martes, 14 de marzo de 2017

LO PUSIERON ENTRE CADENAS

Habían sido días muy agitados. Por primera vez el Pobre había sentido el asalto del poder; lo sintió como una mano de hierro sobre su carne. Nunca le había visitado el miedo,
pero tenía una gran sensibilidad, y la hostilidad le dejaba huellas. Necesitaba sanar sus heridas, necesitaba soledad. 

Saliendo de la explanada del templo, fue descendiendo por la vía que baja a Siloé, y desde allí, al valle de Josafat, para internarse, finalmente, en el Monte de los Olivos.

Durante el trayecto iba pensando: —Tengo que entrar en una casa para saquearla; pero el dueño es un hombre muy fuerte. Así pues, para poder lograr mi objetivo, primero tengo que echar mano del hombre fuerte, sujetarlo bien y atarlo. En el desierto ya quedó amarrado a una roca el propietario de la casa. Ahora tengo que apoderarme de su reino, pues para eso vine a este mundo. Hay dos caminos que conducen a esa conquista: primero, estar atento a cada indicación que venga de la boca de Dios, que hablará por las piedras del camino; segundo, descansar humildemente la cabeza y depositar la confianza en las manos del Padre, sin exigir
comprobantes.

Con estos pensamientos llegó el Pobre a las laderas del Monte de los Olivos, se sentó sobre una piedra y respiró profundamente. Sus ojos se fijaron en la muralla occidental del templo, encuadrada en el amplio y hermoso panorama que se ofrecía a su vista. Apoyó su cabeza en el hueco de sus manos, y, después de un prolongado silencio, oró de esta manera:
—Una mirada, Padre mío; no necesitas tocar las heridas para sanarlas, basta una mirada tuya y sanarán. No dejes de mirarme mientras las espadas están en alto. Siguiendo la bandera de tu voluntad, acabo de ingresar en un campo áspero y pedregoso; todas las noches, cuando comiencen a brillar las estrellas, te buscaré para que viertas el aceite de la consolación sobre mis heridas, a fin de que, sano y fuerte, pueda regresar al campo de batalla a la mañana siguiente.

Se levantó y siguió ascendiendo lentamente; a medida que lo hacía, se le iban dilatando los horizontes, y Jerusalén entera se ofrecía, deslumbrante, a su mirada. Se detuvo
nuevamente, y pudo contemplar a lo lejos una constelación innumerable de montañas. El gozo invadió su corazón, como una corriente de aire fresco. Se sentó y se entregó serenamente a la meditación, buscando los indicadores del Padre.

—El bautismo —reflexionaba— no es parte de mi programa. Lo he seguido administrando hasta el día de hoy, más bien por insistencia de mis discípulos, que lo fueron primero de Juan, como también por fidelidad al mismo Juan. Muchos me consideran un colaborador suyo, y aun su lugarteniente. No faltará quien ve en mí un rival del Bautista.

¿Tiene algún valor el qué dirán? El Padre sabe que mi corazón no es ambicioso. Pero sigo esperando una señal, una señal clara e inequívoca que me diga: ¡Adelante, Hijo mío!. Entretanto, sólo me queda esperar pacientemente.

Siguió descendiendo pausadamente hasta la quebrada del Cedrón. Estaba contento y sentía una gran paz; y ascendiendo por la pendiente, atravesó la Puerta Dorada, ingresó en el recinto amurallado y se mezcló entre la multitud.

Una cosa le había llamado la atención desde el primer momento: no había clima de fiesta; todo el mundo parecía abatido, preocupado, temeroso; se hablaban unos a otros en voz baja. Siguió avanzando, y pudo observar el mismo aire sombrío. Se aproximó a una anciana y le preguntó:
—¿Qué es lo que está sucediendo, mujer de Dios? ¿Por qué todo el mundo está en sombras?

La anciana le respondió:
—Peregrino de Dios, han apagado la llama. Y la mujer rompió a llorar.
—¿De qué llamas estás hablando?, preguntó Jesús.
—Porque quebraba todas las cadenas, agregó la mujer entre sollozos, lo pusieron entre cadenas. Herodes, el reyezuelo del Norte, ha apresado y encerrado a Juan el Bautista en la
fortaleza de Maqueronte. Una nube de tristeza envolvió por completo al Pobre de Nazaret. Se le congelaron los pensamientos y las emociones; las energías se le inmovilizaron; era la parálisis.

Luego el temor tomó posesión de su alma por un instante, un temor oscuro, mientras decía en voz alta: ¡Es el destino del profeta! Y, súbitamente, un pensamiento tenebroso cruzó su espíritu como un relámpago de arriba a abajo: ¡Mi propio destino! Su sangre se encrespó, levantada en olas. Fue una sensación de horror. Y siguió caminando, mientras reflexionaba: Si mi Padre así lo dispone, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Él quiere. Y su alma comenzó a serenarse después de pronunciar estas palabras, mientras se encaminaba a la casa donde se hospedaba con sus discípulos. Y, de pronto, un nuevo relámpago cruzó su espíritu con inusitado fulgor, y se dijo a sí mismo: ¡La señal!, ¡he aquí la señal! La misión del Precursor ha llegado a su término, el tiempo de la preparación se ha completado, ha llegado mi hora, el Reino de Dios está presente. Arroyos de fuerza anegaron sus comarcas. Aceleró el paso, y pronto se reunió con sus discípulos.

Ellos también estaban sombríos y temerosos. El Pobre los saludó con un grito: ¡Aleluya!. Ha llegado mi hora; vamos a Galilea a anunciar buenas noticias.

En efecto, Herodes Antipas, con un audaz golpe de mano, había detenido a Juan y lo había encerrado en la fortaleza de Maqueronte, situada en la escarpada cima de una colina
que desciende casi en vertical hacia el profundo cañón del Mar Muerto. Poco tiempo después, Juan sería degollado.
Los sinópticos nos informan de que la causa de su detención y ejecución fue la denuncia pública y fogosa por parte de Juan de las irregulares relaciones matrimoniales del Tetrarca.

En cambio, para el historiador Flavio Josefo la causa fue otra: "Herodes estaba asustado de la influencia de Juan sobre el pueblo. Temía que ello pudiera dar lugar a algún alzamiento, ya que la gente parecía estar dispuesta a todo por su instigación. Pensó, pues, que era mejor prevenir cualquier acción subversiva que él pudiera emprender, y se deshizo de él". Hay que tener siempre en cuenta la crónica inestabilidad política y el clima de agitación y rebeldía antiromanas que se respiraba en Judea y, sobre todo, en Galilea, y que constituyen el telón de fondo que nos permite entender la mayoría de los acontecimientos evangélicos. Ahora bien, si relacionamos y conjugamos la explicación de los sinópticos con la de Flavio Josefo, nos hallaríamos en posesión de la verdad completa para explicarnos la prisión y ajusticiamiento del Bautista. Ambas explicaciones son correctas y complementarias.

Pero, aun así, no todo está dicho; faltaría otro elemento: la complicidad indirecta del Sanedrín. Ya hemos explicado por qué la presencia de Juan les resultaba molesta, por peligrosa, y cómo le enviaron una comisión investigadora para encontrar un pretexto legal y poder llevarlo a los tribunales. No habiéndolo encontrado, la acción emprendida por Herodes cumplía a cabalidad con sus secretas intenciones. Por lo demás, difícilmente podría haber procedido Herodes de esa manera si no contara con el consentimiento tácito del Sanedrín.

Estamos abundando en estos detalles porque inciden directamente en el destino de Jesús y ayudan a entender la creciente hostilidad del Sanedrín y, sobre todo, el violento final del Pobre de Nazaret. Hay dos textos significativos en este sentido: "Después que Juan fue encarcelado, vino Jesús a Galilea" (Mc 1,14). Jesús, pues, consideró la desaparición de Juan como la señal que el Padre le daba para iniciar su tarea evangelizadora.

Pero hay otro texto inquietante: "Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos (la noticia de) que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan —aunque
no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos— abandonó Judea y volvió a Galilea" (Jn 1). 

¿Qué conclusiones emergen de este texto? Varias.

En primer lugar, que el Sanedrín consideraba a Jesús muy vinculado y comprometido con Juan, y era lógico que imaginaran a los dos corriendo la misma suerte, y, en todo caso, su animadversión hacia Juan la transfirieron a Jesús desde el primer momento. 

En segundo lugar, Jesús presentía que su popularidad, mayor que la de Juan para entonces (cosa difícil de explicar, por lo demás), lo iba a exponer a los celos, envidias y asechanzas de los fariseos; por lo tanto, mejor dirigirse cuanto antes hacia el Norte, a su tierra. Este alejamiento estuvo motivado, pues, por el temor y la prudencia. En tercer lugar, y según los sinópticos, este alejamiento se realizó apenas Jesús se informó de la prisión de Juan. Finalmente, en esta circunstancia dolorosa, Jesús pudo tomar conciencia de un hecho: ¡con qué facilidad puede troncharse una vida y un destino! Y no puede estar conforme con la voluntad de Dios exponer inútil y temerariamente la vida sin una razón proporcional. Por eso, a partir de estos hechos advertimos en Jesús una cierta cautela.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo IV
Los primeros pasos:
Lo pusieron entre cadenas



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