sábado, 4 de marzo de 2017

EL PADRE Y YO SOMOS UNA MISMA COSA

Al anochecer de aquel día, el Pobre de Nazaret, fatigado y bastante tenso, se retiró, él solo, al Huerto de los Olivos. Siempre que actuaba en Jerusalén pernoctaba en Getsemaní (Lc 22,39); ésta era su costumbre. 

Había allí un roquerío que conformaba una concavidad a manera de una gruta natural. Allí se refugiaba para pasar las noches, amparándose así del frío nocturno. Desde esta oquedad el Pobre podía divisar, entre cipreses y olivos, una franja de hermoso cielo estrellado. Era un lugar ideal para orar y descansar.

Esta noche necesitaba serenarse y consolarse. Había sido una jornada en exceso agitada y áspera: había aún fisuras en su alma, surcos abiertos por los relámpagos del día. Al llegar a la gruta, dobló las rodillas, tomó su cabeza entre ambas manos y apoyó sus codos en un saliente de roca. En esta posición permaneció por largo tiempo, mientras se serenaba. Tenía la sensación de estar descansando en la roca del Padre. Luego comenzó a orar intensamente
concentrado, con frases lentas, entrecortadas:
— Adonai, mi Señor y Padre. Una vez más vengo en busca de aquel aceite que destila consolación y comunica vigor, sanando las heridas. Siempre me he esforzado por captar el
lenguaje de los hechos, que guardan escondida, y como cifrada, tu voluntad. Mi alma no puede descansar sino en el regazo de tu Voluntad. Y esta noche, una vez más, y hoy más que nunca, vengo a poner mis llaves en tus manos: donde quieras, como quieras, cuando quieras.

Sobre las cenizas muertas de mi voluntad enciende Tú la llama viva de la redención. Ya quebré mi arco y destruí mi aljaba: ya no soy un combatiente, ahora soy un simple y pasivo campo de batalla. Sobre el escenario de mis días extiende Tú el mapa de la estrategia de la salvación. Siervo tuyo soy: lo que Tú quieras, quiero yo. Y esta certidumbre inunda de alegría mi yo último. Por muchas que sean las naves que surquen mis costas y las embarcaciones que
toquen mis playas, un solo timón guía mi nave por los altos mares: tu Santa Voluntad. Suelta, pues, tus vientos, agita tus corrientes y llévame a donde quieras.

A la mañana siguiente regresó feliz a la ciudad. Lucía descansado y animoso. Convocó a sus discípulos y les dijo: —He podido comprobar que vosotros no os sentís bien en este ambiente de la Capital. Somos provincianos del país del Norte. Los capitalinos nos distinguen por nuestra manera de hablar y nuestras costumbres les resultan extrañas. Esta noche he pedido alas para poder volar por los rumbos que nos señalen los indicadores del Padre. ¡En marcha, pues!
Salieron de la ciudad y fueron descendiendo por la vereda que corría junto a la muralla occidental del templo. 

Abordaron después la ruta que transita junto al torrente Cedrón, hasta que conectaron con la calzada romana que descendía, en un desnivel muy pronunciado, hacia la ciudad de las palmeras: Jericó. Caminaban pausadamente, deteniéndose con frecuencia a descansar a la sombra de los espinos y los álamos.

—Maestro —observó Pedro—, el ansia acopló alas a tus pies para subir a Jerusalén, y ahora parece que estuviéramos huyendo de la ciudad.

—Nos esperan pruebas fuertes y situaciones difíciles —contestó Jesús—. Necesitamos endurecer la piel y adiestrar las manos en la soledad para el combate que se avecina. 

Entre la bruma del crepúsculo y las rosas del amanecer se desatará la tempestad, y debemos estar preparados para no naufragar en medio del oleaje.

—¿Y cuándo vas a lanzar aquella ardiente apelación a todo el país? —preguntó Juan.

—Acabamos de iniciar el preludio de la gran tragedia —respondió Jesús—, pero no ha llegado aún el gran momento, mi hora. Conviene que la apelación tenga un escenario
adecuado, porque el requerimiento se hará de manera manifiesta. Cuando los almendros y los manzanos estén en flor, cuando se avecine la Gran Pascua, los caminos y los habitantes de la nación convergerán sobre Jerusalén. Esa fecha, que recuerda el nacimiento de nuestra nación y la liberación de toda esclavitud, será mi hora para el renacimiento del verdadero y nuevo pueblo de Israel.

—¿Y el bautismo con el que vas a ser bautizado? —insistió Juan.

—El cordero —respondió Jesús— puede ser devorado por los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre teñirá las piedras del camino, que delatarán el crimen, hasta que la
aurora revele todo el misterio. Llegará el momento en que el dolor se transfigurará en amor, a condición de que haya un bautismo de dolor, un sumergirse en el valle de la oscuridad. 
Pero no importa: volveré, volveré ataviado con vestiduras de gloria.

Es tarea absolutamente imposible reconstruir el itinerario de Jesús en los últimos meses de su vida en el territorio de Judá. Los evangelistas se hallan aquí, más que nunca, en
constante y completa contradicción. No hay manera de poner un mínimo de orden en la topografía y cronología seguidas por Jesús. Así y todo, una aproximación relativa podría ser la siguiente: Después de la festividad de los Tabernáculos, Jesús permaneció algunos días, se supone, en la Capital. Luego se encaminó hacia el Jordán, concretamente a Bethabara, aquel vado del río donde Juan había actuado, unos kilómetros al norte del Mar Muerto.

Regresó apresuradamente a Betania, aldea muy próxima a Jerusalén, por razón de la enfermedad de Lázaro.

La cronología de este hecho coincidiría con la festividad de la Dedicación, en el mes de diciembre, época en que encontramos a Jesús actuando en Jerusalén.

Algo más tarde se habría retirado a una ciudad llamada Ef rain, al borde del desierto y cercana al Jordán, al noroeste de Jerusalén. Desde Efraín habría subido lentamente a Jerusalén, pasando por Jericó y Betania, para la entrada triunfal y los acontecimientos decisivos de la semana de Pascua.

Jesús y los suyos continuaron el viaje. A medida que avanzaban, descendiendo, la vegetación era más rala y el calor más intenso. Pasaron por Jericó, atravesaron el río Jordán (aproximadamente por donde otrora atravesara Josué con su pueblo) y llegaron a la comarca donde tiempo atrás había actuado el Bautizador. Desde allí debió salir el Maestro en múltiples excursiones apostólicas.

En una de estas andanzas, un doctor de la Ley, que al parecer estimaba verdaderamente a Jesús, quiso comprobar por sí mismo si el Maestro tenía tanta categoría como fama. Se le aproximó y con mucha sencillez le preguntó:
—Maestro, ¿qué tengo que hacer para granjearme la benevolencia del Señor?

No se sabe qué evocaciones suscitaba en Jesús una pregunta como ésa, que sus fibras más sensibles entraban en vibración. Le encantó la pregunta y, gustosamente, se dispuso a internarse en las entrañas cálidas del tema.

—Tú eres perito en la materia —respondió Jesús—, debes saberlo, sin duda. ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees allí?

—Es verdad, Maestro —respondió el doctor—, allí está escrito claramente que ante todo, por encima de todo y después de todo está Dios. Después, el prójimo: tanto interés, tanta preocupación por el prójimo como por ti mismo.

Brisas suaves de satisfacción inundaron el alma de Jesús. Quedó encantado: ¡Muy bien! ¡Correcto! Cumple con eso y habrá para ti vida y alegría sin fronteras, pondrás en pie ciudades en ruinas y el Resplandor te precederá y seguirá.
Había sonado la palabra prójimo, palabra equívoca para un israelita. ¿Quién es realmente el prójimo? ¿Un pariente? ¿Un compatriota? ¿Un correligionario? El doctor, para quedar bien, le preguntó:
—Pero ¿quién es mi prójimo? Jesús le respondió con una parábola:
—Una vez bajaba un hombre por ese camino solitario, de pronunciado desnivel, que desciende de Jerusalén a Jericó. Y al pasar por la zona más abrupta emergieron, nadie sabe de dónde, unos ladrones que, como langostas, cayeron sobre él. Le expoliaron de cuanto llevaba, incluso de la ropa. Lo golpearon salvajemente a golpes y puntapiés y lo dejaron medio muerto a la vera del camino. El desdichado ni siquiera podía moverse. Poco después pasó por el mismo camino un sacerdote, lo miró, pero siguió de largo. Igualmente pasó un levita, y la misma cosa: lo miró y siguió su camino.

Finalmente —continuó el Maestro—, pasó también un hombre de Samaría, que, al contemplar aquel espectáculo de horror, se detuvo, miró detenidamente al herido y una
corriente de compasión se apoderó de sus entrañas; se le acercó, se inclinó sobre el malherido, vertió aceite y vino sobre sus heridas, lo vendó cuidadosamente, con infinita delicadeza lo subió a su jumento y, sosteniéndolo como mejor pudo durante el trayecto, lo condujo a una posada. Allí lo cuidó personalmente durante toda la noche. A la mañana siguiente, debiendo ausentarse, entregó al posadero un par de denarios de plata y le dijo: Mira, por favor, cuídamelo con mucha diligencia, todos los gastos corren por mi cuenta, y a mi regreso todo te lo abonaré puntualmente.

Al acabar la narración, Jesús estaba transido de emoción. La parábola era perfecta. Fue una magistral exposición didáctica para entender, sin necesidad de definiciones, quién es el prójimo.

Por lo demás, la narración encerraba una indisimulada ironía (¿antipatía?) hacia la religión oficial y una manifiesta simpatía por los despreciados herejes-cismáticos de aquel
tiempo: los samaritanos.

Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación, que recordaba el siguiente evento histórico: después de las sucesivas y brillantes victorias de Judas Macabeo, este caudillo tuvo la feliz idea de reconsagrar el templo, que había sido profanado una y otra vez por los Seléucidas.

La fiesta de la Dedicación hacía, pues, referencia a este hecho histórico y se celebraba con gran fervor nacionalista. Jesús, interrumpiendo su errática peregrinación por toda Judea, se hizo presente en la Capital para continuar con su apelación nacional. Era invierno. Ésta es época de
abundantes lluvias y nieve en Jerusalén. Por lo que Jesús, en lugar de actuar en el área exterior del templo, como era su costumbre, se ubicó en esta ocasión en el Pórtico de Salomón. Las altas autoridades no habían perdido de vista ni por un instante al Maestro de Galilea en sus giras apostólicas por las comarcas de Judea; y su presencia en la Capital fue inmediatamente detectada por la policía del templo. Así pues, apenas Jesús pronunció las primeras palabras, los judíos lo acosaron a preguntas: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso?
Suelta de una vez la verdad verdadera: ¿eres o no el Mesías esperado? (Jn 10,24). Al parecer, se trataba de una preocupación obsesiva por parte de los sanedritas, como si trataran de liberarse en esta ansiedad; y parecían sinceros. 

En los repliegues de ese interrogatorio había, sin embargo, serpientes venenosas: si Jesús respondía francamente, tal como ellos deseaban, ya tenían un precioso argumento para acusarlo como agitador político ante los tribunales romanos.

Jesús captó al vuelo el carácter insidioso de la pregunta, y se dispuso a contestarles evasivamente.
— ¡Cuántas veces os lo tengo que decir! En realidad, sois vosotros ciegos y sordos que deambuláis en un país de sombras. ¿Para qué os voy a contestar? Ya os lo he dicho, pero vosotros no me creéis, no queréis creerme.

El silencio —prosiguió— es más fuerte que el fragor de la tempestad; y allí donde nada se oye, allí está la verdad, más alta que las palabras. Vosotros nunca sabréis lo que las olas
susurran a las playas o la brisa a los campos. En cambio, mis ovejas oyen mi voz y me entienden; y aunque ellas estén pastando sobre las rocas grises y elevadas, reconocen
perfectamente no sólo mi voz, sino mis silbos. ¿Saben por qué? Porque son mías, y las conozco por su nombre, y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna; y, aunque soplen las furias por encima de las planicies, nadie las arrebatará de mi mano, porque el Padre me las dio. Y en las profundidades de la eternidad, mi Padre y yo somos unidad augusta: el Padre y yo somos una misma cosa.

Apenas escucharon esta última afirmación, "los judíos cogieron piedras para apedrearlo" (Jn 10,31).

— ¡No hay remedio! —agregó Jesús—. Vuestras tumbas permanecerán cubiertas por la nieve. El resplandor del Padre ha soplado a través de mis huesos y ha dejado sobre el camino señales y marcas, pruebas y obras. ¿Por cuál de ellas me apedreáis?

—No queremos apedrearte —le respondieron ellos— por ninguna obra buena, sino por la blasfemia que acabas de pronunciar: arcilla quebradiza como eres, te equiparas a Dios.

—Los que me sigan —insistió Jesús— no conocerán la tierra del olvido y del vacío; antes bien, cavarán su tumba al pie de un roble secular y sus almas descansarán en las playas
eternas. El árbol de mi corazón está cargado de frutos: vengan todos los hambrientos, coman y sáciense. Mis palabras son como las semillas del pasado arrojadas en los surcos del futuro. En cuanto a mis obras, os digo: las huellas han quedado grabadas sobre las calzadas y las señales
resplandecen en el aire, ¿no las veis? Los hechos son más elocuentes que las palabras y las obras llevan grabada la efigie del Padre, y ellas dan testimonio de mí. Y las obras y el viento esparcirán, noche y día, la noticia de que el Padre está en mí y yo en el Padre.

Cuando escucharon estas últimas palabras "querían prenderlo, pero se les fue de las manos" (Jn 10,39). ¡Una fuga! Grotesca escena: Jesús corriendo entre la multitud, como un delincuente, perseguido por decenas de fanáticos, casi a punto de ser atrapado por las manos asesinas ("se les fue de las manos"), se les escabulló, quién sabe si dejando jirones de su manto entre sus manos..., símbolo trágico del profeta perseguido por su pueblo.

Bajó el Pobre por la calzada descendente que conduce de Jerusalén a Jericó entre cerros resecos y rojizos. El Pobre parecía una sombra solitaria. Su alma navegaba en las aguas saladas y sentía sus entrañas atenazadas por el sobresalto. Durante todo su trayecto fue desgranando uno tras otro los salmos del tiempo de persecución. Ahora más que nunca sentía a su Padre como roca de refugio, fortaleza y consolación.

—Misericordia, Dios mío, que mi alma se refugia en ti. Me cobijo a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad. Se me retuercen dentro las entrañas. Me asalta el temor. Veo en la ciudad violencia y discordia. Estoy echado entre leones devoradores de hombres, sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada. Han tendido una red a mis pasos para que sucumbiera. Me han cavado delante una fosa. Misericordia, Dios mío; mi alma se refugia en ti. Mi oración se dirige hacia ti; que tu fidelidad me sostenga. Alabaré tu nombre con cantos, proclamaré tu grandeza por todas las naciones (salmos 55.57.69). Jesús "se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes bautizando, y se quedó allí. Y muchos allí creyeron en él" (Jn 10,40-42).




EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo VII
Jerusalén:
El Padre y Yo somos una misma cosa



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