martes, 14 de marzo de 2017

LA GRAN CRISIS Y LA ALTA FIDELIDAD

Salieron del Cenáculo. Jerusalén estaba inundada por la luz de la luna, y en la noche subyugadora flotaba un intenso aroma de azahares. No parecía una noche de tragedia, sino de bodas. Fueron descendiendo silenciosamente, a la luz de la luna, hacia el barrio de Siloé, arrimados a los muros exteriores del templo.

Con un batir de alas, una lechuza lanzó un grito penetrante y desapareció en la oscuridad. Descendían lentamente por un sendero abrupto, entre cipreses y olivos, y las piedras rodaban a su paso por la pendiente. Una atmósfera espesa e inquietante oprimía el alma de los integrantes del grupo. Negros corceles galopaban por los páramos; la tragedia
rodaba por lo alto como un carro arrastrado por los huracanes, mientras la luna cruzaba impávida el firmamento y los astros lejanos brillaban con un rojo escarlata. Así estaba el alma de los discípulos.

¿Quién podría asomarse a los barrancos del Pobre? Su espíritu fue descendiendo vertiginosamente hacia las profundidades de la soledad, de la tristeza y la agonía. Las parras estaban cargadas de racimos y los racimos cuajados de sangre. El viento esparcía por doquier cabellos grises sobre valles de ceniza, mientras los niños amontonaban estrellas y piedras. Era la noche de la Decisión. Un olivo retorcido por los años se erguía en el corazón de la noche en
el huerto familiar. Ésta es la noche de la batalla y la victoria.

Después de atravesar el torrente Cedrón, entraron en el huerto de Getsemaní. Para entonces los discípulos ya estaban agobiados por la pesantez y la tristeza, y el Pobre
completamente sumergido en la noche de la agonía. Jesús los invitó a instalarse de la mejor manera posible para pasar la noche, "mientras yo voy a orar". —Estad alerta —les dijo—, no os durmáis. Mantened vuestras energías en alta tensión, en ardiente comunicación con el Eterno; de otra manera no podréis aguantar el asalto del tedio y la tristeza.

Pero sentía terror al pensar que debería enfrentar a solas la agonía y la noche. Necesitaba a alguien a su lado para la hora suprema. El Pobre era ahora un desconocido aun para sí mismo: estaba sumergido en las honduras espesas y saladas de una soledad sin límites, respiraba con dificultad y apenas podía mantenerse en pie.

Tomó, pues, consigo a los tres testigos de la transfiguración —Santiago, Pedro y Juan— para que fueran también testigos de otra transfiguración bien diferente. El Pobre sabía muy bien que, en la hora de la decisión, nadie está con nosotros, y que los tragos más amargos se beben a solas; pero, aun así, esperaba que la proximidad de aquellos tres confidentes le aportara algún alivio.

Acompañado por ellos, se internó, pues, en el Olivar; y en este corto trayecto estalló la crisis con toda su fiereza: era una catarata desbordada de pavor, tristeza y espanto, era la
agonía: "comenzó a turbarse y a angustiarse". Los castillos y las montañas se hicieron humo.

Los pensamientos, en cerradas filas, se batían en retirada, dejando el campo libre a las emociones incontrolables. El alma del Pobre estaba varada entre ruinas y piedras rotas.
Volviéndose hacia sus tres acompañantes, como un niño que pide auxilio, les abrió de golpe las compuertas de su intimidad; y desde ella brotaron a borbotones palabras pavorosas: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos ahí y velad". Que era como decir: me muero de tristeza. Todas las aves heridas se vinieron al suelo, el vértigo había tocado el fondo del pozo, y, como un cañaveral tembloroso, combatido por los vientos, así estaba el alma del
Pobre.

Con estos desahogos el Pobre no hacía sino mendigar consuelo, y sus tres confidentes lo habrían consolado, sin duda, lo mejor que pudieron. En realidad, el Pobre estaba en ese momento acosado por el empuje de dos olas: la necesidad de estar solo y el terror de estar a solas.

Y sabiendo que los alivios humanos no son más que pétalos de flor que apenas rozan la piel y que los misterios supremos del hombre se consuman en la soledad de uno mismo, el
Pobre se alejó de ellos a la distancia de un tiro de piedra; absolutamente golpeado por la crisis y momentáneamente derrotado, temblando y con las rodillas vacilantes, caminó unos metros, hasta que, agotado y no pudiendo ya mantenerse en pie, "cayó sobre su rostro, orando..." Y entró en agonía, en un combate cara a cara con la muerte.

A lo largo de su vida había sido la respuesta fiel del Hijo al Padre. La Carta a los Hebreos presenta a Jesús como modelo de fidelidad, sumido en un mar de pruebas: "Fijaos en Aquel que soportó la contradicción" (Heb 12,3) y "sufriendo aprendió a obedecer". Tenemos, pues, un hermano a quien le costó mucho ser fiel al Padre. 

Experimentó en su ser todas las limitaciones, como la ley de la contingencia, de la transitoriedad, de la soledad y de la
deslealtad: se aceptó como hombre, sin evasiones, sin compensaciones, sin recurrir a la divinidad en los momentos de apuro.

Pero en esta vasta experiencia humana le faltaba al Pobre la experiencia más amarga: la de la muerte. A pesar de que estaba familiarizado con la idea de morir, y morir por amor, otra cosa, sin embargo, era encontrarse súbitamente cara a cara con la muerte.

Es fácil teorizar, fraguar filosofías y hasta teologías sobre la muerte cuando ella está ausente y distante. Puede ser también que la palabra muerte suene para muchos como una palabra vacía, algo tan insustancial como la palabra nada. Somos nosotros los que damos "vida" a la muerte, poblando su vacío con nuestros fantasmas y miedos. Somos nosotros los que, en vida, "vivimos" la muerte. En Getsemaní, el Pobre de Nazaret "vivió" su muerte.

Todo ser viviente —vegetal, animal, hombre— está dotado de mecanismos apropiados para enfrentar la extinción: es el instinto de conservación, poderosas fuerzas defensivas, más
tenaces en el animal que en el vegetal y más en el hombre que en el animal. Cualquier animal, una vez que entra en el proceso de extinción, se deja "llevar" por la muerte; no resiste, se apaga como una vela: la muerte "se realiza" en él. No muere, se deja morir, se acaba.

Sólo en el hombre existe la agonía, porque el ser humano toma conciencia de su extinción y la resiste mentalmente. La agonía es, pues, un combate de resistencia mental. Sólo
el hombre muere, porque sólo en él se da la agonía, la lucha o la resistencia en la que acaba sucumbiendo y siendo aniquilado, envuelto en la vorágine de su propia resistencia, y así la muerte obtiene la victoria sobre el hombre; mientras que el hombre puede conquistar la victoria sobre la muerte entregándose a ella, lo que le sucedió al Pobre al finalizar el episodio de Getsemaní.

Por otra parte, la muerte es el enfrentamiento con lo desconocido, y la mente humana tiene siempre temor a lo que ignora. La muerte cercena todas las cosas hermosas de la vida: la alegría del sol, el calor de la amistad, la embriaguez de la música, el esplendor de la primavera;
y obliga a una irremediable y definitiva separación de los seres más queridos, familiares y amigos. Es la Gran Despedida: amigos, debo irme y vosotros no podéis "venir" conmigo.

Una vez muerto, el hombre ya no sufre más con estas despedidas. Mientras está vivo, como Jesús en el Huerto de los Olivos, es cuando el hombre va "viviendo" la desgarradura de todas las despedidas. Y como el miedo es una energía desencadenada para la defensa de las
propiedades amenazadas, es natural que la proximidad de la muerte produzca el supremo miedo, y el miedo, a su vez, produzca la suprema angustia, una angustia mortal o de muerte.

En su agonía en el Huerto, mientras duró la resistencia, también Jesús experimentó una angustia de muerte.
Todo esto lo "vivió" el Pobre de Nazaret en Getsemaní. Lo "vivió" en altísimo voltaje, porque allá convergían una serie de circunstancias que hacían mucho más desgarradora su
partida.

Para quien va a morir inicuamente ajusticiado puede constituir un motivo de consolación el saber que muchos lamentarán y llorarán su muerte. El fenómeno esencial de la
muerte, que es la soledad, puede ser aliviado parcialmente por la solidaridad de los demás.

Pero el Pobre no experimentó tal solidaridad, sino hostilidad y, en el mejor de los casos, indiferencia. La mayoría se alegraría de su muerte o permanecería indiferente. Un símbolo de esta situación fueron sus propios discípulos, que dormían plácidamente mientras él, su Maestro, se debatía en una agonía trágica. Cualquier hombre, en circunstancias similares, se hubiera sentido absolutamente infeliz. ¿Cómo no sentir hastío y náusea? Por lo demás, toda esta situación no dejaba de tener su lado absurdo. Si yo asumo, con sudores de muerte y sangre, este amargo trago para salvar a estos hombres y a ellos nada les importa tal salvación, ni la reconocen ni la agradecen, hay que concluir que esa muerte es absurda y ridícula.

¿Pudo Jesús haber evitado la muerte, al verse perseguido?, ¿Por qué no huyó a las montañas o echó mano de ciertas estrategias? 
¿Por qué no se llamó al silencio, al menos en sus últimas semanas? 
¿Por qué permaneció mudo cuando Caifás, Pilatos y Herodes lo invitaron a defenderse?
¿Qué sucedió realmente? 
¿Se trató de una fatalidad o fue una decisión libre y voluntaria de su parte? 
¿Murió Jesús voluntariamente? 
¿Y qué quiere decir "morir voluntariamente"?

Contemplando su drama con ojos humanos, todo sucedió como si el desenlace final y fatal de la vida del Pobre fuera el resultado de una serie de elementos conjugados: la hostilidad de las autoridades religiosas de Israel, las reacciones psicológicas de Judas, Caifás y Pilatos, las
estrategias imperiales conjugadas con los intereses económicos, las políticas contingentes entre las tropas de ocupación y las autoridades del país ocupado, etc. Y así, el torrente de la historia fue arrastrando al Pobre de Nazaret ("convenía que muriera") como un desperdicio, hasta el basural de la muerte.

¿Fue eso? Todo eso existió, ciertamente, Pero sólo con eso no habría habido redención. Era necesario que Jesús asumiera todo eso libre y voluntariamente. Aquellos acontecimientos eran historia, pero no eran historia de la salvación. Para que hubiera redención, Jesús tenía que infundir su voluntariedad a aquellos acontecimientos históricos, tenía que morir voluntariamente. El problema, para la redención del mundo, no era si Jesús moría o no moría; moriría de todas maneras: hubiera salido Jesús, espada en mano, aquella noche frente a las tropas que fueron a detenerlo, y hubiera caído peleando; o se hubiera entregado, tal como lo hizo, como un cordero indefenso, en ambos casos moría. El problema, repetimos, no era, pues,
si moría o no moría, sino si moría voluntariamente.

Morir voluntariamente no quiere decir que Jesús saliera al encuentro de la muerte desafiando a sus perseguidores, sino que, leyendo los acontecimientos históricos, tal como se
estaban desarrollando en torno a él, Jesús acabó descubriendo en ellos el designio del Padre.

El Padre podría haber irrumpido en los acontecimientos históricos, interrumpiendo la marcha de la historia. Si no lo hizo fue porque su voluntad permitió que la dinámica de la historia siguiera su marcha fatal y, como consecuencia, su Hijo muriera crucificado. Jesús vio y aceptó la voluntad del Padre a través de los acontecimientos, y se rindió no ante la fatalidad de los hechos, sino ante la voluntad del Padre que los había permitido. Murió, pues, voluntariamente; y el momento culminante de esa aceptación de la voluntad del Padre tuvo lugar en la noche de Getsemaní.

De pronto, en un momento dado de aquella noche, el Pobre pudo advertir que el huerto estaba rodeado de tropas de asalto, armadas hasta los dientes, sin un resquicio para una
posible retirada. Al verse acorralado, Jesús sólo pensó en que si una hoja del árbol no cae al suelo sin que el Padre lo permita, el Hijo no podía ser arrastrado por la corriente de la muerte sin la autorización expresa del Padre. Y sus ojos se enfrentaron con esa muralla roja de la voluntad del Padre, que había permitido, querido y dispuesto que el Hijo desapareciera a esa edad y de esa manera. Y después de gritar, llorar, sudar y sangrar, aceptó aquella voluntad y se
entregó sin violencia a la violencia de los hechos, abandonándose en silencio y paz en manos de quien permitió su martirio.

Murió voluntariamente. Y la muerte fue derrotada, porque fue aceptada. Todo esto sucedió en Getsemaní.

En Getsemaní, el Pobre distinguió con aterradora claridad lo que yo quiero y lo que quieres tú, entablándose entre ambas voluntades un recio conflicto que se exteriorizó en el sudor de sangre. Mientras los tres confidentes, asustados sin duda y absolutamente consternados, observaban a corta distancia a su abatido Maestro, sin saber qué decir o qué hacer, el Pobre, entre tanto, con "gritos y lágrimas" (Heb 5,7) y "caído en la tierra" (Mt 26,39), oraba: —Padre —decía—, Padre amoroso. He llegado a alta mar y las olas me ahogan. 

Quiero refugiarme a la sombra de tus alas mientras pasa esta desoladora calamidad. Estoy hundido en el profundo barro y un pavor mortal me retuerce las entrañas. Una jauría de lobos ha caído sobre mi carne y quieren despedazarme. Padre mío, para ti todo es posible: aleja de mi vista la sombra de la muerte. Como el vestido mojado se adhiere a la carne, así mi alma se agarra a la vida. Estoy en la flor de la juventud, ¡y quiero vivir! Para ti todo es posible: del seno del invierno haces brotar cada año el verdor de la primavera. 
Entierra la guadaña de la muerte muchos metros bajo tierra. ¡Lejos de mí el cáliz de la amargura! No obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú. Y dame alas para que pueda volar en pos de tu voluntad.

Pero esa noche hermosa, que vestía de claridad el mundo, era al interior de Jesús una noche oscura del espíritu: el Padre estaba lejos, o simplemente no estaba. El tedio había
anegado los valles del Pobre y se ahogaba en el mar de la soledad. Sobre su desierto infinito no se divisaba ni siquiera un cuervo. La contradicción (ganas de vivir y ganas de morir) desgarraba sus entrañas. Ya que no sentía el consuelo del Padre en la aridez más desoladora, intentó buscar un vaso de alivio en sus tres confidentes.

Se levantó: apenas podía sostenerse en pie. Con dificultad y tambaleando avanzó hasta el lugar donde se encontraban los tres discípulos. Hubiera deseado, y eso es lo que buscaba, encontrarse con la presencia consoladora de tres amigos en oración; pero estaban adormilados. Gran decepción. "Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar?" Permaneced despiertos y orad; de otra manera vais a ser anegados por la tristeza.

Los dejó. Estaba escrito que aquella noche el Pobre no encontraría consolación ni en el cielo ni en la tierra. Regresó a su soledad, y "entrando en agonía, más intensamente oraba" (Lc 22,44), "repitiendo las mismas palabras" (Mc 14,39).

Por decirlo de una manera gráfica, el Pobre se transformó esa noche en el gran Miserable, no tan sólo en el sentido en que cargó con todas las miserias humanas (Is 53), sino en el sentido de que experimentó la miseria de sentirse hombre, hasta apurar los sedimentos más amargos del cáliz humano. Llegó hasta el límite de lo que es capaz de llegar la existencia humana, la miseria y la desgracia de ser hombre: la soledad, el miedo, el tedio, el absurdo, el terror, la angustia. ¿Quién sería capaz de analizar y medir la profundidad de la aflicción de Jesús cuando exclamó: "Siento una tristeza de muerte"? ¿Quién podría ponderar la carga
humana, la densidad y el sentido de lo que sucedía en el interior del Pobre cuando oraba "con clamores y lágrimas" (Heb 5,7), con "pavor y tedio" (Mt 26,37; Mc 14,33), "caído en el suelo" (Mt 26,39) y con "sudores de sangre" (Lc 22,44).
En su sombría y desesperada grandeza, el Hombre fue descendiendo por la pendiente hasta alcanzar el límite final del precipicio. Aquí no se alcanza a ver otra cosa que ruinas entre rocas grises. El Pobre había descendido hasta los niveles más profundos de la condición humana. El Pobre fue fiel al nombre: llegado el momento de la gran tribulación, ni siquiera pasó por su cabeza la idea de echar mano al bolsillo de la divinidad para sacar de él una carta mágica que lo liberara del trago amargo de la muerte, y de esa muerte. En el misterio de la Encarnación, Getsemaní es el peldaño final.

Llama la atención el hecho de que la primitiva comunidad cristiana, que confesaba a Jesús como Kirios ("Señor Dios"), no se avergonzara de presentarlo gritando y gimiendo por el
suelo. La catequesis primitiva intuyó que el drama de la salvación se consumó aquí, en esta noche. Ésta fue la hora de la gran Decisión; lo que significa que Getsemaní impactó el alma de la Comunidad primitiva más que el Calvario, y por eso revistió a esta escena de características estremecedoras: sudor de sangre, gemidos, lágrimas, tedio, pavor.

El corazón, como es sabido, es un poderoso músculo de función meramente mecánica y en perpetuo movimiento; y por lo mismo, atravesado por una red tupida de fibras motoras.

Cuando una situación emocional aprieta este músculo con una altísima presión, él mismo puede comenzar a bombear sangre con tal potencia y rapidez que los capilares, no pudiendo contener el caudal de la sangre recibida con semejante empuje y velocidad, revientan, produciéndose el "sudor de sangre".

La Carta a los Hebreos nos dice que Jesús oró en aquella noche con "clamores y lágrimas", es decir, gritando y gimiendo. Hay que tener en cuenta que, cuando la angustia llega a ser desmesuradamente aguda, deja de ser una sensación psicológica para transformarse en una sensación somática, como una garra que se clavara sobre todo en la zona gástrica. Ahora bien, el ser humano tiende a oponer a una dolorosa sensación física cualquier reacción, también de carácter físico: gemidos, gritos, contorsiones, llanto...

Para describir la crisis del Pobre en Getsemaní, los sinópticos recurren a dos palabras: pavor y tedio, síntomas típicos de un agonizante. El agonizante se resiste a morir y siente pavor por la muerte. Pero, al mismo tiempo, se siente tan mal que tampoco quiere vivir: siente tedio de la vida. Es como si dos fuerzas contrarias tironearan a una persona en direcciones opuestas; y por eso la agonía es una crisis de desintegración. El problema es cuál de las dos fuerzas
prevalecerá al final; y a esto nos referimos a continuación.

La gran crisis estaba ya en su apogeo. Todavía el Pobre sentía la necesidad de consolación humana. Se levantó, pues, por segunda vez y se acercó al lugar donde permanecían los tres confidentes, con la ilusión de recibir una copa de alivio. ¡Vana ilusión!. Continuaban dormidos, pero esta vez nada dijo; los dejó dormidos y retornó a su lugar, convencido de que, a la hora de la verdad, los consuelos humanos no son sino engañosos paliativos, y de que era él mismo el que debía inclinar, solitariamente, la balanza de la victoria, en la más completa soledad, cara a cara con la muerte y con la voluntad del Padre.

Y decidido a doblegarle la mano a la muerte, entregándose, enfrentó resueltamente el asalto final. Decía: "Padre mío, si tengo que beber este trago amargo, hágase tu voluntad (Mt
26,42). Sólo entregándose a la voluntad del Padre, que permitía la muerte violenta del Hijo, se obtendría la victoria sobre la misma muerte; y estas palabras de Mateo revelan que la resistencia mental del Pobre estaba ya debilitada, pero no anulada.

Desde mundos ignotos, y capitaneados por el instinto de sobrevivencia, acudieron a la boca del Pobre todos los porqués en nombre de la piedad y la razón. 

—Los árboles mueren en invierno —reclamó el Pobre—, y Tú dispones que yo sea abatido en el corazón de la primavera. ¿Por qué? —Hay una primavera —oyó que le replicaba la Voz— que no conoce el fin y cuyas semillas están escondidas en el seno del invierno.

—He entregado a los pobres —insistió el Pobre— la llave de la felicidad, vaciando mis manos llenas en sus manos vacías, porque no se conoce felicidad mayor que hacer felices a los demás. ¿Por qué me arrebatas ahora la felicidad de hacer felices a los demás?

—Es fácil dar; lo difícil es darse. Y la suprema ofrenda consiste en dar la vida.

— ¿No soy, acaso, tu Hijo? ¿No eres Tú mi Padre? ¿No me quieres tanto? ¿No te quiero yo otro tanto? ¿No sería suficiente adorarte en lo alto de una montaña una noche entera como tu Hijo consubstancial que soy? ¿Por qué no me truecas este cáliz por otro menos amargo? ¿Por qué no aplazas esta hora?

—La muerte —respondió la Voz— liberará al hombre de la fiebre de la tierra. Sólo saltando por encima del precipicio se librará el hombre de la región del destierro y la soledad, para cobijarse definitivamente a la sombra abrumadora de la Gloria.

El Pobre calló, y se postró de bruces en el suelo, con la cabeza entre sus manos. La luz se extinguió. El tiempo, como un motor cansado, se detuvo en el Olivar. Aquí abajo, el monte del Olivar, con sus rocas y sus olivos, y allá arriba, las galaxias, en fin, el universo entero envuelto en llamas y ruinas, se desplomó en el pozo de la nada. Para colmo, el serse transmutó en silencio.

Lentamente, como en un despertar de sueños seculares, comenzaron a levantarse altísimas olas en las playas del Pobre, desde sus reservas infinitas de pasión y delirio por el
Padre. Fuegos antiguos se reavivaron de improviso, alzando sus cabezas en llamas y, en círculos concéntricos, se derramaron por la inmensidad de sus planicies. Por todos los rincones de su geografía brotaron arranques de amor, arrebatados de adhesión, transportes de entusiasmo por el Padre, dispuestos a estrangular viva la serpiente de "lo que yo quiero" para dejar paso a "lo que Tú quieres".

Utilizó, además, una instintiva técnica humana: tanto Marcos como Mateo testifican que Jesús "repetía las mismas palabras". Según una ley constante de los mecanismos humanos, una angustia insuperable sólo puede ser superada con la repetición de una expresión enérgica, dicha, a ser posible, en voz alta y con gran agitación.

Fue, pues, el Pobre repitiendo todavía entre sollozos: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú". —Padre mío —continuó—, si en esta noche, en algún momento, abrí la
boca para pronunciar palabras torpes y oponerme a tu voluntad, que nada de que lo que dije quede escrito en tu libro; no eran palabras mías, sino de la carne. Ahora mismo voy a darte mi palabra, firme y definitiva. Mi Madre me enseñó que Pobre es aquel que no se siente con derechos. Siervo tuyo soy. Mis derechos están en tus manos. Te digo, pues: ¿Tengo que morir? Sí, Padre. ¿En una cruz? Sí, Padre. Con la boca cerrada, como un cordero, subiré a la cruz. El sí del Pobre fue adquiriendo contornos y tonalidades cada vez más firmes, hasta que se transformó en un sí sin atenuantes ni condiciones, en la voz típica, trágica y eterna de los pobres de Dios de todos los tiempos: ¡Hágase!

En la medida en que fue repitiendo su Hágase se le fueron soltando una a una las espinas y garras de la angustia, sus nervios se fueron relajando, mientras una corriente
deliciosa de paz comenzó a irrigar paso a paso todo su mundo interior.

Fue repitiendo, aunque ya sin agitación, y cada vez más suave y lentamente, su Hágase, hasta que, después de un largo espacio de tiempo, el Pobre estaba ya enteramente inundado por la paz, como un mar en el que todo es calma, sosiego, serenidad... La muerte había sido derrotada. La victoria está ya en nuestras manos. Lo demás, hasta el final, sólo será un paseo.

Desde este momento, hasta que el Pobre muere en la cruz, no encontraremos en los Anales de la historia del mundo un espectáculo de grandeza y belleza semejantes: no descubriremos en él ningún rictus de amargura, ninguna respuesta brusca, ninguna reacción violenta, ninguna mirada hostil, ningún nerviosismo o agitación interior..., ¡nada!, vestido de una paz inalterable y de una belleza desconocida, que sólo podía venirle del otro lado, el Pobre fue avanzando serenamente en la peregrinación del dolor y del amor... hasta el final.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo VIII
Consumación:
La gran crisis y la alta fidelidad



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