jueves, 23 de marzo de 2017

LOS DICHOSOS

Durante una semana el Maestro fue recorriendo las ciudades y aldeas de Magdala, Betsaida, Corozaín y Gerasa, además de Cafarnaún. Como en un día de vendimia, Jesús había ido escanciando el mejor vino, y los pies de los habitantes de todas aquellas ciudades comenzaban a moverse rítmicamente como en una danza.

—No es todavía la hora de la danza —les dijo Jesús—. La próxima semana sonará la música en la colina más alta, redonda y verde, la que se levanta frente al lago, entre Magdala y Cafarnaún. Allá será la boda y la fiesta de los pobres de todos los tiempos. He venido a extenderos la invitación al banquete de bodas, y vosotros, a su vez, extendedla también a todos los presidiarios, calumniados, desprestigiados, desconsolados y hambrientos, así como a
los tullidos, cojos, ciegos, sordos e inválidos; y decidles que ya llegó el día de la redención. Nos encontraremos en la orilla del lago, y desde allí ascenderemos a la colina en jubilosa romería.

Entre tanto, seguiré siendo para vosotros como un lago entre montañas, y no dejaré de caminar día y noche por sus sendas. En el día señalado, como atraídos por un imán, desde todas partes afluían las multitudes, unos arrastrándose, otros llevados a hombros, otros en camillas, algunos montados en jumentos... El corazón del Pobre palpitaba como el corazón del mar. No era alegría. Era una nave arbolada, envuelta por la espuma del delirio, como si estuviera anclado en el mismísimo centro de la vida. ¿El día más feliz de su vida? Esa era la sensación que dejaba traslucir. Sonreía dichoso a cada persona o grupo que llegaba.

Allí estaban, todavía con las marcas de los grilletes en sus pies y manos, los presidiarios que habían envejecido en las cárceles porque la prepotencia de los poderosos los había
entregado a las cadenas. Allí estaban los recaudadores de impuestos, que se habían aprovechado de su cargo para esquilmar al pueblo. Allí estaban, todavía con las heridas
abiertas, los que habían sido víctimas de la infamia de los miserables. Estaban también las mujeres de vida dudosa, los sordomudos y ciegos de nacimiento, los explotados por la codicia de los ricos, muchas madres con sus pequeños en los brazos, incontables enfermos, menesterosos, mendigos...

Jesús se encaramó a una roca. Los pobres no despegaban sus ojos de su blanca figura. Habían olvidado su hambre y la crueldad de la vida. El Pobre también los miraba con simpatía.

Un anciano le gritó: —Eres pobre como nosotros, Maestro; no esperamos que nos sacies con pan; buscamos otra cosa: líbranos de las cadenas que nos oprimen.

—Espero que no seáis vosotros —le contestó Jesús— como aquellos esclavos que se consideran libres porque sus grillos oxidados fueron reemplazados por otros más relucientes.

—Te hemos seguido hasta aquí —dijo otro— porque dices que ha llegado el día de la redención.

—Hoy —respondió Jesús— le recortaremos sus alas negras al Maligno y aserraremos el escabel a los poderosos que se creen que el sol sale sólo para ellos. Vosotros habéis espigado en sus rastrojos y vendimiado los racimos olvidados de sus viñas, pero puedo ver que las bolsas vuestras están vacías. Hoy las colmaremos, hoy se trocará la suerte de los hombres.

Y en ese momento el Pobre de Nazaret agitó sus brazos como dos potentes alas y gritó a la muchedumbre:
—Hijos predilectos de Dios, en el nombre del Señor, ¡en marcha! Y se encaminó monte arriba, seguido por una turba de menesterosos, alegres y bullangueros, como arrebatados por una onda salvaje de euforia en la mañana primaveral. 

¡Qué espectáculo! Era como un ejército abigarrado y multicolor en el día de la victoria. Como el tornado, cuando asciende, arrollador, desde el mar.

Llegaron a la cumbre. Jesús subió a un altozano desde donde dominaba a toda la concurrencia. El pueblo de los olvidados fue acomodándose y tomando asiento, mientras
contemplaban anhelantes al Pobre de Nazaret.

Jesús había ansiado este momento desde hacía largos años. Pero al contemplar ahora, con un solo golpe de vista, la miseria humana con sus mil rostros, se le congeló la inspiración. Había sufrido como sufren los elegidos para dar cima a la razón de su elección.

En pocos años había vivido mucho tiempo: era joven, pero su poder de captación era tal que sus archivos estaban repletos de recuerdos como los de un anciano. Pero ¿qué decirles? Como relámpagos cruzaban por su mente mil recuerdos con sus mil lecciones de vida: pastores, pescadores, labradores, artesanos y carpinteros; había visto a los humanos trabajar encorvados en el campo, en los viñedos, en el telar, en la cantera, en el aserradero. Estaba
acostumbrado a escuchar el silencio, y en el silencio había oído los himnos de los siglos y las voces no pronunciadas todavía por lengua humana. Pero ¿qué palabras transmitir a esta muchedumbre hambrienta? Francamente, no sabía qué decirles: la emoción le cegaba todas las fuentes.

—Maestro, hemos subido a esta cumbre para escucharte —oyó que le decía una mujer con un bebé en sus brazos—. 
Abre tu boca, suelta tus manantiales y sacia nuestra sed.

—Quiero abrir manantiales de consolación —le respondió Jesús—, porque he visto manantiales de sangre. He visto la infamia devorando a la inocencia, he visto la calumnia
desgarrando a la honradez, he visto cadenas oxidadas por el sudor humano, y caravanas detenidas, y camellos famélicos por el suelo. ¿Cómo podría consolar a los demás si mi alma
está desconsolada?

— ¡Jesús de Nazaret! —le gritó enérgicamente un hombre corpulento sentado a horcajadas sobre una gran piedra—, eres nuestra última esperanza. Sólo tú puedes consolar a
los inconsolables; si tú nos fallas, ¿a quién acudiremos? 

Estas palabras lo conmovieron a Jesús en sus más remotas profundidades: de un golpe se abrieron sus fuentes cegadas y se sintió repentinamente alegre, decidido, inspirado. Y abarcando a la muchedumbre con su mirada, comenzó a hablarles:
—No muy lejos de aquí —dijo— vivía en otro tiempo un rico hacendado que era dueño de una extensa región. El interior de su palacio estaba revestido de sándalo y otros materiales
preciosos. Y sus vestiduras eran de púrpura y lino, recubiertas de amatistas. Nadie podría imaginar la opulencia de sus banquetes, a los que invitaba a reyes y magnates. 

Por los mismos días vivía un mendigo, lleno de andrajos, que andaba siempre merodeando por la mansión del rico, soñando en alimentarse con las migajas que caían de su mesa. Un día se atrevió a llamar tímidamente a su puerta. El pobre le dijo: Mc muero de hambre, dame algo de comer, por
amor de Dios. El rico, sin decir una palabra, soltó los mastines bravos, que estuvieron a punto de despedazar al pobre. Pero los perritos humildes de la aldea venían y lamían piadosamente sus llagas con su lengua. En cierta ocasión, mientras caminaba por el descampado, el pobre murió a consecuencia de las mordeduras de los feroces mastines. Vinieron las aves de carroña y lo devoraron. Pero al mismo tiempo bajó un resplandeciente ejército celestial, tomaron su
alma entre aleluyas y se la llevaron procesionalmente al seno de Abraham. Murió también el rico, y mientras se hacía un regio funeral a sus despojos, su alma fue sepultada en el infierno.

El rico Epulón, que éste era su nombre, hundido en los valles profundos de aquella mansión de horror, entre altísimas llamas de azufre, levantó los ojos, y a lo lejos vio a Abraham, y en su seno a Lázaro, así se llamaba el pobre, y le gritó: —Padre Abraham, ¡misericordia! Estas llamas me calcinan noche y día, por dentro y por fuera, pero no me consumen. 
Envía, por favor, a Lázaro para que con la punta de su dedo mojada en agua refresque mi lengua. Respondió Abraham: —Se han trocado las suertes: en el mundo tú eras opulencia, y Lázaro miseria; ahora tú eres tormento, y Lázaro consolación; además de que entre tú y nosotros se abre un abismo infranqueable.

Jesús se detuvo un momento para respirar, pues él mismo estaba emocionado por la narración. Con inmensa simpatía reflejada en sus ojos, fue mirando detenidamente a cada uno
de sus oyentes, y levantando sus brazos y su mirada hacia lo alto, exclamó:
— ¡Bienaventurados todos los pobres del mundo, porque de vosotros es el Reino de Dios! Ya que vosotros carecéis de todo, Dios mismo será su Todo. Vosotros no tenéis libertad,
porque estáis en la cárcel; estáis muertos de hambre y frío, a la intemperie, porque carecéis de pan y de techo; no tenéis prestigio, porque estáis difamados...; en suma, no tenéis nada, pero ¿tenéis a Dios? ¡Lo tenéis todo 

¡Bienaventurados!, porque quien a Dios tiene, nada le falta.
Dios mismo será el huerto vuestro, el calor de fogón, la vestidura de su gloria, la ternura maternal, la fiesta perpetua. Seréis los verdaderos ricos en el Reino de mi Padre.

¡Bienaventurados vosotros, los pobres —continuó—, que abristeis las jaulas y liberasteis las fieras del corazón! En verdad os digo que la paz será una sombra azul que cubrirá vuestros sueños y vuestros desvelos, y nunca los lobos rondarán vuestra noche: os acostaréis sosegados, dormiréis sin sobresaltos, despertaréis venturosos. Seréis como los navegantes que cada día descubren un nuevo país. La vida vuestra no será una residencia distante de otra residencia, como sucede entre los ricos, porque vuestra propia pobreza os aproximará a otros pobres, y un arroyo de calor enlazará a todos los pobres del mundo.

¡Bienaventurados vosotros, los pobres —agregó Jesús—, porque en vuestra desnudez oiréis las divinas palabras que la tierra susurra al espacio, y el murmullo de las ramas en la
arboleda: es imposible escuchar la canción de la tierra en el rumor de los palacios. Mi Padre os enviará cada mañana a sus ángeles para escardar vuestro huerto de toda mala hierba de rencor o resentimiento, que os podría robar la única riqueza que vosotros poseéis: la paz. Os aseguro que en las puertas del paraíso he mandado poner un rótulo que dice: Los que pretendan entrar aquí dejen afuera sus riquezas, aquí sólo entran los que nada tienen. Por eso
el funeral de un pobre es una fiesta de bodas entre los ángeles de mi Padre.

—Maestro, nuestro interés está aquí abajo —le interrumpió bruscamente la voz ronca de un hombre llamado Judas, apoyado en un añoso y retorcido olivo—. Nos interesa la tierra.

¿Qué nos dices de los ricos? Ellos banquetean, engordan con el sudor de los pobres, y cuando mueren los sepultan con honores. ¡Ése es el verdadero paraíso!

— ¡Desdichados de vosotros, los ricos —respondió Jesús—, que os parecéis a los ceñudos ancianos que se pasan la vida mesándose la barba y pensando sólo en sí mismos! Os
aseguro que en nada os diferenciáis vosotros de esos mulos que eternamente giran y giran en torno a la noria de sus tesoros. ¿Cabe mayor desgracia? Su cerebro es un puñado de barro y su corazón una onza de oro. Es inútil enfrentar a los vientos con la frente ceñida de laurel; rodarán las coronas y el viento pondrá al descubierto la desnudez de sus cabezas. No tendrán paz en su corazón mientras haya tesoros en sus cofres, porque donde está tu tesoro allá está
tu corazón.

¡Desdichados de vosotros, los ricos —continuó—, que sois como los sordos que tan sólo oyen sus propias palabras, las voces del metal! Dios naufragará en el mar de sus riquezas, se fundirá con ellas, y, a final, sus riquezas serán para vosotros el único Dios. ¿Visteis alguna vez que un camello pase por el orificio de una aguja? Imposible, ¿verdad? Pues en verdad os digo, que es más difícil que un rico entre en el Reino de Dios. Las piedras con las que están construidas las casas de los ricos se desplomarán para aplastar a sus amos, y su vida será como el crepitar de la llama que devora la hojarasca. Sus propias riquezas les cantarán la canción final, amarga y monótona, con voces cascadas y aflautadas. No importa cuánto tiempo resistan los tiranos; al final, todos caerán.

—Maestro —le dijo una mujer que estaba muy cerca de él, con un niño llorando en sus brazos—, este niño es un puro llanto día y noche; y yo, su madre, al verlo llorar así, no lo
puedo remediar: soy también una fuente de lágrimas.

—Un día —respondió Jesús—, Dios, nuestro Padre, tomó en sus manos su propio corazón, extrajo la fibra más delicada y la injertó en el corazón de la madre, de todas las madres. 
Desde entonces, lo más parecido a Dios que existe en esta tierra son las madres. Su corazón tiene poderes casi divinos. 
Al dar la mano a una madre hemos tocado el corazón de la
eternidad.

—Es inútil seguir hablando, Maestro—, dijo un anciano de barba blanca—. A veces pienso que las aguas del mar no son otra cosa que lágrimas acumuladas, y por eso son saladas.

Tuve dos hijos y dos hijas. A una de ellas, la más bella, la guadaña la tronchó a sus quince años; a otro lo crucificaron en Séforis, en la revuelta de Judas, el Galileo. A otra le dieron el libelo de repudio, cosa que resultó peor castigo que la muerte. Yo soy viejo, y estoy casi ciego de tanto llorar: las esperanzas ruedan desangradas por los suelos, las ilusiones son flores pisoteadas, la serpiente de la infamia levanta por doquier su cabeza silbante... ¿Para qué vivir?

Jesús sintió que una aguda pena atravesaba, como una daga, lo más sensible de su corazón. Le pareció cruel expresar con palabras lo que tenía en su mente; pero, después de una larga pausa, tomando aliento, con los ojos humedecidos y levantando sus brazos en alto, dijo:

—¡Bienaventurados los que lloran, porque Dios, nuestro Padre, los pondrá sobre sus rodillas como a niños heridos y una por una les secará todas las lágrimas; y no habrá madre en el mundo capaz de acallar el llanto de su criatura con tanta ternura como lo hará nuestro Padre con los hijos acongojados. Sé muy bien que las colinas de nuestro país están sumergidas en lagos de lágrimas, pero conozco otro país donde no se conocen las lágrimas ni el luto.

Llegará el día en que el mar borrará las huellas del dolor, el viento evaporará las lágrimas, el amor y la muerte se darán el abrazo y una dulcísima consolación arrasará con vehemencia los valles y las hondonadas, y sobre los espacios infinitos no quedará otra cosa que un eterno reír.
¡Bienaventurados!

—Tuve seis hijos, Maestro —dijo una mujer avejentada y surcada de arrugas—. En los años de la gran sequía, todos ellos fueron consumiéndose como raquíticos tallos, y en
diferentes lunas se fueron apagando de hambre uno tras otro en mis propios brazos. Hay en este mundo muchas escenas tristes, pero ninguna como la de una madre que ve morir de
hambre en sus brazos a sus pequeños. Y rompió a llorar.

—Aunque parezca cruel —dijo Jesús—, ¡bienaventurados los que pasan hambre y sed aquí abajo, porque ni la mente puede imaginar ni la lengua expresar los festines que les
aguardan! Ningún hambriento quedará insatisfecho. Un sueño enarboló nuestras vidas y un sueño enarbolará el festín de la saciedad eterna. Os espero a todos bajo el dintel de la casa de mi Padre con la mesa preparada y adornada con flores de manzano; os reconoceré, y de nuevo nos daremos la mano, y nos sentaremos, y el festín no tendrá término; y, por fin, sabréis dónde está el secreto de la alegría.

— ¿Y los satisfechos, y los sibaritas, y los vividores, y los que ríen, y los que banquetean?

—rugió de nuevo la voz ronca de Judas.
—Para ellos —respondió Jesús— reservaremos los restos de la vendimia, las espigas de los rastrojos y las migajas que caen de la mesa de los pobres.

El Maestro calló. Con una mirada mezclada de ternura y simpatía fue observando lentamente, uno por uno, a todos los participantes de aquella singular concurrencia. Rebosantes de dicha, una dicha que se reflejaba en sus ojos, los menesterosos permanecieron inmóviles con la mirada fija en la blanca figura de Jesús.

—Eres ciego o eres niño, Maestro de Nazaret —irrumpió nuevamente Judas—; en cualquier caso, no ves nada. Cuando cruzas el lago o recorres Galilea, ¿no ves a tu lado
embusteros y ladrones? ¿Crees que estos andrajosos que te miran embobados son unos corderitos? También ellos asesinan, roban, adulteran, maldicen.

—Recibieron piedras frías —respondió Jesús—, y ¿qué otra cosa pueden hacer sino disparar con piedras frías? Si la vida los hubiera acogido en el hueco caliente de la mano, estos
harapientos que ves a mis pies serían hoy bienhechoras caravanas repartiendo regalos por el mundo. Se entrega lo que se recibe. Bienaventurados los que son tratados con misericordia, porque irradiarán misericordia por los valles. Si amasan el pan con frialdad hornearán un pan amargo.

—Todas las luchas del hombre son parodia, Maestro —dijo un anciano—; eso me enseñó la vida.
— ¡Bienaventurados los que van al río —respondió Jesús— y allí recogen piedras puntiagudas y redondas, y luego las colocan una sobre otra en el muro de la construcción. En
verdad os digo que la paz es una edificación levantada piedra sobre piedra. Quien traiga una piedra para este edificio recibirá una bienaventuranza. Sobre el frontis de la entrada principal del edificio, mi Padre colocará un título nobiliario dedicado a todos los constructores: Hijos de
Dios.

—Por la ruta en llamas que he recorrido hasta hoy, Maestro de Nazaret —insistió Judas—, he visto a los humildes levantar torres contra los que pretenden edificar sobre
nuestros huesos, he visto romper lanzas a favor de los humillados, levantar la voz en el nombre de los silenciados, fundir los metales de los aherrojados... ¿Qué lugar reservas, Jesús de Nazaret, a esas legiones que libran la batalla por la justicia?

—Cada lanza rota a favor de los humillados —respondió Jesús— se convertirá en un cetro de gloria. Con las lágrimas y la gratitud de los maltratados se entretejerá una diadema
con la que se ceñirá la sien de los luchadores. 

¡Bienaventurados los que son perseguidos por la justicia, porque ésa es la ruta recorrida por los profetas y enviados de Dios! Al caer la tarde me sentaré bajo el arco de la eternidad, en el umbral mismo de la puerta, y les diré: Luchadores por los derechos de mis pobres, pasad y tomad asiento en la cabecera de la mesa, saciaros y brillad por siempre como manantiales de luz. Los explotadores, en cambio, serán como la espuma del mar, que ante el soplo del viento se desvanecerán como si nunca hubieran existido.

— ¿Y qué bienaventuranza habrá para estos pequeños? —preguntó una madre joven, señalando a dos de sus hijos.

Jesús sintió, en este momento, una conmoción especial, respiró profundamente y con acentos de una particular inspiración dijo: —Bienaventurados los que son transparentes como estos niños, porque ellos verán visiones mágicas. Verán cómo en un amanecer Dios se acerca a un almendro, lo toca con su dedo y el almendro revienta en una explosión de llamas rosadas.

Ellos verán cómo Dios enciende todas las noches las estrellas y todas las mañanas la hoguera gigantesca del sol. Ellos verán sonreír a Dios en las flores, danzar con las olas, vestir las margaritas del campo, alimentar a los gorriones, velar el sueño de los niños, derramar aceite en las heridas. Ellos verán abrazarse la llama y la nieve, el mar y el viento, el crepúsculo y el amanecer. Ellos verán cómo Dios saca los ríos de los manantiales, riega los montes, reparte la comida al ganado, a las fieras del bosque y a los peces del mar, a cada uno a su tiempo...

Bienaventurados los que son puros como un niño, porque ellos caminarán de prodigio en prodigio y verán a Dios en cada esquina.

La concurrencia estalló en una exclamación general de admiración, entre gritos de aleluyas y hosannas. Aquella gente nunca se había sentido tan dichosa, tan exultante. 
Flautas y oboes resonaban en sus corazones, levantaban los brazos, se sonreían unos a otros, hacían comentarios entre sí. Era como si acabaran de salir de un presidio, como si se les hubieran deshecho las cadenas de todas las esclavitudes. Jesús se sentía profundamente satisfecho.

Siempre consideró que su misión en este mundo era comunicar las buenas noticias a los pobres y consolar a los inconsolables. Lo había logrado en este día y la dicha lo colmaba. Pero quería completar su mensaje, y agregó:
—Todos vosotros, los "cansados y agobiados" por los problemas y fracasos de la vida, que, además, tenéis que soportar el desprecio de los satisfechos, y que, por añadidura, os dicen que estáis excluidos de la salvación, venid a mí, porque yo he venido para vosotros; yo os invito al banquete del Reino, y no sólo os ofrezco el consuelo para después de la muerte, sino que ya desde ahora se inaugura el tiempo de salvación y tienen ya participación en el Reino de Dios. Ésta es la buena nueva.

Me sentaré a vuestra mesa —continuó— y, como comensal, os ofreceré la paz, la confianza, la fraternidad y el perdón. Y esta comunión de mesa significará comunión de vida, el
Reino de Dios y su amor. Sí, me sentaré a vuestra mesa y estaré en medio de vosotros como anuncio y señal anticipada del banquete del Reino de mi Padre. ¡Ha llegado el Reino para los pobres! A las ovejas perdidas las buscaré, a las heridas las curaré, a las hambrientas las llevaré a los pastos abundantes. Cuando el hijo ingrato y prófugo regrese a casa, no le pediré cuentas de sus pasos ni le daré cuarenta azotes, sino que me echaré a su cuello para abrazarlo y besarlo.

...Y la sala del banquete —concluyó— se llenó de hambrientos y vagabundos, menesterosos y pecadores, mientras los fariseos y los que se consideraban justos se quedaron fuera de la sala. ¡Ha llegado el Reino para los pobres, aleluya!

¡Aleluya!, respondió al unísono la gran concurrencia, poniéndose en pie y alzando los brazos. Después de la sesión de las curaciones, Jesús se mezcló entre aquel mundo de lisiados y menesterosos. Y fueron descendiendo lentamente del cerro, felices, mientras caía la tarde.





EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo V
El Pobre entre los pobres:
Los dichosos



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