miércoles, 8 de marzo de 2017

EN EL BANQUETE DE BODAS

Eso es justamente el Reino: un banquete de bodas, el estallido de una fiesta, la flauta dulce convocando a los aldeanos a la plaza mayor. Se celebra una fiesta de bodas en Cana de Galilea.


Natanael era vecino de este villorrio; y es verosímil que se casara alguno de sus parientes, y que el mismo Natanael hubiera invitado a Jesús y a sus discípulos.

Pero hay otra hipótesis más verosímil: que se tratara de alguna familia muy próxima a María, tanto por razones de parentesco como de amistad. Juan nos transmita este detalle preciso: "La Madre de Jesús estaba allí", expresión que está indicando que, antes de que llegara el Maestro, ya estaba allí su Madre, seguramente ayudando en los preparativos de la fiesta. En todo caso, teniendo en cuenta el interés que ella mostró para que la fiesta acabara satisfactoriamente, podemos deducir que la relación de María con los familiares de alguno de los contrayentes debió ser muy estrecha. ¿O tal vez estaba allí, como allegada, en casa de algún pariente, una vez que hubo quedado sola, alejándose del acoso pertinaz de los familiares, que no la dejaban en paz con sus chismes y preguntas insidiosas sobre el Hijo ausente? Esta hipótesis resulta razonable si tenemos en cuenta que, después de este episodio, el Hijo baja a Cafarnaún con su Madre, y que hay indicios en los textos evangélicos de que, en el grupo de mujeres que acompañaba a Jesús, estuviera la Madre como una discípula más. Sea como fuere, en su primera soledad total, durante la ausencia del Hijo, la Madre debió dar vueltas en su corazón a las circunstancias misteriosas que rodearon a la concepción y nacimiento de este su Hijo, a tantos vislumbres, intuiciones y presentimientos vividos y

almacenados en su corazón.

La Madre y el Hijo se reencontraron después de la larga ausencia. Lo que Jesús describe en la parábola del Hijo pródigo bien pudo haber ocurrido en aquel reencuentro: que la Madre "corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente". Una vez más, como Madre que era, María

debió asomarse, con respeto, pero también con una ansiosa curiosidad, a los ojos de Jesús, y a través de ellos, a sus regiones interiores; pero, una vez más, no encontró allí otra cosa que mundos desconocidos, y ahora más desconocidos que nunca. Tampoco debieron faltar en esta oportunidad comentarios, suposiciones, interpretaciones malévolas por parte de sus parientes, que, con motivo de su larga ausencia, no dejarían de disparar dardos envenenados
contra el Pobre.

El evangelista Juan coloca la escena de las bodas de Cana al comienzo de la vida pública. Juan escribe siempre con una intencionalidad; detrás de cada suceso narrado por él hay un significado, una teología. ¿Cuál habría sido ese significado en el relato de las bodas de Cana?. Había quedado atrás el desierto con sus soledades calcáreas y su misterio. Había quedado atrás el Dios ultrajado y ofendido que, con amenazas, reclamaba expiación. Llegaron los días de la fiesta y de la boda, entre estallidos de risa: los pecadores ya no quedan excluidos de la fiesta, sino que se sientan a la mesa del banquete, comiendo de los primeros frutos de la cosecha. A la sombra de los cedros milenarios florece el Amor. Todo es distinto. Es el reino nuevo que llega. Llegó el día de la siega y de la vendimia, el día de la fiesta y de la danza. Un Padre amoroso ha extendido de extremo a extremo de la sala un blanco lienzo, en el que se puede leer: alegría, amor, tiempo de bodas. Comienza el regocijo.


Y comenzó la fiesta. El esposo, coronado y rodeado "de sus amigos", se ha dirigido a la casa de la esposa. Y desde ella, en un cortejo nupcial en el que participa todo el pueblo, entre

cánticos, aleluyas y hurras, condujo hasta su casa a la novia, coronada también y engalanada con collares y brazaletes.

Y comienza el banquete en medio de una gran algarabía. Se escancian las copas una tras otra. La vida del pueblo, a lo largo del año, era dura, austera, sometida a innumerables

privaciones. Para oportunidades como ésta, sin embargo, se reservaban con ilusión los mejores vinos, quesos de cabra, aceitunas, nueces, higos secos, dátiles, miel silvestre,
redondos panecillos recién horneados... Y todo el mundo daba rienda suelta a sus apetitos, comían y bebían sin moderación. Suenan brindis espontáneos, se improvisan discursos de congratulación con votos de felicidad para los nuevos esposos. Se canta, se vocifera, se baila.

Van pasando las horas sin sentirlo. Jesús se siente feliz, en medio de un pueblo feliz. Después de tantas jornadas de áspera soledad y riguroso ayuno, le parecía estar en el banquete del reino.


En medio de la euforia y enajenación generalizadas, había una persona que, ajena a todo ese barullo, estaba muy atenta a todos los detalles de la fiesta. Era la Madre. Solícita, vigilante, previsora, había seguido atentamente el desarrollo del banquete; y ya sobre el final, cuando todos los comensales estaban satisfechos y danzaban alegremente, la Madre se percató, no sin sobresalto, que faltaba el vino. Para aquellos aldeanos esta falla era casi una tragedia.


Entendemos que en esta escena está plenamente reflejada la personalidad de la Madre; y, a partir de este momento, el personaje central, para nosotros, es Ella.


Ya la conocemos: es una mujer silenciosa, interiorizada, pero de ninguna manera introvertida ni ajena a todo lo que sucede en su derredor; sino que, muy por el contrario, y en un contraste de personalidad, es como un radar sensible que detecta cuanto se mueve a su alrededor. Mientras los demás comen, beben y danzan despreocupados, ella está atenta y

preocupada de que todo termine satisfactoriamente.

Y así, la Madre observa una grave falla, podríamos decir: una terrible noticia; pero, en lugar de asustarse y ponerse nerviosa, permanece en un discreto silencio. A un mujer sin una madurez excepcional en situaciones como ésta, le traicionan los nervios, se deja arrastrar por la emotividad, se desahoga, comenta, se desborda. Si en una situación tan comprometida para ella misma, la Madre es capaz de controlarse y permanecer en silencio, es señal de que

estamos ante una real señora de sí misma.

Por otro lado, delicadeza extrema la suya: lo lógico hubiera sido comunicar la noticia al responsable de la fiesta; pero prefirió ahorrarle un mal momento, no comunicándole la mala noticia, y tomando ella misma la iniciativa, y por una vía directa y audaz, tratar de solucionar silenciosamente el problema.


Había prisa. Era necesario proceder con rapidez. En un instante, el tiempo de un relámpago, caravanas de impresiones y contrastes cabalgaron por su interior. Se oían voces que venían desde lejos, dulces, serenas, eternas: "Será grande, será llamado Hijo del Altísimo".


Al mismo tiempo, superponiéndose, ascendían otras voces desde las profundidades: "No tentarás al Señor, tu Dios".

Por un lado, emergía, como una ventolera, un impulso imperioso por solucionar la falla; por el otro, la duda y una sensación de temeridad, arreciando en confuso tropel.

Encaramándose por encima de tantos vientos contrarios, la Madre, con un admirable control de sus nervios, avanzó serenamente hacia su Hijo, y tocándole suavemente en el hombro, con la mayor naturalidad le susurró suavemente al oído: "No tienen vino". Se trataba simplemente de una información, concisa, humilde, sin afectación, sin pretensiones. Pero en el fondo último de esa información latía, humildísima, una petición: soluciona este problema, por favor.


El Hijo lo entendió muy bien. Pero su reacción pareció extraña y lejana, como una salida de tono: "¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2,4). Por mucho que se quiera paliar, la dureza de la respuesta es insoslayable, según los mejores intérpretes. No obstante, si el episodio hubiera sido poco edificante, el evangelista no lo habría consignado. Nosotros sabemos que no hubo aquí conflicto relacional, sino una particular

pedagogía, por parte de Jesús, que encierra una profunda enseñanza, y que no podemos entrar a detallar aquí. Sí nos interesa, en cambio, seguir contemplando a la Madre, que
adquiere en este relato alturas estelares. Veamos.

En el contexto que acabamos de describir, ante aquellas ásperas palabras, cualquier mujer hubiera reaccionado con un estallido de palabras, con una explosión de llanto, a causa del amor propio herido. Hubiera sido una reacción normal. Pero no fue ésa la reacción de la Madre. También podría haber quedado dolorida, pero en silencio, un silencio resentido. No fue así. Igualmente, una mujer humilde podría haber permanecido callada, pero sin amargura, retirándose silenciosamente del escenario pidiendo disculpas. Habría sido una reacción gloriosa. Pero tampoco fue así.


¿Qué fue, pues? Si el evangelista no nos lo dijera, no lo hubiéramos podido imaginar. Fue una reacción increíblemente positiva: como si nada hubiera sucedido, como si acabaran de entregarle un ramo de rosas, permaneció serenamente en el escenario, llamó a los empleados que servían las mesas, les habló maravillas de aquel Hijo que acababa de hacerle tal desplante, les rogó que estuvieran atentos a él para cumplir de inmediato sus órdenes... Sencillamente, el corazón de esta mujer estaba muerto al amor propio; era como un leño seco que permanece insensible, inmutable, a los golpes de hacha. No había en el mundo emergencias dolorosas o situaciones imprevisibles que pudieran desmoronar la estabilidad psíquica de un Pobre de Dios como María. Una Pobre de Dios es invencible.


El Hijo debió quedar profundamente conmovido por el calado insondable de la humildad del corazón de la Pobre de Nazaret; y realizó su primer "signo", motivado, sin duda, por la humildad y la firmeza de la fe de su Madre. Y los comensales pudieron solazarse, al final del banquete, con el "mejor vino".





EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo II
Los primeros pasos:
En el banquete de bodas



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