miércoles, 8 de marzo de 2017

EL DRAMA DE UN ADOLESCENTE

Pero debió haber mucho más: algo importante debió suceder por esos días en el mundo interior del Adolescente. "Crecía en las experiencias divinas y humanas" (Lc 2,40).

Jesús estaba comenzando a atravesar la etapa de la adolescencia, quizá con una madurez prematura, lo que cabría deducir por su actitud de autonomía, al quedarse en el templo sin pedir autorización a sus padres.

Ya sabemos qué cosa es la adolescencia: lago agitado, vientos que golpean, impresiones que desconciertan; en fin, la travesía de un remolino. Un día Jesús escalará las altas cumbres donde duermen las tempestades; pero hoy siente en sus horizontes vacilaciones e incertidumbres: ¿a dónde debe dirigir sus pasos?, ¿qué rumbos y qué destino tiene marcados el Padre para él?, ¿qué hacer ahora mismo. Teniendo presente la escena que vamos a analizar (el hecho de quedarse en el templo), bien podríamos concluir que en estos días debieron ocurrir en las profundidades del
Adolescente grandes novedades, fuertes experiencias espirituales; misteriosas fuerzas debieron agitarse, no exentas de perplejidades y sobresaltos. Además de verdadero Dios, Jesús era también verdadero hombre; y todo adolescente es eso: inseguridad, búsqueda, inestabilidad.

¿Qué experiencias espirituales podría haber vivido el Adolescente en esos días, que le impulsaron a tomar la decisión de quedarse en el templo? Asomémonos cautelosamente, con temor y temblor, al Misterio Infinito, llevando en las manos, como única luz, una tea hecha de
conjeturas y deducciones. El Adolescente debió sentir todo peso de la gloria divina en un contraste: en Nazaret era todo tan vulgar, y aquí, en Jerusalén, todo tan espléndido: tanto
esplendor y tanta maravilla para realzar al Maravilloso. El Adolescente debió sentirse tan abrumado por el peso de tanta gloria, vencido por la enorme realidad de Dios, que, seducido y cautivado, decidió quedarse en el templo. ¿Con qué finalidad? ¿Para dedicarse al ser vicio divino? No lo sabía exactamente. En todo caso, no se perdió, se quedó.

¿Cuántos días permanecieron los vecinos de Nazaret en la Capital teocrática? No había normas establecidas, ni siquiera costumbres. Se supone que habrían permanecido cuatro o
cinco días en torno a la fecha sagrada del 14 de Nissan. Saciado su espíritu de novedades, rebosante su alma de fervor, y muy satisfechos todos, los nazaretanos emprendieron el viaje de regreso a su aldea.

En las tradiciones caravaneras del Oriente no había normas rígidas de disciplina. Al contrario, lo normal era que, a lo largo del trayecto, el grupo general se dividiera y subdividiera
con gran espontaneidad, habitualmente hombres con hombres, jóvenes con jóvenes, mujeres con mujeres, a relativa distancia unos sub-grupos de otros. Sólo por la noche, al llegar al albergue donde se proponían pernoctar, se congregaba toda la comitiva.

A los doce años, un muchachito a punto de entrar en la mayoría de edad compartía, sin duda con mucha espontaneidad y vitalidad, esta elasticidad de las costumbres de las caravanas. En este contexto, María y José no tenían por qué preocuparse, y así, no se percataron durante toda la jornada de la ausencia de su hijo. Pero al final del día, al reunirse todos los sub-grupos, lo buscaron sin encontrarlo. Recorrieron, no sin ansiedad, todos los grupos familiares, preguntaron una y otra vez a parientes y conocidos, pero todo fue en vano: nadie había visto al niño.

No se quedaron, sin embargo, con los brazos cruzados. Al día siguiente, se incorporaron a la primera caravana que pasó por el lugar y regresaron a Jerusalén; e inmediatamente, "angustiados", se lanzaron al torbellino de las calles de la ciudad. Por esos días, Jerusalén era un mar agitado y crecido repentinamente por la confusión de idiomas, de gentes venidas de los rincones más remotos del Imperio. Según los historiadores, Jerusalén tendría en esa época aproximadamente 250.000 habitantes; y se calcula que, con la afluencia de peregrinos, esa cantidad se duplicaba.

Llegaron al templo: caravanas de peregrinos que entran y salen; una barahúnda enloquecida de sacrificios, ofrendas y ceremonias rituales; un movimiento hirviente y estridente de animales para el sacrificio: toros, corderos, aves; y tenderos, buhoneros, vendedores ambulantes... Los esposos miran, preguntan, recorren las distintas dependencias del templo. Saltan de nuevo a las calles, recorren plazas y mercados, se asoman a todos los recovecos una y otra vez, dentro y fuera de las murallas, sin apenas dormir, sin tiempo para alimentarse, devorados por la incertidumbre y la ansiedad.

Al tercer día, nuevamente en el templo. Después de volver a recorrer todos sus recintos y asomarse a todos los patios, de pronto divisaron a lo lejos, al amparo de un pórtico, a un
grupo de ancianos, de túnicas blancas y largas barbas, arremolinados en torno a un jovencito.

Se aproximaron al grupo, y... ¡era él! Se quedaron contemplándolo, a cierta distancia, sin abordarlo. No podían dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. ¿Su pequeño preguntando, respondiendo y discutiendo con los doctores? 
Contrastadas emociones se agolpaban al espíritu de María y José: la ansiedad de la búsqueda a lo largo de tres días se trocaba ahora en la alegría del encuentro; la alegría, a su vez, en estupor ante esta escena. Y todos los sentimientos juntos se fundían, finalmente, en un inmenso signo de interrogación sobre la personalidad de su pequeño, que los estaba trayendo de sorpresa en sorpresa.

La Madre no pudo más. Lo llamó por su nombre. Se abrazaron sin decir una palabra. Lo tomó de la mano y, sacándolo del recinto sagrado, y ya segura de haberlo recuperado, abrió su corazón y dio rienda suelta a la tensión retenida durante tres interminables días: —"¿Hijo, por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, andamos buscándote" (Lc 2,48).

Hubo un breve momento de silencio. El Hijo levantó los ojos y, mirándole al rostro a su Madre, dijo: —Madre mía, ¿por qué me buscaban? Mi Padre es mi madre. Un meteoro puede salirse de su órbita y perderse en los espacios siderales, pero yo vivo acurrucado en el hueco de su Mano, y no puedo perderme. Falla un eslabón y falla toda la cadena de las generaciones, pero una corriente inmortal nos une al Padre y a mí, y así, somos una cadena sin eslabones.
Nunca me pierdo, Madre: en la arena del desierto, en el seno del mar, en los cerros soleados, siempre estoy solo, pero nunca solitario; perdido, sí, pero a la vez encontrado. Una potente borrasca ha pasado por mí, Madre, y me ha arrancado del surco, y no puedo hacer lo que quiero. 

Desdichada la Madre a quien le ha tocado en suerte tan extraño Hijo. Prepárate, porque tú también tendrás que pasar por las manos de una tempestad, pero, después, tus
pacientes manos y tu ansiosa mirada cobijarán la orfandad del mundo. Discúlpame, Madre; también yo hago lo que no quiero, sino lo que mi Padre quiere. Y ahora, vámonos a Nazaret; allí nos espera una larga noche.

Lucas nos informa que sus padres no entendieron la respuesta ("¿No sabían que debo dedicarme a las cosas de mi Padre?", Lc 2,49). ¿Qué es lo que no entendieron? ¿Las palabras? Las palabras, en su significado directo, estaban claras. Lo que no entendieron fue el contenido y el alcance de esas palabras, y, sobre todo, la actitud del niño; señal evidente de que el misterio profundo del Hijo estaba total o parcialmente velado a sus padres. En este sentido, el
Evangelio nos entrega noticias contradictorias. Por un lado, el ángel informa a María: "Será llamado Hijo del Altísimo..." (Lc 1,32); y ahora, por otro lado, justamente ahora, cuando en esta respuesta nos llegan ecos lejanos de aquellas antiguas palabras de la Anunciación, ahora resulta que la Madre no entiende nada.

¿Qué había pasado? ¿Cómo se explica esta amnesia? ¿Se había esfumado el resplandor de la Anunciación en el polvo del camino, ante la vulgaridad de la vida cotidiana, tan monótona y prosaica? ¿Se habría decepcionado la Madre, también ella, en vista de que nada extraordinario sucedía, temiendo haber sido víctima de una alucinación?

Hubiésemos esperado que la escena del templo hubiera entreabierto la puerta del misterio del Hijo a los ojos de los padres. Pero no; lo que sucede, al parecer, es lo contrario:
parece un misterio fugitivo, alejándose cada vez más. Lo único que sabemos es que, ciertamente, a la Madre no se le dieron las cosas hechas, acabadas y definitivas, sino que ella, al igual que los demás peregrinos, tuvo que recorrer el camino de la fe hacia el conocimiento del misterio trascendente de su Hijo, buscando y meditando en su corazón.


EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo I
Una larga noche:
El drama de un adolescente



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