miércoles, 8 de marzo de 2017

DESPEDIDA Y BENDICIÓN DE LA MADRE

En aquella casa de Nazaret, una rústica vivienda en la ladera de una colina, solamente habitaban dos personas: la Madre y el Hijo. Aquel anochecer, después de rezar juntos, de pie, el Tephiláh a la luz de una lámpara, Jesús se sentó a la mesa, que él mismo había confeccionado con sus manos.
La Madre sirve la cena, y los dos permanecen en silencio. El Hijo invita a la Madre a sentarse, pero ella rehúsa la invitación, mientras se entretiene en quehaceres nimios que fácilmente se inventan para rehuir una invitación. Ambos presienten que algo importante puede suceder esa noche.

El Hijo está inquieto, pero más lo está la Madre: un velo de tristeza comenzaba a proyectarse sobre aquel rostro maternal, hasta el punto de aparecer enjuto y macilento. Ella

presentía algo, pero no alcanzaba a adivinar de qué se trataba. En los últimos años, la Madre había observado al Hijo con una atención persistente y ansiosa, y había llegado a la conclusión de que algo importante se avecinaba. Sentía curiosidad por ese algo, pero también miedo, y casi prefería no saber de qué se trataba.

Ante una nueva insistencia del Hijo, la Madre accedió, por fin, a sentarse a la mesa. Los dos permanecieron en silencio durante un largo tiempo, sin levantar la mirada, sirviéndose

algún bocado desganadamente, como quien trata de disimular el mal momento que ambos estaban atravesando.

Por fin, el Hijo, haciendo un gran esfuerzo, levantó sus ojos y los clavó en el rostro de la Madre, mientras ella continuaba con los suyos entornados.

—Madre —dijo Jesús. Entonces, ella levantó la mirada, pero la bajó al instante. Hubo un momento de silencio, que fue instantáneo, pero que pareció eterno, y enseguida el Hijo
continuó hablando: —Madre, desde el principio del mundo, y desde mis últimas raíces, me sube una onda inevitable que me está presionando y empujando, y me vence. Ha llegado la hora: me voy; me voy a anunciar un Reino que será como una marea alta bajo la luna llena.

Caminaré por un sendero bordeado de precipicios, por donde transitan los chacales: conmigo volverán las golondrinas, y la primavera volverá a danzar en nuestros huertos y patios.


Necesito desatar un diluvio, no para extinguir la vida, sino para purificar la tierra, porque el culto a nuestro Dios se ha convertido en un árbol viejo y carcomido. Pero, recuérdalo, Madre, no será un diluvio de agua, sino de amor.


Jesús calló, esperando que la Madre reaccionara; sin embargo, ella guardó silencio, pero había una batalla en su silencio.

—Han sido muchos años —comenzó, por fin, diciendo lentamente la Madre— en los que he vivido envuelta en el polvo de la maledicencia. Todos los reproches se han ido acumulando sobre mis hombros como una carga pesada. 
Una y otra vez se me ha echado en cara que no he sabido conducirte, que te he permitido desviarte del recto camino del sentido común, que he sido demasiado condescendiente con tus caprichos, que no he sabido persuadirte a tomar esposa para formar un hogar... Hijo mío, estoy cansada de tantas cosas. Y en cuanto a lo que ahora me manifiestas, no hace falta ser muy perspicaz para adivinar lo que dirán: que me has abandonado dejándome sola, que quién cuidará de mí en mis últimos años...

Nuevamente hubo un largo silencio. Caravanas, numerosas caravanas capitaneadas por el desconcierto y el dolor, como cabalgando a la sombra de una bandada de cuervos, desfilaron por el corazón del Hijo. La perplejidad llamó a sus puertas. La duda comenzó a levantar cabeza peligrosamente sobre el horizonte. Madre e Hijo continuaban en silencio, y en el silencio dormía el llanto a punto de estallar. El Hijo intentó retomar la palabra, pero la emoción lo ahogaba. Por fin, sobreponiéndose a sí mismo, acertó a continuar: —Los amados nunca están solos, Madre, aunque los separen mares y océanos. En el olvido hay distancias infinitas, pero en el recuerdo no hay distancias. Me voy, Madre, pero permaneceré aquí, a tu lado, sentado a la sombra del limonero del huerto.


Contra todo lo esperado, la Madre se puso resueltamente de pie, como un árbol joven sin miedo a las tormentas, y comenzó a hablar, y su voz era firme y dulce como la flauta del pastor resonando en los valles.

—Soy una Pobre de Dios —dijo—. Pobre de Dios, Hijo mío, es aquella mujer que se siente sin derechos; y si la ofensa, como dicen, es la lesión de un derecho, ¿qué puede ofender
a una Pobre que se siente sin derechos? Una sola música y una sola palabra resuenan en el corazón de una Pobre de Dios, día y noche: hágase. No me siento con derecho a protestar, Hijo mío, porque mis derechos están en las manos de mi Señor. Así pues, de la misma manera que el día en que bajaste a mi seno, también en este momento pronuncio para ti, Hijo mío, esta única palabra que habita en mi corazón: hágase. Puedes irte. Tienes mi bendición. Que te
cubran con sus alas los ángeles de Dios. Sean tus palabras música e incienso para los pobres.

Tu invierno sea un sueño poblado de ensueños, y en tus veranos descansa a la sombra de los Cedros Sagrados. Llena tus manos con el polvo de las estrellas para rociar el dolor de los humildes; sé plácida lluvia sobre los campos de los angustiados, y lleva una brazada de sarmientos para el fuego de los necesitados. Y recuérdalo: mis pasos seguirán detrás de tus pasos, y todas las noches visitaré tus sueños.





EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo II
Amanece en Galilea:
Despedida y bendición de la Madre



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