miércoles, 8 de marzo de 2017

PEREGRINACIÓN

1. Eterno caminar

Creer es entregarse. Entregarse es caminar incesantemente
tras el Rostro del Señor. Abraham es un eterno caminante en dirección de una Patria soberana, y tal Patria no es sino el mismo Dios. Creer es partir siempre.

Antes de entrar a estudiar la fe de María, voy a hacer aquí una amplia reflexión, no sobre la naturaleza de la fe, sino sobre las alternativas de su vivencia. En una palabra, la fe como vivencia de Dios.
No hay en este mundo cosa más fácil que manipular conceptos sobre Dios y, con esos conceptos, construir fantásticos castillos en el aire. Y no hay en este mundo cosa
más difícil que llegar al encuentro d^l mismísimo Dios, que siempre está más allá de las palabras y de los conceptos.
Para ello es preciso atravesar el bosque de la confusión, el mar de la dispersión y la oscuridad inquebrantable de la noche. Y, de esta manera, llegar a la claridad del Misterio.

El Misterio de Dios

Dios es impalpable como una sombra y, al mismo tiempo, sólido como una roca. El Padre es eminentemente Misterio, y el misterio no se deja atrapar ni analizar. El misterio, simplemente, se acepta en silencio.

Dios no está al alcance de nuestra mano, como la mano de un amigo que podemos apretar con emoción. No podemos manejar a Dios como quien manipula un libro, una pluma o un reloj. No podemos decir: Señor mío, ven esta noche conmigo, mañana puedes irte. No lo podemos manipular.

Dios es esencialmente desconcertante porque es esencialmente gratuidad. Y el primer acto de la fe consiste
en aceptar esa gratuidad del Señor Dios. Por eso, la fe es levantarse siempre y partir siempre para buscar un Alguien cuya mano nunca estrecharemos. Y el segundo acto de la fe consiste en aceptar con paz esa viva frustración.

Pero si el Padre es un misterio inaccesible, es también un misterio fascinante. Si alguno se le aproxima mucho, ilumina y calienta. Pero si se le aproxima más todavía, entonces incendia. La Biblia es un bosque de hombres incendiados.

No se le puede mirar a la cara, dice la Biblia. En otras palabras, Dios no puede ser dominado intelectualmente
mientras estamos errantes por el mundo. Tampoco se le puede poseer vitalmente. Eso sólo será posible cuando
hayamos rebasado las fronteras de la muerte. En cuanto
somos caminantes, si una persona consiguiera «mirarlo a la cara», esa persona moriría (Ex 33,19-23).

Hablando con otras palabras, el Señor Dios no puede entrar en el proceso normal del conocimiento humano. Todas las palabras que aplicamos al Señor para entenderlo, mejor dicho, para entendernos acerca de quién es el Señor Dios, son semejanzas, analogías, aproximaciones.

Por ejemplo, cuando decimos que Dios es padre tendríamos
que agregar inmediatamente que no es exactamente padre. Es más que padre; mejor, es otra cosa que padre. Así, por ejemplo, nosotros sabemos qué significa en el lenguaje humano la palabra persona. Para entendernos quién o cómo es nuestro Dios, tomamos el contenido de la palabra persona, transportamos ese contenido, lo aplicamos a Dios y decimos: Dios es persona. Pero Dios es Otra Cosa. En una palabra, Dios no cabe en las palabras.

Todas las palabras referentes a El tendrían que ir en negativo: así, por ejemplo, inmenso, infinito, invisible,
inefable, incomparable... Eso quiere decir la Biblia cuando afirma que no se le puede «mirar a la cara». De modo que nuestro Dios está siempre más allá de las palabras y también de nuestros conceptos. El es absolutamente otra cosa, o absolutamente absoluto. Hablando con exactitud, Dios no puede ser objeto de intelección sino objeto de fe. 
Esto quiere decir que a Dios no se le entiende, se le acoge. Y si se le acoge de rodillas, se le «entiende» mejor.
Sabemos que el Padre siempre está con nosotros, pero
nunca nos dará la mano, nadie mirará a sus ojos. Son
comparaciones. En palabras más simples, se quiere decir
—repetimos— que el Padre es absolutamente diferente
de nuestras percepciones, concepciones, ideas y expresiones... Se quiere decir que una cosa es la palabra Dios y otra cosa es Dios mismo. Queremos decir que nunca las palabras abarcarán la inmensidad, amplitud y profundidad del misterio total de nuestro querido Padre.

Por eso, en la Biblia Dios es aquel que no se le puede nombrar. Existen tres preguntas que, en el contexto bíblico, encierran idéntico contenido: ¿quién eres?, ¿qué eres?, ¿cómo te llamas? En la montaña, Moisés pregunta a Dios por su nombre. Y Dios responde con el ser. ¿Cómo te llamas? Soy lo que soy (Ex 3,14). Dios responde evasivamente. El es, exactamente, el Sin Nombre, el In-Efable.

De esta manera, la Biblia expresa admirablemente la trascendencia de Dios. En otro momento, al preguntársele
a Dios por su nombre, El responde significativamente: «¿Para qué quieres saber mi nombre? Es misterioso» (Jue 13,18-20). Nuestra vida de creyentes es un caminar por el mundo buscando el misterio del Padre entre penumbras. En esta tierra podemos encontrar huellas borrosas de El, pero nunca su cara.

Las estrellas fulgurantes, en una noche profunda, pueden
evocar el misterio del Padre, pero el Padre mismo está mucho más allá de las estrellas y mucho más acá.
La música, las flores, los pájaros pueden evocar a Dios.
Pero Dios mismo está mucho más allá de todo eso.
Nunca nadie vivió con tanta familiaridad con todas las hermanas criaturas como Francisco de Asís. Todas las criaturas eran para él teofanía o transparencia de Dios. Pero cuando Francisco quería encontrarse con el mismísimo Dios, él se metía en las cavernas solitarias y oscuras.

Huellas

Dios está, pues, más allá y por encima de nuestras dialécticas, procesos mentales, representaciones intelectuales, inducciones y deducciones. Por eso, nuestra fe es una peregrinación, porque tenemos que seguir buscando
el rostro del Padre entre sombras profundas. A veces vemos las huellas de unos pies que pasaron por esta arena y decimos: por aquí pasó una persona. Hasta podemos añadir: era un adulto, era un niño. Son los vestigios. Nosotros, de esta manera, vamos descubriendo el misterio de Dios sobre la tierra. Otras veces lo conocemos por deducciones y decimos: esto no tiene explicación posible si no admitimos una inteligencia creadora.

Nuestro caminar por el mundo de la fe es, pues, por las veredas de las analogías, evocaciones y deducciones.
¿Podrá, alguna vez, un ciego de nacimiento adivinar el color de una llama de fuego? Los colores nunca entraron en su mente. Por eso no sabrá identificar, reconocer y discernir los colores. Los colores lo trascienden. ¿Podrá la retina captar alguna vez el más pequeño fulgor de la majestad de Dios? El no puede entrar en nuestro juego, en la rueda de nuestros sentidos. El está por encima. Está en otra órbita. Nos trasciende. Nuestro Padre es un Dios inmortal y vivo sobre el que nunca caerán ni la noche ni la muerte ni la mentira. 
Nunca será alcanzado por el sonido, la luz, el perfume y las dimensiones. No puede ser conquistado por las armas de la inteligencia. Conquistar a Dios consiste en dejarse conquistar por El. A Dios se le puede asumir, se le puede acoger.

En una palabra, el Señor Dios es, fundamentalmente, objeto de fe. No podemos «agarrar» a Dios, es imposible dominarlo intelectualmente. Somos caminantes. Siempre partimos y nunca llegamos. Por eso, para los hombres de la Biblia Dios no es un divertimiento intelectual. Es un Alguien que produce tensión, genera drama. El hombre en la Biblia siempre luchó con Dios. Y, ¡oh contraste!, para triunfar en este singular combate es preciso permitir ser atacado y vencido, como Jacob en aquella noche.
Debido a eso, el Señor Dios siempre llama a sus hombres
para ese combate a las soledades de las montañas, desiertos y cavernas: al Sinaí, al torrente Querit, al Monte
Carmelo, al monte de los Olivos, al monte Alvernia, a la cueva de Manresa...

Insatisfacción y nostalgia

Hubo Alguien que llegó de la Casa del Padre y nos dijo que el Padre es como una esmeralda que despide una luz diferente a nuestra luz. Y es de tal resplandor que vale la pena vender todas las cosas para poder poseer ese tesoro. 
Y delante de nuestros ojos asombrados, el Enviado Jesús nos presentó al Padre como un crepúsculo bellísimo, como un amanecer resplandeciente, y encendió en nuestros corazones la hoguera de una infinita nostalgia por El.
Y vino a decirnos que el Padre es mucho más grande, admirable, magnífico e incomparable que todo lo que nosotros podíamos pensar, soñar, concebir o imaginar.

«Los ojos nunca vieron, los oídos no oyeron y el corazón
humano jamás podrá imaginar lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9). 

Todo el que es devorado por la nostalgia, es un caminante.
Incluso antes de venir Jesús, Dios había cortado al hombre a su propia medida. Colocó una marca de sí mismo en nuestro interior. Nos hizo como un pozo de infinita profundidad que sólo un Infinito puede llenar.

Todas las facultades y sentidos del hombre pueden estar
satisfechos, pero el hombre siempre queda insatisfecho.
El insatisfecho es también un caminante. El hombre es un ser extraño entre los seres de la creación. Nos sentimos como eternos exilados, devorados por la nostalgia infinita por un Alguien que nunca hemos visto, por una Patria que nunca hemos habitado. ¡Extraña nostalgia!

En tanto la piedra, el roble o el águila se sienten plenos y no aspiran a más, el hombre es el único ser de la creación que puede sentirse insatisfecho, frustrado. Debajo de nuestras satisfacciones arde la hoguera de una profunda insatisfacción. Ella, a veces, es como el fuego semi-apagado debajo de la ceniza gris. Otras veces se transforma en una llama devoradora. Esa insatisfacción es la otra cara de la nostalgia de Dios y nos torna en caminantes que buscan el Rostro del Padre. Esa insatisfacción es para el hombre la maldición y la bendición.

¿Qué es el hombre? Es como una llama viva, erguida hacia las estrellas, siempre dispuesto a levantar unos brazos para suspirar: «¡Oh Padre!» Como un niño que siempre grita: «Tengo hambre, tengo sed.» Siempre sueña en tierras que están más allá de nuestros horizontes, en astros encendidos que están más allá de nuestras noches. Un «peregrino de lo Absoluto», como diría León Bloy.

Desierto

Creer es, pues, un eterno caminar por las calles oscuras y casi siempre vacías, porque el Padre está siempre entre sombras espesas. La fe es eso precisamente: peregrinar,
subir, llorar, dudar, esperar, caer y levantarse, y siempre caminar como los seres errantes que no saben dónde dormirán hoy y qué comerán mañana. Como Abraham,
como Israel, como Elias, como María.

Símbolo de esa fe fue la travesía que hizo Israel desde
Egipto hasta la tierra de Canaán. Ese desierto, que los blindados modernos hoy día cruzan en pocas horas, para Israel fueron 40 años de arenas, hambre, sed, sol, agonía y muerte. Israel salió de Egipto y se internó en el desierto, entre, montañas de roca y arena. Había días en que la esperanza, para Israel, estaba muerta y los horizontes cerrados.

Entonces Dios tomaba la forma de una sombra dulcísima,
en forma de nube que los cubría contra los rayos hirientes y quemantes del sol. A veces, en esta peregrinación, Dios es así: cuando su rostro se transforma en presencia no hay en el mundo dulzura más grande que Dios.

Otras veces, para Israel la noche era negra y pesada, sentían miedo y no veían nada. Dios entonces se hacía
presencia en forma de una antorcha de estrellas, y la noche brillaba como el mediodía, y el desierto se transformaba en oasis. Pero la peregrinación, normalmente, es desierto.

Así acontece también en nuestra propia peregrinación.
A veces tenemos la impresión de que nada depende de nosotros. De repente arden las primaveras y resplandecen
los días. Al atardecer negras nubes cubren el cielo, y de noche el firmamento queda sin estrellas.

Así va nuestra vida. Hoy nos sentimos seguros y felices
porque la sonrisa de Dios brilla sobre nosotros. Hoy la tentación no nos va a doblegar. Mañana se esconde el sol del Padre y nos sentimos frágiles como una caña y cualquier cosa nos irrita. Nos devora la envidia. Tenemos ganas de morir. Nos sentimos como hijos infieles e infelices que gritan: « ¡Oh Padre, ven pronto, tómanos de la mano!»

En esta vida de fe, para los peregrinos que buscan de verdad el rostro de Dios, no hay cosa más pesada "que la ausencia del Padre —aunque para el ojo de la fe, que ve lo esencial, El siempre está presente—. Y no hay dulzura más embriagadora que cuando el rostro del Padre comienza a asomarse detrás de las nubes.

Crisis

En Cadesh Barne fue atrapado Israel entre la arena y el silencio. Experimentó de cerca que el desierto podía ser su tumba. A su alrededor se levantaron, altas y amenazadoras, las sombras del desaliento, del miedo y del deseo de volver atrás. Cayó sobre ellos el silencio de Dios, como la presión de cincuenta atmósferas. Asustados, los peregrinos de la fe comenzaron a gritar: «Moisés, ¿dónde está Dios? ¿Está o no está, realmente, Dios con nosotros?» (Ex 17,7).

Cuando los discípulos escucharon las palabras de Jesús
referentes a la Eucaristía, a ellos les parecieron palabras de un demente. ¿Quién puede comer carne humana? Y dijeron: esto es insoportable, «dura es esta palabra», el maestro ha perdido la cabeza, ¡vámonos! Y lo abandonaron (Jn 6,66).

Abraham, Gedeón y otros combatientes de Dios, cuando
no sienten a su derredor más que oscuridad, silencio y vacío, buscan impacientemente un agarradero sólido, porque tienen la impresión de palpar sombras, navegando en aguas subjetivas. Y piden a Dios una mano para no naufragar, una «señal» para no sucumbir (Gen 15,8; Jue 6,17; 1 Sam 10,1-7).

Así es en nuestra vida. A veces nos sentimos como niños perdidos en la noche. Cae el desaliento y el miedo sobre nuestras almas. Nos sentimos abandonados, solitarios.
Comenzamos a dudar si detrás del silencio estará realmente el Padre junto a nosotros. Entramos en crisis y comenzamos a preguntarnos si las palabras contienen alguna sustancia. Vivir la fe es una peregrinación fatigante, como la travesía de una noche.

Amanecer

Pero llegará el día de nuestra muerte. En ese día acabará
la peregrinación, llegará la liberación, y contemplaremos
eternamente el rostro del Padre, resplandeciente.

La fe morirá, como un viejo candil cuya luz ya no necesitamos. Morirá también la esperanza, como una nave
poderosa y esbelta que nos trajo, navegando a través de olas, noches y tormentas, hasta el puerto prometido. Ahora tenemos que internarnos tierra adentro, cada vez más a fondo, en las regiones infinitas de Dios. Y la nave quedará ahí. Y sólo queda el Amor, la Vida, la Patria infinita de Dios. Ahora resta Vivir, para siempre, sumergidos, invadidos y compenetrados por el resplandor de una Presencia que todo lo cubrirá y todo lo llenará, y repetiremos eternamente: ¡Oh Padre infinitamente amante e infinitamente amado! Estas palabras nunca envejecerán.

2. Feliz tú, porque creíste

La vida de María no fue una «tournée» turística. En una gira turística sabemos en qué restaurante comeremos hoy, en qué hotel dormiremos esta noche, qué museos visitaremos mañana. Todo está previsto y no hay lugar para sorpresas.
No fue así en la vida de María. La Madre también fue caminante. Recorrió nuestras propias rutas, y en su caminar existieron las características típicas de una peregrinación:
sobresaltos, confusión, perplejidad, sorpresa, miedo, fatiga... Sobre todo, existieron interrogantes: ¿qué es esto?, ¿será -verdad?, ¿y ahora qué haremos? No veo nada. Todo está oscuro.

Entre penumbras

«Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de él» (Le 2,33). «Pero ellos no entendieron la respuesta que les dio» (Le 2,50).

Desde los días de Moisés, había una ordenación según la cual todo primogénito masculino —«de hombre o de animal»— era propiedad especial del Señor. El primogénito
animal era ofrecido en sacrificio, y el primogénito hombre era rescatado por sus padres en un precio estipulado por la ley, Según esas mismas ordenaciones levíticas, que se remontaban a los días del desierto, la mujer que había dado a luz quedaba «impura» por un período determinado y tenía que presentarse en el templo para ser declarada «pura» por el sacerdote que estaba de turno en el servicio.

Estaba, pues, María con el niño en los brazos en el templo de Jerusalén, junto a la puerta de Nicanor, en el ala este del atrio de las mujeres. Impulsado por el Espíritu Santo, se presentó allí en medio del grupo un venerable anciano. Su vida había sido una llama sostenida por la esperanza. Esa vida estaba a punto de extinguirse. El venerable anciano tomó al niño de los brazos de su madre, y dirigiéndose a los peregrinos y devotos, les habló unas palabras extrañas: «¡Adoradores de Yavé! Este que veis aquí, en mis brazos, éste es el Esperado de Israel. Es la luz que brillará sobre todas las naciones.

Será bandera de contradicción. Todos tomarán partido frente a El, unos a favor y otros en contra. Habrá resurrección y muerte, ruina y restauración. Y ahora, ya se pueden cerrar mis ojos; ya puedo morir en paz, porque se colmaron mis esperanzas.»

¿Cuál fue la reacción de María ante estas palabras? La Madre quedó muda, «admirada» por todo aquello que se decía (Ix 2,33). Todo le parecía tan extraño. ¿Estaba admirada? Señal de que algo ignoraba y de que no entendía
todo, respecto al misterio de Jesús. La admiración es una reacción psicológica de sorpresa ante algo desconocido e inesperado.

Anteriormente había sucedido un episodio semejante. Fue una noche de gloria. Unos pastores estaban de turno guardando sus ovejas. Sorpresivamente, un resplandor
divino los envolvió como una luz, vieron y oyeron cosas nunca imaginadas. Se les dijo eme había llegado el Esperado y que por eso había alegría y canto.

Se les convidó a que hicieran una visita de cortesía; y los signos para identificar al Esperado ya llegado serían éstos: un pesebre y unos pañales (Le 2,8-16).

Marcharon rápidamente y encontraron a María, José y el Niño. Y les contaron lo que habían presenciado aquella
noche. Y el evangelista agrega: «Y todos los que los oyeron
se admiraban de lo que decían» (Le 2,18). 

Otra vez fueron días de agitación y sobresalto, buscando al niño durante varios días. Por fin lo encontraron en el templo. La Madre tuvo una descarga emocional, un «¿qué hiciste con nosotros?» que fue la válvula de escape para la energía nerviosa acumulada durante aquellos días.
La respuesta del niño fue seca, cortante y distante: «¿Por qué os preocupáis de mí? Una gran distancia me separa de vosotros. ¡Mi padre!, mi Padre es para mí la única ocupación y preocupación.» Fue una verdadera declaración de independencia: comprometido, única y totalmente, con el Padre.

¿Qué hizo María? Quedó paralizada, sin entender nada (Le 2,50), navegando en un mar de oscuridad, pensando, eso sí, qué querrían significar aquellas palabras y, sobre todo, esa actitud.

Estas tres escenas están indicando claramente que los
hechos y palabras de Jesús, es decir, su naturaleza trascendente, no fue enteramente comprendida por la Madre
o, al menos, no inmediatamente asimilada. La información sobre la extrañeza (Le 2,18; 2,33) e ignorancia (Le 2,50) de María, no pudo salir sino de la misma boca de María. La comunidad, que la veneraba tanto, jamás hubiera dicho por su propia cuenta noticias que menoscabaran la altura y veneración de la Madre.

Esto está significando que esa información se ajusta
rigurosamente a la objetividad histórica y que —la información— solamente pudo haber salido de los labios
de la Señora. Entre paréntesis, la escena resulta profundamente emocionante: la Madre, en el seno de la comunidad, explicando a un grupo de discípulos, con naturalidad y objetividad, que tales palabras no las entendió, que tales otras le resultaban sorprendentes... La Madre fue conmovedoramente humilde. María fue, fundamentalmente,
humildad.
No es exacto decir que María fue invadida por una poderosa infusión de ciencia. Y que por la vía de permanentes y excepcionales gratuidades se le eclipsaron todas las sombras, se le descorrieron todos los velos y se le abrieron todos los horizontes. O que desde pequeña sabía todo lo referente a la historia de la salvación y a la persona y destino de Jesús.

Esto está contra el texto y contexto evangélicos. Aquí está la razón por la que muchos fieles sienten un «no sé qué» respecto de María. La idealizaron tanto, la mitificaron y la colocaron tan fuera de nuestro alcance, tan fuera de nuestros caminos, que mucha gente sentía, sin saber explicarse, íntimas reservas frente a aquella mujer mágica, excesivamente idealizada.

La vida de María no fue turismo. Igual que todos nosotros,
también ella fue descubriendo el misterio de Jesucristo con la actitud típica de los Pobres de Dios: abandono, búsqueda humilde, disponibilidad confiante. También la Madre fue peregrinando entre calles vacías y valles oscuros, buscando paulatinamente el rostro y la voluntad del Padre. Igual que nosotros.

En el Evangelio de Marcos hay un extraño episodio lleno de misterio. El contexto de ese relato parecería indicar que la Madre no entendía con suficiente claridad la personalidad y destino de Jesús, al menos en esos primeros tiempos de evangelización. ¿Qué aconteció? Por los tres primeros capítulos de Marcos podríamos deducir que la actuación inicial de Jesús sobre las ciudades de la Galilea fue deslumbrante. Esto produjo una viva discusión y una consiguiente división respecto de Jesús entre los judíos y también entre sus parientes (Jn 10,19).

No cabe duda de que Jesús resultaba una personalidad
extraña, inclusive para sus propios parientes, hasta llegar a decir que había perdido la cabeza (Me 3,21) en vista de la potencia de sus prodigios y palabras. El hecho es que un buen día sus parientes decidieron hacerse cargo de él para llevarlo a casa. Por el contexto general del capítulo 3 de Marcos, se podría deducir que quien presidía aquel grupo de parientes que quería recogerlo era la misma María (Me 3,20-22; 3,31-35).

Por la naturaleza psicológica de esa actitud, podríamos
concluir que por este tiempo María no tenía un conocimiento exacto sobre la naturaleza de Jesús. ¿De qué se trataba realmente? ¿Acaso María participaba en algún grado de aquel desconcierto de los parientes debido a la manifestación poderosa de Jesús? ¿También María era de las personas que lo querían recoger y llevar a casa o, simplemente, quería cuidarlo porque Jesús «no tenía tiempo ni para comer»? (Me 3,20).

Una vez más llegamos a la misma conclusión. María recorrió nuestros caminos de fe. También ella fue buscando, entre sombras, el verdadero rostro de Jesús.

En las bodas de Cana observamos que María ya ha dado pasos definitivos en el conocimiento del misterio profundo de Jesús. En su primera reacción María se movió en una órbita meramente humana. Ella se presenta como una madre que tiene ascendiente sobre el hijo, se siente en comunión con él y procede como quien se siente seguro de conseguir un gran favor.

«María cree que vive en comunión con su Hijo, pero se encuentra solitaria. Luego, al verse fuera de aquella comunión, entra en una nueva relación con El, en la comunión de la fe: "Haced lo que El os diga." No importa lo que ella diga sino lo que El diga, aunque María no conoce todavía la decisión de Jesús».

Para este momento ya todo estaba claro para María. No importa que su gloria materna haya quedado golpeada. En este momento, María ya sabe que para Jesús todo es posible; concepto que la Biblia lo reserva sólo para Dios.

Significativamente Juan agrega que, después de este episodio, María bajó con El a Cafarnaúm (Jn 2,12). ¿Qué
significa esto? ¿Que María deja de ser madre para comenzar a ser discípula? ¿Significa que a la madre, al ver
aquel prodigio, se le ahuyentaron todas las sombras, que
superó aquel alternar entre claridades y oscuridades, y que entró definitivamente en la claridad total?

Entre la luz y la oscuridad

¿Qué existe entre la luz y la oscuridad? La penumbra, que no es sino una mezcla de luces y sombras. Computando
los textos evangélicos, eso fue la vida de María: una navegación en un mar de luces y sombras.

En el día de la anunciación, si nos atenemos a las palabras que se pronunciaron entonces, María tenía conocimiento
completo y cabal de Aquel que florecería en su silencioso seno, Jesús: «Será grande; será llamado Hijo del Altísimo; su reino no tendrá fin» (Le 1,32).

Seguramente la espléndida visitación de Dios en este día arrastró una infusión extraordinaria de luces y ciencia. Sobre todo es seguro que la inundación personal y fecundante del Espíritu Santo fue acompañada de la plenitud de sus dones, particularmente del espíritu de sabiduría e inteligencia. A la luz penetrante de esa presencia única del Espíritu Santo en este día, María veía todo muy claro.

En contraste con esto, por los textos que acabamos de analizar arriba, vemos que María más tarde no entendía
algunas cosas y se extrañaba de otras. Ahora bien, si en el día de la anunciación María comprendió completamente la realidad de Jesús, y luego, al parecer, no entendía esa misma realidad, ¿qué sucedió en medio? ¿Acaso existe alguna contradicción? ¿Hubo información deficiente para el evangelista redactor?

Para mí, ese fondo oscuro y contradictorio está lleno de grandeza humana. Y desde esa oscuridad, María emerge
más brillante que nunca. La Madre no fue ningún demiurgo, es decir, un fenómeno extraño entre diosa y mujer. Fue una criatura como nosotros; una criatura excepcional, eso sí —pero no, por excepcional, dejaba de ser criatura—, y que recorrió todos nuestros caminos humanos, con sus emergencias y encrucijadas.

Es preciso meter a María en nuestro proceso humano. Lo que nos acontece a nosotros pudo haber acontecido a ella, salvando siempre su alta fidelidad al Señor Dios. ¿Qué sucede entre nosotros? Pensemos, por ejemplo, en los consagrados a Dios por el sacerdocio o la vida religiosa.

Un día, allá lejos, en la flor de su juventud, experimentaron
vivamente la seducción irresistible de Jesucristo. En aquellos días, la evidencia era como un mediodía azul: era Dios quien llamaba, y llamaba para la misión más sublime. Eso era tan claro que se embarcaron con Jesucristo en la aventura más fascinante. Pasaron muchos años. Y cuántos de aquellos consagrados viven confusos hoy día, piensan que Dios nunca los llamó, que la vida consagrada ya no tiene sentido.
¿Cómo lo que un día era espada fulgurante puede parecemos hoy hierro oxidado? Es preciso pisar tierra firme:
somos así.
Se casaron. El decía que no había en el firmamento estrella tan espléndida como ella. Ella decía que, ni con la linterna de Diógenes, se encontraría en el mundo ejemplar humano como él. Todos decían que el uno había nacido para el otro. Por unos años fueron felices. Después la rutina penetró en sus vidas como sombra maldita. Hoy arrastran una existencia lánguida. Los dos piensan que debieran haberse casado con otro consorte. ¿Cómo puede ser que lo que un día era luz hoy sea sombra? Es preciso partir de ahí: así somos. No somos geometría. El ser humano no está constituido de líneas rectas.

Somos así: unas pocas seguridades y una montaña de inseguridades. Por la mañana vemos claro, al mediodía
dudamos y por la tarde todo está oscuro. Un año nos adherimos a una causa, y otro año, decepcionados, desertamos de la misma.
Por esta línea humana, ondulante y oscilante, podríamos
explicarnos el hecho de que María veía claro en una época determinada y, al parecer, no veía tan claro en otra época.
¿Sería deshonroso para la Madre pensar que también ella «sintió» el peso del silencio de Dios? ¿Sería indecoroso el pensar que fue dominada primeramente por la decepción, después por la confusión, y finalmente por la duda, en un período determinado de su vida?

En el día de la anunciación, por el tono solemne de aquellas palabras, parece que se prometía un caminar al resplandor inextinguible de prodigios. Y resulta que, luego, estaba solitaria y abandonada a la hora de dar a luz. Y tuvo que huir como vulgar fugitiva política y vivir bajo cielos extraños. Y durante treinta interminables años no hubo ninguna novedad, sólo reinó la monotonía y el silencio.

¿A qué atenerse? ¿A lo que parecía prometerse en el día de la anunciación, o a la realidad actual, dura y fría? La perplejidad ¿no habría perturbado nunca la serenidad de su alma? Lo que nos acontece a nosotros, ¿por qué no habría de acontecerle a ella?

Guardaba y meditaba estas cosas (Le 2,19)

¿Qué hacía en tales apuros? Ella misma nos lo dice: se agarraba a las antiguas palabras para poder ahora mantenerse en pie.
Aquellas palabras eran lámparas. Esas lámparas las mantenía la Madre perpetuamente encendidas: las guardaba
diligentemente y las meditaba en su corazón (Le 2,19;
2,50). No eran hojas muertas sino recuerdos vivos. Cuando
los nuevos sucesos resultaban enigmáticos y desconcertantes, las lámparas encendidas de los antiguos recuerdos ponían luz en la oscuridad perpleja de la actualidad.

Así, la Señora fue avanzando entre luces antiguas y sombras presentes hasta la claridad total. Los diferentes
textos evangélicos, y su contexto general, están claramente
indicando que la «comprensión» del misterio trascendente
de Jesús fue realizándola mediante una inquebrantable
adhesión a la voluntad de Dios que se iba manifestando en los nuevos acontecimientos.

Eso mismo ocurre entre nosotros. Muchas almas tuvieron en otras épocas visitaciones gratuitas de Dios, experimentaron
vivamente su presencia, recibieron gracias infusas y gratuidades extraordinarias, y aquellos momentos quedaron marcados como heridas rojas en sus almas. Fueron momentos embriagadores. 

Pasan los años. Dios calla. Esas almas son asaltadas por la dispersión y la tentación. La monotonía las invade. Se prolonga obstinadamente el silencio de Dios. Tienen que agarrarse, casi desesperadamente, al recuerdo de aquellas experiencias vivas para no sucumbir ahora.

La grandeza de María no está en imaginarse que ella
nunca fue asaltada por la confusión. Está en que cuando
no entiende algo, ella no reacciona angustiada, impaciente,
irritada, ansiosa o asustada. Por ejemplo, María no se enfrenta con el muchacho de 12 años: «Hijo mío, no entiendo nada, ¿qué acontece? Por favor, explícame, rápido, el significado de esa actitud.» María no dice a Simeón: «Venerable anciano, ¿qué significa eso de la espada? ¿Por qué este niño tiene que ser bandera de contradicción?» En lugar de eso, toma la actitud típica de los Pobres de Dios: llena de paz, paciencia y dulzura, toma las palabras, se encierra sobre sí misma, y queda interiorizada, pensando: ¿Qué querrán decir estas palabras? ¿Cuál será la voluntad de Dios en todo esto? La Madre es como esas flores que cuando desaparece la claridad del sol se cierran sobre sí mismas; así ella se repliega en su interior y, llena de paz, va identificándose con la voluntad desconcertante de Dios, aceptando el misterio de la vida.

De repente también nosotros nos parecemos a las criaturas de Prometeo Emergencias dolorosas nos envuelven y se nos enroscan como serpientes implacables. Todo parece fatalidad ciega. Sucesivas desgracias caen sobre nosotros con tanta sorpresa como brutalidad. La traición nos acecha detrás de las sombras, y ¿quién iba a pensar?, en la propia casa. A veces se experimenta la fatiga de la vida y hasta ganas de morir. ¿Qué se consigue con resistir los imposibles? En esos momentos nos corresponde actuar como María: cerrar la boca y quedar en paz. Nosotros no sabemos nada. El Padre sabe todo. Sí podemos hacer algo para mudar la cadena de los sucesos, hagámoslo. Pero, ¿para qué luchar contra las realidades que nosotros no podemos cambiar?

La Madre puede presentarse diciéndonos: «Hijos míos: Yo soy el camino. Venid detrás de mí. Haced lo que yo hice. Recorred la misma ruta de fe que yo recorrí y perteneceréis al pueblo de las bienaventuranzas: ¡Felices los que, en medio de la oscuridad de una noche, creyeron en el resplandor de la luz!»

3. Hacia el interior de María

Entregarse

Creer es confiar. Creer es permitir. Creer, sobre todo, es adherirse, entregarse. En una palabra, creer es amar. ¿Qué vale un silogismo intelectual si no alcanza ni compromete
la vida? Es como una partitura sin melodía. Creer es «caminar en la presencia de Dios» (Gen 17,1).

La fe es, al mismo tiempo, un acto y una actitud que agarra,
envuelve y penetra todo cuanto es la persona humana: su confianza, su fidelidad, su asentimiento intelectual y su adhesión emocional. Compromete la historia entera de una persona: con sus criterios, actitudes, conducta general e inspiración vital.

Todo eso se realizó cumplidamente en Abraham, padre y modelo de fe. Abraham recibe una orden: «Sal de tu tierra» (Gen 12,1-4) y una promesa: «Te haré padre de un gran pueblo» (Gen 12,1-4). Abraham creyó. ¿Qué le significó este creer? Le significó extender un cheque en blanco al Señor, abrirle un crédito infinito e incondicional, confiar contra el sentido común, esperar contra toda esperanza, entregarse ciegamente y sin cálculos, romper con una instalación establecida y, a sus setenta y cinco años, «ponerse en camino» (Gen 12,4) en dirección de un mundo incierto «sin saber adonde iba» (Heb 11,8). Eso es creer: entregarse incondicionalmente.

La fe bíblica es eso: adhesión a Dios mismo. La fe no indica referencia principalmente a dogmas y verdades sobre Dios. Es un entregarse a su voluntad. No es, pues, principalmente, un proceso intelectual, un saltar de premisas a conclusiones, un hacer combinaciones lógicas, barajando unos cuantos conceptos o presupuestos mentales. Principalmente es una actitud vital. Concretamente se trata, repetimos, de una adhesión existencial a la persona de Dios y su voluntad. Cuando existe esta adhesión integral al misterio de Dios, las verdades y dogmas referentes a Dios se aceptan con toda
naturalidad y no se producen conflictos intelectuales.

Hombres de fe

En el capítulo once de la Carta a los hebreos se hace un análisis descriptivo —en cierto sentido un psicoanálisis—
de la naturaleza vital de la fe. Es uno de los capítulos más impresionantes del Nuevo Testamento: parece una galería de figuras inmortales que desfila delante de nuestros ojos asombrados. Son figuras egregias esculpidas por la fe adulta, hombres indestructibles que poseen una envergadura interior que asombra y espanta, capaces de enfrentarse con situaciones sobrehumanas con tal de no apartarse de su Dios. Este capítulo nos recuerda en cada versículo, con un «ritornello obstinato», que tanta grandeza se debe exclusivamente a la adhesión incondicional de estos hombres al Dios vivo y verdadero: en la fe, por la fe, aconteció por su fe, se vuelve a repetir en cada momento.

Aparecen los patriarcas, durmiendo en tiendas de campaña,
sobre la arena. Por la fe, viven errantes por un desierto ardiente y hostil. Tienen que habitar siempre en tierras extrañas, donde sus moradores los miran con recelo (Heb 11,8-13).

Por la fe, otros se enfrentaron a las fieras, estrangularon
leones, silenciaron la violencia devoradora de las llamas y, no sé cómo, consiguieron esfumarse cuando la espada
enemiga estaba ya sobre sus gargantas. Por la fe recobraron
vigor en su debilidad, y un puñado de hombres, armados de fe adulta, pusieron en humillante fuga a ejércitos poderosos en orden de batalla (Heb 11,33-35).

Por la fe, por no claudicar de su Dios, recibieron en paz y sin resistir la muerte violenta. Por la fe unos aceptaron en silencio las injurias, otros soportaron sin quejarse cuarenta azotes menos uno. Por la fe, prefirieron las cadenas de una prisión a la libertad de la calle. Por no separarse de su Dios, recibieron una lluvia de piedras sin protestar.

Por la fe, acabaron sus vidas, unos partidos por medio con una sierra y otros pasados a espada. Por no claudicar de su Dios vivieron errantes y fugitivos, subiendo montañas, recorriendo desiertos, se vistieron con pieles de ovejas y cabras —simulando figuras alucinantes— para desorientar a los perseguidores, se escondieron en grutas y cavernas, perseguidos, hambrientos, oprimidos y torturados (Heb 11,35-39).

Y todo este inolvidable espectáculo se debió a su fe. Pero no a la fe como un planteamiento intelectual o un silogismo. Hicieron todo esto, con tal de no separarse de su Dios vivo y verdadero. Su fe era adhesión, llena de amor a su Dios. Ni la muerte ni la vida —dirá san Pablo—, ni las autoridades ni las fuerzas de represión, ni enemigos visibles o invisibles, ni las alturas ni las profundidades, nada ni nadie en este universo será capaz de apartarme del amor de Jesucristo, mi Señor
(Rom 8,38-40).

Declaración

A mi entender, las palabras más preciosas de la Escritura son éstas: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra» (Le 1,38). Esta declaración es, por otra parte, la clave para radiografiar el alma de María y captar sus vibraciones más íntimas.

De María sabemos poco, pero sabemos lo suficiente. Bastaría aplicar a la Madre el espíritu y alcance de esta
declaración en todos los instantes de su vida y acertaríamos
cuáles eran exactamente sus reacciones de cada momento.

La encantadora

Nazaret era una aldea insignificante en el país del norte de la Palestina septentrional, con una fuente en el centro de la población, rodeada de un campo relativamente fértil, resaltando el valle del Esdrelón. Aquí vivía María. Según los cálculos de Paul Gechter, si partimos de las costumbres de la Palestina de aquellos tiempos, María tendría en esta época como unos trece años. (Paul Gechter, o. c, 139-143). No se pueden comparar nuestras muchachas de trece años con las muchachas de la misma edad de entonces. La parábola del proceso vital varía notablemente según el clima, época, costumbres, índices de crecimiento y longevidad. Bástenos saber, por ejemplo, que en aquellos tiempos la ley consideraba núbiles a las muchachas a los doce años y, generalmente, a esta edad eran prometidas en matrimonio. En todo caso María era una jovencita.

A pesar de ser tan joven, las palabras sublimes y solemnes
que le dice el ángel de parte de Dios, indican que María poseía para esta edad una plenitud interior y una estabilidad emocional muy superiores y desproporcionadas para su edad.

En efecto, es significativo que en su saludo el ángel omita el nombre propio de María. La perífrasis gramatical «llena de gracia» es usada como nombre propio. Gramaticalmente es un participio perfecto en su forma pasiva, que podríamos traducir algo así como: «¡Buenos días, repleta de gracias!» Hablando en lenguaje moderno, podríamos usar para este caso la palabra encantadora. Significa que Dios encontró en María""un encanto o simpatía muy especiales.

Estamos, pues, ante una muchacha que ha sido objeto de la predilección divina. Desde los primeros momentos de su existencia, antes de nacer, fue preservada del pecado hereditario en que le correspondía incurrir y simultáneamente fue como un jardín esmeradamente cultivado por el Señor Dios e irrigado con dones, gracias,
carismas, ciencia, todo fuera de serie.

Por eso se le comunica que el «Señor está con ella», expresión bíblica que indica una asistencia extraordinaria
de parte de Dios. Ello, sin embargo, no quiere indicar que ese trato excepcional la transformó en una princesa celeste, fuera de nuestra órbita humana. Nunca debemos perder de vista que la Madre fue una criatura como nosotros, aunque tratada de manera especial por su destino también especial.

Entrando el ángel

Aquí, lo difícil y lo necesario, tanto para el que escribe como para el que lee, es colocarse en estado contemplativo: es preciso detener el aliento, producir un suspenso interior y asomarse, con infinita reverencia, al interior de María.

La escena de la anunciación está palpitando de una concentrada intimidad. Para saber cómo fue aquello y qué aconteció allí, es necesario sumergirse en esa atmósfera
interior, captar, más por intuición contemplativa que por intelección, el contexto vital y la palpitación invisible y secreta de María. ¿Qué sentía? ¿Cómo se sentía, en ese momento, la Señora? ¿Cómo fue aquello? ¿Sucedió en su casa? ¿Quizá en el campo? ¿En el cerro? ¿En la fuente? ¿Estaba sola María? ¿Fue en forma de visión? ¿El ángel estaba en forma humana? ¿Fue una alocución interior, inequívoca? El evangelista dice: «Entrando el ángel donde estaba ella» (Le 1,28). Ese «entrando», ¿se ha de entender en su sentido literal y espacial? Por ejemplo, ¿como el caso de alguien que llama a la puerta, con unos golpes, y entra después en la habitación? 
¿Se podría entender en un sentido menos literal y más espiritual? Por ejemplo, vamos a suponer: María estaba en alta intimidad, abismada en la presencia envolvente del Padre, habían desaparecido las palabras, y la comunicación entre la Sierva y el Señor se efectuaba en un profundo silencio. De repente, este silencio fue interrumpido. Y, en esa intimidad a dos —intimidad que humanamente es siempre un recinto cerrado— «entró» alguien. ¿Se podría explicar así?
Lo que sabemos, con absoluta certeza, es que la vida normal de esta muchacha de campo fue interrumpida, de
forma sorprendente, por una visitación extraordinaria de su Señor Dios.

La interpretación que hizo María de aquel doble prodigio
que se le anunciaba, según el desahogo que ella tuvo con Isabel, fue la siguiente: ella, María, se consideraba como la más «poca cosa» entre las mujeres de la tierra (Le 1,48). Si algo grande tenía ella no era mérito suyo, sino gratuidad y predilección de parte del Señor.

Ahora bien, la sabiduría de Dios escogió precisamente,
entre las mujeres de la tierra, la criatura más insignificante,
para evidenciar y patentizar que sólo Dios es el Magnífico. La escogió a ella, carente de dones personales y carismas, para que quedase evidente a los ojos de todo el mundo que las «maravillas» (Le 49) de salvación no son resultado de cualidades personales sino gracia de Dios.
Esa fue su interpretación. Estamos, pues, ante una joven inteligente y humilde, inspirada por el espíritu de Sabiduría.

Dos proposiciones

Primeramente se le anuncia que será Madre del Mesías.
Ese había sido el sueño dorado de toda mujer en Israel, particularmente desde los días de Samuel. Entre los saludos del ángel y esta fantástica proposición, la joven quedó «turbada», es decir, confusa, como la persona que no se siente digna de todo eso; en una palabra, quedó dominada por una sensación entre emocionada y extrañada.

Pero la extrañeza de María debió ser mucho mayor todavía con la segunda notificación: que dicha maternidad mesiánica se consumaría sin participación humana, de una manera prodigiosa. Se trascendería todo el proceso biológico y brotaría una creación original y directa de las manos del Omnipotente, para quien todo es posible (Le 1,37).

Frente a la aparición y a estas inauditas proposiciones uno queda pensando cómo esta jovencita no quedó trastornada, cómo no fue asaltada por el espanto y no salió corriendo.
La joven quedó en silencio, pensando. Hizo una pregunta.
Recibió la respuesta. Siguió llena de dulzura y serenidad.
Ahora bien, si una joven envuelta en tales circunstancias
sensacionales es capaz de mantenerse emocionalmente
íntegra, significa que estamos ante una criatura de equilibrio excepcional dentro de un normal parámetro psicológico. ¿De dónde le vino tanta estabilidad?

El hecho de ser Inmaculada debió influir decisivamente, porque los desequilibrios son generalmente resultado perturbador del pecado, es decir, del egoísmo. Y, sobre todo,
se debe a la profunda inmersión de María en el misterio de Dios, como veremos en otro momento.

A mí me parece que nunca nadie experimentó, como María en este momento, la sensación de soledad bajo el enorme peso de la carga impuesta por Dios sobre ella y ante su responsabilidad histórica. Para saber exactamente qué experimentó la Señora en ese momento, vamos a explicar en qué consiste la sensación de soledad.

Sentirse solo

Todos nosotros llevamos en nuestra constitución personal
una franja de soledad en la que y por la que unos somos diferentes de los otros. Hasta esa soledad no llega ni puede llegar nadie. En los momentos decisivos estamos solos.
Solamente Dios puede descender hasta esas profundidades,
las más remotas y lejanas de nosotros mismos.

La individualización o tener conciencia de nuestra identidad
personal, consiste en ser y sentirnos diferentes los unos a los otros. Es la experiencia y la sensación de «estar ahí» como conciencia consciente y autónoma.

Vamos a imaginarnos una escena: Yo estoy agonizando
en el lecho de muerte. Vamos a supener que, en este momento de agonía, me rodean las personas que más me quieren en este mundo, que con su presencia, palabras y cariño tratan de acompañarme a la hora de hacer la travesía de la vida a la muerte. Tratan de «estar conmigo» en este momento. Pues bien, por muchas palabras, consuelos y cariño que me prodiguen esos seres queridos, en ese momento yo «me siento» solo, solo. En esa agonía nadie está conmigo ni puede estar. Las palabras de los familiares llegarán hasta el tímpano, pero allá donde yo soy diferente
a todos, allá lejos, yo estoy completamente solitario, nadie
está «conmigo». El cariño llegará hasta la piel, pero en las regiones más remotas y definitivas de mí mismo nadie está conmigo. Nadie puede acompañarme a morir, es una experiencia insustituiblemente personal y solitaria.

Esa soledad existencial que se trasluce claramente en el ejemplo de la agonía, aparece también con la misma claridad a lo largo de la vida. Si sufres un enorme disgusto o fracaso, vendrán seguramente tus amigos y hermanos, te confortarán y te estimularán. Cuando se ausenten esos amigos, te quedarás cargando, solo y completamente, el peso de tu propio disgusto. Nadie —excepto Dios— puede compartir ese peso. Los seres humanos pueden «estar con nosotros» hasta un cierto nivel de profundidad. Pero, en las profundidades más definitivas, estamos absolutamente solos. Repito: en los momentos decisivos, estamos solos.

Esa misma soledad existencial la experimentamos vivamente a la hora de tomar decisiones, a la hora de asumir
una alta responsabilidad, en un momento importante de la vida. Sentir que se está solo, aunque se tenga un montón de asesores al lado, lo experimentan un padre de familia, un obispo, un médico, un superior provincial, un presidente de república... Me parece que la persona más solitaria del mundo es el Santo Padre. El podrá pedir asesoramiento, convocar reuniones, consultar a peritos..., mas a la hora de
tomar una decisión importante, ante Dios y la historia,
está solo. Un matrimonio, a la hora de asumir la responsabilidad de traer una persona a este mundo, está solo. Cualquiera de nosotros, que tiene diferentes grados
de obligatoriedad ante grupos de personas encomendadas
a nuestra conducción, experimenta vivamente que el peso
de la responsabilidad es siempre el peso de la soledad: en una parroquia, en la gerencia de una fábrica, al frente de un movimiento sindical...

Optar

A partir de esta explicación podemos entender la «situación
vital» de María en el momento de la anunciación. María, joven inteligente y reflexiva, midió exactamente su enorme responsabilidad. Delante de ella se levantaba, alta como una muralla, la responsabilidad histórica. Y delante de la muralla estaba ella solitaria e indefensa. Se le había hecho una pregunta y ella tenía que responder.

Según cómo sea su respuesta, se desequilibrará la normalidad de su vida; ella lo sabe. Si la joven responde
que no, su vida transcurrirá tranquilamente, sus hijos crecerán, vendrán los nietos y su vida acabará normalmente
en el perímetro de las montañas de Nazaret. Si la respuesta es eventualmente afirmativa, arrastrará consigo serias implicaciones, se desencadenará un verdadero caos sobre la normalidad de una existencia ordenada y tranquila. Tener un hijo antes de casarse implica para ella el libelo de divorcio de parte de José, ser apedreada por adúltera, quedar socialmente marginada y quedar estigmatizada con la palabra más ofensiva para una mujer en aquellos tiempos: harufá = la violada.

Además, más allá de las consideraciones humanas y
sociales, ser madre del Mesías implicaba —ella lo sabía—
entrar en el círculo de una tempestad.

El salto

La muchacha midió la altura y la profundidad del momento histórico. ¿Cuál será su respuesta?
Yo quedo impresionado al pensar ¡cómo la joven no se quebró emocionalmente bajo aquel peso infinito! ¿Cómo no la traicionaron los nervios? ¿Cómo no lloró, no desmayó, no gritó? ¿Cómo no se escapó espantada?

«¿Cómo pudo ella soportarlo con entereza, sin caer abatida, y sin luego levantarse, arrogante, por haber sido elegida entre todos los demás seres humanos?
La carga que se le había impuesto debía ser llevada con absoluta soledad, incertidumbre e inseguridad, por tratarse de algo que ocurre por primera y única vez. Y ello, frente al gran contraste entre la pobreza de la realidad y el esplendor de la promesa».

Uno queda abismado y estupefacto por la infinita humildad,
por la enorme madurez y naturalidad con las que María asume el Misterio en medio de una inmensa soledad. La historia toda no será suficiente para agradecer y admirar tanta grandeza.

Fue una escena inenarrable. María, consciente de la gravedad del momento y consciente de su decisión, llena
de paz, en pie, solitaria, sin consultar a nadie, sin tener
ningún punto de apoyo humano, sale de sí misma, da el
gran salto, confía, permite y... se entrega.

Una nube de dudas y preguntas se habría cernido sobre la joven: ¡sin participación humana! Jamás aconteció cosa semejante. Todas las normalidades se fueron al suelo. ¿Será posible? Nadie puede enterarse de esto; yo sola con el secreto en el corazón. Y si la noticia se divulgara nadie la podría acreditar ni aceptar, van a decir que estoy loca; cuando José se entere, ¿qué dirá? ¡Dios mío! ¿Qué hago? ¿Qué respondo?

Y la pobre muchacha, solitariamente como adulta en la fe, salta por encima de todas las perplejidades y preguntas
y, llena de paz, humildad y dulzura, confía y se entrega. 
« ¡Hágase!» Está bien, Padre mío.

«María se expone al riesgo, y da el sí de su vida sin otro motivo que su fe y su amor. Si la fe se caracteriza, precisamente, por la decisión arriesgada y la soledad bajo la carga impuesta por Dios, la fe de María fue única. Ella es el prototipo del creyente».

María es pobre y peregrina. Con su «hágase» entra en la gran aventura de la fe adulta. Con este paso, la Madre quemó las naves, no podrá volver atrás. María es de la estirpe de Abraham, es mucho más que Abraham en el monte Moriah. María es la hija fuerte de la raza de los peregrinos, que se sienten libres saltanífo por encima del sentido común, normalidades y razones humanas; lanzándose en el Misterio insondable y fascinante del Tres
Veces Santo, repitiendo infatigablemente: amén, hágase.
¡Oh Mujer Pascual! Nació el Pueblo de las Bienaventuranzas
con su Reina al frente.

La sierva

«Soy una sierva del Señor; hágase en mí según su palabra» (Le 1,38). Posiblemente, repetimos, son las palabras más bellas de la Escritura. Ciertamente constituye una temeridad el pretender captar y sacar a luz tanta carga de profundidad contenida en esa declaración. Sólo trataré de abrir un poco las puertas de ese mundo inagotable, colocando en los labios de María otras expresiones asequibles para nosotros.

Soy una sierva. La sierva no tiene derechos. Los derechos
de la sierva están en las manos de su Señor. A la sierva no le corresponde tomar iniciativas sino tan sólo aceptar las decisiones del Señor.

Soy una Pobre de Dios. Soy la criatura más pobre de la tierra, por consiguiente soy la criatura más libre del mundo. No tengo voluntad propia, la voluntad de mi Señor es mi voluntad y vuestra voluntad es mi voluntad; soy la servidora de todos, ¿en qué puedo serviros? Soy la Señora del mundo porque soy la Servidora del mundo.

¿Quién fue María? Fue la mujer que dio un Sí a su Señor y luego fue fiel a esa decisión hasta las últimas consecuencias y hasta el fin de sus días. Fue la mujer que extendió un cheque en blanco, la que abrió un crédito infinito e incondicional a su Señor Dios y jamás se volvió atrás ni retiró la palabra. ¡Oh Mujer Fiel!.

Hágase en mí

Con esta declaración se ofrece la Madre como un territorio
libre y disponible. Y, de esta manera, la Señora manifiesta una tremenda confianza, un abandono audaz y temerario en las manos del Padre, pase lo que pase, aceptando todos los riesgos, sometiéndose a todas las eventualidades y emergencias que el futuro pueda traer.

Dice Evely que, igual que en un sistema parlamentario, Dios, como poder ejecutivo, presentó una proposición y María apoyó esa propuesta divina. No me convence esa interpretación. Me parece que el hágase de María encierra una amplitud y universalidad mucho más vastas que la aceptación de la maternidad divina.

María se mueve dentro del espíritu de los Pobres de Dios, y en ese contexto, según me parece, la Señora con su hágase no hace referencia directa, aunque sí implícita, a la maternidad. Después de todo, la maternidad divina constituía gloria inmortal y aceptarla era tarea agradable y fácil. En el hágase hay encerrada mucha más profundidad y amplitud: palpita algo así como una consagración universal, un entregarse sin reservas y limitaciones, un aceptar con los brazos en alto cualquier emergencia querida o permitida por el Padre.

Con su hágase, la Señora decía de hecho amén a la noche de Belén sin casa, sin cuna, sin matrona —aunque ella no tuviera conciencia explícita de esos detalles—, amén a la fuga de un Egipto desconocido y hostil, amén al silencio de Dios durante los treinta años, amén a la hostilidad de los sanedritas, amén cuando las fuerzas políticas, religiosas y militares arrastraran a Jesús al torrente de la crucifixión y de la muerte, amén a todo cuanto el Padre disponga o permita y que ella no pueda mudar.

En una palabra, la Madre con su hágase entra de lleno en la caudalosa y profunda corriente de los Pobres de Dios, los que nunca preguntan, cuestionan o protestan sino que se abandonan en silencio y depositan su confianza en las manos todopoderosas y todo cariñosas de su querido Señor y Padre.

Por vía de contrastes

En el Evangelio de Lucas la fe adulta de María es como una melodía que se desliza suavemente en medio de una noble sinfonía. Y esa fe queda brillantemente resaltada por una orquestación de fondo en la que se contraponen las actitudes de María y de Zacarías.

Isabel —a cuya casa habían descendido simultáneamente
la bendición de un hijo y el castigo de Zacarías, por no haber creído— dice a María: ¡feliz tú porque creíste, querida hija de Sión! Creíste que para Dios todo es posible; todas las maravillas que se te han comunicado se cumplirán cabalmente en premio a tu fe. En cambio, aquí está Zacarías sin poder hablar, porque debido a su incredulidad quedó mudo.

A Zacarías se le anuncia que ellos, un matrimonio de «edad avanzada», van a tener un hijo «revestido del espíritu y poder de Elias» (Le 1,17).

A María se le anuncia que «sin conocer varón» germinará en su seno solitario, a la sombra del Espíritu Santo, un Hijo que será Grande y su reino durará por los días sin fin (Le 1,33).

Zacarías no cree. Es imposible, dice. Yo soy un viejo; mi esposa es también de edad avanzada. No estamos en tiempo de florecer. En todo caso, dame una señal de que todo sucederá (Le 1,18).

En cambio, María no pregunta ni duda ni exige garantías.
Con la típica actitud de los Pobres de Dios, la Madre contra toda esperanza y contra toda evidencia se entrega en medio de una completa oscuridad (Le 1,38).

Zacarías, por no creer en la palabra de Dios, queda mudo hasta el nacimiento de Juan. En cambio María, por haber creído, se transforma en Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres y proclamada bienaventurada por las generaciones sin fin.

Aquella mañana, en «aquella región montañosa de Judá», hubo una fiesta de espíritu, y en el momento culminante de la fiesta debieron repetirse solemnemente a coro, entre María, Isabel y Zacarías, las palabras centrales del misterio de la fe: «porque para Dios nada es imposible» (Le 1,37).

4. María, ante el silencio de Dios

En este vivir día tras días en busca del Señor, lo que más desconcierta a los caminantes de la fe es el silencio de Dios. «Dios es aquel que siempre calla desde el principio del mundo; este es el fondo de la tragedia», decía Unamuno.

Desconcierto

San Juan de la Cruz expresa admirablemente el silencio
de Dios con aquellos versos inmortales:


«¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
habiéndome herido,
salí tras ti, clamando, y eras ido.»

La vivencia de la fe, la vida con Dios es eso: un éxodo, un siempre salir «tras ti, clamando». Y aquí comienza la eterna odisea de los buscadores de Dios: la historia pesada y monótona capaz de acabar con cualquier resistencia: en cada instante, en cada intento de oración, cuando parecía que esa «figura» de Dios estaba al alcance de la mano, ya «eras ido», el Señor se envuelve en el manto del silencio y queda escondido. Parece un Rostro perpetuamente fugitivo e inaccesible, como que aparece y desaparece, como que se aproxima o se aleja, como que se concreta o se desvanece.

El cristiano fue seducido por la tentación y se dejó llevar por la debilidad. Dios calla: no dice ni una palabra de reprobación. Vamos a suponer el caso contrario: con un esfuerzo generoso supera la tentación. Dios calla también: ni una palabra de aprobación.

Pasaste la noche entera de vigilia ante el Santísimo Sacramento. Además de que solamente hablaste durante la noche y el Interlocutor calló, cuando al amanecer salgas de la capilla cansado y soñoliento, no escucharás una palabra amable de gratitud o de cortesía. La noche entera el Otro calló, y a la despedida también calla.

Si sales al jardín verás que las flores hablan, los pájaros hablan, hablan las estrellas. Solamente Dios calla. Dicen que las criaturas hablan de Dios, pero Dios mismo calla. Todo en el universo es una inmensa y profunda evocación del Misterio, pero el Misterio se desvanece en el silencio.

De repente la estrella desaparece de la vista de los reyes magos y ellos quedan sumidos en una completa desorientación. Jesús en la cruz experimenta una viva
impresión interior de que está solo, de que el Padre está
ausente, de que también el Padre lo abandonó.

De pronto el universo en torno a nosotros se puebla de enigmas y preguntas. ¿Cuántos años tenía esa mamá? Treinta y dos años, y murió devorada por un carcinoma,
dejando seis niños pequeños. ¿Cómo es posible? Era una criatura preciosa de tres años, una meningitis aguda la dejó inválida para toda su vida. Toda la familia pereció en el accidente, en la tarde dominical, de regreso de la playa. ¿Cómo es posible? Una maniobra calumniosa de un típico frustrado lo dejó en la calle, sin prestigio y sin empleo. ¿Dónde estaba Dios? Tenía nueve hijos, fue despedido por un patrón arbitrario y brutal, todos quedaron sin casa y sin pan. ¿Existe la justicia? Y esas mansiones orientales, tan cerca de ese bosque negro y feo de casuchas miserables... ¿Qué hace Dios? ¿No es Padre? ¿No es todopoderoso? ¿Por qué calla?

Es un silencio obstinado e insoportable que lentamente
va minando las resistencias más sólidas. Llega la confusión. Comienzan a surgir voces, no sabes de dónde, si desde el inconsciente, si desde debajo de tierra, o si desde ninguna parte, que te preguntan:"« ¿Dónde está tu Dios?» (Sal 41). 

No se trata del sarcasmo de un volteriano ni del argumento formal de un ateo intelectual.

El creyente es invadido por el silencio envolvente y
desconcertante de Dios y, poco a poco, es dominado por
una vaga impresión de inseguridad, en el sentido de si todo esto será verdad, si no será producto mental, o si, al contrario, será la realidad más sólida del universo. Y te quedas navegando sobre aguas movedizas, desconcertado
por el silencio de Dios. Aquí se cumple lo que dice el salmo 29: «Escondiste tu Rostro y quedé desconcertado.»

El profeta Jeremías experimentó, con una viveza terrible,
ese silencio de Dios. El profeta dice al Señor: Yavé Dios, después de haber soportado por Ti a lo largo de mi vida toda clase de atentados, burlas y asaltos, al final ¿no serás Tú quizá más que un espejismo, un simple vapor de agua? (Jer 15,15-18).
Sólo un profundo espíritu de abandono y una fe adulta nos librará del desconcierto y nos evitará ser quebrantados por el silencio. La fe adulta es la que ve lo esencial y lo invisible. Es la que «sabe» que detrás del silencio respira Dios y que detrás de las montañas viene llegando la aurora. Lo esencial siempre queda escondido a la retina humana, sea la retina del ojo o de la sensibilidad interior. Lo esencial, la realidad última, sólo queda asequible a la mirada penetrante de la fe pura y desnuda, de la fe adulta.

La marcha de la fe

Veamos el comportamiento de María ante este silencio
de Dios. Nazaret dista de Belén, por la carretera moderna,
unos 150 kilómetros. Es posible que, en aquel tiempo, la distancia fuese algo mayor.

«Los caminos del país no estaban aún trazados y atendidos por los romanos, maestros en la materia, sino que eran malos y apenas transitables para las caravanas de asnos y camellos. Los consortes, en el mejor de los casos, parece
que sólo tuvieron a su disposición un asno para transportar vituallas y los objetos más precisos, uno de aquellos asnos que aún hoy día, en Palestina, se ven siguiendo a un grupo de caminantes».

No sabemos si María estaba obligada a presentarse para el censo; parece que no. De todas formas, el hecho es que José se dirigió a Belén «con María, su esposa, que estaba embarazada» (Le 2,5).

«Estas palabras pueden muy bien implicar una delicada alusión a una de las razones por las cuales también fue María: es decir, la proximidad del parto, circunstancia en que no era conveniente dejarla sola».

La Madre tuvo que caminar lentamente, con eventuales
paradas de descanso. Debido a su estado de gravidez, el viaje resultó para la Madre lento y cansado. Podemos
calcular que, en estas circunstancias, el viaje demoró entre
8 y 10 días.

De nuevo es preciso colocarnos en estado contemplativo
para asomarnos al interior de María, auscultar sus pulsaciones espirituales y admirar su belleza interior.

Pobre y digna, ahí va dificultosamente avanzando la joven. Hoy amaneció un día frío y lluvioso, la caminata va a resultar particularmente molesta. Pero María es una siervo, no tiene derecho a reclamar. Dentro de su espiritualidad de Sierva del Señor, ella responde a las inclemencias: está bien, Padre mío, hágase. Y la Madre, queda llena de paz, a pesar de la lluvia y el frío.

La psicología de la joven que por primera vez va a ser madre es muy singular: vive entre la emoción y el temor. El silencio de Dios, como un cielo oscuro lleno de interrogantes, se abatió sobre María: ¿cuándo comenzarían las molestias del parto? En aquellos tiempos, todo parto era un eventual peligro de muerte. En nuestro caso, ¿habría serias complicaciones o todo resultaría normal y bien? Nadie lo sabe. ¿Llegaremos a Belén antes del acontecimiento? Y si el parto se produce en el camino, antes de llegar a Belén, ¿qué hacemos? ¿Habrá una mujer experimentada en esas tareas que me pueda ayudar en ese momento?

Nadie sabe nada. Dios sigue en silencio. Frente a estos y otros interrogantes la Madre no queda irritada o ansiosa. Llena de paz, responde una y otra vez: hágase, de acuerdo, Padre mío, yo me abandono en Ti. Nunca se ha visto en esta tierra una mujer tan llena de paz, fortaleza, dulzura y elegancia.

¿Dónde dormiremos esta noche? En aquel recodo del
camino, en la falda de aquel cerro. Vamonos hasta allá.
Y lo que de lejos parecía confortable, en realidad es una concavidad de barro y viento. ¿No tenemos mejor lugar? Está cayendo la noche, y es tarde para buscar otro lugar; así que, aquí tendremos que dormir, o maldormir, entre la humedad y el estiércol. Dios no da muestras de vida. Dentro de su espiritualidad la Madre sólo acierta a decir: Señor mío, hicimos lo posible para encontrar mejor lugar; Tú has permitido que tengamos que pasar noche aquí; está bien, Padre mío, hágase, me abandono a tu voluntad. Y este inextinguible hágase hará que nunca se quiebre emocionalmente y la libertará de toda angustia.

Van pasando los días. Hacen todo lo posible en cuanto al alimento y en cuanto al descanso. Cuando todos los resultados eran adversos, no resiste ni se agita sino que
se entrega. «Debieron dormir en lugares públicos de reposo,
que se hallaban junto a los caminos, tendiéndose en tierra, como los demás viajeros, entre camellos y burros». Y Dios seguía en silencio. ¿Qué hará María? María no llorará, porque el llanto es una especie de protesta; y la sierva del Señor no puede protestar sino aceptar. Su hágase le dará perpetuamente un formidable estado interior de calma, serenidad, elegancia, dignidad, una categoría interior fuera de serie. No habrá en el mundo emergencias dolorosas ni eventualidades sorpresivas que puedan desequilibrar la estabilidad emocional de la Madre. Antes de ser Señora nuestra, fue Señora de sí misma.

Dulzura inquebrantable

Llegaron a Belén. En un momento determinado, Lucas dice que «no había lugar para ellos en la hospedería» (Le 2,7). De este hecho vamos a deducir situaciones vitales de la Madre muy interesantes para nuestra contemplación.
La tal «hospedería» de que habla Lucas era simplemente el albergue de caravanas, el actual Khan palestinense.
«Es un recinto sin techar, circuido por un muro bastante alto, con una sola puerta... Las bestias quedaban en el centro, al aire libre, y los viajeros, bajo los porches o entre los animales. Y en aquel amasijo de hombres y bestias revueltos, se hablaba de negocios, se rezaba, se cantaba,
se dormía, se comía, se podía nacer, se podía morir...».

Cuando el evangelista dice que no había lugar «para ellos» en el albergue caravanero, dice Ricciotti que la frase está más pensada de lo que parece. «Sitio por sitio, lo habrían encontrado en aquel albergue. Jamás ocurre que un aposentador de caravanas, en el Oriente, diga que todo está ocupado». Físicamente había lugar. Cuando añade «para ellos», veladamente quiere indicar que el lugar no es adecuado para el inminente parto. De otra manera, el evangelista habría dicho, simplemente, que no había lugar.

Eso significa que, en un momento determinado, la pobre Madre, junto con José, se asomó al lugar de las caravanas. Y cuando presenció aquella barahúnda de gritos, hombres y bestias, la Señora quedó espantada sólo de pensar que el parto tuviera que ocurrir ante la curiosidad general de tanta gente; y prefirió otro lugar, aunque fuese molesto y húmedo, con tal que fuese solitario y reservado.

De modo que las razones históricas por las que Jesús
nació en una gruta fueron dos: la pobreza y la pureza.
La pobreza, porque el dinero abre todas las puertas de este mundo. Y la pureza: llamo pureza en este caso a esa aura de delicadeza, dignidad y pudor con las que la Señora aparece siempre aureolada. La delicada Madre prefirió un lugar tranquilo, aunque fuera incómodo, con tal de evitar la curiosidad general a la hora del parto.

Estas dos joyas brillan, pues, particularmente sobre la frente de la joven Madre. Dice Ricciotti que María «quiso rodear su parto de reverente reserva».

Del hecho que acabamos de analizar se pueden deducir
otras situaciones. Si María intentó, en último caso, buscar un rincón en el lugar de las caravanas, significa que anteriormente agotaron todos los intentos y posibilidades
para buscar un lugarcito en casa de familiares, amigos y conocidos que, sin duda, los tendrían. Abandonarse a la voluntad del Padre no significa cruzarse de brazos y esperar, sino hacer de nuestra parte todo lo posible para solucionar las dificultades y necesidades. Y a la hora de los resultados, cualesquiera que sean, entregarse en las manos del Padre. 
Sin duda, así hizo. 

«La imaginación popular coloca aquí escenas conmovedoras: María y José van de puerta en puerta, de una despachan a otra... Los evangelios no cuentan nada sobre eso. Pero debió ocurrir algo de eso... Eso hubiera sido lo más natural».

Otra vez entramos en el interior de María. El cielo no se manifiesta. Urge asegurar un rincón. Los dolores del parto en cualquier momento pueden comenzar.
Cada puerta de un pariente o conocido que golpean es una ilusión y una desilusión a la vez: la ilusión de que quizá nos van a prestar un rincón para la emergencia del parto; y la desilusión de que, con palabras amables, al fin se les cierran las puertas.

María era joven. No había sido todavía curtida por los golpes de la vida. Era, pues, sensible por su edad. Era también sensible por temperamento, como se verá en otro lugar de este libro. Además, el estado de emoción y temor en que psicológicamente se siente toda mujer que va a dar a luz por primera vez, agravaría esa sensibilidad.
Llamaron a otros conocidos, a otros parientes, a otros amigos. Se les cerraron todas las puertas, se les clausuraron
todos los horizontes y todas las esperanzas. Estaban dadas las circunstancias para arrasar con el equilibrio emocional de la mujer más fuerte. Pero, en el caso presenté, ni las emergencias más crueles serán capaces de perturbar el equilibrio interior de esta joven. Una y otra vez su perpetuo hágase la libertará de la ansiedad y de la caída emocional; le conferirá una fortaleza indestructible y la dejará sumida en estado de calma, dulzura, elegancia, dignidad y grandeza. Y, tranquilamente, seguirá buscando otras casas u otras soluciones.

Cuando se agotaron ya definitivamente todas las posibilidades, el cielo seguía mudo y Dios en silencio. ¿Y
ahora? La Madre, indestructible, hizo en este momento el intento de buscar un rincón en el albergue de las caravanas.
Viendo que aquel lugar no era adecuado, María —con José— emprende la peregrinación, monte arriba, en busca de un lugar reservado y tranquilo. Y así, la sierva del Señor, abandonada indefectiblemente en las manos del Padre, espera llena de inquebrantable dulzura el Gran Momento.

La Madre fugitiva

Un buen día el cielo habló: 
«Toma al niño y a su Madre, huye a Egipto, y estáte allí
hasta que se te diga otra cosa» (Mt 2,13). 
Estas pocas palabras poblaron de interrogantes el alma de María. ¿Por qué busca Herodes a este niño? ¿Cómo se enteró de su nacimiento? ¿Qué mal le hizo para que el rey busque su exterminio? ¿A Egipto? ¿Y por qué no a Samaría, a Siria o al Líbano, donde no reina Herodes? ¿Cómo ganaremos allí la vida? ¿Qué idioma hablaremos? ¿En qué templo rezaremos? ¿Hasta cuándo tendremos que estar allí? «Hasta que se te diga otra cosa.» ¿Estarán cerca los perseguidores? Otra vez el terrible silencio de Dios se abatió sobre la joven Madre como una nube sombría. Cuántas veces acontece esto mismo en nuestra vida. De súbito, todo parece absurdo. Nada tiene sentido. Todo se asemeja a una
fatalidad ciega y siniestra. Nosotros mismos nos sentimos
como juguetes en medio de un torbellino. ¿Dios? Si existe y es poderoso, ¿por qué permite todo esto? ¿Por qué calla? Nos dan ganas de rebelarnos contra todo y negarlo todo.

La Madre no se rebeló, se abandonó. A cada pregunta
respondió con su hágase. Una sierva no pregunta, se entrega. Señor mío, yo me abandono, en silencio, en tus
manos. Haz de mí lo que quieras, estoy dispuesta a todo, lo acepto todo. Lucharé con clientes y uñas para guardar la vida del niño y mi vida propia. Pero durante la lucha, y después, en tus manos deposito la suerte de mi vida.

Y en silencio y paz emprende la fuga al extranjero. En este momento María entra en la condición de fugitiva política. La existencia de este niño amenaza la seguridad de un cetro. Y el cetro, por su propia seguridad, amenaza la existencia del niño; y éste, en los brazos de su Madre, tiene que huir para asegurar su existencia.

Para saber cómo era el estado de ánimo de la Madre durante aquella fuga, tenemos que tener presente la
psicología de un fugitivo político. Un fugitivo político vive de sobresalto en sobresalto. No puede dormir dos noches seguidas en un mismo lugar. Todo desconocido es para él un eventual delator. Cualquier sospechoso es un policía de civil. Vive temeroso, a la defensiva. Así vivió la pobre Madre por aquellos días: de sobresalto en sobresalto: aquellos que vienen allá atrás, ¿no serán de la policía de Herodes? Aquellos otros que vienen allá delante... Estos que están aquí parados... ¿Será conveniente dormir aquí? ¿Qué será mejor: viajar de día o de noche?...

La fuga se realizó también dentro de la psicología propia de todo fugitivo, es decir: despacio y de prisa. Despacio, porque no podían andar por los caminos principales, donde podía estar apostada la policía de Herodes, sino dando vueltas por entre cerros y vías secundarias; por Hebrón, Bersabee, Idumea. Y de prisa, porque urgía salir de los límites del reino de Herodes hasta traspasar la frontera de El-Arish.

«Al aproximarse al delta del Nilo, se extiende el clásico desierto, el "mar de arena", donde no se halla un matorral, ni un tallo de hierba, ni una piedra: nada excepto arena. Los tres fugitivos debieron arrastrarse fatigosamente durante el día sobre las móviles arenas y bajo el agobiante calor, pasar la noche tendidos en tierra, no contando sino con la escasa agua y el escaso alimento que llevaban consigo: es decir, lo
suficiente para una semana.

Si ha de hacerse cargo de tal travesía, el viajero actual necesita haber pasado varias noches insomne y al raso en la desolada Idumea, y haber entrevisto de día cómo pasa cerca de él algún grupito de contados hombres, e incluso de alguna mujer con un niño al pecho, y divisarlos taciturnos y
pensativos, como resignados a la fatalidad, mientras se alejan, en la desolación, hacia una ignorada meta.

Quien ha hecho tales experiencias y tenido tales encuentros en aquel desierto, ha visto, más que escenas de color local, documentos históricos relativos al viaje de los tres prófugos de Belén». Y en medio de esa devastada soledad telúrica y envuelta en el silencio, todavía más impresionante, de Dios,
ahí va la Madre fugitiva. Como una figura patética, pero con aire de gran dama, humilde, abandonada en las manos del Padre, llena de una dulzura inquebrantable, repitiendo
permanentemente su amén en cuanto trata de no ser descubierta por la policía.

La prueba del desgaste

Entre las tácticas humanas más eficientes para destruir
una persona o una institución, se cuenta la guerra
psicológica del desgaste. Dicen que el agua, cayendo gota
a gota, acaba por perforar las entrañas de una roca. Ser héroe durante una semana o durante un mes es relativamente fácil porque es emocionante. No quebrarse
por la monotonía de los años es mucho más difícil.

Por lo que me parece, la prueba más aguda para la fe de María estuvo en el Calvario, pero la prueba más peligrosa estuvo en esos treinta años, bajo la bóveda del silencio de Dios. La herida de la «espada» (Le 2,35), por muy profunda y sangrienta que hubiera de ser o hubiese sido, no fue tan amenazante para la estabilidad emocional de la fe de María como esos interminables treinta años que envolvieron psicológicamente el alma de María con el manto de la rutina y del desgaste. Para entender su peligrosa travesía por esa ruta de los treinta años, vamos a pensar en otros casos paralelos.

A sus 75 años, según la Biblia, se le promete a Abraham un hijo. Pero Dios premeditadamente, va demorando el cumplimiento de la promesa y somete la fe de Abraham a la prueba del desgaste. Pasaron los años, el hijo no llega y la fe de Abraham comienza a languidecer. Pasan más años, el hijo no llega y la fe del Patriarca fue rodando por una pendiente, hasta que, en un momento dado, Abraham cayó en una profunda depresión y para no sucumbir totalmente exigió de Dios una garantía visible, un fenómeno sensible, una «señal» (Gen 15,8).

A mediados del siglo pasado, Bernardette Soubirous tuvo en Lourdes una serie espléndida de manifestaciones
celestiales. Repentinamente el cielo calló, y hasta el día de su muerte la acompañó el silencio. Dicen sus biógrafos que fue un silencio tan desconcertante para Bernardette que la sumió en angustiosas dudas sobre la objetividad de las ya lejanas apariciones.

Es que siempre ocurre lo mismo: cuanto más intensa es la luz del sol, más profundas son las sombras. Cuanto más clamorosa es la manifestación de Dios, tanto más pesado resulta su silencio posterior. Eso mismo sucedió en el caso de la Señora.

Van pasando los años. La impresión viva y fresca de la anunciación quedó allá lejos. De aquello ya no queda más que un recuerdo apagado, como un eco lejano. La Madre se siente como atrapada entre el resplandor de aquellas antiguas promesas y la realidad presente, tan opaca y anodina. La monotonía se encarnó en Nazaret, entre unos horizontes geográficos inalterables y los horizontes humanos paralizados. La monotonía tiene siempre la misma cara: las largas horas, los largos días, los interminables treinta años, los vecinos se encierran en sus casas, en el invierno oscurece muy temprano, se cierran las puertas y ventanas, quedan los dos ahí, frente a frente, la Madre observa todo: ahí está el Hijo: trabaja, come, reza... Siempre lo mismo un día y otro y otro, una semana y otra y otra, cada año parece una eternidad, da la impresión de que todo está paralizado, todo sigue igual, como una estepa inmóvil.

¿Qué hacía la Madre? En las eternizadas horas, en cuanto ella molía trigo, amasaba el pan, traía leña del cerro o agua de la fuente, daba vueltas en su cabeza a las palabras que un día —¡ya tan lejano!— le comunicara el ángel: «Será grande; se llamará Hijo del Altísimo; su reino no tendrá fin» (Le 1,32). Las palabras antiguas eran resplandecientes, la realidad que tenía ante sus ojos era cosa muy distinta: ahí estaba el muchacho, trabajando en el rincón oscuro de la rústica vivienda. Ahí estaba silencioso, solitario, reservado... ¿Será grande? ¡No era grande, no! Era igual que todos los demás.

Y la perplejidad comenzó a golpear insistentemente las puertas. ¿Sería verdad todo aquello? ¿No habría sido yo víctima de una alucinación? Aquellas palabras, ¿no serían, quizá, simplemente sueños de grandeza? Esta es nuestra suprema tentación en la vida de fe: querer tener una evidencia, querer agarrar con las manos la realidad, querer palpar la objetividad como una piedra fría, pretender salir de las aguas movedizas y pisar tierra firme, querer saltar de los brazos de una noche oscura para abrir los ojos y ver el sol, decir a Dios: ¡Padre Incomparable!, dame una garantía para asegurarme de que todo esto es verdad, transfórmate aquí,
delante de mis ojos, en fuego, tormenta o huracán.

La Madre no hizo eso. Golpeada por la perplejidad, no se agitó. Quedó quieta, se abandonó incondicionalmente, sin resistir, en los brazos de la monotonía, como expresión de la voluntad del Padre. Cuando todo parecía absurdo, ella respondía su amén al mismo absurdo, y el absurdo desaparecía. Al silencio de Dios respondía con el hágase, y el silencio se transformaba en presencia. En lugar de exigir a Dios una garantía de veracidad, la Madre se aferraba incansablemente a la voluntad de Dios, quedaba en paz y la duda se transformaba en dulzura.

En Nazaret la vida social es inexorablemente monótona.
Las noticias sobre las agitaciones nacionalistas y las
represiones imperialistas llegan a Nazaret como un eco
apagado y tardío que no impacta ni desafía ni incomoda a los nazaretanos.

El muchacho ya tiene 15, 18, 20 años; no hay manifestación, todo está en silencio, no existe ninguna novedad. Gran peligro para la fe de María: puede ser abatida por el desaliento o el vacío. Pero la Madre no abre las puertas a las dudas: ¿Sería verdad todo aquello? Parece que me engañé.

El Hijo ya es un hombre adulto de 22, 25, 28 años. Su pariente Juan, hijo de Zacarías, estaba conmoviendo a la capital teocrática, arrastrando multitudes al desierto. ¿Y éste? Este está ahí; apenas habla, va a las casas a arreglar una ventana, una mesa, una silla; sube al tejado para arreglar una viga, carga troncos para hacer yugos de bueyes. La Madre observa, medita, calla. El Hijo no se prepara para ninguna misión. Además, parece que no se avecina ninguna novedad. El joven es igual que todos los demás. Las palabras de la anunciación parecían, definitivamente, bonitos sueños de una noche de verano.
¿Y ella? ¿No se le dijo que todas las generaciones la llamarían bienaventurada? Imposible. Estaba aproximándose
el ocaso de su vida. Aparecía prematuramente anciana, como siempre acontece con las personas de los países sub-desarroílados. Su vida, al parecer, no se diferenciaba mucho de la vida de sus vecinas. Hace tantos años que no le había acontecido nada especial y, al parecer, ninguna novedad se cernía sobre el horizonte de su vida. A las veces todo parecía tan vacío, tan sin sentido... Estoy seguro de que la fe de María fue asaltada y combatida —mas nunca abatida— por un escuadrón de preguntas que llegaban en sucesivas oleadas.

Para no sucumbir tuvo que desplegar una enorme cantidad
de fe adulta, fe pura y desnuda, aquella que sólo se apoya en Dios mismo. Su secreto fue éste: no resistir sino entregarse. Ella no podía cambiar nada: ni la misteriosa tardanza de la manifestación de Jesús, ni la rutina que, como una sombra, iba envolviendo e invadiendo todo, ni el silencio desconcertante de Dios... Si María no podía cambiar, ¿por
qué resistir? El Padre lo quería así o lo permitía así.

Solamente el desenvolvimiento de una gran intimidad con el Padre, y el abandono inquebrantable en sus manos, libró a María del peor escollo en su peregrinación. Así realizó María la travesía de los treinta años, navegando en el barco de la fe adulta.

Otro tanto ocurre en la vida religiosa o en el sacerdocio:
recibieron la unción sacerdotal, emitieron la profesión.
En los primeros años todo era novedad. La generosidad inicial hacía que se desplegaran poderosas energías, se lograban resultados brillantes; éstos, a su vez, encendían la llama del entusiasmo. Pasaron 15, 20 años. La novedad murió. Sin saber cómo y sin que nadie se diera cuenta, la rutina, como una sombra invisible, fue invadiéndolo todo: la oficina, la parroquia, el colegio, el hospital, la capilla y sobre todo... la vida. Llegó la fatiga, y ahora resulta difícil ser fiel y mucho más difícil seguir «brillando incansablemente como las estrellas eternas» (Dan 12,3).

Lo mismo acontece en el matrimonio. La novedad y frescura de los primeros tiempos, en espera del primer hijo, son capaces de mantener la llama de la ilusión muy alta. Pero ¿qué acontece después? Van pasando los años, los esposos se mueven invariablemente en el circuito cerrado de unos horizontes inalterables, la monotonía comienza a invadirlo todo, la rutina sustituye a la novedad y poco a poco comienzan las crisis que amenazan, a veces seriamente, la estabilidad matrimonial... Para cualquier persona o estado, María es el modelo. Su coraje y fortaleza, esa fe adulta, nos librará también a nosotros de cualquier asfixia.

Una espada

Cuando el Concilio habla de que María fue avanzando en la peregrinación de la fe, en el mismo párrafo habla con insistencia sobre el Calvario: «Y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, se condolió vehementemente con su Unigénito, y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la Víctima engendrada por ella misma» (LG 58).

Por estas expresiones, y sobre todo por su contexto, el Concilio parecería indicar que el momento alto —y también
la prueba, porque no hay grandeza sin prueba— para la fe de la Madre, estuvo en el Calvario.

Hay otro párrafo en el mismo documento en el que el Concilio, con una expresión lapidaria y emotiva, viene a resaltar que la fe de María alcanzó su más alta expresión
allá junto a la cruz.

En efecto, hablando del hágase de María pronunciado en el día de la anunciación, añade estas significativas palabras:    «¡Y lo mantuvo [el hágase] sin vacilación al pie de la cruz!» (LG 61). De esta manera el Concilio quiere indicar que la prueba más difícil para el hágase de María fue el desastre del Calvario.

Si a salir del espíritu del texto conciliar, quisiera presentar
aquí unas reflexiones de tal manera que todo redunde para la máxima gloria de la Madre. Posiblemente la historia más lacónica, completa y patética de la Biblia, está resumida en estas palabras:
«Junto a la cruz de Jesús estaba, de pie, su Madre» (Jn 19,29). Estas breves palabras evocan un vasto universo con implicaciones trascendentales para la historia de la
salvación.

En otro lugar de este libro hablamos ampliamente sobre la Maternidad espiritual que nace aquí, al pie de la cruz. En este momento sólo nos interesa enfocar nuestra contemplación exclusivamente desde el punto de vista de la fe.

La pregunta clave para ponderar el mérito, y por consiguiente la grandeza de la fe de María, es ésta: ¿sabía
María todo el significado de lo que estaba aconteciendo esa tarde en el Calvario? ¿Sabía, por ejemplo, tanto cuanto nosotros sabemos sobre el significado trascendental y redentor de aquella muerte sangrienta? Según como sea la respuesta a estas preguntas, se medirá la altura y profundidad de la fe de María. Y la respuesta dependerá, a su vez, de la imagen o pre-concepto —muchas veces emocional— que cada cual tenga sobre la persona de María.

En cuanto a esto caben, según me parece, posiciones
ambiguas, y habría otras preguntas previas para un cabal
esclarecimiento, por ejemplo: si María sabía todo, ¿su mérito era mayor o menor? Si el Misterio lo vislumbraba tan sólo entre penumbras, ¿aumentaba o disminuía el mérito de su fe? ¿Se podría afirmar quizá, en algún sentido, que cuanto menos conocimientos tuviera tanto más meritoria y mayor era su fe? Muchas conclusiones dependen del presupuesto o esquema mental con el que cada cual se coloca frente a la persona de María.

También yo tengo mi esquema que, según me parece,
arroja sobre la Señora el máximo esplendor. De todas formas, antes de seguir adelante es preciso distinguir claramente en María la ciencia (conocimiento teológico de la Madre sobre lo que estaba aconteciendo en el Calvario) de la fe. La grandeza no le viene a María de su conocimiento, mayor o menor, sino de su fe.

Para saber exactamente qué le aconteció a María aquella tarde —acontecer en el sentido vital de la palabra—, no podemos imaginar a María como un ente abstracto y solitario, aislado de su grupo humano, sino como una persona normal que recibe el impacto de la influencia de su medio ambiente. Así somos los humanos y así fue sin duda María. Pues bien: por el contexto evangélico, la muerte de
Jesús tuvo para los apóstoles carácter de catástrofe final.
Ahí se acababa todo. Esa impresión y estado de ánimo están admirablemente reflejados en la escena de Emaús. Cleofás, después de sentirse triste porque el Interlocutor
ignoraba los últimos sucesos que para él eran herida reciente y doliente, acabó con un «nosotros esperábamos», como quien quiere añadir después: pero ya todo está perdido; ¡todo fue un sueño tan bonito!, mas fue sueño.

Caifas, representando al bando contrario, tenía la convicción de que, acabando con Jesús, acababa con el movimiento. Y tenía razón, porque así mismo sucedió. Cuando los apóstoles vieron a Jesús en manos de los enemigos, se olvidaron de sus juramentos de fidelidad y cada cual, buscando salvar su propia piel, se dieron a la fuga en desbandada abandonándolo todo. A los tres días estaban todavía escondidos con las puertas bien atrancadas (Jn 20,19), para salvar por lo menos su pellejo, ya que habían perdido a su líder.

Ese era su estado de ánimo: en el sepulcro dormía, enterrado para siempre, un lindo sueño junto al Soñador.
De ahí su obstinada resistencia a creer en las noticias de la Resurrección. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo esclareció todo el panorama de Jesús. Sólo entonces supieron quién fue Jesucristo.

¿Y María? Primeramente no debemos olvidar que María alternaba y se movía en medio de este grupo humano tan desorientado y abatido. Yo no puedo imaginarme —ésa es mi imagen— a María adorando emocionada cada gota de sangre que caía de la cruz. Yo no podría imaginarme que María supiera toda la teología sobre la Redención por la muerte de cruz, teología que nos enseñó el Espíritu Santo a
partir de Pentecostés.

Si ella hubiese sabido todo cuanto nosotros sabemos, ¿cuál habría sido su mérito? En medio de aquel escenario desolado hubiera constituido "un consuelo infinito el saber que ni una sola gota de esa sangre se la tragaría inútilmente la tierra; el saber que si se perdía el Hijo, se ganaba a cambio el mundo y la Historia; y el saber, además, que la ausencia del Hijo sería momentánea. En estas circunstancias poco le hubiera costado aceptar con paz aquella muerte.

Tampoco puedo imaginármela dominada por el desconcierto
total de los apóstoles, pensando que todo terminaba ahí. Eso tampoco. Vemos por el evangelio que María fue navegando
entre luces y sombras, comprendiendo a veces claramente,
otras veces no tanto, meditando las palabras antiguas,
adhiriéndose a la voluntad del Padre, vislumbrando en forma lenta pero creciente el Misterio trascendente de Jesucristo...
Según eso, ¿qué habría sucedido en el calvario? Aunque
es tarea difícil, voy a intentar entrar en el contexto vital de la Madre y mostrar en qué consistió su suprema grandeza en ese momento.

Está metida en el círculo cerrado de una furiosa tempestad,
interpretada por todo el mundo como el desastre final de un proyecto dorado y adorado. Es preciso imaginarse el contorno humano, en cuyo centro está ella, de pie; en el primer plano, los ejecutores de la sentencia, fríos e indiferentes; más allá, los sanedritas, con aire triunfal; más lejos, la multitud de curiosos, entre los cuales unas pocas valientes mujeres que, con sus lágrimas de impotencia, manifiestan su simpatía por el Crucificado. Y, para todos estos grupos sin excepción, lo que estaba sucediendo era la última escena de una tragedia.

Los sueños acababan aquí, juntamente con el Soñador.
Es preciso colocarse en medio de ese círculo vital y fatal en que unos lamentaban y otros celebraban ese triste final. Y en medio de ese remolino la figura digna y patética de la Madre, aferrada a su fe para no sucumbir emocionalmente, entendiendo algunas cosas, por ejemplo lo de la «espada», vislumbrando confusamente otras... No son circunstancias para pensar en bonitas teologías. Cuando alguien está combatido por un huracán le basta con mantenerse en pie y no caer.

¿Entender? ¿Saber? Eso no es lo importante. Tampoco
entendió ella las palabras del Niño de doce años; sin embargo tuvo, también allá, una reacción sublime. Lo importante no es el conocimiento sino la fe, y ciertamente la fe de María escaló aquí la montaña más alta. La que no entendió las palabras de Simeón (Le 2,33), ¿entendería completamente lo que estaba sucediendo en el Calvario? Lo importante no era el entender, sino el entregarse.

Y en medio de esa oscuridad, María, dice el Concilio (LG 61), mantuvo su hágase en un tono sostenido y agudo: Padre querido, apenas entiendo nada en medio de esta confusión general; sólo entiendo que si Tú no hubieras querido, nunca habría acontecido esto. Hágase, pues, tu Voluntad.

Todo parece incomprensible, pero estoy de acuerdo, Padre mío. No veo por qué tenía que morir tan joven, y sobre todo de esta manera, pero acepto tu Voluntad.
¡Está bien, Padre mío! No veo por qué tenía que ser este cáliz, y no otro, para salvar el mundo. Pero no importa. Me basta saber que es obra tuya. Hágase. Lo importante no es ver sino aceptar.

No veo por qué el Esperado durante tanto tiempo tenía que ser interrumpido intempestivamente al comienzo de su tarea. Un día me dijiste que mi Hijo sería grande, no veo que sea grande. Mas, aunque nada vea, yo sé que todo está bien, lo acepto todo, estoy de acuerdo con todo, hágase tu Voluntad.
Padre mío, en tus brazos deposito a mi querido Hijo.

Fue el holocausto perfecto, la oblación total. La Madre adquirió una altura espiritual vertiginosa, nunca fue tan pobre y tan grande, parecía una pálida sombra pero al mismo tiempo tenía la estampa de una reina.

En esta tarde, la Fidelidad levantó un altar en la cumbre más alta del mundo.

«Señora de la Pascua:
Señora de la Cruz y la Esperanza,
Señora del Viernes y del Domingo,
Señora de la noche y de la mañana,
Señora de todas las partidas,
porque eres la Señora del
"tránsito" o la "pascua".

Escúchanos:
Hoy queremos decirte "muchas gracias".
Muchas gracias, Señora, por tu Fiat;
por tu completa disponibilidad de "esclava".
Por tu pobreza y tu silencio.
Por el gozo de tus siete espadas.
Por el dolor de todas tus partidas,
que fueron dando la paz a tantas almas.
Por haberte quedado con nosotros
a pesar del tiempo y las distancias.»


Cardenal Pironio





EL SILENCIO DE MARÍA
Ignacio Larrañaga
Editorial Paulinas
Segunda Parte; Capitulo 1 al 4
Peregrinación



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