martes, 14 de marzo de 2017

EN LAS AGUAS PROFUNDAS

Ahora es cuando el Pobre inicia propiamente su descenso en la gran tribulación. Hasta ese momento, como lo hemos visto, su peregrinación había sido también una travesía por las aguas saladas; pero ahora se trataba de un descenso vertical en las vertientes más hondas de la aflicción. 

Todos los que han agonizado sobre la tierra desde los orígenes del mundo aquí convergirán en este atroz mediodía, y también en este vértice confluirán las infinitas agonías que tendrán lugar hasta el fin del mundo sobre los incontables horizontes.

Sólo en el momento en que el Procurador fijaba en una tablilla (titulus) el motivo de la ejecución, la sentencia adquiría validez oficial y se pasaba a los archivos, al mismo tiempo que se enviaba una notificación al Emperador de Roma. Una vez dictada la sentencia, la ejecución del reo se llevaba a cabo con la máxima celeridad, porque el palo vertical de la cruz (supes) ya estaba clavado en el lugar de la
crucifixión y el travesaño horizontal (patibulum) era un simple madero, fácil de conseguir en cualquier lugar. Se destacaba un pequeño pelotón de soldados, comandado por un centurión, y en pocos minutos el sentenciado estaba en camino del lugar destinado para la ejecución.

Salió, pues, el doliente cortejo desde la Torre Antonia, aproximadamente al mediodía. Atravesó las tortuosas calles de la capital, repletas de gente a causa de las festividades
pascuales. Por lo demás, se hacía transitar al fúnebre cortejo por las calles más concurridas, para darle la máxima publicidad y con el fin de que sirviera como escarmiento. 

Como era habitual, no debieron faltar burlas e insultos contra el Pobre de Nazaret, que caminaba, al igual que los demás condenados, cargando sobre sus hombros el palo transversal (patibulum) y con la tablilla (titulus), donde estaba escrita la causa de su condena, colgada al cuello.

Jesús debía estar sumamente debilitado a causa de todas las torturas que había padecido, y en especial por la lacerante carnicería y la abundante hemorragia de la flagelación. Por lo que debía sentirse casi exánime, caminando vacilante y tambaleando bajo el peso del madero. Era, pues, posible que desfalleciera en el camino, peligrando así la ejecución.

Previendo que tal cosa pudiera suceder, el centurión, responsable ante la ley de la ejecución de la sentencia, obligó a un hombre que se cruzó con el cortejo, llamado Simón, a cargar el patibulum unos cientos de metros. Probablemente Simón no conocía a Jesús acaso ni de
nombre. Pero algo sorprendente y misterioso debió sucederle al Cireneo en ese día o tal vez más tarde: el hecho es que dos de sus hijos, Alejandro y Rufo, pocos años después eran figuras destacadas en la comunidad cristiana de Roma (Mc 15,21).

El Pobre de Nazaret tenía motivos más que suficientes para caminar por su vía dolorosa volcado sobre sí mismo, removiendo todas sus heridas, rumiando su fracaso, maldiciendo de la ingratitud humana. No fue así, sin embargo. Muy por el contrario, caminaba olvidado de sí
mismo, atento y sensible a cuanto sucedía a su alrededor. Y así pudo distinguir entre la indiferente multitud a un grupo de mujeres que lloraban desconsoladamente, lamentando la
suerte de su Maestro. Debían ser algunas de las "muchas mujeres" (Mt 27,55) que algunas horas más tarde encontraremos en el Calvario de pie, a una prudente distancia aquellas mujeres que lo habían acompañado desde Galilea y le habían servido con sus bienes (Lc 23,49;
Mc 15,40; Jn 19,25).

En la situación en que Jesús se encontraba —debilitado al extremo, con la vista perdida en la niebla, obligado a estar atento a sí mismo para no desmoronarse— se mostró tan atento y cortés, tan indiferente a sí mismo y sensible con los demás, que se detuvo y, mirando a aquellas mujeres con infinita ternura, les entregó unas palabras de consolación eterna: —Hijas de Sión, vuestras lágrimas serán perlas engarzadas en las láminas de la historia. No lloréis por mí; mi peregrinación acaba ahí mismo, al término de esta calle. Pero nunca cesará el desfile de los hijos sin madre que cruzarán solitariamente las calles de le orfandad en el silencio de las noches. Reservad para ellos la mirada vigilante y las manos pacientes, el calor y las lágrimas. La
luz del día danza en las colinas, pero la ternura de mi Padre duerme en el corazón de las madres. Y reservad también un poco de ternura para vosotras mismas.

Al llegar al lugar de la calavera, de donde proviene el nombre de Calvario, que no era un monte, sino un pequeño promontorio redondo y rocoso, situado cerca de las murallas y próximo a una de las puertas de la ciudad, el Pobre fue despojado de sus vestiduras: la exterior o manto y la interior o túnica, que pasarían a ser propiedad de los soldados a quienes les tocaran en suerte. Luego fue tendido en el suelo, extendiéndole sus brazos sobre el madero transversal, clavándolos al mismo, no a través de las manos, sino de las muñecas, entre los huesos del antebrazo, fijándolos así al madero. A continuación, con un sufrimiento imposible de ponderar, se izaba el cuerpo hasta ajustar el madero transversal al vertical, en una operación tan cruel y denigrante como cuando un animal degollado y eviscerado es colgado de un gancho en el matadero. Una vez que se sujetaba el patibulum (horizontal) sobre el stipes (vertical), se atravesaban los pies con clavos en el juego que hacen los huesos de los tobillos.

El escritor se resiste a cargar las tintas sobre los aspectos más truculentos de la crucifixión, cosa no infrecuente en cierta literatura religiosa del pasado. No obstante, habría
que decir aquí que, aunque derramáramos toda la tinta del mundo, la realidad del Calvario fue mucho más negra.

La cruz no fue un árbol esbelto de elegantes líneas geométricas, sino más bien baja, de tal manera que los pies del crucificado casi rozaban el suelo. Normalmente, los crucificados morían asfixiados, que, sin duda, es la muerte más exasperante. Al no poder respirar, los crucificados se convulsionaban con terribles espasmos, violenta agitación de la caja torácica, angustiosamente abierta la boca y con los ojos desorbitados. Esta agitación del tórax repercutía en las heridas de las manos, que se desgarraban, aumentando el dolor hasta el paroxismo. Rápidamente, el cuerpo se ennegrecía a causa de los coágulos de sangre y de los insectos que acudían a cebarse en ella; y no pocas veces las aves de rapiña se congregaban en torno a los crucificados, dando a la escena un aspecto fantasmal, que no causaba lástima, sino espanto y repulsión, o, más exactamente,
horror.

Hemos llegado al gran momento en que el Pobre tocará el fondo de la nada. Pronto el silencio y la soledad alcanzarán la profundidad máxima, y por eso mismo la disponibilidad del
Pobre para con el Padre y los hermanos será suprema, transformándose él mismo en la cruz en el Gran Servidor, el Siervo de Dios por antonomasia.

La pérdida total de sangre privó de agua al cuerpo de Jesús, y como efecto de esta aguda deshidratación, el Pobre sufrió una sed intensa, como un fuego abrasador que devoraba no
sólo su boca y su garganta, sino todo su organismo. Por otro lado, las profusas hemorragias le provocaron una fiebre altísima, que, a su vez, derivaba por momentos en confusión mental y delirio y aun, en alguna medida, pérdida de conciencia.

En suma, el dolor físico alcanzaba en muchos crucificados un estado paroxístico, llegando al límite al que es capaz de llegar la resistencia humana, de tal manera que normalmente el crucificado se desahogaba a gritos, enloquecía de dolor o perdía el conocimiento. Para no estallar de dolor, el Pobre de Nazaret se agarró firmemente de las manos del Padre, y desde lo hondo de su alma brotó una oración de ofrenda y alabanza. ¡Difícil imaginar mejor anestesia!

Desde las profundidades del alma asciende mi clamor hacia ti, Padre de ternura. He bajado hasta las aguas profundas, y estoy ahogándome. Levanto los ojos, y no veo nada. Estoy
hundido en lo hondo del barro, y sólo sombras rodean mis fronteras. ¿Cómo salir de aquí?. Dame la mano, Padre mío. Aunque desfallezco de dolor, no quiero que el dolor ocupe el centro de mi alma. No quiero ser, Padre mío, un espectador compasivo de mis propias heridas y fracasos. No quiero gritar, planeando como ave de presa en círculos concéntricos en torno a mis desdichas, como si mi existencia fuese el centro del mundo, como si no existieran más valores e intereses que los míos. No quiero que este horrible dolor me repliegue sobre mí mismo, sino que me haga salir como en una aurora pascual y en una apertura solidaria hacia los hermanos que me has dado. Quiero, Padre amado, en esta tarde, precisamente cuando el dolor y la muerte me derrotan aparentemente, establecer un reinado de liberación sobre el
dolor y la muerte misma.

Oh Padre de ternura: en esta tarde tomo en mis manos este cáliz amargo y lo deposito amorosamente en tus manos como prenda de amor y precio de rescate. Asumo el dolor de la humanidad entera en mi propio dolor. Asumo el asesinato de millares de seres inocentes en mi propio asesinato. Quiero cargar con las infinitas injusticias y atropellos de la humanidad en mi propio ajusticiamiento. En mi agonía agonizarán los moribundos de todos los siglos. Quiero que en esta tarde, Padre amoroso, el inmenso cúmulo del sufrimiento humano, una vez transformado en amor en mi dolor, tenga sentido de redención y valor de expiación y así el dolor sea santificado para siempre. En suma, quiero que en esta tarde el dolor y el amor se abracen como el crepúsculo y la aurora, y sea la redención un árbol de fronteras abiertas que, con su sombra, cubra a la humanidad entera; quiero empujar a la humanidad hacia un hogar
desconocido, librar a los cansados pies de las pesadas cadenas y echar a rodar un amor que no posee ni es poseído.

Me expulsan de la vida, Padre mío, porque no quise entrar en el círculo de sus esquemas y sistemas, porque tú, Padre mío, me enviaste para establecer otros mundos en otras órbitas. Tenía que acabar de esta manera como consecuencia de mi fidelidad a tu plan de salvación, y así mi muerte será consecuente con mi vida. En tu nombre he escandalizado, en tu nombre he sido rebelde y desobediente contra los que me censuraban en tu nombre y en tu nombre me condenaban como blasfemo. Por ser fiel a ti entré en conflicto con las autoridades, y aquí estoy para cumplir tu voluntad. Por obedecerte, Padre mío, me levantaron altas olas que me han empujado al vértice de esta cruz. El reino que no he conseguido instaurar lo dejo en tus manos; sé que eres capaz de erigirlo sobre los escombros de mi vida. Aunque no vea las cartas, confío en ti: mi dolor y mi muerte serán el mayor servicio en favor de mis hermanos y mi mejor
homenaje de amor hacia ti.

Padre de ternura, acogí a los pecadores y a los abandonados, compartí sin escrúpulos su mesa y su condición de marginales, les mostré tu nuevo rostro de Padre amoroso que acoge a los que están perdidos y no excluye a nadie; les rebelé que el Reino es bienaventuranza para los pobres y acogida para los pecadores; y esta muerte, que es consecuencia de mi vida, la deposito en tus manos como ofrenda de amor y redención por los pecadores. Arrastro conmigo la pobreza y el pecado del mundo a la nada en que estoy convertido. Con la ofrenda de mi existencia comparto la suerte de los pobres y me solidarizo con la situación de los marginados en que se hallan, como yo ahora, los excluidos de la sociedad.

La sangre derramada, la muerte del profeta rechazado y asesinado por los
representantes de Dios, la deposito en tus manos, Padre de amor. Llega ya para los humildes el
día de la vendimia; por las rutas oscuras de la noche avanza la aurora, y en las entrañas mismas
de la muerte ya brota y crece, erecto como un ciprés, el árbol de la resurrección.

Jesús moría en plena juventud. La muerte exhibe su rostro escandaloso y traumático cuando arranca violentamente de la vida a un hombre joven abierto a los proyectos de la vida.
Éste era el caso de Jesús: la muerte le cercenaba las más amables razones para vivir: la gratitud de los humildes, el afecto de los discípulos, el calor de las multitudes, la felicidad de hacer felices a los demás. Todo quedaba ahora segado, y esto para un hombre temperamentalmente
sensible como Jesús debió resultarle especialmente doloroso.

Contemplando el panorama de su vida desde el mirador del Calvario, Jesús no podía constatar resultados tan brillantes como para sentirse satisfecho en esa hora. La evangelización de Galilea acabó, como ya lo hemos dicho, en un fracaso. La interpelación a todo el pueblo de Israel desde la Capital en sus últimos días naufragó también entre las ruinas de un descalabro. El único resultado —bien magro, por cierto— de sus esfuerzos era ese pequeño grupo de discípulos, cuya dispersión acababa de presenciar: uno le traicionó, otro renegó de él y los demás, "todos, abandonándolo, huyeron". A la hora de enfrentarse con su
muerte, Jesús tenía sobrados motivos para sentirse un fracasado.

Lo que nunca sucede sucedió esta vez: que los que jamás se sientan a la misma mesa lo hicieron en esta oportunidad: Israel y Roma, Herodes y Pilatos, el pueblo y las autoridades. Y se sentaron para decidir el destino de este hombre y para concluir que no merecía vivir, que debía ser expulsado de la tierra de los vivientes.

A Juan lo había mandado matar Herodes, nimbando de esa manera su final con la aureola del martirio. A Jesús, en cambio, lo llevaron a la muerte los representantes oficiales de Dios. Juan murió por una promesa frívola en el delirio de una danza erótica; Jesús, en cambio, es juzgado, condenado y ejecutado como blasfemo y sacrílego, por un lado, y, por otro, como subversivo y sedicioso. Mirando desde la perspectiva de este atardecer no encontramos el más
mínimo motivo para atribuirle a Jesús el título de mártir o héroe. Simplemente fue ejecutado ignominiosamente.

De quienes presenciaron aquel espectáculo de horror, sólo un pequeño grupo de mujeres lloraba a lo lejos, lo que, por cierto, no le aportaba a Jesús ningún alivio. Entre los demás, muchos estaban satisfechos y felices, y la mayoría, indiferentes. El Pobre de Nazaret estaba enfrentando su muerte en medio de una aterradora soledad. En la prensa moderna, la noticia del ajusticiamiento del Nazareno habría aparecido en las páginas interiores de los periódicos en unas pocas líneas, como una noticia irrelevante.

Jesús fue ejecutado fuera de las murallas. Era un excomulgado de toda comunidad y de toda patria; era un maldito, según la expresión bíblica (Dt 21,23). Convergían tales circunstancias en la caída del profeta que su desenlace final tiene el aire de un colapso, de un universo general que, entre ruinas y llamas, se desploma y se hunde en el vacío y la nada. Para expresar este derrumbamiento, la expresión más adecuada nos parece la siguiente, entendida en su sentido figurado: descendió a los infiernos, bajó al infierno
del horror, tocó el fondo mismo de la nada.

Nosotros hemos denominado a Jesús (y titulado este libro) con la expresión Pobre, el Pobre de Nazaret. Aquí, en la cruz, el Pobre adquirirá su altura más encumbrada, como
también su profundidad más aterradora, en la que la nada sería su calificación más exacta y su definición. El vacío, que en este momento será absoluto, dejará un espacio infinito para que Aquel que es el Bien Total lo llene infinitamente. Misteriosa e inesperadamente, aquí se implantará para siempre el Reino de Dios: donde está la Nada allí está el Todo.

El crucificado iba sumergiéndose en las vastas soledades de la agonía, y en su entorno comenzó de improviso a declinar la luz solar, y las tinieblas comenzaron a extenderse sobre la
faz de la tierra (Mt 27,45). En medio de esta oscuridad cósmica, el Pobre de Dios fue sumergiéndose en otra tiniebla interior, densa y desolada, en cuyas corrientes se sentía ahogar.

Debido a su posición corporal en la cruz, ningún músculo descansaba. Y así al dolor físico se agregaba una indecible fatiga muscular. Iba perdiendo incesantemente la exigua capacidad de resistencia que le quedaba, y las últimas gotas de sangre. A fuerza de sufrir, la capacidad de sufrimiento de Jesús se fue embotando cada vez más, entrando en un oscuro enervamiento general, los ojos se le llenaron de niebla y, a causa de la altísima fiebre, su mente comenzó a
entrar en una nube confusa.

Hundido en este tenebroso océano, el Pobre de Dios fue entrando en la noche más desolada de su vida: —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué fue?
¿Desconcierto ante el silencio de Dios? ¿Una repentina noche oscura del espíritu?
Hasta ese momento, el Pobre de Dios había logrado mantenerse en una gran estabilidad y serenidad de espíritu. Pero las circunstancias descritas lo arrastraron a un estado de desconcierto y confusión. ¿Cómo calificarlo? ¿Dónde encasillarlo? ¿Se trataba de un espanto súbito frente al abismo? Probablemente, la razón última de esa profunda crisis fue la experiencia de una soledad total, una soledad desolada: ¿Por qué me has abandonado?

Todos los luceros se apagaron en el firmamento del Pobre. Nada se ve, nada se oye, nadie respira en torno suyo. La desolación extendió sus alas grises de un extremo a otro del
páramo infinito. Como aves de rapiña, la ausencia, el vacío, la confusión, el silencio, la oscuridad se abatieron sobre el alma de Jesús: ¿Por qué me has abandonado?

Estamos en alta mar, y las olas golpean por todas partes. La galerna lo arrastra todo hasta el abismo final, en un torbellino absurdo y contradictorio. Únicamente el silencio es su visitante, y el polvo que arrastra el viento. Todo se desvanece, igual que cuando el sol muere en el crepúsculo. ¿No habría levantado el Pobre su castillo sobre las cenizas? Parecía cabalgar sobre un trono de niebla entre el cielo y la tierra. ¿No serían sus sueños como altas torres levantadas por la fantasía y demolidas por la realidad? ¿No estaría toda su vida tejida con la espuma del mar? ¿Por qué me has abandonado?. Los injustos juzgaron injustamente al Justo, y lo condenaron a muerte. Eso era normal. Pero en el momento oportuno, el Padre daría la cara, apostaría por el Hijo e inclinaría definitivamente la balanza en favor del Hijo ante la faz de la tierra, y el mundo entero sabría a favor de quién estaba Dios. Pero no sucedió así; llegada la hora exacta, el momento preciso, nadie dio la cara por el Hijo. 
Entonces, ¿también el Padre desautorizaba la vida y obra de
Jesús? ¿También el Padre lo abandonaba en el momento supremo, sentándose, como un cómplice, a la mesa junto a Caifás y Pilatos? ¿Sería su muerte una desautorización pública y solemne por parte del Padre de la vida y obra de Jesús? ¿También el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado? ¿Habría desaparecido Dios, tornándose en distancia sideral, vacío cósmico, vapor de agua? ¿Por qué me has abandonado?.

Como en todo juicio, siempre hay un último recurso, la última instancia, la apelación al tribunal de Dios. Pero todo estaba indicando que el Padre había abandonado definitivamente
la causa del Hijo y se había pasado al bando contrario, exigiendo su ejecución y permitiendo que la muerte prevaleciera sobre el profeta. El veredicto parecía irrecusable.

Y entonces, ¿a quién recurrir? Todas las fronteras y todos los horizontes estaban clausurados. ¿De manera que el Padre y la razón estaban definitivamente en contra del Hijo?
Entonces, ¿él había sido un entrometido y no un enviado? ¿Un soñador? ¿Todo no habría sido más que un delirio de grandeza? ¿Todo se desvanecería finalmente en una alucinación surrealista?

El Pobre de Nazaret, más pobre ahora que nunca, flotaba sobre los abismos infinitos como un náufrago solitario. 
¿A dónde agarrarse? Nada bajo sus pies, nada sobre su cabeza. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Era el silencio de Dios que había caído sobre su alma con la presión de mil atmósferas (cf. Muéstrame tu rostro, pp. 67-70).

Sin embargo, la crisis que Jesús había vivido hasta ese momento no era sino una sensación. Pero una cosa es sentir y otra saber; una cosa es la emoción y otra la certeza. La
sensación es engañosa, la certeza es infalible.

La conciencia de su identidad emergió desde las brumas oscuras, y poco a poco fue tomando posesión completa de la esfera vital del Pobre de Nazaret; y en su alma se libró la
última batalla, la del saber contra el sentir. Nunca estuvo Jesús tan magnífico como en este último momento de su vida.

Fue como si dijera: —Padre mío, acabo de atravesar por las corrientes del desconcierto. Vengo saliendo de las olas confusas, desde tenebrosos precipicios. Me destrozaron la flor de la certeza y me dieron a beber un vino amargo, un vino inebriante. He esparcido mis clamores a los vientos del desierto, y estoy saliendo de un reino desolado, cuyos únicos moradores son las serpientes.

Pero todo pasó, Padre mío. La batalla llegó a su término, el drama está consumado. La pesadilla que acabo de sufrir no ha sido más que una horrible sensación. Pero lo que importa
no es sentir, sino saber. Y ahora una dichosa certidumbre ha comenzado a inundar de alegría mi yo último. Como contraste, y contra todos los espejismos y sensaciones, en el centro de mi alma se levanta la certeza como una espada recta y brillante: Yo sé, Padre mío, yo sé que estás aquí, ahora, conmigo. Y "en tus manos entrego mi vida" (Lc 23,46).

Al ofrendar su vida en el instante del supremo derrumbamiento, el Pobre creyó y confió en el Padre a ciegas, sin tener las cartas a la vista, extendiéndole un cheque en blanco.

Fue como si el Padre, desde una sima profundísima, le hubiera gritado: ¡Hijo mío, aquí estoy! ¡Salta! Y el Hijo, sin un asomo de duda, dio el salto mortal, y cayó y despertó en los
brazos del Padre. ¡Fue un final de gloria!. Respetando el rumbo natural de la historia, el Padre no quiso intervenir en el curso de los acontecimientos para evitar la crucifixión y la muerte del Hijo.

Pero —digámoslo en un lenguaje humano— el Padre quedó conmovido por la fidelidad del Hijo, fidelidad expresada en una serie de circunstancias: cuando todo le decía que no, el
Hijo dijo sí; cuando tenía más razones para no creer que para creer, el Hijo asintió obsequiosamente; cuando disponía de abrumadores motivos para pensar que bien podía haber sido víctima de una alucinación, el Hijo, sin ver las cartas, mantuvo su apuesta a favor del Padre hasta las últimas consecuencias y contra todas las apariencias.

Conmovido, pues, el Padre por esta fidelidad del Hijo, trastorna las leyes de la muerte, rescata al Hijo de sus garras y le otorga el señorío, la resurrección y la inmortalidad, dándole un nombre-sobre-todo-nombre, ante el que el mundo entero doblará las rodillas, proclamando hasta el fin del mundo que Jesucristo es el Señor. ¡Grandioso desenlace del drama!. Superada la última crisis y alcanzada la victoria final, el Pobre de Nazaret dio una gran voz, al parecer, un grito desarticulado y desgarrador, inclinó la cabeza y murió.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo VIII
Consumación:
En las aguas profundas



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