo elaborador de la mente. De todas las sillas, mejor, de las imágenes concretas de cada silla, la mente, dejando aparte aquello que le es propio a cada una, saca y se queda con lo
que es común a todas: una idea universal de silla.

Una vez terminado este trabajo de elaboración, pueden
presentar ante mis ojos mil sillas en medio de diez mil otros objetos. Mi mente toma, como un candil, aquella idea
universal y, con su luz, voy distinguiendo, reconociendo e
identificando las mil sillas entre los diez mil objetos, sin
equivocarme.

Lo mismo sucede en otras áreas. Si me ponen delante otros cinco mil objetos, sabré decir con precisión cuáles son fríos, cuáles calientes o tibios. O, en otro orden, cuáles son duros o blandos; cuáles verdes, rojos o amarillos.

Así funciona y ésta es la génesis del pensamiento humano.
Pero aquí mismo comienzan nuestros desengaños. Como
el Señor, nuestro Dios, no se viste de colores ni perfumes,
ni tiene kilos ni centímetros, no puede ser aprehendido por
los sentidos. Al no poder ser detectado por los sentidos, Dios no puede pasar a ese laboratorio de la mente para ser sometido a un proceso de análisis y síntesis. Por eso el Señor Dios nunca será propiamente objeto de inteligencia,
porque nada hay en la mente que previamente no haya pasado por los sentidos. Como no puede ser objeto directo de inteligencia, el Señor sí es, en cambio, objeto de fe. Sólo
en la fe puede «entendérsele» cabalmente.

Así, pues, Dios nunca entrará en nuestro juego. Queda
siempre afuera, es trascendental: está por encima del proceso normal del conocimiento humano. Está en otra órbita. Dios es otra cosa. Quiero decir: Dios no es para ser «entendido» analíticamente porque nunca entrará en nuestro juego acrobático de silogismos, premisas y conclusiones, inducciones y deducciones.

A Dios se le «entiende» de rodillas: asumiéndolo, acogiéndolo, viviéndolo. El «dar a la caza alcance» de fray Juan de la Cruz no se ha de entender en el sentido intelectual —que no es posible— sino vital. ¿Conquistar (intelectualmente) a Dios? En este sentido el Señor Dios es «inexpugnable». Lo difícil y necesario es dejarse conquistar por El.

Si no es posible «dar a la caza alcance» analíticamente,
entonces Dios es Misterio.  No se quiere decir que sea cosa
misteriosa  sino que es inaccesible a la potencia intelectual:
como dice la Biblia, nunca podremos mirarlo cara a cara.

«En todos los sentidos, Dios es totalmente distinto. Un proceso que nos lleva a otros seres o a otras verdades,
no sería capaz de llevarnos a él, lo mismo que las representaciones, aptas para expresar otros seres, no son
capaces de expresarlo a él.

Aun después de que la lógica nos ha obligado a afirmar
que Dios existe, su misterio continúa inviolado. Nuestra
razón no llega hasta él. Dialéctica y representación no pueden pasar del umbral.

Pero aun antes de toda dialéctica y de toda representación,
nuestro espíritu afirma ya que Aquél, al que se le alcanza por la dialéctica y la representación, está más allá de toda representación y dialéctica Y esta afirmación, pasando así de las tinieblas a la luz y de la luz a las tinieblas, permanece siempre en pie». 

Este hermoso párrafo subraya admirablemente el «obsequio
» de la fe: antes, más allá y más acá de la dialéctica y representación, el verdadero creyente se entrega  en la oscuridad, y sólo entonces comienza a entender el misterio y
nace la certeza.

Es como si a un ciego de nacimiento, que nunca vio los
colores, tratáramos de explicarle en qué consiste el color amarillo. Yo abro los ojos y veo una rosa amarilla. ¿Cómo transmitir a este ciego el hecho de que esta rosa sea amarilla? Imposible. Cuando la comunicación se torna imposible, acudimos a las aproximaciones y otros puntos de referencia.

Y así, le decimos al ciego: el color amarillo es algo aproximativo o intermedio entre... (¿qué?)... el rojo y el blanco... Es inútil continuar. El ciego no «sabe» qué es blanco, violeta, marrón..., nada. Los colores nunca entraron en su mundo. Respecto a ellos es de noche.  Los colores lo trascienden.

Y seguramente el ciego «entenderá» el amarillo por referencia a otras impresiones que tiene, recibidas por otros
sentidos: el amarillo lo «entenderá» como tibio, blando, sensaciones suaves, por ejemplo. Y después de tanta explicación, cuando el ciego creyera haber «entendido» el color amarillo, tendríamos que acabar diciéndole: hijo mío, el
amarillo no es nada de lo que has «entendido». Es absolutamente otra cosa.

Esta es exactamente nuestra situación respecto a Dios.
Como El nunca entró ni entrará por los sentidos en el laboratorio mental, entonces, para conocerlo, echamos mano
de otras referencias que, al menos, nos «aproximen» cognoscitivamente a El. Esto es, tomamos el camino indirecto. Así, por ejemplo, nosotros sabemos qué significa la palabra persona.

Tomamos el contenido de esta palabra, lo transferimos y lo aplicamos a Dios, y decimos: Dios es persona.  Pero, hablando con precisión, tendríamos que agregar: Pero Dios
no es exactamente persona. Dios es absolutamente otra cosa distinta de persona. Dios está entre penumbras. 

Nuestros conceptos, aplicados a El, no concuerdan. En una palabra: Dios es absolutamente distinto de nuestras ideas, conceptos y prejuicios, representaciones e imágenes.

Dice san Agustín:
«¿Crees saber qué es Dios? ¿Crees saber cómo es Dios? No es nada de lo que te imaginas, nada de lo que abraza tu pensamiento.

Oh Dios, que estás por encima de todo nombre, por encima de todo pensamiento, más allá de cualquier ideal y de cualquier valor, oh Dios viviente».

Por eso las palabras humanas nunca serán propiamente
«portadoras» de la sustancia real de Dios. Las palabras llevan y transmiten imágenes de las realidades que vivimos,
oímos y sentimos. Al estar Dios fuera del alcance de los
sentidos, nunca nos entenderemos, respecto a Dios, por intermedio de nuestra fonética. Todas las palabras referentes al Señor Dios tendrían que ir en negativo: in-finito, in-visible,
in-menso, in-comprensible, in-creado, in-nominado... Las palabras no lo pueden abarcar. Esto es, el Señor es mucho
más grande, admirable y magnífico que todo lo que nosotros
podamos concebir, soñar, desear, imaginar. Realmente es el In-comparable.

A Dios se le asume  en la fe. Más que objeto de intelección,
es objeto de contemplación. Está muy bien profundizar en las cosas de Dios. Pero, originalmente, el acto de fe consiste en acoger el Misterio en la oscuridad de la noche. Fray Juan de la Cruz dice:
«El que se ha de venir a juntar en una unión con Dios, no ha de ir entendiendo sino creyendo... porque lo más alto que se pueda entender de Dios dista en infinita manera de Dios» (2 Subida  4,4).

Cuál es tu nombre

Los hombres de la Biblia no se atreven a definir ni a describir a Dios, ni siquiera a nombrarlo. Definir es, de alguna manera, abarcar algo, y el Señor Dios es in-abarcable.

Nombre, para los semitas, equivale a persona; y nombrar es,
en cierto sentido, aprehender y medir la esencia de la persona, y Dios no es mensurable.

Por todo lo cual la Biblia hace, respecto a Dios, un juego de elevación trascendental: pasa por alto y evita darle un nombre. Y en lugar de eso, la Biblia utiliza una manera tosca de designar a Dios: «El Dios de Abraham; el Dios de Isaac; el Dios de Jacob.» Siguiendo ese mismo estilo, Pablo hablará del «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». La manera más adecuada para representar o significar a Dios sería ésta: Aquel  que se reveló a los patriarcas; Aquel que se reveló en Jesucristo. Para referirse a Dios sólo vale el pronombre, no el nombre.

Por eso los israelitas no podían pronunciar el nombre de Yavé. Sólo bajo este detalle late una gran carga de profundidad: la trascendencia del Dios de Israel.

Según esto, para el israelita había tres preguntas reversibles
y de idéntico contenido: ¿quién  eres?, ¿qué  eres?, ¿cómo  te llamas? En este contexto se comprende la siguiente
escena bíblica.

Huyendo de las iras del faraón, Moisés se había refugiado
en la región de Madián y guardaba las ovejas de su suegro. Dios le dijo: Sácame a este pueblo de la opresión de Egipto. Moisés le respondió: Está bien, mi Señor; pero tengo una duda. Cuando yo convoque y comunique: hijos de Israel, vuestro Dios me envió a libertaros de los trabajos forzados, y ellos me pregunten: ¿cómo se llama ese Dios? Cuando me pregunten esto, ¿qué les respondo, mi Señor? ¿Cuál es tu nombre? (cf Ex 3,13-19).

Dios esquiva la pregunta y se sale por la tangente: «Yo soy el que soy.» Sin embargo, Dios no se fue por la tangente.
Este versículo 14 vale por un libro. Se nos viene a decir que el verdadero Dios no tiene nombre. Si se le tuviera que dar un nombre concreto, sería éste: me llamo Innominado;  me llamo Sin-Nombre.  Es, precisamente, el Inefable.  No se le puede clasificar. No se le puede calificar. Las palabras más altas e inesperadas no podrán encerrarlo en sus fronteras. 

No está en la órbita de la fonética articulada sino del Ser. ¿Acaso podríamos canalizar un río caudaloso por el surco de un arado? Dios no se deja manipular. No le alcanzan los silogismos. Las dialécticas jamás vislumbrarán un segmento del fulgor de su rostro bendito.

Esto mismo significa aquel episodio misterioso y dramático,
el combate nocturno entre Jacob y el ángel de Dios (Gen 32,25-33). Al amanecer, Jacob pregunta: «Dime, por favor, tu Nombre.» Y la respuesta, siempre evasiva, de Dios: «¿Para qué quieres saber mi Nombre?» Esto mismo se quiere
subrayar en aquella respuesta que se dio a Manué: «¿A qué preguntas mi Nombre? Es misterioso» (Jue 13,18). En la Biblia, Dios es aquel que no se puede nombrar, esto es, aquel que trasciende, desborda y supera toda realidad, toda representatividad, toda palabra, toda idea.

Nuestro Dios es mucho más ancho que los horizontes de las pampas. Aunque juntemos los adjetivos más brillantes del lenguaje común, aunque saquemos todas las palabras del diccionario y las coloquemos una detrás de otra, o, con todo ello, armemos un monumento más profundo que los abismos, más ancho que los espacios y más alto que los
cielos, es inútil, las palabras no valen nada. El es mucho
más, es otra cosa, está en otra órbita. Es otra cosa y más
inefable que las melodías que nos llegan desde otros mundos.

No es sonido sino Ser.

En la noche profunda de la fe, cuando el alma, como tierra ciega y sedienta se extiende dócilmente a la acción divina y acoge el Misterio Infinito como lluvia mansa que cae e inunda y fecunda..., sólo así, entregados, receptivos,
comenzaremos a «entender» al Ininteligible.

Cuando la música calla, cuando las palabras silencian,
cuando la inteligencia enmudece y sólo quedan el silencio
y la Presencia, en la fe pura, sin entender nada y entendiéndolo todo, sin decir nada y diciéndolo todo, cuando
el abrazo se consuma no de idea a idea sino de ser a Ser,
entonces la certeza y la oscuridad se elevan y se dan la
mano como un arco iris, por encima de las dialécticas y las
inducciones, para plantar un altar en medio del mundo, para así, mudos, adorar y ser asumidos por el Misterio.

Analogías, vestigios y símbolos

Caminantes de medianoche, sin tener siquiera el resplandor
de las estrellas, ¿cómo evitar ser devorados por el miedo? ¿Dónde agarrarnos para no sucumbir al desaliento? ¿Qué faros, qué indicadores tenemos para saber si estamos bien orientados? ¿Dónde está Dios? ¿Cómo contemplarlo siquiera «por la espalda»? La Biblia nos ofrece imágenes y símbolos. El Invisible se transparenta a través de las fuerzas cósmicas, palabras escritas, acontecimientos históricos o fenómenos telúricos, los cuales son una invitación para enfrascarnos en las profundas aguas divinas, cuya naturaleza sólo comienza a entenderse cuando el creyente se sumerge allí.

Frecuentemente Dios toma la forma de fuego, signo muy
adecuado para transparentarlo por el resplandor con que
ilumina las oscuridades, y por la energía de su calor con
el que calcina, cauteriza o vivifica. En el monte Horeb, Moisés es fascinado por el espectáculo de la zarza ardiente
que no es devorada  por el fuego (Ex 3,2). En el Sinaí, la
montaña arde pero no se consume (Ex 19,18). Dios es un
fuego que no destruye, sino que purifica. Son los símbolos.

Tenemos también los vestigios. Si yo fuese ciego, «sentiría
», por medio de emanaciones, que cerca de mí hay un objeto. Abro los ojos y sigo sin saber qué objeto es, no veo nada, es de noche. Si tuviera buena vista, yo sabría de un golpe y directamente qué clase de objeto tengo delante.

Al fallarme la vista, comienzo a tantearlo con las manos, siguiendo la vía indirecta de las exclusividades hacia las deducciones. Digo: esto no es  tal cosa, tampoco tal otra cosa. Este resorte sirve para esta finalidad; aquí hay una manilla que sirve para tal otro objetivo. Y así, el ciego llega a la conclusión firme: lo que tengo delante es tal cosa.  Hemos caminado por una vía oscura y fatigosa.

Esta mañana amaneció todo cubierto de nieve. Sabemos
que por aquí pasó una manada de jabalíes. Aquí están las
huellas. No son huellas de lobos ni de zorros. Las pezuñas
son claramente de jabalí. Conclusión: aunque nadie vio pasar a los jabalíes, sabemos que por aquí pasó una manada esta noche de invierno.

Así, por el camino de las deducciones y vestigios, vamos
fatigosamente descubriendo el ser y el rostro del Señor.
Basta hurgar un poco en la piel del hombre para descubrir
que sus medidas son medidas infinitas. ¿Quién cavó aquí un pozo tan hondo? ¿Quién metió aquí ese fuego que siempre quema y nunca se apaga? ¿De dónde le viene esa hambre que todos los alimentos del mundo no son capaces de satisfacer? ¿Y esa sed que no la sacian todos los manantiales de las montañas? Aunque nadie diga nada, tiene que haber detrás de todo una fuente de vida, una causa original y una meta final.

Y ese espejo brillante que es el mundo... Detrás de tanta hermosura tiene que existir la Hermosura; detrás de tanta vida tiene que existir la Vida; detrás de tanta ternura tiene que existir el Amor.

Así vamos subiendo de las creaturas al Creador, de los
efectos a la Causa, pero siempre por una vía ciega, conducidos de la mano por las analogías y deducciones, tanteando, entre penumbras, por la fe.

A pesar de que, llegada la madurez de los tiempos (Ef 1,10) Dios se manifestó con portentos y palabras de salvación, su misterio, sin embargo, queda velado y retenido en el silencio.

Mediante la Palabra fue descorrido aquel velo y «me fue comunicado por revelación... el conocimiento del Misterio
de Cristo» (Ef 3,3). Sin embargo, la realidad profunda y última del Misterio sigue aún atrapada y retenida en las palabras y signos, y contemplamos la «gloria del Señor»
solamente «como en un espejo» (2 Cor 3,18).

En adelante, a lo largo de los siglos," el destino de la
Iglesia consiste en descubrir, cada vez con mayor claridad,
ese Misterio, hasta que se descorra completamente el velo. 
En cada etapa de su historia, la Iglesia avanza hacia el corazón del Misterio: es un avanzar en el crecimiento, penetración, profundización y esclarecimiento del Misterio de Jesucristo.

La Revelación es un acontecimiento histórico, en el sentido de que se produjo en el pasado. Pero esa Revelación no se agota en el pasado sino que sigue desplegándose a lo largo de la Historia. Esto es, el conocimiento del Misterio de Cristo no se agota con los datos de la Escritura, sino que se enriquece y se profundiza con el aporte contemplativo de los siglos y de las culturas. La Historia no es otra cosa sino un avanzar hacia el interior de la Palabra.

El gran salto en el vacío

El creyente «adulto» es aquel que cree entregándose.
Podríamos, pues, hablar de fe adulta. Para entenderla,
comencemos por traer aquí los conceptos ordinarios del lenguaje común. Niño, en la vida, es el ser esencialmente dependiente: necesita apoyarse en alguien para andar, comer, vivir. Adulto es el capaz de mantenerse en pie, sin apoyarse en nadie: se basta a sí mismo para vivir, ganarse
la vida, formar un grupo familiar....

Aplicando estos conceptos a nuestro caso, fe infantil será
aquella que, para entregarse, necesita apoyos, seguridades,
tranquilizantes. Fe adulta será aquella otra que, sin apoyos,
sale de sí misma, corre todos los riesgos, confía, permite
y se entrega. Se entrega en el vacío de seguridades, evidencias o tranquilizantes. Lo hace de pie, solo.

La persona que, para creer, necesita de las seguridades
apologéticas, tiene fe infantil. Es como si alguien se le presentara para decirle: Al parecer, lo que tú crees es insoportable para el sentido común; está en contra de las leyes del universo y, en fin, en contra de la razón. Pero tranquilízate.

Aquí te traigo un libro que se llama Apologética, del que te voy a sacar quince argumentos de razón demostrándote
que lo que crees no es tanto disparate. Con estos argumentos te vas a convencer de que la fe no está en
contra de la razón ni la razón en contra de la fe; voy a hacerte un razonamiento ordenado probándote que los milagros son posibles porque Aquel que colocó las leyes las puede descolocar, y, en fin, que las verdades fundamentales de la fe pueden sostener el desafío de las ciencias... Cálmate; y ahora ya puedes creer todo tranquilamente.

Es infantil esta fe porque para dar los pasos necesita de muletas. Bueno es que el creyente profundice intelectualmente en materias de fe; pero la fe que, para adherirse, necesite de tranquilizantes para suavizar el susto del salto, no es fe. En sí mismo, radicalmente hablando, el acto adulto de fe es dar un salto sin apoyos.

El creyente «adulto» no se preocupa de «meter» a Dios
en la claridad de una inducción aristotélica. Sabe perfectamente que el Dios de la fe, aunque «demostrable» con absoluta certeza, seguirá siendo un misterio distante del que nuestra inteligencia jamás logrará «adueñarse» mientras vivamos.

¿Qué hace? El «adulto» en la fe supera todas las distancias
y limitaciones inherentes a la fe, saliéndose de sí mismo; se descuelga de todos los asideros intelectuales que le proporciona el raciocinio, y da el gran salto en el vacío en plena noche oscura, abandonándose en el absolutamente
Otro. Es salto en el vacío porque el creyente abandona las
«razones» y se deja caer en esa sima profunda que es el misterio.

Me ha tocado en la vida tratar a fondo con miles de personas, sobre todo personas comprometidas completamente con Dios, recibiendo sus confidencias y problemas. A partir de eso, me he convencido de que son pocos los creyentes que a lo largo de sus años se libran de vacilaciones y perplejidades en la fe.

El creyente siempre tiene la sensación de correr un riesgo.
No son pensamientos coordenados sino presentimientos
ciegos e «irracionales» los que se apoderan del creyente
para «decirle» cosas parecidas a éstas: Mira, apostaste todo
por Alguien, ¿y si pierdes la apuesta? Hiciste de tu vida un holocausto, renunciaste a las cosas más soñadoras; se vive una sola vez y está por demostrarse si esa sola vez acertaste o te equivocaste; te lo jugaste todo por un Alguien
y está por demostrarse si ese Alguien es quimera o
Sustancia. Todo queda al aire: que tu vida sea absurda o
sublime, aventura o desventura depende de que ese Alguien
sea solidez. ¿Quién te lo prueba? ¿Cómo se puede demostrar?

¿Quién ha venido del otro lado? Dices que la Palabra
de Dios afirma todo eso: ¿Y cómo me demuestras
que esa palabra no sea otra falacia? Te metiste en la gran
aventura y todavía no sabes si acabarás en una gran desventura.

Me dices: Vamos a remitir estas preguntas al tribunal
de Dios para después de la muerte. Pero ¿y si también
aquello es otra estafa, la última y la peor? Y el creyente queda sin ningún agarradero sólido, sin ninguna prueba empírica, sin ninguna explicación que explique, sin ninguna evidencia que tranquilice... Este es el vacío sobre el cual hay que dar el gran salto, y no una vez sino permanentemente.

Este es el gran momento de la fe. He aquí el acto radical
donde subyace todo su mérito y valor transformante.
Sólo es bonito creer en la luz cuando estamos de noche.
Creo que detrás de este silencio respiras Tú. Creo que detrás de esta oscuridad brilla tu rostro. Aunque todo me
salga mal, aunque los infortunios me lluevan, creo que me
amas. Aunque todo parezca fatalidad, aunque nos parezca
que sólo el absurdo manda en el mundo, y vea a los hombres odiar y a los niños llorar, y a los malos triunfar y a
los buenos fracasar, aunque la tristeza reine y haya sido degollada la paloma de la paz, aunque sienta ganas de morir..., yo creo, me entrego a ti. Sin ti, ¿qué sentido tendría
esta vida? Tú eres la vida eterna.

Esta es la fe que traslada montañas y da a los creyentes
una consistencia indestructible. Con este «salto» se comprende que el acto de fe sea obsequio. Sin duda, la fe, de parte de Dios, es don, el primer don. Pero, según me parece, de parte del creyente hay un hermoso y fundamental
acto de gratuidad. Es gratuito de parte del hombre porque,
para dar esa adhesión vital, el creyente no dispone de motivos empíricos ni de razones aquietantes. En plena
oscuridad, se lanza a los brazos del Padre, a quien no ve,
sin tener otro motivo y otra seguridad que su Palabra. Hay mucha gratuidad (y mérito), de parte del hombre, en el acto de fe. Y, repetimos, es el máximo acto de amor.

De todo lo dicho se desprende claramente que la fe adulta no es principalmente adherencia intelectual a las verdades,
doctrinas y dogmas sino adhesión vital y comprometedora
a una persona. Se trata de asumir una Persona, y, al asumirla, se asume también toda su Palabra que condiciona
y transforma la vida del creyente.

«Fe significa no sólo tener por verdadero algo, ni tampoco
mera confianza.
Creer significa decir amén a Dios, afianzarse y basarse en él. Creer significa dejar a Dios ser totalmente Dios, o sea, reconocerlo como la única razón y sentido de la vida. La fe es, pues, el existir en la receptividad y en la obediencia».

Noche transfigurada o certeza

Si es verdad que el acto de fe abarca todo el hombre
(sentimientos, pensamientos, comportamientos), fundamentalmente, sin embargo, es un acto de voluntad porque se trata de una adhesión vital. En las cosas evidentes la voluntad no interviene para nada. La luz de este mediodía está a la vista que es luz, y se acabó la discusión.

Pero allí donde una verdad o realidad no puede ser
comprobada analítica o empíricamente, y donde, por otra
parte, se ponen en juego los intereses personales y la posición vital, para entregarse a esa verdad o realidad (que
de tal manera compromete todo) se necesita mucho coraje
y mucha voluntad.

En el proceso de la fe, la razón pura no es la vedette que actúa como señora indiscutible aceptando o rechazando
las verdades según el grado de racionabilidad, ponderando
la pureza de los principios y la exactitud lógica de las premisas entre sí, para, al final, dar su asentimiento a la conclusión diciendo: Todo está en orden; ahora podemos creer.

Principalmente, repetimos, son la decisión y la convicción
las que preparan y fundamentan la entrega.

Pues bien: con esta entrega el creyente consigue franquear
de un golpe la noche entera de la fe, y suple esa incapacidad
radical de nuestra inteligencia para «dominar» intelectualmente a Dios. El creyente que se entrega, salta
por encima de los procesos mentales, por encima de los
problemas sobre fórmulas y contenido... y «alcanza» a Dios, y, así, el Señor se transforma en certeza.

La seguridad que no nos pudo dar el raciocinio, nos la
dará Aquel mismo que es el Contenido de la fe, a condición
de que haya sido aceptado por medio de una entrega
«obsequiosa» e incondicional.

Y así la noche de la fe es vencida y, sin dejar de ser noche, se transfigura, toma la figura de luz, mejor, hace las veces de luz: es la certeza. Rayo tenebroso, llama a la fe san Dionisio: un haz de oscuridad penetra en el mundo y todo lo «ilumina», no con una visión ni con evidencias sino con seguridades que vienen de dentro y son otra cosa que claridad. En la fe no hay claridad pero sí seguridad («a oscuras y segura»). Esta seguridad no es producto derivado
de las verdades evidentes sino que procede de la misma
entrega. Y así, el salmista nos afirmará que «la noche no es oscura para ti, la noche es clara como el día» (Sal 138).

Y entonces Dios, transformado ya en luz (certeza) para el creyente adulto, precede y preside la caravana de los
creyentes por el desierto de la vida, caminando en la luz y en la esperanza (Ex 13,30). Y, a fin de que el pueblo no se desconcierte por la oscuridad de la noche, Dios mismo
tomará la forma de una antorcha de fuego para alumbrarlos
(Ex 13,21-22).

Con esa palabra, pues, podemos calificar la fe: certeza.
Siendo la fe, repetimos, el primer don de Dios, la certeza es también la primera gracia del Dador de toda gracia. Sin
embargo, mirando la certeza como fenómeno humano (y
espiritual) buscamos aquí los resortes fontales que la originan.

Fray Juan de la Cruz nos descubre, en inmortales versos,
cómo la noche de la fe se transforma en la luz del mediodía:

«... sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía.»

La certeza («más cierto») no proviene de los vestigios de la creación ni de las deducciones analógicas sino de la
estructura interna de la misma fe («la que en el corazón
ardía»). Sin creer, nada se entiende. Sin entregarse, nada
se cree. Y nadie se entrega sin decisión vital. Para el que
se entrega no hay conflictos intelectuales de fe. De la vida
nace siempre la seguridad.

El creyente comienza por no asustarse de la oscuridad ni resistir el silencio. Seducido por la voz de Aquel que lo
llama desde la profunda y brillante oscuridad, el creyente
sale de sí mismo, supera las perplejidades e inseguridades
de quien nada ve y pisa tierra desconocida. Así como las
estrellas alumbran con tenue resplandor las tinieblas de medianoche, así la luz semivelada del Rostro va iluminando
los pasos del creyente. Había, además, «otra luz y guía»:
era «la que en el corazón ardía».

La confluencia de ambas luces (que no evitaban que la
noche continuara oscura) hizo que el caminar del creyente
fuera más firme y seguro que si brillara la luz del mediodía.
Era una noche misteriosa y brillante como una noche de
bodas: el creyente se entregó, lo confesó, lo afirmó, sin verlo lo «vio», sin sentirlo lo aclamó, le entregó las llaves y se unieron los dos en alianza eterna, transfiguradora alianza.

Y, ¡oh prodigio!, al instante se disiparon todas las inseguridades, y el cielo y la tierra y el mar y lo que está debajo del mar, todo se cubrió de certeza, una certeza serena como el atardecer, y el creyente fue confirmado para
siempre en la fe.

Realmente, de la vida nace la certeza. Es fruto del corazón, no de la cabeza.

Qué bien sé yo

Una vez más fue fray Juan de la Cruz quien nos hizo un juego genial entre la certeza y la oscuridad en su Cantar
del alma que se huelga de conocer a Dios por la fe. Transcribo unos fragmentos:

«Qué bien sé yo
la fonte que mana y corre
aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está ascondida,
i qué bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche!.

En esta noche oscura desta vida,
¡qué bien sé yo, por la fe, la fonte frida,
aunque es de noche!.

Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo
en este pan de vida yo la veo,
aunque de noche.»

El profundo misterio de la fe está precisamente en esas dos expresiones antitéticas que recorren, alternan y dominan el cantar: bien sé yo (certeza) aunque es de noche (oscuridad).
El acto de fe consiste en esa fuerza contrastante y unitiva que deja de ser paradoja en el momento en que se comienza a vivirla.

Aunque la injusticia levante su martillo vengador, aunque los hospitales no den abasto y en el psiquiátrico no haya vacantes y en los cementerios necesiten contratar más
personal..., bien sé yo que fueron la Sabiduría y el Amor
los que organizaron la vida.

Aunque nadie haya vuelto del otro lado y los que mueren
permanezcan terriblemente silenciosos..., bien sé yo que
somos portadores de un alma indivisible e inmortal y al otro lado está la verdadera Vida.

Aunque sé que existe la ley de la transmutación universal
por la que las moléculas que arman este mi cuerpo se
desintegrarán pero no se irán al vacío sino que formarán parte de otros innumerables cuerpos..., bien sé yo que, en esta misma carne y revestido de esta misma piel, mis ojos contemplarán a mi Redentor.

Aunque las tristezas se vistan de sonrisas y el egoísmo
tenga a veces cara de amor y con la palabra paz en sus bocas organicen guerras crueles y la sociedad parezca un circo de payasos..., bien sé yo que Jesús pasó por el mundo vestido de sinceridad.

Aunque no se oiga otro idioma que el de la fuerza y levanten
monumentos sólo a los que tienen fama o belleza y sólo los campeones sean rodeados y adorados..., bien sé yo que los niños, los pobres y los enfermos fueron los favoritos de Jesús.

Aunque el tedio visite a viejos y jóvenes y el odio ponga
su nido en los corazones, aunque se estrujen la cabeza tramando venganzas y las flores vayan al basurero y las campanas doblen a muerto y sea el suicidio la única salida para algunos y la fatalidad, la crueldad y la deslealtad parezcan las únicas reinas del mundo..., bien sé yo que el amor gobierna el mundo y que, si mi Dios es todopoderoso, es, también y ante todo, un Padre todo cariñoso que cuida con la ternura de una madre.



MUESTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
15  edición, Ediciones Paulinas

Capítulo II, Como si viera al Invisible