domingo, 19 de marzo de 2017

JESUS SE ABANDONA

Si entramos dentro de Jesús, bajamos hasta los cimientos
de su persona y exploramos allá los impulsos que dan
origen a sus inclinaciones y aspiraciones, a sus intenciones y
deseos, y, sobre todo, si nos ponemos a buscar el resorte
secreto que nos explique tanta grandeza moral, no encontraremos otra cosa sino el abandono, cumplir la voluntad de su Padre.


Esta es su alimentación y respiración. La voluntad del Padre sostiene y da sentido a su vida. Vivió como un niño pequeño y feliz, llevado por los brazos de su Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad. Lo quiero, Dios mío, y tu ley la llevo en mis entrañas» (Sal 39).

Más tarde veremos cómo esta actitud incondicional de

abandono origina esa energía, alegría y seguridad con los que lo vemos vivir y actuar. También habremos de ver que este mismo abandono enriqueció poderosamente su personalidad, haciéndolo un testigo insobornable de Dios, lleno de grandeza y valentía. El abandono, en fin, es la actitud espiritual original del Evangelio.

Una ofrenda


Para Jesús, abandonarse significó salirse de su propio interés y entregarse al Otro, posando confiadamente su cabeza y su vida toda en las manos de su querido Padre.

El acto de abandono es, pues, una transmisión de dominio,
un dar el «yo» a un «tú». Es un gesto «activo» porque hay una ofrenda total de la propia voluntad a la voluntad del ser querido.

No se trata, pues, de meterse con resignación en la marcha
fatal de los acontecimientos. Abandonarse es entregarse con amor a Alguien que me quiere y lo quiero, y porque lo quiero, me entrego.

La reflexión teológica de la primera comunidad cristiana
imaginó de esta manera el destino histórico de Jesús: al entrar en este mundo, el Señor se encontró con un solemne
arco de entrada. Y sobre el frontispicio de ese arco estaban
escritas, como una declaración de principios que resumía el
sentido de su vida, estas palabras:

«He aquí que vengo, oh mi Dios,
para cumplir tu voluntad» (Heb 10,7).

La primera generación cristiana veía en Jesús eminentemente al Siervo de Dios, aquel pobre de Dios metido de lleno en la espiritualidad de los anawim, aquellos que no preguntan ni cuestionan ni resisten ni se quejan, sino que se abandonan, en silencio y paz, a los designios del Señor según se van manifestando en los hechos de la historia. Según aquella declaración, Jesús no vino principalmente para evangelizar, ni siquiera para redimir, sino para dar cabal cumplimiento a la voluntad del Padre. Al renunciar a su voluntad para asumir la voluntad del Padre, Jesús se liberaba de sí mismo. Al quedar liberado de sí mismo, era constituido Libertador.

Soy Siervo porque «no puedo hacer nada por mi propia
voluntad» (Jn 5,30). No soy un líder. Soy un Enviado. No
puedo tomar iniciativas arriesgadas. No soy un profeta ni
un mensajero, ni siquiera un redentor; soy simplemente un
Hijo sumiso y obediente; soy un «alerta», una «atención»
abierta permanentemente a lo que desea mi Padre porque
solamente para eso he sido enviado (Jn 6,38).

El Padre me quiere tanto porque cumplo su voluntad 4C2
(Jn 10,17). He aquí el misterio completo de esa relación
única entre el Hijo y el Padre: existe entre los dos una
concordancia total de voluntades porque se aman tanto; y
se aman tanto porque existe esa concordancia de voluntades.

En una palabra: el amor oblativo y el amor emotivo convergen y se identifican. «Y ligados por el vínculo de una única voluntad, los dos viven recíprocamente el amor y la ternura no solamente en la dulzura de la intimidad sino también en los momentos de espanto y pánico (Mt 26,37). Y así, la dulce palabra Abbá (oh querido Papá) fue repetida desgarradoramente en el monte de los olivos, en la noche de la gran prueba, en un momento de terror y náusea: «Abbá, todo es posible para ti; por favor, aparta de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieras tú» (Me 14,36).

Según una escuela de cristología, el trato de Jesús con su
Padre se desenvolvía en estado de alta emocionalidad. Ello
resulta evidente si nos atenemos a los textos evangélicos y
a la estructura de personalidad del mismo Jesús. Nunca me
cansaré de repetirlo: la capacidad oblativa de un creyente está en proporción a su capacidad emotiva cuando ésta es canalizada debidamente. Francisco de Asís se despojó hasta el vacío total para poder amar a todo el mundo por estar constituido de una gran capacidad emotiva que la orientó admirablemente.

Si Jesús asumió heroicamente la voluntad paterna fue debido a aquella corriente de cariño que circulaba entre los dos.

Maestro, come algo porque seguramente tienes hambre.
Es verdad que tengo hambre; pero tengo también un alimento diferente que vosotros no podréis adivinar. Mi pan de cada día es la voluntad de mi Padre (Jn 4,34). Ese pan
sostiene mi vida.

Y esa voluntad se manifiesta en los pequeños detalles de
cada día. Y hoy, Jesús asiste con toda naturalidad a una fiesta de boda. Allá alterna con la gente sencilla y comparte la alegría de todos. Al día siguiente va caminando hacia Cafarnaúm durante todo el día. A lo largo del camino ayuda
a los pescadores, alterna con los publícanos, perdona a la
pecadora, se divierte con los niños. Hoy se preocupa de los
que tienen hambre en el estómago. Mañana se preocupará
de los que tienen hambre en el corazón. Siempre tranquilo,
confiado, incansable, completamente entregado en las manos amantes y amadas de su Padre. Jesús es un Hijo feliz. Soy libre porque estoy disponible. ¡Hágase tu santa voluntad en los cielos, en la tierra y en todas las latitudes! ¡Glorifica tu Nombre, oh Padre!

Soy un simple enviado. El agricultor, que es mi Padre, me dio un encargo: Hijo mío, siembra. Cumpliendo su encargo,
derramé a voleo semilla abundante por todas las tierras.

Pero, ¿sabéis lo que sucedió? Lo de siempre: una parte de la semilla cayó sobre los caminos pelados, vinieron los
gorriones y se la limpiaron. A esto llaman, vulgarmente,
tiempo perdido. Se le llama también fracaso, al menos, fracaso parcial. Pero en mi caso no corre esa palabra porque el Padre no me dijo «hijo mío, tráeme a la Casa una cosecha
espléndida», sino que me dijo «siembra». Ya cumplí su voluntad. El resultado —la cosecha— depende de El.

Otra parte de la simiente derramada cayó en terreno pedregoso. Nació el trigo. Pero la furia del sol y las malas
hierbas acabaron con el trigo recién nacido. ¿Fracaso? El
incremento y el resultado dependen del Padre. Yo estoy en
paz porque he cumplido su voluntad: sembrar. No existe fracaso para quien se abandona.

Mañana vendrán los colaboradores a decirme:
—¡Cuidado, sembrador! Anoche llegaron tus enemigos,
vestidos de sombras nocturnas, sembraron la cizaña en medio del trigo y desaparecieron entre las tinieblas. Ahora brotará la cizaña que acabará con el trigo. ¿Quieres que arranquemos la cizaña antes de que sea tarde?
—Vamos despacio, amigos. Si mi Padre quiere ser consecuente consigo mismo: si colocó la libertad, como espada de doble filo, en el corazón del hombre, espada que puede generar vida o muerte, y si el Padre quiere respetar su propia criatura, yo no puedo tomar iniciativas en esto. Son
asuntos del Padre. Dejad la cizaña en medio del trigal. En
el día final el Padre pondrá todo en orden. «Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta..., porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30).

«Para Jesús, Dios no es objeto de pensamiento especulativo. Dios no es para El ni un ente metafísico ni la
fuerza cósmica ni la ley del universo, sino la voluntad
personal, voluntad santa y llena de gracia.

De Dios habla Jesús sólo en cuanto Dios emplaza la
voluntad del hombre y determina su existencia presente por su mandamiento, su juicio, su gracia.

Así, pues, el Dios lejano es para El a la vez el cercano, por cuanto el hombre llega a aprehender su realidad, no saliéndose de su realidad concreta sino, por el contrario, volviéndose hacia ella...

Lo que Jesús aporta es el mensaje del inminente reino de Dios y de la voluntad de Dios. Habla de Dios hablando del hombre, y haciéndole ver al hombre que está en la última hora, en trance de decisión, que su voluntad está emplazada por Dios».

Cuando los discípulos que habían ido para preparar el alojamiento fueron expulsados de Samaría, al instante se irguió la muralla roja de la resistencia, exigiendo venganza
y fuego. No sabéis lo que decís. No es el espíritu de mi Padre quien habla por vuestra boca, sino el espíritu maligno
del Rencor. No vine a destruir sino a construir. Si mi Padre
permite la resistencia de Samaría, nosotros no podremos sacar la espada de la venganza. ¿Resistir? No. Abandonarnos (Le 9,55). 

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...! Jesús
se quiebra emocionalmente (Mt 23,27). Tal como aparece en
los evangelios, Jesús es el hombre que no tiene la más mínima consideración consigo mismo y es incapaz de compadecerse de sí mismo. Esencialmente es un pobre de corazón: no tiene intereses personales ni rinde culto a su propia imagen. Por eso fue libre, temerariamente libre. Por eso también procedió siempre sin tino «político» y jamás actuó calculadamente como quien busca la adhesión de los demás. Fue insobornable porque en el juego de la vida no se jugó nada —porque nada tenía—; lo apostó todo, eso sí, por el Otro.

Acabó como le correspondía: rechazado y crucificado. Si ahora llora no es por sí mismo sino por el Padre, ante quien
la capital teocrática cerraba obstinadamente todas las puertas. Pues bien: llorando, triste y todo, Jesús no se encarama sobre nubes de anatemas y fuego, sino que se abandona entre lágrimas como un niño frágil ante el misterio de la impotencia de la omnipotencia divina.

¿Qué es eso, Pedro? ¿Organizar con espadas una resistencia en contra de estas tropas de asalto? Si yo quisiera, ahora mismo tendría a mi disposición poderosas legiones de ángeles que, en un instante, aniquilarían a este puñado de mercenarios. Pero ¡cuántas veces tengo que decir que lo que se ve es una cosa, y otra cosa lo que no se ve! Lo que aquí se ve es una mezquina confabulación religioso-político-militar promovida por un tipo frustrado y resentido como Caifas. Esto es la superficie, la apariencia. 
La realidad —que siempre está oculta detrás de lo que se ve— es la voluntad de mi Padre que permite esta conjugación de hechos, que ya estaban consignados en la Escritura. Devuelve a  su lugar la espada, Pedro. Y vamos a abandonarnos a  los designios del Padre (Mt 26,52).

Y, dirigiéndose a los asaltantes, les dice: Habéis salido
armados hasta los dientes, como si fueseis a capturar a un
famoso delincuente internacional. En el templo, cuando yo
hablaba, erais los oyentes más asiduos, y jamás os atrevisteis a tocarme ni con el pétalo de una rosa. En cambio, ahora os atrevéis. No sabéis por qué suceden así las cosas. Yo sí lo sé: desde tiempos antiguos mi Padre decidió que así tenían que suceder las cosas, y así quedó consignado en la Escritura.

Bajad las espadas; aquí no hay resistencia. Soy yo quien
me entrego voluntariamente (Mt 26,55). Estando un día enseñando en una casa de Cafarnaúm, llegaron sus familiares y le comunicaron: Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y preguntan por ti. Jesús replicó:
¿Mi madre? ¿Quién es mi madre? Todos vosotros sois mi
madre. Y os digo más: todos los que toman en serio la voluntad de mi Padre realizan entre  sí el prisma  completo de la consanguinidad. La voluntad del Padre es el motor totalizante y nivelador (Me 3,31).

En el último día vendrán los viejos amigos golpeando las
puertas y gritando: Señor, Señor, ábrenos las puertas del
paraíso porque nosotros comimos y bebimos contigo. El les
responderá: No a los que se emocionan sino a los que
asumen en silencio la voluntad de mi Padre, se les abrirán las puertas del paraíso (Mt 7,21).

«Hágase la voluntad de Dios: éste es el denominador común del Sermón de la Montaña. Se acabó toda relativización de la voluntad de Dios. Ya no vale el entusiasmo piadoso ni la pura interioridad; sólo la obediencia de sentimiento y acción. 
El hombre es personalmente responsable ante el Dios cercano, el Dios que llega. Sólo cumpliendo la voluntad de Dios decididamente y sin reservas participará el hombre en las promesas del reinado de Dios».

Preludio

Así habló  Jesús. Así vivió también. En los últimos días, sin embargo, sufrió Jesús una crisis, preludio de la gran crisis
que habría de experimentar en la noche oscura de Getsemaní.

Era el día siguiente de la entrada solemne en Jerusalén. Los
griegos, venidos de la diáspora, querían entrevistarlo. El Maestro se embarcó en metáforas extrañas. Dijo, por ejemplo, que para vivir hay que morir, que la vida del trigo nace de la muerte del trigo.

Y, de repente, el sobresalto, como un escuadrón de muerte,
se apoderó de improviso de su corazón. Se asustó. Vaciló.
Por un momento se echó atrás. Fue una crisis momentánea.
Este momento de confusión está consignado en Juan (Jn 12, 27-28). Probablemente, Juan —que no constata la crisis de Getsemaní— trae aquí la síntesis de aquel gran drama.

Sea como fuere, en los dos versículos se alternan y se persiguen, como relámpagos nocturnos, cuatro escenas con cuatro reacciones antitéticas. La contradicción tomó posesión del alma de Jesús y la desintegró. Fue la crisis de la contradicción.

«Ahora mi alma se siente turbada.
¿Y qué diré?: Padre, líbrame de esta hora.
Pero, si para esto he venido.
Padre, glorifica tu Nombre» (Jn 12,27-28).

En la turbación sucede lo siguiente: toda propiedad amenazada sacude al propietario, diciéndole: Defiéndete. Entonces el propietario libera energías para la defensa de las propiedades. Eso es la turbación. La primera y primaria propiedad del hombre es la vida. Al sentir amenazada su vida, Jesús se turba.

En la segunda escena, asomó entre sombras azules el rostro
del miedo: tener que morir. Lo ignoto. El absurdo: una vida que acaba así, casi sin sentido, intempestivamente. ¡Era
demasiado! ¿No habrá otra manera de salvar? ¿Por qué tiene que ser precisamente este cáliz? Líbrame de esta Hora; al menos, postérgala.

En seguida, como quien despierta bañado en el sudor de una pesadilla, Jesús abre los ojos, sacude la cabeza como
para ahuyentar malos sueños, y deja caer aquella palabra que resonó en sus abismos más profundos: Recuerda, Hijo de María: para esto vine; ésta es mi Hora.

Y, ya libre del miedo y respirando tranquilo, levantó sus ojos para decir: ¡Sí, Padre! Hágase tu voluntad. Sea glorificado tu Nombre.

Nadie me quita la vida

¿Qué sucedió en el alma de Jesús en las horas de la Pasión? En cuanto transcurrían las escenas, mientras el Reo
era llevado de tribunal en tribunal, ¿habría Jesús sufrido algún desfallecimiento? Cuando se pronunció la sentencia «irás a la cruz», ¿habría tenido Jesús algún «arrepentimiento», como el de aquel que dice: ¡Qué lástima! Si no hubiera cometido aquella temeraria imprudencia, si no hubiera soltado aquellos anatemas, no estaría yo, ahora, en esta situación...?

Humanamente hablando, ¿pudo Jesús haber evitado la muerte? ¿Pudo haber interrumpido la cadena de los hechos?
Cuando sintió la proximidad de los perseguidores, ¿por qué
no se escapó a las alturas del Golán o a las montañas de Samaría?
¿Le faltó a Jesús estrategia defensiva, técnicas de repliegue, sentido de orientación, o quizá un consejo atinado?
¿Es que, quizá, usaron con él la táctica de la sorpresa y, cuando se dio cuenta, va estaba cercado, sin posible salida?
Betania, a pocos kilómetros de la capital, ¿era un lugar de descanso o era refugio contra los detectives del Sanedrín?
¿Por qué no quedó callado en las últimas semanas?
AI sentir el rencor del Sanedrín en contra suya, ¿por qué no se retiró a Galilea por un tiempo, hasta calmar los ánimos?
¿Por qué siguió hostigando y desafiando a las autoridades
hasta el último momento? Cuando Caifas y Pilato, respectivamente, lo invitaron a defenderse, ¿por qué permaneció en silencio?

¿Qué sucedió realmente: un desarrollo normal y fatal de
los acontecimientos históricos, o una decisión libre y voluntaria de Jesús? ¿Lo metieron o se metió?

Me explico. El río de la historia bajaba desde lejos, desde antes de nacer Jesús, arrastrando factores concretos: los altibajos de la política de Israel, el imperialismo romano, la estructura temperamental de personas concretas como Caifas y Judas, iniciativas de la política contingente del Sanedrín, etc. Todos estos factores, en una ciega combinación, fueron desenvolviéndose como las aguas del torrente, envolvieron a Jesús y lo arrastraron a la muerte. ¿Fue eso? Todo eso existió, ciertamente. Pero sólo con eso no habría habido redención. Era necesario que Jesús asumiera, libre y voluntariamente, todo eso. Aquellos acontecimientos eran historia, pero no historia de la salvación. Para que hubiese salvación, Jesús tenía que infundir un «alma» a aquellos sucesos externos.

La fatalidad histórica y la muerte derrotaban a Jesús, o Jesús derrotaba a la muerte. Al sentirse cercado y perdido,
Jesús pudo haber reaccionado resistiendo, defendiéndose. Pudo haber muerto blasfemando contra el Sanedrín. En este caso no habría habido salvación. Jesús pudo haber mirado los hechos desde una perspectiva socio-política o psicológica, como quien dice: Todo comenzó por la reacción envidiosa de un tipo frustrado como Caifas, se consumó con la reacción cobarde de un tímido inseguro como Pilato, y todo estaba combinado con el hecho de que mi muerte traía buenos dividendos políticos para los unos y los otros. Si Jesús hubiese «mirado» así los hechos, se hubiese sentido arrollado y derrotado por la fatalidad ciega de la historia, y no habría habido gesta de salvación.

Pero no fue así. Jesús no se fijó en los fenómenos sino en la realidad. No analizó los hechos superficialmente sino que, detrás de aquella tempestad, vio el Rostro del Padre.

No se rindió a los hechos sino a la voluntad del Padre. Para
el Padre nada es 'imposible. En términos absolutos, el Padre
pudo haber irrumpido en la cadena de los acontecimientos
e interrumpir aquella marcha histórica. Si no lo hizo, fue porque su voluntad permitió que todo siguiera su curso y
que su Hijo desapareciera quemado sobre la pira de un desastre.

La diferencia entre fatalidad ciega y muerte redentora estaba
en que Jesús tenía que ver (o no) en todo aquello la voluntad del Padre y asumirla (o no).

Frente a los hechos consumados o el acontecer inevitable en que el hombre no puede alterar nada, Jesús ve y asume la voluntad del Padre. Con esta actitud, Jesús se libera del miedo y es constituido Libertador. Como nos dirá Pablo, Jesús se entregó, sumiso y obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Debido a eso, Jesús no sólo es liberado de la muerte sino que recibe la categoría de Libertador de la Humanidad y Señor del Universo. De esta manera realiza Jesús su misión y transforma los acontecimientos históricos en la etapa decisiva del Reino de Dios.

No nos importa tanto la pregunta: ¿Pudo Jesús haber evitado la muerte? Si pudo haber evitado la muerte y no lo
hizo, permitió que la muerte se apoderara de él, aunque sin
buscarla. Hay muchos datos evangélicos que confirman la impresión de que no quiso evitar la muerte, como hemos dicho más arriba. Por ejemplo, el hecho de que siguiera hasta el final desafiando a las autoridades y, en lugar de dar tregua en el combate huyendo a otras provincias, permaneciera ahí, al alcance de la mano de los perseguidores; no abrió la boca para defenderse en las dos oportunidades en que fue invitado a defenderse, dando la impresión de que no le importaba morir.

Sin embargo, no era esto lo importante. Lo decisivo era otra cosa: hubiera podido evitar la muerte o no, de todas maneras murió voluntariamente porque asumió todo aquello,
considerándolo como expresión de la voluntad del Padre. 
Los hechos consumados o inevitables no se ensañaron con él como si fuera una víctima impotente; no se ensañaron porque no resistió. Se entregó sin violencia a la violencia de los hechos, entregándose en paz y silencio en las manos de Quien permitió todo esto.

Por eso Jesús atravesó las escenas de la Pasión con tanta
dignidad y paz. Los cuatro evangelistas abundan en detalles,
confirmando esta impresión. Y si con todos esos detalles
hiciéramos una síntesis, y si esta síntesis la expresáramos en un cuadro pictórico, tendríamos el famoso cuadro del
Cristo de Velázquez.

Ese cuadro es la respuesta histórica y pictórica a la pregunta
sobre la voluntariedad de la Pasión, de parte de Jesús: con los brazos abiertos, entregado en las manos del mundo, de los hombres, de Dios, abandonado, dormido, muerto,
¿satisfecho?, sí, con la satisfacción de haberse dado todo.

Hay en ese rostro, medio cubierto por la cabellera negra,
con los ojos cerrados, una paz infinita, una serenidad imperturbable, ¿cómo decir?, una extraña dulzura. 
Ciertamente este muerto no ha peleado con la muerte. Aquí no ha habido ni combate ni resistencia. Sobre el vértice de esa cruz podríamos poner un rótulo: «misión cumplida». Y aquella otra inscripción: «nadie me arrebata la vida; soy yo quien la da voluntariamente... Porque éste es el encargo de mi Padre» (Jn 10,17).

La gran crisis

En la actitud de abandono, mantenida sin vacilación por Jesús durante toda su vida, hubo una fuerte caída emocional. A lo largo de su vida, Jesús había sido la respuesta plena y fiel del Hijo al Padre. Fue el «testigo fiel y veraz» (Ap 3,14). Siempre me llama la atención la forma en que el autor de la Carta a los Hebreos presenta a Jesús como modelo de fidelidad en medio de las fragilidades y tentaciones en las que estuvo envuelto, y en las que nosotros también estamos envueltos. Nos invita a tener «los ojos fijos en Jesús» (Heb 12,2). «Fijaos en aquel que soportó la contradicción, para que no desfallezcáis desanimados» (Heb 12,3).

Jesús, pues, comenzó por recorrer todos los caminos del
hombre hasta el final, excepto el pecado. Fue «en todas las experiencias humanas igual que nosotros excepto en el
pecado» (Heb 4,15). Tenemos, pues, un Hermano al que le
ha costado mucho ser plenamente fiel al Padre, y eso es enormemente consolador para nosotros.

Al encarnarse, se privó del resplandor de la Gloria divina,
«aquella gloria que tenía antes de que el mundo existiese»
(Jn 17,5). Con el hecho de la Encarnación renunció a todas
las ventajas de ser Dios y se sometió a todas las desventajas de ser hombre. Se experimentó a sí mismo con todas las limitaciones humanas como la ley de la contingencia, la ley de la transitoriedad, la ley de la mediocridad, la ley de la soledad y la ley de la muerte.

En una palabra, se aceptó a sí mismo como hombre; y se
aceptó sin evasiones ni compensaciones, sin recurrir a su
divinidad en los momentos de apuro. Nunca aprovechó su
potencia divina para utilidad propia; sí, en cambio, para la
utilidad de los demás. Fue completamente fiel al hombre.

Nunca «traicionó» su condición humana. Todo esto queda
reflejado cuando la Escritura dice que Jesús «descendió» hasta la condición de siervo, hecho igual que cualquier hombre (Flp 2,5ss).

Pero, en esta experiencia humana, le faltaba a Jesús el
trago más amargo: la muerte. No tiene ninguna gracia el mantenerse erguido como un álamo en una tarde serena. El mérito de la fidelidad está en permanecer en pie cuando todas las tempestades combaten sin tregua. Y fue precisamente ahora, en la hora de la Gran Prueba, cuando Jesús se abandonó a la voluntad del Padre con pureza y radicalidad, sin distingos ni atenuantes.

Fue el momento de la Alta Fidelidad. En Getsemaní, Jesús se transformó en el gran miserable, no en el sentido de que se cargó con todas las miserias humanas sino en el sentido de que experimentó la miseria de sentirse hombre hasta la última limitación de la contingencia humana, hasta sentir cobardía, la náusea y la contradicción.

Descendió a los niveles más remotos de la condición
humana. Distinguió con aterradora claridad dos voluntades que se enfrentaron violentamente entre sí. Jesús venía a ser en este momento un campo de batalla donde dos fuerzas antagónicas libraban su combate final: «lo que quiero yo» y «lo que quieres tú».

Ante la imaginación viva y sensible de Jesús apareció, muy cerca, el rostro de la muerte; mejor, el miedo de la muerte.
Es fácil teorizar sobre la muerte, e inventar bonitas filosofías,
cuando ella no aparece a nuestra vista. Puede, también, que la muerte, en sí misma, sea un vacío, un algo tan insustancial como la palabra nada. Pero somos nosotros los
que damos «vida» a la muerte, poblando ese vacío con nuestras fantasías y miedos. Sí. Nosotros «vivimos» la muerte.

En Getsemaní, Jesús «vivió» la muerte. Todo lo que vive —vegetal, animal, hombre— tiene mecanismos apropiados para no extinguirse. Es el instinto de conservación: son poderosas fuerzas defensivas, más fuertes en el animal que en el vegetal y mucho más fuertes en el hombre que en el animal. Un animal, una vez que entra en el proceso de extinción, se deja morir, no resiste, se apaga como una vela: la muerte «se realiza» en él.

Sólo en el hombre existe la agonía, porque el humano toma conciencia de la extinción y la resiste. Sólo el hombre muere. El animal se muere. Para muchos, la vida es una lenta agonía, sobre todo en los años del ocaso, porque viven dominados por el miedo.

Por otra parte, la muerte es la región ignota y la mente teme siempre a lo ignorado. Con la muerte quedan definitivamente
cortadas tantas cosas bonitas: no poder disfrutar más de la alegría de este sol, de esta primavera («ahora que llega la primavera, tener que morir», me decía una persona), de esta amistad, del aprecio que tantas personas me profesan, no poder soñar más, no poder hacer felices a los demás, nunca
más poder ver ni tratar a los familiares, amigos, conocidos...

En una palabra, es la Gran Despedida: me voy; y nadie puede «venir» conmigo. Una vez muerto, el hombre nada sufre con estas despedidas. Mientras vive es cuando el ser humano va «viviendo» la desgarradura de todas las despedidas. Y como el miedo es la defensa de las propiedades, y como con la muerte se nos escapan todas las propiedades, es natural que la proximidad de la muerte cause el supremo miedo que, a su vez, no es más que la máxima descarga de energías para la defensa de la
propiedad general de la vida.

Todo esto vivió Jesús en Getsemaní; pero lo vivió en alto voltaje porque allá convergían otras circunstancias que hacían mucho más desgarradora aquella partida. Para el que se enfrenta a la proximidad de la muerte como Jesús, tiene que constituir motivo de consolación el comprobar que mucha gente va a sentir mucho aquella muerte, y la lamentarán y la llorarán. La soledad —fenómeno esencial de la muerte— puede quedar parcialmente aliviada con esta solidaridad.

Pero en el caso de Jesús no había tal solidaridad, sino
hostilidad e indiferencia. Con ese desastre, la mayoría se alegraría o quedaría completamente indiferente. Símbolo de esto ultimo eran sus discípulos, dormidos tranquilamente mientras él se debatía en una trágica agonía. Un hombre, en estas circunstancias, tiene que sentirse absolutamente infeliz y miserable. ¡Cómo no sentir hastío y náusea!

Además, todo aquello tenía un aspecto de absurdo. Si yo
asumo, con sudor y sangre, este trago amargo para salvar a éstos, y si a éstos no les importa nada tal salvación, ni la reconocen ni la agradecen, es que estamos en el colmo del ridículo. ¡Es un holocausto inútil!

El Nuevo Testamento nos presenta aquel combate, encajado
dentro de un contexto vital que asusta y espanta. El evangelista médico nos habla del sudor de sangre, fenómeno que la ciencia denomina hematidrosis. El corazón es un poderoso músculo que tiene por función bombear sangre. Está transido de fibras nerviosas motoras justamente para mantener el músculo en perpetuo movimiento. Cuando la situación emocional sube a alta presión, ese noble músculo puede comenzar a bombear con tanta violencia y rapidez, que pueden reventarse los capilares, produciéndose el sudor de sangre. Así, pues, el fenómeno físico no es más que un eco lejano de las altas temperaturas interiores.

La Carta a los Hebreos recogió, guardó y consignó una
tradición muy emotiva según la cual Jesús suplicó al Padre,
en aquella noche, «con clamores y lágrimas» (Heb 5,7). Marcos nos informa que invocaba a Dios con la palabra Abbá, expresión de máxima ternura (Me 14,36). Y Mateo agrega que oraba «caído en tierra» (Mt 26,39). ¡Extraño!, porque los judíos oraban invariablemente de pie. Se podría interpretar esta posición como la del que ha sido abatido por el vendaval. ¿Quién entiende este conjunto misterioso: llorando y gritando como un niño rebelde, no obstante con palabras de ternura, azotado y derribado por el espanto?
Los sinópticos nos trasmiten todas las características de
una agonía. Por eso Jesús declara sentir «tristeza de muerte» (Mt 26,37). Un agonizante es, ante todo, el que no quiere morir: siente terror por la muerte. Los evangelistas (Me 14,33; Mt 26,37) traen la palabra pavor, que significa lo mismo.

Al mismo tiempo, el agonizante se siente tan mal física y psíquicamente que no le gustaría seguir viviendo. Siente tedio (expresión de los evangelistas) por la vida. Náusea, decimos vulgarmente. Si no quiere morir, si no quiere vivir, el agonizante es un ser desintegrado por fuerzas contradictorias que tiran de él en diferentes direcciones.

Justamente —y esencialmente— eso fue Jesús en aquella
noche: un ser estirado brutalmente en dos direcciones por
dos fuerzas contrarias: «lo que yo quiero» y «lo que quieres
tú».

«Lo que yo quiero» dominó durante el primer tiempo. En nombre de la razón, de la piedad y del sentido común se levantaron todos los interrogantes. La voz de Jesús venía
desde las simas más profundas. Cercenar una juventud cuando brillaban tantas esperanzas... ¿Por qué?, Padre Santo, un final sin utilidad y sin sentido, ¿por qué? La vida era tan bonita, Padre, me sentía tan feliz haciendo felices a los demás, y ahora me quitas la alegría de comunicar felicidad, ¿por qué? Un hombre puede perder batallas y ganar una guerra; un hombre puede ganar batallas y perder una guerra, y tú me arrinconas contra esta alternativa, ¿por qué? ¿No me quieres tanto? ¿No eres mi Padre? ¿No es verdad que lo puedes todo? ¿No podrías trocar este cáliz por otro? ¿Por qué tiene que ser precisamente este cáliz?

Y así fueron surgiendo todas las voces de protesta, pero, al final, ya no sé de dónde sacó Jesús las energías oblativas, y degollando todas las voces, dice: Padre mío, hasta ahora sólo palabras necias pronuncié. Mejor, no fui yo quien habló.
Habló la «carne». Pero ahora sí; ahora voy a dar mi palabra:
No! lo que yo quiero; ¡sí! lo que quieres tú.

Los sinópticos precisan que Jesús repetía muchas veces las mismas palabras. Podemos tener convicciones; pero lo
importante es que éstas lleguen al fondo emocional de donde nacen las decisiones. Es posible, también, que Jesús estuviera en aquella noche en suma aridez. Y por eso necesitaba repetir muchas veces las mismas palabras.

Nunca Jesús alcanzó tanta grandeza como en ese momento
«obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). E identificado con «lo que el Padre quiere», se entrega, lleno
de paz, en las manos de sus ejecutores.

¿Qué fue aquel consuelo del ángel? (Le 22,43). Me aventuraría a interpretar esa escena en su sentido psicológico-espiritual. Jesús resistió la proposición del Padre con «sudor de sangre» (Le 22,44). Hasta es posible que en algún momento pensara que había arriesgado temerariamente su vida, por ejemplo, con las invectivas contra los sanedritas o con su intervención en el templo. Pero ya estaba cercado. No había escape.

Por fin Jesús abandonó la resistencia y se entregó como
un hijo sumiso con el «hágase lo que tú quieras». Y el
abandono fue la liberación de la «angustia y el terror» (Mt 26, 37) y produjo en el alma de Jesús los frutos habituales
de todo abandono: consuelo, paz, tranquilidad, y sobre todo
una infinita satisfacción de haber hecho el acto supremo de
Amor.

Observemos también que, habiendo estado acobardado en las escenas anteriores, desde el momento en que se abandona en la voluntad del Padre, se levanta animoso, valiente, sereno, dispone a los suyos para el duro momento, El solo se enfrenta con gran serenidad a las tropas pertrechadas de palos, espadas y armas (Jn 18,3). Tal serenidad dejó paralizadas a las tropas de asalto (Jn 18,6).

Desde este momento hasta que expira en la cruz, Jesús es, en los anales de la historia de la humanidad, un caso único de grandeza: todo El parece una ofrenda de amor. No descubrimos ningún rictus de amargura, ninguna queja; avanza a través de las escenas sin resistencias con una paz infinita, con una serenidad invulnerable, abandonado como un niño humilde en las manos de su querido Padre en medio de una tormenta de golpes, insultos y azotes.

Lo calumnian: no se defiende. Lo insultan: no responde.
Lo golpean: no protesta. Con una tal majestad que los sucesivos jueces parecen reos y su silencio parece el juez. Como una oveja ante el trasquilador, como un cordero que es llevado al matadero. Jesús «es llevado» por la tormenta, abandonado incondicionalmente y confiadamente en los designios de su amado Padre hasta que, como un símbolo del abandono que fue su vida entera, terminará diciendo: «Amado Padre mío, en tus manos entrego mi vida» (Le 23, 46).

Gozo y felicidad

Abandonado en las manos de su Padre, su vida transcurre
feliz y gozosa, a pesar de las hostilidades y fracasos. En medio de grandes problemas vive en una profunda y contagiosa paz.

«En paz me acuesto y en seguida me duermo porque
tú solo me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9).

Si por alegría entendemos la serenidad imperturbable de quien está por encima de las alternativas de la vida, podemos afirmar que a Jesús lo sentimos alegre, feliz.

Uno de los temas permanentes, cuando habla en privado
con los discípulos, es el gozo del cual su corazón estaba
rebosante como efecto de la cordialidad y confianza con que se abandonaba en la voluntad de su Padre. No tengáis miedo, no permitáis que vuestro corazón se vea asaltado por la turbación, vivid contentos y felices porque me voy a mi querido Padre (Jn 14,28). Deseo vivamente que participéis de mi gozo y de mi alegría; como el Padre está siempre conmigo y por eso vivo feliz, quisiera haceros partícipes de la misma alegría (Jn 16,12-24).

Shalom —una especie de bienaventuranza plena— es lo
que les deja en herencia. «Mi paz os dejo, mi paz os doy»
(Jn 14,27). Siempre había vivido envuelto en esa paz (felicidad).
Al dejársela como la mayor riqueza, significa que los suyos lo habían visto vivir (¿con admiración?) en esa serena
felicidad, y se la deja a ellos en herencia pero a condición
de que también ellos vivan en el mismo estado de fe y abandono confiado en las manos del amado Padre. Sólo
una vez Marcos consigna un gesto de impaciencia: «¿Hasta
cuándo?» (Me 9,19).

Aquí está la grandeza original de Jesús y de los cristianos:
el poder vivir en medio de los fracasos y tempestades con el alma llena de serenidad y calma, el poder ser profundamente felices viviendo entre adversidades. Este es el fruto más sabroso del sentir a Dios como un querido Padre y del vivir confiadamente abandonados en sus benditas manos.
Permaneced en mi amor como yo permanezco en el cariño
de mi Padre, para que yo goce en vosotros y vuestro gozo sea pleno. Ahora vengo a ti, Padre mío, y hablo estas cosas delante de éstos para que también ellos tengan mi gozo
cumplido en sí mismos (Jn 17,13). Quiere decir que la finalidad de su vida ha sido hacer partícipes a todos de su
profunda felicidad.

Dejándose llevar confiadamente por el Padre, Jesús de
Nazaret ha adquirido una estatura moral única, convirtiéndose en un testigo incorruptible del Padre, lleno de libertad interior. Por la autoridad con que enseña, por la franqueza con que se dirige a amigos y enemigos, por su proceder en todo momento sin acepción de personas, sin miedo de perder la vida, sin importarle el honor personal, Jesús es un hombre valiente.

Un hombre actúa con soberanía cuando es libre. Cuando el hombre está interiormente lleno de intereses, entonces la inseguridad y los miedos lo agarrotan y hacen de su vida un mendigar aprecio y estima de las gentes enajenando su libertad.

A Jesús lo vemos profundamente libre porque no descubrimos en El ninguna ansiedad, ninguna necesidad por establecer o aclarar su identidad o su categoría. Sencillamente se presenta, ni más ni menos, como el Servidor del Padre y de los hombres. Es libre porque no tiene intereses personales. No ha venido a dominar sino a servir y a cumplir la voluntad de su amado Padre.

Confiado, cariñoso, entregado en las manos de su Padre
se brinda a todos. Se entrega sin preocuparse de su persona
y preocupado de los demás. Se siente libre para servir a todos sin prejuicios moralistas, sea con paganos o con prostitutas, sentándose a la mesa con publícanos y pecadores. Se siente libre para servir a todos sin prejuicios nacionalistas o patrióticos, a los romanos como al centurión, a los samaritanos que eran considerados como «herejes», a los paganos de Tiro y Sidón y Cesárea de Filipo. Está decididamente por los pobres pero es libre para estar también con los ricos. Está decididamente por la gente humilde pero es libre para atender a fariseos y sanedritas como Nicodemo o José de Arimatea.

Jesús no es «político», menos todavía diplomático. Nunca
obró con «tino», con «prudencia» o por cálculos humanos.
De otra manera no habría muerto en una cruz sino en una cama. No le importa ni su honor ni su vida sino sólo la gloria de su amado Padre. Se jugó a sí mismo entero y fue consecuente.

Sus propios adversarios hicieron de El una perfecta fotografía psicológica: «Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes miedo de nadie, porque no te fijas en respetos humanos sino que enseñas con franqueza el camino que conduce a Dios» (Me 12,14).

Infancia espiritual

Cuando murió Miguel de Unamuno, entre los manuscritos
encontrados sobre la mesa de su escritorio estaban estos versos:

«Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad.
Vuélveme a la edad aquélla
que vivir era soñar.»

Nicodemo, hombre sincero pero comprometido con su casta, pide a Jesús una cita secreta y nocturna. «Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios.» Como buen fariseo, era especialista en las Escrituras, pero intuye en su
interlocutor a un alguien que «sabe» de otra manera las
cosas y le pide algo así como una receta secreta, una actitud
fundamental y totalizadora para «entrar» en el Reino.

Nosotros hablamos lo que v«sabemos» (Jn 3,11), dice Jesús. Efectivamente, Jesús enseña lo que él ha experimentado anteriormente, la vivencia y revelación del Abbá, hacerse pequeñito y volver a los brazos del Padre: hay que nacer otra vez (Jn 3,7). Hay que regresar a la infancia, sentirse pequeñito y desvalido, esperarlo todo del otro y confiar audazmente en el infinito amor del Padre amantísimo. Así se proclamó la primera bienaventuranza, y sólo a éstos se les ha prometido el Reino.

—¿Qué es esto? ¿Retornar al seno maternal? —pregunta
Nicodemo.
—¡Cómo!, ¿eres un doctor y no sabes estas cosas?
Ironía no exenta de cierta extrañeza. Jesús juega con la palabra «saber», y ahí está la clave. En las cosas del espíritu no se pueden «saber» las cosas si no se han experimentado.

«Sólo se sabe lo que se ha vivido», decía san Francisco. Y la extraña receta de salvación qué Jesús le revela —el renacimiento— sólo se puede «saber» si se lo ha experimentado en la intimidad con el querido Padre, de otra
manera resulta una paradoja insoportable.

Salvarse, según Jesús, es hacerse progresivamente niño.
Para la sabiduría del mundo, esto es algo completamente
extraño porque establece una inversión de valores y juicios.
En la vida humana, según las ciencias psicológicas, el secreto de la madurez (salvación) está en alejarse progresivamente de la unidad materna y de cualquier clase de simbiosis, hasta llegar a una completa independencia y en mantenerse en pie sin apoyo alguno.

En cambio, en el programa de Jesús, dentro de una verdadera inversión copernicana, la salvación consiste en
hacerse cada vez más dependiente, en no mantenerse en
pie sino apoyado en el Otro, en no obrar por propia iniciativa
sino por iniciativa del Otro y en un avanzar progresivamente
hasta una identificación casi simbiótica, hasta —si cabe— dejar de ser uno mismo y ser uno con Dios porque el amor es unificante e identificante; en una palabra, vivir de su vida y de su espíritu. Esta dependencia, por supuesto, es la suprema libertad, como pronto se verá.

«Permanecer niño es reconocer su propia nada, esperarlo
todo de Dios como un niño espera todo de su padre; no inquietarse por nada, no pretender fortuna... Ser pequeño significa no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano del niño; pero es siempre tesoro de Dios».

Nos hallamos en el centro mismo de la Revelación traída por Jesús, la revelación del Padre Dios (Abbá). El Reino se entregará solamente a los que confían, a los que esperan,
a los que se abandonan en las manos fuertes del Padre.

Todo-es-Gracia. Pura Gratuidad. Todo se recibe. Para recibir,
hay que abandonarse. Sólo se abandonan los que se sienten
«poca cosa». Es necesario hacerse pequeñito, niño, «menor».

Pero una vez que, abandonándonos, nos hemos colocado en la órbita de Dios, entonces caducan todas las fronteras y
participamos de la potencia infinita del Padre amado, de su
eternidad e inmensidad.

«Si no os hiciereis como un niño, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18,1-4). ¡Hacerse niño! El niño es un ser esencialmente pobre y confiado, confiado porque sabe que a su debilidad corresponde el poder de alguien; en una palabra, su pobreza es su riqueza. De por sí, el niño no es fuerte ni virtuoso ni seguro. Pero es como el girasol que todas las mañanas se abre al sol; de allá espera todo, de allá recibe todo: calor, luz, fuerza, vida...

Hacerse niño, vivir la experiencia del Abbá (querido Papá) no sólo en la oración sino sobre todo en las eventualidades de la vida, viviendo confiadamente abandonados a lo que disponga el Padre, todo eso parece cosa simple y fácil. Pero en realidad se trata de la transformación más fantástica, de una verdadera revolución en el viejo castillo amasado de autosuficiencia, egocentrismo y locuras de grandezas.

«Suceda lo que sucediere, no abandonéis la simplicidad.
Al leer nuestros libros podría creerse que Dios prueba a los santos como un herrero prueba una barra de hierro para medir su resistencia. No obstante actúa sobre todo a la manera de un curtidor que palpa con sus yemas una piel de gamo para apreciar su suavidad. Oh hija mía, sed siempre esa cosa dulce y maleable en sus manos».

La tecnología ha conquistado y transformado la materia.
La psicología pretende haber dominado al hombre. Vana
ilusión. A la hora del diagnóstico, el psicoanálisis logra buenos resultados; pero a la hora de la curación (salvación),
el hombre, en su profunda complejidad, es una sombra perpetuamente errante, huidiza e inalcanzable. Diariamente somos testigos de la sombría impotencia de las terapias psiquiátricas para cualquier liberación interior.

No se ha inventado otra «ciencia» ni otra revolución para la transformación del hombre que aquella revelación traída por Jesús: renunciar a los sueños de omnipotencia, reconocer la incapacidad de la salvación por los medios humanos, tomar conciencia de nuestra poquedad y fragilidad, entregarnos confiada e incondicionalmente en las poderosas manos de Dios, y permitir día tras día, abandonados con absoluta «pasividad» en sus manos, ser transformados desde las raíces. Sólo Dios es Poder, Amor y Revolución.

En los medios eclesiásticos ha entrado la obsesión —casi
manía— de la liberación interior mediante las ciencias psicológicas, hecho que refleja una profunda depresión de la fe. Reconociendo que estas ciencias son una buena ayuda, si no comenzamos por reconocer a Jesucristo como al único Salvador y el entregarse a su Gracia como la única salvación, iremos de tumbo en tumbo por los despeñaderos de la frustración.

Jesús, después de hacer una emocionante descripción de cómo el universo y los hombres están en manos de Dios y de decirles que no se preocupen de otra cosa que de apoyarse en el Padre, lleno de alegría acaba diciéndoles: «No tengáis miedo, pequeñito rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien el daros el Reino» (Le 12,32).

«... esa simplicidad del alma, ese tierno abandono en la
majestad divina es la meta de nuestra vida que la queremos
alcanzar, o volver a hallarla si alguna vez la hemos conocido, pues es un don de la infancia que muy a menudo no la sobrevive».

Este espíritu de infancia tiene sutiles enemigos, difíciles de descubrirse porque se envuelven en piel de oveja. Se han inventado preciosas etiquetas que amenazan el espíritu de la infancia, cuyo espíritu es, por otra parte, tan frágil y vulnerable... Se habla de auto-realización, personalización,
independencia, libertad, respeto a la autonomía... Es necesario salvaguardarse contra toda apropiación, poder, suficiencia, actitudes que aparentemente «salvan» y maduran pero que, en realidad, esclavizan y atrofian.

Aparentemente este abandono en las manos de Dios es una actitud pasiva. Pero quien comience a vivirla se dará cuenta de que en ella están contenidas todas las bienaventuranzas. Diría que este espíritu de infancia es la síntesis de todas las virtudes activas. Es como si se hubieran conquistado todas las fortalezas del alma y, una vez sometidas, se abandonaran al querer y obrar del castellano, como dueño
único.

Los setenta y dos (62) regresaron de su primera salida apostólica. Estaban felices y contaban sus «hazañas». Eran casi analfabetos. Entre ellos no había ningún doctor, escriba o rabbit. Al escuchar aquellos desahogos, Jesús, tan sensible siempre, sintió una inmensa alegría y dijo: Bendito seas, Padre querido, Señor de arriba y abajo, por haber ocultado las maravillas del Reino a los especialistas y titulados y habérselas revelado a estos pequeñitos. Gracias de nuevo, Padre mío, por haber obrado así (Mt 11,25; Le 10,21).

Definitivamente la línea de la salvación pasa por el meridiano
de los pobres de espíritu y de los humildes, de los que tienen conciencia de su debilidad y están convencidos de la necesidad de ser salvados por el Otro, en cuyas manos se arrojan como niños pequeños con una inmensa audacia.

«La santidad no es tal o cual práctica sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra
debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre» (Sta. Teresita).




MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo VI
Jesús en oración:
3. Jesús se abandona



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