sábado, 4 de marzo de 2017

NUEVO DESIERTO

Había concluido un capítulo de su vida. ¿Qué hacer ahora? Jesús necesitaba detenerse para orar, meditar y discernir qué nueva orientación tomar, qué nuevos pasos dar para cumplir su misión. 

Las líneas generales de su proyecto habían quedado fijadas en el largo retiro del desierto de Judá; pero en los hechos concretos de cada día leía y determinaba qué clase de
acción inmediata debía emprender y poner en práctica para dar cabal cumplimiento a su vocación. Los acontecimientos de Galilea le habían cerrado una puerta. Ahora, pues,
necesitaba consultar con el Padre para decidir cuáles serían los pasos siguientes y en qué dirección caminar.

Y así, con los pocos seguidores que le quedaban, se dirigió más allá de las fronteras de Israel. Todos necesitaban respirar aire fresco, lejos del ambiente enrarecido de las sinagogas y de aquella atmósfera cargada de efervescencia nacionalista.

No podemos saber qué sucedía en la mente de estos pocos y vacilantes discípulos que optaron por seguirle. Ellos habían podido ver de qué manera la mayoría de los seguidores de
Jesús lo habían abandonado y cómo la gente, por lo general, lo consideraba como un hombre poco práctico; y, por otra parte, ellos mismos habían visto quebradas sus expectativas
mesiánicas.

Los apóstoles debían estar muy confundidos, quizás aturdidos: ¿no estarían siguiendo a un soñador?
No obstante, a pesar de sus perplejidades y sus dudas, lo siguieron. Nada les costaba desertar, si lo hubieran deseado, como lo hizo la mayoría. Pero había una buena dosis de
nobleza en este pequeño grupo: no quisieron abandonar a su Maestro sumergido en plena crisis. Viéndolo envuelto en su terrible soledad, ¿sintieron lástima de él, o percibieron en su rostro una seducción indefinible, una pureza y autenticidad que no parecían humanas?. Realmente había algo de enigmático y misterioso en este grupito de discípulos, arrastrando sus pies tras las huellas de su desolado Maestro, camino de un exilio voluntario, sin ilusión alguna, sin tener "dónde reclinar la cabeza".

No sabemos qué rutas siguieron, qué tierras atravesaron en este deambular fuera de las fronteras de Israel. Al parecer, vagaron sin rumbo fijo, en una confusa peregrinación, símbolo doloroso de la incertidumbre que reinaba en sus mentes. Sólo sabemos que llegaron hasta la
región de Tiro y Sidón, en Fenicia (Mc 7,24-31).

El Pobre de Nazaret, rodeado de su pequeño grupo de seguidores, caminaba lentamente, subiendo y bajando las blancas lomas de la desolada región de Fenicia,
silenciosamente. Parecía un grupo de sonámbulos. El Hermón alzaba a lo lejos su cabellera de nieve, dominando los espacios abiertos. Una bandada de grullas navegaba por el azul en forma de delta hacia el sur; más abajo, innumerables golondrinas, dispersas y alegres, volaban
raudamente en círculos.

Un oscuro combate se libraba en las serranías del Pobre. Arrastrado como por una ley de gravitación universal, todo su ser se volcaba irresistiblemente hacia el silencio y la soledad.

¡Cómo hubiera deseado retirarse otros cuarenta días, como antaño, a la soledad del desierto!

Pero ¿qué sería de sus pobres discípulos, flébiles hojas de otoño, que al menor soplo del viento serían arrastradas a la quebrada?. En el vértice del alma del Pobre se fijó una nube escarlata: Judas...; lo tenía tan cerca, pero estaba tan lejos, fiera orgullosa, templo oscuro disputado por Dios y el demonio. Jesús lo observaba con un cuidado particular. Con su turbulenta personalidad y su alma zelota, Judas podía confundir a los demás incautos compañeros. El Pobre lo vigilaba, lo cuidaba, porque lo amaba.

—Maestro, pareces navegar en un mar agitado —observó Judas.

—También yo soy polvo, con un poco de fuego —respondió Jesús.

—Tu silencio, Maestro —insistió Judas—, se parece a una túnica tejida con las voces de la noche; por eso nos desconcierta, casi nos asusta.

—Mi alma —agregó Jesús— está en la cumbre del desamparo, pero en su ápice mismo nace la esperanza. 
Necesito salir a escenarios más vastos para respirar y vislumbrar rumbos no recorridos. Se me ha cerrado una puerta; vengo a averiguar qué otra puerta me abre ahora el
Padre. No podemos caminar como aquellos ancianos que miran siempre al suelo como si buscaran entre las piedras el tesoro de los años perdidos.

—Maestro —insistió Judas—, el día pasado, junto al lago, cerca de Betsaida, pusieron las multitudes en tus manos una ilusión, hermosa como una fragata impulsada por el viento. Pero te vimos huir monte arriba como un conejo perseguido por los cazadores. ¡Si supieras qué desventurados nos sentimos entonces...!

—Aquella ilusión —respondió Jesús— no era de piedra, sino de ensueño y vértigo. Un anhelo ha movido siempre mis pasos: cumplir la voluntad de mi Padre. Aunque las piedras del camino despidan humo, abrasadas por el fuego, siempre me han señalado su santa Voluntad. Pero en la ruta que he recorrido, siguiendo la Voz del río, me he encontrado con piedras ensangrentadas, y vengo a averiguar el significado oculto de esas piedras para saber qué debo hacer ahora.

—Maestro —dijo Juan—, hemos escuchado tu voz en las montañas; te fuiste por el lago como una nave, dejando tras de ti una estela de vida y amor. ¿Qué resta para la implantación del Reino?

—He venido a salvar el mundo, Juan —respondió Jesús—. Los barcos varados esperan la marea alta para hacerse a la mar, pero nosotros, con nuestros apuros, no podemos anticipar las mareas. He extendido el brazo, y el lago se ha calmado. He convocado a la vida desde las profundidades de la muerte, y los muertos han retornado a la vida. He soltado al viento palabras de consolación, he acompañado el llanto de las madres, he dado la mano a los leprosos..., pero todo ha sido inútil, mi trabajo resultó estéril. No he logrado hacerme entender, no han ingresado en el Reino. Sin embargo, he venido a salvar el mundo; pero ignoro cómo hacerlo. Se lo preguntaré al Padre en la profundidad de estas noches.

Llegaron a la ciudad fenicia de Tiro. Un solo deseo ardía en el corazón del Pobre: retirarse por varios días a la soledad más completa.

Antes de rebasar las puertas de bronce de la ciudad amurallada, el Maestro invitó a los discípulos a salir a las afueras de la ciudad. Subieron con dificultad a un altozano desde donde se dominaba la ciudad. Se sentó el Pobre, y en torno suyo, lo hicieron los discípulos. Le costaba al Maestro separarse de ellos, temía dejarlos solos. Después de hablarles con gran calidez, acabó diciéndoles:
—Hijos míos, siguiendo la Voz del río, he sido el Mesías de los pobres; no hay tristeza que no haya consolado ni lágrimas que no haya enjugado. El amor del Padre se ha canalizado a través de mis pasos y mis obras; pero esta invasión de amor no ha conmovido a Israel; el pueblo no ha ingresado en el Reino, no he conseguido suscitar fe y arrepentimiento, y ahora no sé cuál es mi camino. Necesito varios días con sus noches para auscultar la voluntad de mi
Padre y saber a qué atenerme. Siento alejarme de vosotros, porque tengo entrañas de madre.

— ¿Por cuánto tiempo estarás separado de nosotros? —le preguntó Pedro.

—Una vez que mi Padre me haya manifestado su voluntad y conozca el camino que debo seguir y los pasos que debo dar, volveré presurosamente a vosotros. No serán muchos
días.

Salió el Pobre caminando sin rumbo fijo. Un relámpago hendió el cielo y Jesús comenzó a caminar en esta dirección, pensando que bien podría tratarse de una señal que Dios le daba.

A lo lejos, entre nubes negras, erguía su blanca testa el monte Hermón.

El Hermón —pensaba el Pobre— parece obstinado y orgulloso. Pero es pura solidez, como Dios mismo. Los profetas, aquellos hombres que se alimentaban de raíces de árboles, buscaban a Dios a su sombra. El monte es frontera natural entre el cielo y la tierra; acaba la tierra y comienza el cielo. Ante su imponencia —continuó pensando—, todo pierde consistencia y todo adquiere su verdadera estatura, la relativa.

—Vámonos, alma mía —se dijo a sí mismo en voz alta.
Al pronunciar estas palabras aceleró el paso y continuó subiendo y bajando los cada vez más abruptos contrafuertes. El alma del Pobre iba descendiendo lenta pero incesantemente, hacia las latitudes cada vez más hondas y dilatadas, hechas de música, música de otros mundos. La estructura del mundo comenzaba a resquebrajarse. Ante sus ojos se levantaba una cadena de cumbres que, reverentes y majestuosas, se elevaban hasta incrustarse en las nubes
cargadas de nieve. Pero su alma se había sumergido ya en el seno del mar.

De pronto escuchó un alarido agudo y punzante, como de entrañas desgarradas. Y después escuchó estas palabras:
—Jerusalén es una terrible fiera, pero una fiera enferma, enferma de lepra. El Pobre se sobresaltó, miró a su alrededor y no vio nada. ¿Qué había sido? ¿Un relámpago? ¿Un presagio? ¿Una nueva tentación de Satán? Sacudió enérgicamente su cabeza.

—No es nada —dijo en voz alta, y siguió escalando altura tras altura.

Por fin, en el tramo supremo, el Pobre, ya casi exhausto, ascendió entre precipicios, y deteniéndose para descansar cada vez con más frecuencia, hasta la altura media del Hermón.

Y allí donde levantan cabeza los últimos cedros y los cipreses sobreviven dificultosamente, allí decidió instalarse, diciendo:
—No abandonaré este lugar hasta que la voluntad de mi Padre resuene en mi alma como la voz del mar.

La noche fue ascendiendo lentamente desde el valle, borrando a su paso el contorno de las cosas. Sobre las copas más altas de los cedros pudo distinguir el Pobre las primeras luminarias. Pronto las grandes estrellas, en orden de batalla, como un ejército, ocuparon el firmamento oscuro. El tiempo se transformó en ruinas. El Universo entero se había hundido en un pozo profundo. ¿Qué era aquello? ¿Un sueño? ¿La nada? ¿La muerte? ¿Dios? Cuando el tiempo y el movimiento alcanzaron el nivel cero y pareciera que el ser se hubiera retraído a la nada, entonces, desde las raíces del mundo resonó la Voz, una Voz que contenía la música del viento, la fuerza del mar, la dulzura de una flauta. Voz cuyas vibraciones henchían todos los espacios del universo. Y la Voz dijo:
—Aquí estoy, contigo soy, Hijo mío.

Una bandada de mirlos levantó bulliciosamente el vuelo en las planicies de Jesús, sus arroyos cantaban melodías a la noche, sus granados florecieron..., y la Voz despertó todas las potencialidades del Hijo, convocando todas las energías de su ser. Y el Pobre gritó: —¡Oh Padre!

Después fue el silencio. Y en el silencio, el Padre y el Hijo, mutuamente entrelazados, recíprocamente presentes, en una corriente alterna y circular de dar y recibir, de amar y
sentirse amado...

En el vasto firmamento, las estrellas continuaban quietas, silenciosas, frías. De vez en cuando un asteroide rasgaba el firmamento, dejando tras de sí un reguero de luz. El Pobre se puso de pie, extendió los brazos y habló así:
—Padre, soy una nave que, combatida por las olas, busca refugio en tu puerto. Soy tu Hijo, pero también soy tu Siervo. La vasija que guarda mi vino se fundió en tu horno. Una sola
brújula ha guiado mi nave: cumplir tu voluntad. Pero se me ha extraviado la brújula, y confuso, he llegado a tu puerto: oscuras brumas cubren mi horizonte y ya no sé en qué dirección navegar. Vengo a ti, Padre mío, para que otra vez hagas desaparecer las brumas y me indiques el rumbo exacto.

—Yo soy tu brújula y tu puerto —dijo la Voz.

—Un día —continuó el Pobre— sobre las aguas del río me señalaste la ruta y me dibujaste la figura, diciéndome: No se oirán gritos en el viento, ni clamores en las plazas, transitará por las calles al son de una música silenciosa; no pulverizará la caña cascada y no apagará con su soplo la llama de la lámpara mortecina. Y me agregaste: Tú eres mi Siervo, el
elegido de mi corazón.

—Y te dije mucho más —replicó la Voz—: "Te envío a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación de los cautivos, dar la vista a los ciegos, liberar a los encarcelados y proclamar un año santo de gracia". Te dije mucho más: "Te envío para vendar los corazones heridos, para consolar a los que lloran, para entregarles diademas en lugar de cenizas, aceite de gozo en vez de vestidos de luto, alabanza en vez de espíritu abatido". Te dije
más aún: "Serás llamado roble de justicia; edificarás las ruinas seculares, restaurarás ciudades en ruinas y lugares por siempre desolados".

El Pobre apoyó la cabeza entre sus manos, y exclamó: ¡Adonai, mi Señor! Y guardó silencio.

—Todo se ha cumplido —agregó luego humildemente el Pobre—, pero no he logrado salvar al mundo ni transformar a Israel en un reino de convertidos. ¿Qué queda por hacer aún?
—El misterio se consuma en lo alto de un monte —continuó la Voz.

—Me enviaste a salvar al mundo —insistió el Pobre—, he seguido la ruta trazada y cumplido el programa señalado. He caminado silenciosamente por las calles, he velado el sueño de las madres y vertido aceite en las heridas. ¿Qué más debo hacer?

—Éste es el lugar señalado: Jerusalén, donde se consumará la salvación —agregó la Voz.

—He visitado —continuó reflexionando el Pobre— el alucinante valle donde habitan los leprosos de túnicas amarillas y cabezas rapadas. Subí en su busca hasta las grutas, bajé a los barrancos oscuros donde se ocultan. Les di la mano, los abracé, los limpié.

— ¡No basta! —respondió la Voz.
—Rompí las cadenas, descerrajé los candados, entoné canciones de la patria a los exiliados, de los pobres hice un linaje de alta alcurnia, los inválidos saltaron como cervatillos,
hice posible lo imposible por obra del amor.

— ¡No basta! —continuó la Voz.
—He despertado oleadas de ilusión en las playas de los abatidos, entregué a los presidiarios las llaves de sus calabozos, a las desconsoladas les entoné canciones de cuna y de las ruinas hice mansiones.

— ¡No basta! —insistió la Voz.
—Caminé de aldea en aldea y de puerta en puerta recogiendo tristezas y desventuras, hice un hato con ellas y lo sepulté en lo profundo del lago. Subí a la montaña para proclamar a los cuatro vientos los derechos de los pobres; convoqué a la primavera para que cubriera de flores los naranjos de los huérfanos.

— ¡No basta, no basta, Hijo mío! —respondió la Voz.
El Pobre guardó silencio. En sus valles interiores el pulso se detuvo y la luz se apagó. Se postró de bruces en el suelo con la cabeza entre sus manos. En esta posición permaneció largas horas, con la mente en blanco, detenidos los pulsos de la tierra.

Al fin, se levantó pausadamente, y en la noche profunda resonaron sus palabras:
—Padre mío, me enviaste a salvar el mundo. Siguiendo tus indicaciones, he sido el Mesías de los pobres, cumpliendo en todo tu voluntad. Pero no he conseguido formar un pueblo de santos, un reino de convertidos. Dímelo Tú, en esta noche en que el misterio y la sangre se funden (Jesús levantó sus brazos en alto), dímelo Tú: ¿qué debo hacer en adelante?,
¿cuál es mi camino?, ¿dónde está tu voluntad?, ¿cómo puedo salvar al mundo?

La respuesta fue un largo silencio que se fundió con las piedras y las estrellas de la noche. ¿Qué será? Los cedros, las rocas, las constelaciones, el fuego detuvieron su aliento, la expectación alzó la cabeza. ¿Qué será? Esta noche podría ser la primera o la última. ¿Qué será? Y de pronto resonó la Voz:
—"Creció como un retoño delante de nosotros, como raíz en tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta".

Vibraron los cimientos de la tierra, pero el Pobre calló.
—"Él ha sido herido —continuó resonando la Voz— por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados.

Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan queda muda, tampoco él abrió la boca".

Una estrella errante cruzó de lado a lado el firmamento dejando un río de luz, pero el Pobre no se inmutó.

—"Fue arrancado de la tierra de los vivos —acabó diciendo la Voz—. Por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte y se puso su sepultura entre los malvados, por más que no
hubo engaño en su boca. Plugo a Yavé quebrantarle con dolencias. Indefenso, se entregó a la muerte, y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes".

No hubo más. El tiempo se detuvo, como un viejo reloj averiado. También el silencio quedó varado entre las rocas del Hermón, y sólo podía percibirse flotando en el aire el aroma silvestre de la retama.

Un relámpago azul rasgó violentamente el firmamento del Pobre y un estertor como de agonía estremeció sus fibras. ¿Cómo penetrar en el mar profundo de sus pensamientos? Fue como si un ángel descorriera de pronto la cortina. Todo apareció transparente ante su alma: sometido a un simulacro de juicio y ejecutado, ceñido de ignominia y arrojado al lugar de los muertos, sin que a nadie le importe nada. El Mesías de los pobres —misión cumplida— deriva ahora en el Siervo Doliente que realiza su misión salvadora con su martirio: ha sido triturado por los crímenes del pueblo, ha ocupado el lugar de los pecadores asumiendo el sufrimiento que, en justicia, debía recaer sobre ellos. De esta manera el Pobre realiza la salvación del mundo mediante su función sustitutoria y solidaria.

Frente a semejante perspectiva, la rebeldía, como una llama roja, levantó su cabeza en el alma de Jesús: —Es injusto, no hay lógica —pensó—. ¿Por qué tendría que saldar él deudas
que no son suyas y a tan alto precio? Levantó enérgicamente sus brazos, y preguntó:
— ¿Éste es el único medio de salvar al mundo? ¿No habrá otra manera?
—La muerte no tendrá la última palabra —respondió la Voz—. Y agregó: "Mi siervo será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera; se admirarán muchas naciones, ante él cerrarán los reyes la boca, verá mucha descendencia y se alargarán sus días. Le daré su parte entre los grandes y con los poderosos repartirá sus despojos".

— ¡Está bien! —respondió el Pobre—. Transformaré, pues, la iniquidad en salvación, y, de paso, arruinaré a la misma iniquidad. Pero ¿dónde está el cadalso de la iniquidad, Padre mío?

—Un solo lugar —respondió la Voz— ha sido fijado para la caída del profeta, y no puede haber otro: Jerusalén. Hacia allí se enderezarán tus pasos desde ahora.

— ¡Todo será consumado! —acabó diciendo el Pobre.

Y doblando sus rodillas con cierta brusquedad, se inclinó hasta tocar con la frente en el suelo. El Hermón, con sus cedros y sus rocas, se hizo humo y desapareció. No se oía la respiración del mundo. Una sensación extraña, inquietante, ahogada, se apoderó del Pobre, como si dos océanos, con un empuje infinito, lo apretaran de uno y otro costado. El Pobre se sentía asfixiado, completamente bañado en sudor.

Luego se tendió en el suelo con los brazos extendidos en forma de cruz. El contacto con la tierra lo alivió. En esta posición permaneció largo tiempo, serenándose. Pero
paulatinamente comenzó a experimentar una sensación difícil de describir, como si un suavísimo ungüento se hubiera derramado sobre sus heridas, como si una corriente
inefablemente dulce invadiera sus arterias, raíces y células.

Pausadamente, con palabras entrecortadas, pronunciadas en voz alta, oró así: —Mi Señor, todo está bien, ¡hágase! Suelto en esta noche los remos y el timón y dejo librada mi
nave al ímpetu de las corrientes: llévame a donde quieras y haz de mí lo que quieras. El "yo" que mora en el alto castillo se rinde en esta noche y entrega las armas: ocúpalo Tú, mi Señor, toma en tus manos las llaves y extiende tu dominio en mí de mar a mar. Haz de mí lo que quieras. Siervo tuyo soy.

Últimos días en Galilea

Algo de lo dicho debió suceder en esta época. Por cierto, este período en tierra extranjera está cubierto de oscuridad. No existe certeza sobre el itinerario seguido, ni sabemos
cuánto tiempo duró este autoexilio de Jesús en Fenicia y Transjordania. Sea como fuere, percibimos que en esta etapa de su vida se produjo una clarificación definitiva en la mente de Jesús. Por los episodios que sucedieron a continuación, por sus insistentes presagios sobre su trágico final, por los tópicos en que Jesús abundó en las semanas siguientes, deducimos que la etapa que acaba de transcurrir debió ser un tiempo de maduración y profundización sobre su destino como Salvador del mundo mediante su muerte vicaria o sustitutoria; y que el proceso de este esclarecimiento lo realizó mediante una asidua meditación del Cuarto Cántico del Siervo de Javhé.

Desde Tiro, Jesús se dirigió hacia el Norte, hasta Sión. Después, siguiendo probablemente un camino zigzagueante, pasó con sus discípulos a Transjordania; visitaron algunas ciudades de la Decápolis, y desde allí retornaron a las proximidades del Mar de Galilea.

Suponemos que el Maestro aprovechó el largo receso para intensificar y profundizar la formación de los discípulos.

Jesús comenzó a sentir cierto apremio por preparar el camino de la redención colocando los jalones pre-anunciados por los profetas: la revelación de su identidad mesiánica (Mc 8,27-30), el carácter doliente de su mesianismo (Mc 9,30-33).

Como expresión de esta urgencia, Lucas (12,49-50) nos ha transmitido un par de versículos eminentes en el contexto de esta época: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y cuánto desearía que ya estuviera encendido". Por cierto, no se trata de una situación de guerra espiritual que Jesús hubiera venido a anunciar. Se trata de un fuego hecho de sangre y dolor que arde y alumbra desde lo alto de la cruz.

"Con un bautismo tengo que ser bautizado, y qué angustiado estoy hasta que se cumpla" (Lc 12,50). Son expresiones altas, alegorías vigorosas que están indicando hasta qué
punto el alma del Pobre estaba sumergida en las aguas del Siervo Doliente. Tengo que ser sumergido en un baño de dolor, y en este mar se bañarán las naciones. Cuando sobre el horizonte rojo se levante el cadalso del profeta, rodarán las piedras y el profeta morirá en silencio, sin que nadie lo lamente; y así, la tragedia se consumará sin música en el monte, el monte de la redención. Mientras el drama no cumpla su ciclo, vivo en ascuas, me muero de ansiedad.

Por aquellos días se le acercaron cautelosamente unos fariseos con un dato confidencial: "Sal y vete de aquí porque Herodes busca matarte" (Lc 13,31). No sabemos si este
dato se lo transmitieron los fariseos como un gesto de buena voluntad o trataban de someterlo a una guerra de nervios. Cabría también otra hipótesis: que Herodes, sabedor de
que la personalidad de Jesús despertaba sueños mesiánicos, pretendiera alejarlo de la región utilizando esta estratagema por intermedio de algunos fariseos, amigos suyos.

Herodes Antipas, al parecer, había quedado traumatizado (quién sabe si también agobiado por el enorme peso de la culpa) por la ejecución frívola y salvaje del Bautista. Por las
noticias que se difundían acerca de Jesús, Herodes había llegado a la convicción de que se trataba del mismísimo Bautista surgido de la tumba para vengar en él su muerte. La sombra del Bautizador, pues, lo perseguía; y un fantasma de ultratumba debía tener para él un carácter fatal y omnipotente; había que eliminarlo, pues. Lo que el Tetrarca ignoraba es que no se puede asesinar a un fantasma, y que no hay en este mundo amenaza más terrible que la que proviene desde adentro.

Sea como fuere, no nos interesan tanto aquí los entretelones de la maquinación herodiana como la reacción de Jesús, con el fin de intuir, a través de su respuesta, los sentimientos que por este tiempo se agitaban en el corazón del Maestro.

La manera como lo califica ("ese zorro") es inaudita en boca de Jesús; es la única vez que oímos a Jesús una expresión tan despectiva. Ya hemos explicado anteriormente que Jesús debió sentir una repulsión particular, tal vez única, por Herodes, no sabemos por qué razones específicas.

En la terrible respuesta de Jesús aparece vigorosamente —y es esto lo que nos interesa recalcar— la nueva convicción sobre su destino como Mesías Sufriente: "Id a decir a ese zorro: yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado.

Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén" (Lc 13,32-33).

En los dos versículos consecutivos aparece una idéntica expresión ("hoy y mañana"), indicando un lapso de tiempo relativamente corto. Jesús, pues, a estas alturas presentía que, sea por una inspiración interior o sea por una evaluación personal de la magnitud del conflicto con los fariseos, su sacrificio estaba muy cercano: "Al tercer día soy consumado". En este contexto la expresión "tercer día" indica inminencia.

"Soy consumado" es una expresión densa de significados: por su sufrimiento y muerte, Jesús no sólo completa su función mesiánica, sino que da cabal cumplimiento, llevándolo a su perfección, a su destino sustitutorio como el Mesías que salva, e instala el Reino a través del sufrimiento y la muerte.

Muy poco tiempo permaneció Jesús en las cercanías del Mar de Galilea, encaminándose luego hacia el Norte. Allí donde nace el Jordán, cuyas aguas emergen notablemente claras y
frescas, en este lugar umbroso y solitario el Tetrarca Herodes había levantado la ciudad de Cesarea de Filipo, en honor de Augusto, con un magnífico templo de mármol, edificado bajo una gran roca, que subsiste hasta hoy.

En esta región, en gran parte pagana, pasó algunos días el Maestro con sus discípulos, lejos del asedio de los fanáticos y de las intrigas de los doctores. Estos cortos días fueron, de
alguna manera, una continuación en el adoctrinamiento de los discípulos. A fin de cuentas, el resultado más tangible de su aventura apostólica era este grupito de hombres, principiantes, sí, pero nobles y generosos y sinceramente afectos al Maestro.

Pero había algo más que hacer que completar la formación de los Doce. Se trataba también, y sobre todo, de dar unos pasos concretos hacia la revelación de su identidad
personal y de la preparación anímica frente al golpe final que se avecinaba. Y el Maestro creyó llegada la hora y maduro el ambiente para encarar el delicado asunto de su mesianismo.

También los discípulos, seguramente, al igual que el resto del pueblo, se habrían preguntado una y otra vez sobre la identidad personal de su admirado Maestro: ¿Mesías?
¿Hijo de Dios? Pero ¿qué alcance y contenido tenían esos títulos en su mente? ¿Acaso eran sinónimos? Ellos habían podido comprobar una y otra vez que Jesús no permitía que ni siquiera se pronunciaran esos títulos. Sin duda, ellos no entendían la razón de esa reticencia tan escrupulosa, casi obsesiva. Debieron sentir frente a la personalidad de Jesús una impresión similar a la que se siente ante un panorama misterioso.

A pesar de sus aprensiones, lo habían seguido fiel mente, atraídos, sin duda, por una especie de seducción especial que emanaba del Maestro, seducción que, sin duda, también
constituiría otro enigma para ellos. Habían sido entrenados por él durante varias semanas dedicadas a su formación, estaban no poco familiarizados con él, lo admiraban, lo amaban.

Estaban, pues, en condiciones de abordar un tema que ni Jesús ni ellos se habían atrevido todavía a poner sobre el tapete: su mesianismo, y, sobre todo, los alcances de ese mesianismo.

Sentados sobre la alfombra de pasto verde, junto al nacedero del río Jordán con sus surtidores de agua limpísima, y frente a la imponente roca a cuya sombra se levantaba el templo marmóreo, en un clima de confianza total y en un arrebato de súbita espontaneidad, Jesús lanzó al aire una inesperada pregunta: "¿Qué dicen las gentes que soy yo?" No se trataba, claro está, de ninguna preocupación narcisista, sino de una táctica pedagógica, de un planteamiento exploratorio para llegar de una forma escalonada a la cuestión final y decisiva.

Ante lo inesperado de la interrogación, las respuestas surgieron vacilantes, confusas: "Dicen que Elías, Jeremías...", "algún profeta", "he oído que..." Realizado el planteamiento, la pregunta siguiente era obvia: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Los discípulos quedaron
cortados, mudos, mirándose unos a otros. Parecería como si hubiera un tácito convenio de no tocar ese "tabú", y ahora, repentinamente y a quemarropa, se encontraban ante tan
comprometedora pregunta. Después de un prolongado y embarazoso silencio, Pedro, impetuoso, contestó muy resuelto: "Tú eres el Mesías" (Mc 29). Según Mateo, Jesús les contestó con aquellas solemnes declaraciones: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo, a mi vez, te digo que eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos, y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los
cielos" (Mt 16,17-20).

Marcos, a pesar de ser Pedro la fuente de su información, no trae estas palabras. Es evidente que la preocupación pedagógica de Jesús en este momento iba en otra dirección:
Marcos, significativamente, continúa con la cuestión candente: "Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él" (Mc 8,30). Palabras semejantes nos transmite Mateo (16,20). Bien, el panorama está claro: Jesús era el Mesías, confesado como tal por Pedro y con la aceptación del Maestro. Pero ¿qué clase de Mesías? A pesar del adoctrinamiento y del proceso de purificación mental a los que los había sometido, era difícil, por no decir imposible,
que los discípulos se hubieran liberado de sus prejuicios triunfalistas sobre el Mesías.

Ahora, pues, había que encarar la segunda fase, la más estremecedora: Jesús tendría que provocar una verdadera catarsis, despojar a la figura del Mesías, tal como se perfilaba en las mentes de los discípulos, de sus vistosas vestiduras y cubrirla de harapos, para que, llegado el momento de la prueba, la realidad no fuera tan decepcionante. Probablemente, éste fue para Jesús uno de los momentos más difíciles de su vida. ¿Cómo explicarles, no ya que era el Mesías de los pobres (eso ya lo habían podido percibir con mayor o menor claridad), sino que
sería despedazado, y así salvaría al mundo, y cómo evitar que este anuncio desencadenara una deserción total?

Inmediatamente después de la escena de la confesión de Pedro, Mateo nos transmite estas significativas palabras: "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los sumos sacerdotes y ser condenado a muerte" (Mt 16,21).

Marcos (10,32-33), con un lenguaje todavía más gráfico, nos entrega unas pinceladas expresivas de matices dramáticos: "Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba
delante de ellos; ellos estaban sorprendidos, y los que los seguían tenían miedo". Al parecer, esta escena hay que situarla después de la transfiguración.

La descripción no puede ser más vivida y expresiva: el Maestro va delante, él solo, como abriendo la marcha y como llevando a remolque a los renuentes discípulos, que, remolones, siguen dificultosamente sus pasos.

No sólo eso. El texto viene a indicar que ellos estarían asustados, no pudiendo creer lo que estaban viendo. ¿Qué estaban viendo? Que el Maestro sabía que caminaba hacia el patíbulo y, no obstante, había en su paso tanta firmeza y resolución que aquello les parecía una locura suicida. Ellos, por su parte, según el texto, temblaban de miedo.

El hecho es que, a pesar de las explicaciones perentorias que el Maestro les había dado, los discípulos no podían creer lo que veían. Ante su reticente escepticismo, Jesús vio que era necesario descorrer nuevamente la cortina y mostrar ante sus ojos, con pinceladas rojas, la figura asustadora del Siervo Doliente, como si, asustándolos, quisiera quitarles el susto que tenían: "El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará" (Mc 10,33).

Ante esta reiteración, Mateo nos informa que los discípulos "quedaron muy asustados" (Mt 17,22). La nueva imagen que se les presentaba era tan diametralmente contraria a los
viejos preconceptos, que no había manera de derribar su antigua estatua; y Lucas nos entrega este texto, más significativo todavía: "No comprendían esta palabra, y temían interrogarle sobre este asunto" (Lc 9,45). Está claro: les parecía tan disparatada la imagen que se les presentaba, que era imposible conjugarla con sus esquemas mentales. 
Esto por un lado. Por otro, les resultaba tan aterrador el panorama anunciado, que preferían cerrar los ojos y no
saber nada: no se atrevían a hacerle preguntas.

Los motivos de la subida

Bajó Jesús del monte de la transfiguración, junto con los discípulos, y abordó la calzada que, pasando por Samaría, conduce a Jerusalén. En el alma de los discípulos palpitaba una persistente tensión que no había podido ser del todo despejada por las explicaciones del Maestro. Por eso una niebla baja y cerrada oprimía los valles y hacía pesados los pies de los discípulos, mientras que la resolución ponía alas a los pies del Maestro, hasta el punto de que parecía tener prisa por acercarse a la Capital teocrática.

Al entrar en la zona montañosa de Samaría, Pedro le preguntó a Jesús:
—Maestro, dicen que los puñales brillan en las callejas oscuras de la Capital. ¿Por qué arriesgarnos inútilmente?

—Es posible que Jerusalén sea un nido de víboras —respondió Jesús—; es posible que en su seno se estén fraguando tormentas, pero también es el monte en que la luz lucha con las sombras; y es en Jerusalén donde se levanta el trono de Jahvé nimbado de un santo resplandor. Y un profeta no tiene ascendiente mientras no haya alzado su voz desde sus azoteas.

—Pero ¿qué podemos hacer en Jerusalén, Maestro? Es el reducto de los doctores de la ley —insistió Pedro.

—Antes de que oscurezca el día —agregó Jesús— necesito desatar una tempestad en la Capital, símbolo y centro de nuestra nación. Será una apelación ardiente y definitiva dirigida a todo el pueblo, para obligarlo a rendirse y, como un solo rebaño, entrar en el Reino. Así tendremos un pueblo santo de convertidos, el Pueblo de Dios.

—Maestro —replicó Tomás—, la palabra que esparciste en Galilea se la llevó el viento y se la comieron los gorriones: nada quedó. Otro tanto, y aun peor, puede ocurrir en Jerusalén.

—Es difícil que una higuera estéril, al borde del precipicio, reverdezca y dé frutos — respondió Jesús—. Es posible que mis apelaciones, golpeadas y trituradas por la contumacia,
sean esparcidas por el vendaval entre piedras y zarzas. 
Mucho más: ¿no habéis visto cómo en las grandes marejadas del plenilunio las olas avanzan amenazadoramente hasta reventar contra los acantilados, transformándose en una montaña de espuma? Es posible que mi apelación a todo el pueblo de Israel reviente también, en una crisis total, contra las rocas del fanatismo y la ceguera, y sólo quede también aquí una montaña de espuma.

— ¿Y si, duros y sordos como los huesos —insistió Pedro—, todos te rechazan, y estalla la crisis, y las olas te arrastran a las playas de la muerte?

—No será como cuando los lobos hambrientos caen sobre un indefenso rebaño de corderos —respondió Jesús—; no será como las nubes negras que se desatan en granizo y
piedra sobre el trigal dorado. No será la fatalidad inexorable de la historia que avanza como un torrente, arrastrando inevitablemente cuanto encuentra a su paso. Mi Padre, que no permite que caigan las hojas del otoño o que muera un gorrión sin su beneplácito, no permitirá que los rayos de la fatalidad caigan sobre su Hijo. Cualquier cosa que suceda será permisión amorosa de mi Padre.

—Maestro —dijo Judas—, a cada paso que des sobre el empedrado de las calles de Jerusalén tropezarás con la hostilidad y la muerte.

—Así se consumará la misión del Siervo —respondió Jesús—. Tengo que subir a Jerusalén para morir allí, si ésa es la voluntad de mi Padre. Mi vida ya está perdida, y poco
importa lo que puedan hacer de mí los que ya han levantado el muro y el cadalso.

—Maestro —preguntó Juan—, si el Mesías va a terminar en un patíbulo, ¿dónde quedan las esperanzas que habías suscitado con el anuncio del Reino?

—Sólo los que están hundidos pueden ser rescatados —respondió el Maestro—; sólo los humillados pueden ser ensalzados. La muerte del Siervo no será un espectáculo de infamia, sino de gloria, la revelación suprema del amor. De la misma fuente de donde brota el dolor brota también la alegría, y de la fuente de la ignominia brotará la gloria. Dios entregará a su Siervo en manos de los pecadores como señal de amor y prenda de perdón; y con su muerte
alcanzará el pueblo la felicidad eterna. La muerte no es el final, sino la meta y coronación de la actividad terrena del Siervo. En suma, la palabra anunciada por el profeta, cuyos labios han sido rozados por las brasas y por la miel, tienen que pasar por las llamas del sufrimiento para entrar en la gloria.

—En todas las regiones de Israel —insistió Juan— se erigen en nuestros días numerosos mausoleos en memoria de los profetas para expiar su muerte. El martirio en Jerusalén es,
pues, el fin del camino de todos los que ejercen el ministerio profético.

—La historia de la salvación —explicó Jesús— es una cadena ininterrumpida de martirios de profetas y siervos de Dios, desde Abel hasta Zacarías, hijo de Yoyada. El último eslabón de esa cadena fue el Bautista. ¿Qué destino espera a este definitivo enviado de Dios que les habla? Ser discutido, rechazado y ejecutado por los mismos destinatarios de su misión.

—Sería un final atroz e incomprensible —exclamó Pedro.

—Breves fueron mis días entre vosotros —respondió Jesús—. Si mi voz llega debilitada a vuestros oídos y mis palabras se desvanecen en la memoria, mi muerte perdurará como un
pilar enhiesto en vuestro recuerdo y se levantará como un memorial en las alturas de edad en edad. En Jerusalén terminaré. Pero de nuevo volveré del gran silencio como vuelve la pleamar.

Y de nuevo nos reuniremos y nos daremos la mano, y nos sentaremos a la mesa. A Jerusalén debo ir; allí culminará el día y se apagará la lámpara.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo VII
Jerusalén:
Nuevo desierto



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