martes, 14 de marzo de 2017

POR EL ABANDONO A LA PAZ

1. Por el abandono a la paz

Al entrar, o al querer entrar, en la intimidad transformante con el Señor, el cristiano comienza a percibir la existencia de ciertas interferencias en su esfera interior, que interrumpen la marcha de la atención afectiva hacia Dios.

Ahora se da cuenta de que no le es posible «quedarse», en fe y paz, con el Señor. ¿Por qué precisamente ahora?
El hombre, en su actividad diaria, normalmente anda alienado, es decir, salido de sí mismo. Consciente o inconscientemente es un fugitivo de sí mismo, evadiendo el enfrentamiento de su propio misterio.

Pero al entrar en profundidad con Dios, entra también en sus propios niveles más profundos, y toca necesariamente su misterio que se condensa en estas preguntas: ¿Quién soy? ¿Cuál es el proyecto fundamental de mi vida? ¿Cuáles son los compromisos que mantienen en pie ese proyecto?

Entonces, al confrontarse con el Dios de la paz y al quedar interiormente iluminado por el rostro del Señor, el cristiano constata que su subsuelo se agita como cuando se presiente un temblor de tierra: siente que allá abajo se acumuló mucha energía agresiva. Y, como consecuencia, se experimenta a sí mismo como un acorde desabrido, como si en el templo de la paz alguien gritara: ¡Guerra! Se da cuenta de que el egoísmo ha desencadenado en su interior un estado general de guerra. Llamas altas y vivas de resentimientos se respiran por doquier en contra de sí mismo principalmente, en contra de los hermanos, en contra del misterio general de la vida, e, indirectamente (en inconsciente transferido), en contra de Dios. Cuanto más abre los ojos de la sensibilidad y se asoma analíticamente a sus mundos más recónditos, el hombre se encuentra, no sin cierta sorpresa, con un estado general lamentable: tristezas depresivas, melancolías, bloqueos emocionales, frustraciones, antipatías alimentadas, inseguridades, agresividad de todo estilo...

Esa persona se parece, por dentro, a un castillo amenazado
y amenazador: murallas y antemurallas defensivas, trincheras de escondite o de defensa, fosos de separación, enemistades, resistencias de toda clase...

El cristiano advierte que con semejante turbulencia interior
no le será posible establecer una corriente de intimidad
pacífica y armónica con el Dios de la paz. En consecuencia,
siente vivos deseos de purificación, y percibe claramente
que tal purificación sólo puede llegarle por la vía de una completa reconciliación.

Siente necesidad y deseo de apagar las llamas, cubrir los
fosos, silenciar las guerras, sanar las heridas, asumir historias dolientes, aceptar rasgos negativos de personalidad, perdonarse a sí mismo, perdonar a los hermanos, abandonar todas las resistencias. En una palabra: reconciliación general. Y como fruto de eso, la paz.

Génesis de las frustraciones

Sin pretenderlo ni tomar la iniciativa, el hombre se encuentra
a sí mismo ahí en la vida, como una conciencia que, de pronto, despierta por primera vez y se encuentra en un mundo que nunca conoció anteriormente. El hombre no buscó la existencia. Fue empujado a este campo y se
encuentra consigo mismo, ahí.

Al despertar a la existencia, el hombre toma conciencia de ser él mismo. Mira a su derredor y observa que también
existen otras realidades que no son él. Y, aun sin salir de la esfera de su conciencia, se encuentra con elementos constitutivos de su ser como morfología, carácter, popularidad... En este momento el hombre comienza a relacionarse con lo demás, con lo otro. Al establecer las relaciones, aparece en seguida y entra en juego el primer motivo de la conducta humana: el principio de placer. El hombre encuentra realidades (dentro de sí o fuera de sí) que le gustan: le causan una sensación agradable. Encuentra también otras realidades que no le gustan: le causan desagrado.

Ante este panorama, el hombre establece dos clases de
relaciones. 

En primer lugar, para con las realidades agradables, le nace espontáneamente el deseo, la adherencia o la apropiación, según los casos. Con otras palabras: lo que le causa placer lo conceptúa como bien, se lo apropia emocionalmente, y establece con ello un enlace posesivo.

Cuando el bien que ya posee, o intenta apropiarse, es
amenazado (existe el peligro de perderlo), entonces nace el
temor: el sujeto se turba, esto es, libera una determinada
cantidad de energía defensiva para retener aquella realidad
agradable que se le escapa.

En segundo lugar, ante las realidades, de cualquier nivel, que no le causan agrado, sino desagrado, el sujeto resiste:
es decir, libera y envía una descarga emocional para
agredirlas y destruirlas.

Según esto, tendríamos tres clases de relación: adherencia
posesiva, resistencia y temor. Las tres, sin embargo, están íntimamente condicionadas.

Los «enemigos» del hombre

Todo lo que el hombre resiste se le transforma en «enemigo
», y también todo lo que teme, porque el temor es de alguna manera resistencia.

El hombre teme y resiste una serie de enemigos, por ejemplo: la enfermedad, el fracaso, el desprestigio... y engloba en esta resistencia a las personas que concurren y
colaboran con tales «enemigos». En consecuencia, un hombre puede comenzar a vivir universalmente sombrío, temeroso, suspicaz, agresivo...: se siente rodeado de enemigos porque todo lo que resiste se le declara enemigo. 
En el fondo, esta situación significa que esa persona está llena de adherencias y apropiaciones. Ahora bien, para entrar a fondo en Dios, el hombre tiene que ser pobre y puro.

La resistencia emocional, por su propia naturaleza, tiene por finalidad anular al «enemigo», una vez que la emoción es concretada en hechos. Ahora bien, ciertamente existen
realidades que, resistidas estratégicamente, son neutralizadas parcial o totalmente; así, por ejemplo, la enfermedad, la ignorancia...

Sin embargo, una buena parte de las realidades que al hombre le causan disgusto y las resiste, no tienen solución;
por su naturaleza son indestructibles. Es lo que, en lenguaje común, llamamos un imposible, o un hecho consumado,
en el que no cabe hacer nada.

Si unos males tienen solución y otros no, delante de los ojos se nos abren dos caminos de conducta: el de la locura y el de la sabiduría.

Es locura resistir mentalmente o de otra manera las realidades que, por su propia naturaleza, son completamente
inalterables. Mirando con la cabeza fría, el hombre descubre
que gran parte de las cosas que le disgustar), le entristecen
o le avergüenzan no tienen absolutamente ninguna solución,
o la solución no está en sus manos. ¿Para qué lamentarse?
En este momento nadie puede hacer nada para que lo que
ya sucedió no hubiera sucedido.

La sabiduría consiste en discernir lo que puedo cambiar de lo que no puedo, y en poner los reactores al máximo
rendimiento para alterar lo que todavía es posible, y en abandonarse, en fe y en paz, en las manos del Señor cuando aparecen las fronteras infranqueables.

Experiencia del amor oblativo

La experiencia de Dios contiene diferentes facetas. Una cosa es la experiencia del amor del Padre. En este caso la persona se siente de improviso inundada de una presencia
inequívocamente paterna, con sabor a ternura. Se trata de una impresión profundamente libertadora, en la que el hijo amado siente un ímpetu irresistible de salirse de sí mismo
para tratar a todos como el Padre lo trata a él. Me parece que esta experiencia es, siempre, un don, una gratuidad
infusa, sobre todo cuando viene revestida de ciertas
características como sorpresa, desproporción, viveza y fuerza liberadora. Es decir: cuando no es el resultado normal de una adquisición lenta y evolutiva, sino una irrupción sorprendente.

Existe también la experiencia de la intimidad contemplativa:
ella tiene características específicas y frecuentemente se reviste de vestidura emotiva. De ella se hablará en otra
parte.

Existe también la experiencia del amor oblativo, del cual
hablaremos ahora. Digo oblativo y no emotivo. A nadie le
gusta fracasar, o que le derriben al suelo la estatua de su
popularidad. A nadie le causa emoción el ser destituido del cargo, ser pasto de maledicencia o víctima de la incomprensión.

Pero éstas y otras eventualidades podemos asumirlas no
con agrado emocional, sino con paz y con sentido oblativo,
como quien abandona en las manos del Padre una ofrenda
doliente y fragante...

Es un amor puro (oblativo) porque no existe en él compensación de satisfacción sensible. Además, es un amor puro porque se efectúa en la fe oscura: el cristiano, remontándose por encima de las apariencias visibles de la injusticia, contempla la presencia de la voluntad del Padre, permitiendo esta prueba.

La purificación liberadora que estamos proponiendo aquí no es, pues, una terapia psíquica sino una experiencia religiosa
de la más alta calidad.

En las capas más profundas de la persona sucede lo siguiente: ante cualquier injusticia o agravio, inmediatamente
se encienden las más variadas llamas: deseo de venganza,
aversión, antipatía, no sólo contra el hecho en sí sino sobre todo contra las personas que originaron esta situación.

Se dan también en la vida situaciones más dolorosas, en las que no hubo participación culpable de otras personas; así, por ejemplo, un accidente, una deformación física, un fracaso en la propia historia... y, en general, todos los imposibles, tienen reacción humana normal ante todos los imposibles, repetimos, es la de la violencia en una gama variadísima: sensación de impotencia y furia al mismo tiempo, vergüenza y rabia contra sí mismo, frustración, tristeza...; en una palabra, la resistencia.

Frente a tanta cosa negativa, en lugar de violencia el
cristiano puede adoptar una actitud de paz, si se decide a
tomar la vía oblativa. En el momento en que se hace presente la situación inevitable y dolorosa, el cristiano se acuerda de su Padre, se siente gratuitamente amado por él; al instante le nace un sentimiento entre agradecido y admirado para con ese Padre de amor: la violencia interior se calma; el hijo asume con sus manos la situación dolorosa; la entrega y se entrega en la voluntad del Padre con el «yo me abandono en ti»; y la resistencia se transforma en un obsequio de amor puro, en una ofrenda. Esta oblación no produce emoción sino paz. Esta es la experiencia del amor
oblativo.

En espíritu de fe

Ahora: ¿qué tienen que ver los disgustos con el Padre?
¿Por qué meter al Señor entre nuestras mezquindades o injusticias? La actitud de abandono depende de esto: si las cosas constitutivas o históricas se miran o no en la perspectiva de fe. De esto depende la paz. Vamos a explicarnos.

Dios Padre organizó el mundo y la vida dentro de un
sistema de leyes regulares. Así, la marcha del universo la
basó en las leyes del espacio, y la conducta humana la condicionó a la ley de la libertad. Normalmente el Padre respeta las estructuras cósmicas y humanas tal como él las
organizó, y así, ellas siguen en su marcha natural y, como
consecuencia, sobrevienen los desastres y las injusticias.

Sin embargo, hablando en términos absolutos, para Dios no hay imposibles. El Padre, metafísicamente hablando, podría
interferir en las leyes del mundo, descolocando lo que antes había colocado, e irrumpir en la libertad humana, y de esta manera, evitar este accidente o aquella calumnia.

Sin embargo, repetimos, el Padre respeta la propia obra que
es la creación y permite las desgracias de sus hijos aunque
no las quiera.

Ahora bien: si El, pudiendo evitar todo mal, no lo evita, es señal de que lo permite. Y así, nunca podríamos decir que una calumnia haya sido deliberadamente pretendida o deseada por el Padre pero sí permitida. Cuando hablamos
de la voluntad de Dios, se quiere significar que el cristiano
se coloca en esta órbita de fe en la que las cosas y los hechos se ven en su raíz, más allá de los fenómenos.

Sí. El último eslabón de la cadena lo retiene el dedo del Padre. La última cosa que me sucedió fue la más agria.
¡Cuántas noches sin poder dormir! Yo sé que el tipo es el
clásico resentido que, por «profesión», se dedica a destruir.
El hecho es que casi acabó conmigo. Pero desde la noche
pasada todo cambió. Desligué mi atención del tal resentido,
relacionando aquella desgracia con mi Padre: de él dependía
el último eslabón. El lo permitió todo. Quedé en silencio. Se apagaron las llamas. Tomé aquel hecho con mis manos. Lo deposité con cariño entre sus manos benditas, diciendo: Ya que tú lo has permitido, estoy de acuerdo con todo, Padre mío. Hágase tu voluntad. Una paz inefable, como la paz de la aurora del mundo, impregnó todo mi ser.

Nadie lo podía creer. Me sentí el hombre más feliz del mundo. Escondida en el dorado cofre de la fe, llevamos la varita mágica del abandono. A su toque, los fracasos dejan
de ser fracasos, la muerte deja de ser muerte, las incomprensiones dejan de ser incomprensiones. Todo lo que toca, se transforma en paz.

Abandono

A este proceso de purificación llamamos abandono. Esta palabra, y también su concepto, están cuajados de ambigüedades. En cualquier auditorio que uno pronuncie
esta palabra, ella desencadena en los oyentes el rosario más
variado de equívocos: para unos se está hablando de pasividad; para otros se está recomendando resignación. Es de saber que la resignación nunca fue cristiana sino estoica;
por consiguiente, la actitud resignada se aproxima mucho a
la fatalidad pagana. Lo genuino y específicamente evangélico es el abandono.

En todo acto de abandono hay un no y un sí. No a lo que yo quería o hubiese querido. ¿Qué hubiese querido?
Venganza contra los que participaron en tal confabulación,
vergüenza por ser yo así, resentimiento porque todo me sale mal; hubiese querido que nunca hubiera sucedido aquello.

Sí a lo que tú, de hecho, quisiste o permitiste, oh Padre. No a una voluntad que resiste, entendiendo por voluntad el deseo de que no hubiera sucedido aquello. ¿Qué se abandona? Se abandona una carga de energía enviada desde mi voluntad contra aquel hecho o persona. Sólo con eso se apaga una guerra y llega la paz. Eso sí: se supone que el acto de desligar ese enlace de energía se efectuó en la fe y en el amor; y en este caso el abandono viene a constituirse en la vía más rápida de sanación liberadora.

Si lo que se resiste es lo que llamamos un imposible, entonces el hombre entra en un proceso de insania auto-punitiva, en una espiral suicida. ¿Qué diríamos de un hombre que se arrimara a un muro de granito y comenzara a
darse de cabeza contra él con toda la furia? Cuanto más se resiste a un imposible, más oprime sobre la voluntad. Cuanto más oprime, más se le resiste, generándose un estado de angustia acelerada, entrando el hombre, poco a poco, en un furioso círculo auto-destructivo.

Así se generan los estados depresivos, obsesivos y maniáticos. Mucha gente vive completamente dominada por ideas fijas y manías: son víctimas infelices de su falta de sabiduría, aquella sabiduría que enseña que la única manera de neutralizar un imposible es precisamente aceptándolo, abandonándose en la fe y en el amor.

Al parecer, el recuerdo obsesivo se transforma en un martillo
que golpea en el yunque de la mente. Pero eso es la
apariencia. En realidad sucede lo contrario: somos nosotros
los que nos golpeamos la cabeza contra aquel recuerdo, que, a medida que más lo resistimos mentalmente, más se nos fija como aguda pesadilla. Toda resistencia genera energía.

En este caso la energía se llama angustia. Cuanto más resistimos, hay mayor acumulación de angustia.

Si el cristiano abandona la resistencia y se abandona en las manos del Padre, aceptando con paz aquellas realidades
que nadie puede alterar, mueren las angustias y nace la paz de un sereno atardecer.

Repetimos: la sabiduría se reduce a una pregunta extremadamente simple: 
¿Puedo cambiar esto que no me gusta?
Si todavía cabe hacer algo, ¿por qué sufrir? Saquemos energías desde los sótanos y hagamos el cien por cien para
neutralizarlo o transformarlo, parcial o totalmente. En caso
contrario, si ya no cabe hacer nada, si todos los horizontes
están clausurados, ¿para qué preocuparse? Silenciemos las
preguntas, cerremos la boca, abandonemos toda resistencia,
inclinemos la cabeza apoyándola en las manos benditas y
amantes del Padre, y la paz será nuestra herencia. Como dicen los orientales: Si tiene remedio, ¿por qué lamentarse?
Si no tiene remedio, ¿por qué lamentarse?

Ahora bien, ¿cuáles son las cosas que no podemos
cambiar? Los imposibles. Leyes inexorables circundan, como anillos de fuego, nuestra existencia: la ley de la precariedad, la ley de la transitoriedad, la ley del fracaso, la ley de la mediocridad, la ley de la soledad, la ley de la muerte.
¿A quién se le ha dado la posibilidad de optar por la
vida? La existencia, ¿me la propusieron o me la impusieron?
¿Quién escogió alguna vez a sus progenitores? ¿Les
gustan a todos los hijos sus padres y el condicionamiento
socio-económico del hogar en que nacieron? ¿Quién hizo,
antes de ser embarcado en la existencia, una selección prolija de su sexo, estructura temperamental, figura física, tendencias morales, coeficientes intelectuales? ¿Quién pudo disponer alguna vez de sus códigos genéticos, de su constitución endocrina o de las coordenadas en la combinación de cromosomas?

He ahí el manantial de tantas frustraciones, resentimientos
y violencia generalizada. ¿Qué puede hacer el hombre frente a tanta frontera absoluta, tanta situación límite?

En una proporción altísima, el ser humano está radicalmente
incapacitado para anular o transformar las realidades que se levantan ante sus ojos. Somos esencialmente limitados.

Los sueños de omnipotencia son destellos de insensatez y fósiles de la infancia. La sabiduría consiste en tener una
apreciación objetiva y proporcional del mundo que está dentro de mí y del mundo que está fuera de mí: de toda la
realidad.

Después de medir el mundo (de dentro y de fuera) en su exacta dimensión, el cristiano debe aceptarlo tal como es.
Aceptar con paz el hecho de que somos tan limitados, el hecho de estar apretados por todas partes de fronteras absolutas.

Debe colocarse en la órbita de la fe y aceptar con paz el misterio universal de la vida. Aceptar con paz el hecho de que con grandes esfuerzos vamos a conseguir pequeños resultados. Aceptar con abandono el hecho de que la subida
a Dios sea tan lenta y difícil. Aceptar con paz la ley del
pecado: hago lo que no quisiera hacer, y dejo de hacer lo
que me gustaría hacer. Aceptar con abandono la ley de la
insignificancia humana. Abandonarnos al hecho de que los
ideales sean tan altos y las realidades tan cortas. Abandonarnos con paz al hecho de que seamos tan pequeños e impotentes. Padre mío, me abandono en ti.

Otra de las fuentes de frustración es la irreversibilidad del tiempo. Posiblemente estamos ante la limitación más absoluta. Todo lo que sucedió desde este minuto para atrás,
está irreversiblemente anclado en las raíces del tiempo, y
transformado en una sustancia esencialmente inamovible. Se llaman hechos consumados.

Los hijos de los hombres se avergüenzan, se acomplejan,
se encolerizan por mil recuerdos de sus archivos, envolviendo a las personas en el círculo de los hechos y de la cólera. Y se pasan días y noches dándose de cabeza contra los muros de cíclope: aquella incomprensión que se le vino encima con la que su popularidad decayó notablemente; aquel rumor que corrió y nadie supo su origen; aquellas autoridades que subestimaron su capacidad y desestimaron sus proyectos; aquella represalia miserable, hace siete años; aquella reacción de envidia capitaneada por aquel acomplejado; aquel esfuerzo que ni lo reconocieron ni lo agradecieron; aquel fracaso; aquella equivocación de juventud...

Hay personas que, siempre que miran hacia atrás en su
vida, es para rememorar los sucesos o personas que más
vergüenza y rabia les causan. ¿Por qué lamentarse de la
leche derramada? ¿Para qué quemar inútilmente energías
por sucesos que están consumados o por cosas que no pueden alterarse un milímetro?

Es necesario remontarse por encima de los primeros planos.
Fue el Padre quien lo permitió todo. Para él todo era posible: pudo haberlo evitado; si los hechos se consumaron fue porque el Padre lo permitió. 
¿Por qué lo permitió?
¿Para qué hacer preguntas que no van a recibir respuestas?
Y, aunque en una hipótesis imposible, uno pudiera recibir respuestas satisfactorias y consoladoras, yo quiero hacer
el homenaje de mi silencio a mi Dios y mi Padre.

Sólo sé una cosa: que El sabe todo y nosotros no sabemos
nada. Sé también que me quiere mucho y que, lo que El permite, es lo mejor para mí. Cierro, pues, la boca y acepto, en silencio y paz, todos y cada uno de los acontecimientos
que, en su día, me hicieron sufrir tanto. Hágase su voluntad. Padre mío, yo me abandono en ti.

Necesitamos sanar las heridas. Somos los sembradores de la paz y de la esperanza en el mundo. Si no sanamos, una por una, las heridas, pronto comenzaremos a respirar por tilas, y por las heridas sólo se respira resentimiento.

El sujeto que rememora los sucesos dolorosos se parece
al que toma en sus manos una brasa ardiente. La persona
que alimenta el rencor contra el hermano es como la que
atiza la llama de la fiebre. ¿Quién se quema? ¿Quién sufre
más: el que odia o el que es odiado; el que envidia o el que es envidiado? Como un bumerang, lo que siento en contra del hermano me destruye a mí mismo. ¡Cuánta energía
inútilmente derramada!

Es ridículo que yo viva encendido en ira contra el que me hizo aquello, cuando él sigue feliz «bailando» en la vida, tan despreocupado de mí que ni siquiera le interesa si estoy
vivo o muerto. ¿A quién perjudica esa ira? La vida se nos ha dado para ser felices y hacer felices.

Haremos felices en la medida que seamos felices. El Padre
nos puso en un jardín. Somos nosotros los que transformamos el jardín en valle de lágrimas con nuestra falta de fe, de amor y sabiduría.

Ventanas de salida

Reiteramos. Hay quienes dicen por ahí: No metáis para
nada a Dios en estos conflictos. El Padre no tiene nada que
ver con esto. Son leyes biológicas en su funcionamiento natural, es un puente normal entre la frustración y la violencia, son constantes socio-políticas...

Hablan así: Mira, fulano es un tipo fracasado en todos
los frentes. Todos lo conocemos. Esta clase de personas, por un misterioso dispositivo reactivo, necesita destruir a los
que hacen algo; y sólo destruyendo se sienten realizados.

En aquella sociedad, sólo a ti te sonreía el éxito y te encaramaron sobre el pedestal. Fulano necesitaba un triunfador para hacerlo víctima. Y te tocó a ti. Por eso aquella calumnia y tu prestigio por el suelo. Esta es la única explicación.

Dios nada tuvo que ver con este hecho infeliz. Fue la clásica
violencia compensadora: los fracasados se compensan a sí
mismos destruyendo a los que hacen algo.

Y en todas las demás materias discurren de manera semejante buscando el fenómeno de superficie, la explicación socio-psico-biológica, añadiendo que Dios no entra en nuestros mezquinos juegos.

Yo me pregunto: ¿Qué sucedería si agarráramos a un gato y lo metiéramos en un cuarto sin puertas ni ventanas? Al verse encerrado y sin salida, la angustia se apoderaría de él y comenzaría a arañar paredes y techos, presa de pánico
y desesperación.

Eso sucede con tales explicaciones superficiales: te introducen en un círculo sin salida. Te dicen: El no tiene culpa. Para él el destruir fue una «necesidad» psicológica.

¿Qué consuelo puede constituir esta explicación si a ti te
despedazaron para siempre? ¿Cómo salir de ese círculo?
Te dicen: No hay otra explicación sino ésta: el carcinoma fue sigilosamente invadiéndolo todo, como un ladrón nocturno,
y cuando nos dimos cuenta, ya todo estaba perdido.

¿Qué consuelo podrá darte esta explicación biológica si a
ti te dan dos meses de vida? ¿Cómo salir de ahí? Nunca me cansaré de repetir: La única salida libertadora y consoladora que pueda encontrarse en este mundo frente a los rudos golpes de la vida es la fe. La única ventana de trascendencia que podemos abrir cuando se clausuran todos los horizontes es la ventana de la fe. Lo único que nos puede dar consuelo, alivio y paz cuando la fatalidad inexorable se abate sobre el hombre es la visión de la fe. Esa fe que nos dice que ¿letras de los fenómenos y apariencias está aquella mano que organiza y coordina, permite y dispone todo cuanto sucede en el mundo.

Contemplada la vida en esta perspectiva, jamás la fatalidad
ciega se enseñoreará sobre nuestros destinos. Yo sé que más allá de las explicaciones de primer plano, aquella desgracia fue querida o permitida por el Padre. Cierro, pues, la boca; beso su mano, quedo en silencio, asumo todo con amor, y una profunda paz será mi herencia. No habrá en este mundo eventualidades imprevisibles o emergencias
dolorosas que puedan desequilibrar la estabilidad emocional de los que se abandonaron en las manos de Dios Padre.

Qué sabemos nosotros

Otra gente habla así: ¿Cómo puede ser? Si él es poderoso
y es realmente Padre, ¿cómo consiente que sus pobres hijos sean arrastrados por el vendaval de los infortunios? El hombre habla así porque ignora. Ignora porque es superficial. Es superficial porque contempla, analiza y juzga
los hechos y las realidades por el ángulo de la superficie.

Nosotros no sabemos nada; por eso abrimos la boca para
protestar o soltar palabras necias. Somos los miopes que
vemos y analizamos todo con nuestra nariz apoyada en la
pared sin un palmo de perspectiva, y la pared se llama el
tiempo. No disponemos de suficientes elementos ni de perspectiva de tiempo para ponderar la realidad proporcional y equitativamente. Y por ignorantes, somos atrevidos.

¿Qué sabemos nosotros de lo que nos sucederá dentro de tres días o tres años? ¿Qué sabemos de los abismos más
profundos del mundo de la fe: por ejemplo, del destino
transhistórico por el que muchas almas siguen vitalizando el
cuerpo de la Iglesia más allá de su existencia biológica?

Hay personas marcadas por Dios con un destino mesiánico,
destinadas a participar de la redención de Cristo y a redimir junto con El: nacieron para sufrir por los otros y para morir en lugar de los demás. ¿No está la vida llena de enigmas, que sólo se descifran a la luz de la fe? Siempre tenemos que recordar esto: lo esencial es invisible. Y como vivimos mirando a la superficie, no sabemos nada de lo esencial. Por eso resistimos y protestamos como los ignorantes.

Esta mujer se siente quemada por los complejos porque su figura es insignificante y deforme. Está bien. Pero si hubiera nacido llena de encantos y hubiese sido una cortesana infeliz, ¿qué tal? ¿Qué sabemos nosotros? Este se queja de haber nacido tímido y sin personal simpatía. Pero yo digo: ¿Qué tal si hubiera aparecido en el mundo lleno de encantos, y al mismo tiempo hubiese llevado una existencia
complicada e infeliz, como tantos? ¿Qué sabes tú?
¿Te quejas de que no tienes brillo intelectual? ¿No has conocido por ahí personas cien veces más inteligentes que tú y cien veces más infortunadas? Nosotros no sabemos nada.

Frente al mundo ignoto de las eventualidades, es mucho
mejor detenerse y permanecer en silencio, abandonados en
las manos del Padre, asumiendo con gratitud el condicionamiento personal y el misterio de la vida. Yo he conocido gentes para las que una enfermedad que de improviso apareció y les acompañó hasta la muerte, resultó ser la mayor bendición de su vida.

Este sujeto llora y protesta porque le arrojaron a la cara el barro de la calumnia, y el Padre quedó quieto y tranquilo, permitiéndolo todo. La gente ignora que hay cosas peores que la calumnia: en un movimiento centrífugo y narcisista, ese sujeto se estaba enroscando sin darse cuenta sobre sí mismo, adorando su propia estatua: cada día tenía más temor de perder el brillo de su efigie y vivía progresivamente
ansioso y cada vez más desdichado. Ahora, en cambio, desde que perdió la popularidad se siente mucho más libre y tranquilo. Lo que parecía crueldad fue, en el fondo, una actitud de misericordia de parte del Padre. ¿Qué sabemos
nosotros?

Por rotura de unas vértebras, esta persona quedó semiparalizada, en silla de ruedas. Desde la nada comenzó a subir en un proceso doloroso y transformante; acabó por aceptar, en fe y en paz, esta tan limitadora situación. Hoy, entre todos los hermanos casados de la familia, es la criatura más feliz. ¿Qué sabemos nosotros?

Esta mujer fracasó en el matrimonio. 
«¡Pobrecita separada!», decían todos. La gracia la guió hacia extraordinarias profundidades de contemplación. Hoy será difícil encontrar en la ciudad una señora tan realizada y radiante como ella. ¿Qué sabemos nosotros?

Lo que le sucedió a este hombre da mucho que pensar.
Hace unos diez años cayó sobre él, como tormenta de verano, la situación más injusta y bárbara. Aquello desarboló
por completo su vida. Simplemente, como dicen, acabaron
con él. A partir de ese momento tuvo que emigrar a otro país, o a otro continente.

Después de muchos meses de aturdimiento, comenzó poco a poco a medir su historia con criterios de eternidad; y así, consiguió progresivamente la estabilización emocional, dando un salto olímpico en el crecimiento de la madurez.
Hoy es un hombre lleno de paz y riqueza interior, plenamente ajustado. Mirando desde la atalaya de este momento en que estamos, lo que hace diez años parecía la desgracia mayor hoy es valorado como el mejor regalo del Padre. Si no hubiera sucedido aquello, ese sujeto podría ser hoy cualquier cosa. Nosotros no sabemos nada.

Estoy seguro: si tuviéramos la perspectiva de eternidad que tiene el Padre, todas las cosas adversas que nos suceden
cada día las habríamos de considerar como cariños especiales del Padre para con nosotros, sus hijos, para liberar, sanar, despertar, purificar...

Frente al futuro

El abandono se vive en dos tiempos: el pasado y el futuro.
Respecto al tiempo pasado, el abandono toma el nombre y la forma de reconciliación. El cristiano que quiera avanzar
hacia latitudes muy remotas en el interior de Dios, necesita ejercitarse de antemano, con frecuencia y prolongadamente,
en la purificación general, apagando las angustias, suavizando las tensiones, aceptando todo lo que tiene las fronteras clausuradas. Para facilitar esta purificación hemos colocado más abajo algunos ejercicios prácticos.

Respecto al tiempo futuro, el abandono podría recibir el nombre de sabiduría, según la cual —repetimos una vez más— todo lo que me va a acontecer desde este instante
hasta el fin de mis días puede encerrarse en la simplicidad de las mismas preguntas: ¿Cabe hacer algo? ¿Depende de mí? En este caso, ¡manos a la obra! ¿Todo está consumado?
¿Están las fronteras clausuradas? Entonces, yo me abandono en ti, Padre mío.

Ahora vamos a imaginar que las posibilidades están abiertas. Las presentes reflexiones se hacen sobre ese supuesto.

En toda la historia que me resta de vida, desde ahora hasta la sepultura, la sabiduría me aconseja discernir entre el esfuerzo y los resultados.

La etapa del esfuerzo es nuestra hora: organizamos el frente de batalla; hacemos cuenta de que el Padre no entra en este juego; no es la hora del abandono sino de la acción, como si todo dependiera de nosotros; buscamos colaboración armando grupos compactos; no descuidamos detalle ni ahorramos esfuerzo...

Pero ¿qué sucede? Sucede que si el esfuerzo depende de
nosotros, el resultado del esfuerzo no depende de nosotros
sino de una compleja combinación de causalidades, cuyo
análisis se nos escapa casi siempre: estado de ánimo, deficiente preparación, clima desabrido, descuido de detalles, y sobre todo las mil reacciones psicológicas de las personas a las que iba dirigida mi acción...

Pero, situados en la óptica de la fe, nosotros sabemos que todas las cosas, en última instancia, dependen del Padre,
como ya queda explicado. De aquí emerge nítidamente una conclusión práctica: si el esfuerzo no depende de mí y el
resultado no depende de mí, estamos comprometidos con el esfuerzo y no con el resultado. Con otras palabras: a la hora del esfuerzo, damos la batalla, y a la hora de los resultados, nos abandonamos, depositándolos en las manos del Padre.

En nuestros proyectos, nosotros pretendemos el máximo
resultado, digamos el ciento por ciento. Es legítimo y así tiene que ser. Sin embargo, una vez terminada la batalla,
nos encontramos con resultados muy variados y, a veces, inesperados. A veces conquistamos un setenta por ciento de lo que pretendíamos; otras veces un cuarenta por ciento o un quince. Desde cien hacia abajo comienza la ley del fracaso. Mejor, el resultado negativo en diferentes grados lo transformamos en fracaso en cuanto comenzamos a resistirlo. Cuanto más bajo es el resultado, más nos avergonzamos, y así lo transformamos en un fracaso mayor. 
No existe el ridículo para el que se abandona.

Una vez que se ha hecho lo posible, y que acabó la batalla, y no podemos volver atrás, la sabiduría dice que es insania pasar las noches de claro en claro, avergonzados por los resultados negativos. En el fondo, el hombre no es sabio: no quiere abrir los ojos y se resiste a aceptarse a sí mismo en su exacto calibre.

La gente tiene con frecuencia una imagen inflada de sí misma: desea ardientemente que los resultados de su actuación estén a la altura de la efigie que se tiene de sí misma.

Y, como generalmente no se da esa adecuación, la gente
reacciona entre frustrada y resentida. Estamos al borde de la
locura, metidos en la neblina de la alucinación.

Mucha gente, obsesionada por el brillo de los resultados, aun antes de comenzar el proyecto a durante su realización,
vive angustiada pensando qué será, en qué acabará,
atormentándose con un eventual resultado negativo, resultado que no depende de él. Y si el resultado es realmente negativo, al menos en comparación con lo que se
esperaba, la gente vive mucho tiempo oprimida por el recuerdo del fracaso, un hecho consumado que las muchas lágrimas derramadas no podrán alterar un milímetro. Una
locura.

Así se queman inútilmente tantas energías. Los complejos
se hacen presentes. Estos sujetos comienzan a actuar en
la vida con sensación de inseguridad. Si se le presentan
nuevos proyectos para el futuro, no los aceptan por miedo
al fracaso. Personas que pudieron rendir en la vida como
noventa por ciento, están rindiendo como veinte por ciento.

Por eso se sienten irrealizados. La frustración arrastra consigo, como mecanismo de compensación, la violencia. Y así, como una serpiente de mil anillos, se extiende sobre su
vida una cadena de tantos males.

En cualquier actividad o profesión: educación de los hijos,
formación de los jóvenes, profesión, apostolado... el cristiano debe darse al máximo. Ahora bien, si a pesar del esfuerzo las cosas no resultan, no debe destruir energías, humillándose a sí mismo; antes debe aceptar la realidad con
sabiduría y, en la fe, entregarse en las manos del Padre.

Camino de alta velocidad

Resumimos todas las ideas.

Abandonarse es, pues, renunciarse, desprenderse para confiarse todo entero, sin medida ni reserva, a Aquel que
me ama.

El abandono es el camino más seguro porque es extraordinariamente simple. Es también universal porque todas las posibles emergencias de la vida están incluidas ahí. No hay peligro de ilusiones, ya que, en esta óptica, se contempla la realidad pura y desnuda, con objetividad y sabiduría.

Donde hay sabiduría, no hay ilusiones. La ilusión de la omnipotencia infantil y todas las hijas de la impaciencia
se vienen al suelo como las flores del almendro al golpe
del cierzo.

El abandono hace vivir en alto voltaje la fe pura y el amor puro. Fe pura, porque atravesando el bosque de las apariencias descubre la realidad invisible, fundante y sustentadora.

Amor puro porque se asumen con paz los golpes que hieren y duelen.

El abandono hace vivir permanentemente en espíritu de
oración porque en cada momento de la vida nos llegan pequeñas molestias, decepciones, frustraciones, desalientos, calor, frío, dolor, deseos imposibles... y todo esto el hijo amado lo va relacionando con el Padre amante. 
La vida misma, pues, obliga al hijo «abandonado» a vivir perpetuamente entregado, nadando siempre en completa paz. El mayor disgusto se esfuma con un «hágase tu voluntad». No hay analgésico tan eficaz como el abandono para las penas de la vida.

En este camino se muere con Jesús para vivir con el Padre. Jesús murió a «lo que yo quiero» en Getsemaní para aceptar «lo que tú quieres». El «abandonado» muere a la propia voluntad que se manifiesta en tantas resistencias, apaga las voces vivas del resentimiento, apoya su cabeza en las manos del Padre, queda en paz y vive allí, libre y feliz. Viene a ser como esa hostia blanca, tan pobre, tan libre, tan obediente que, ante las palabras consagratorias, se entrega para convertirse en el cuerpo de Cristo. Viene a ser como esas gotitas de agua que se entregan sin resistencia para perderse por completo en el vino del cáliz.

El abandono plenifica la vida porque los complejos desaparecen, nace la seguridad, se lucha sin angustia, no se
preocupa por los resultados que sólo dependen del Padre
y todas las potencialidades humanas rinden al máximo.

Suaviza la muerte. He visto en la vida prodigios de transformación: Era una persona tensa porque sabía que se
iba. Parecía una fiera herida y temerosa. Al final, se entregó
con el «hágase» y depositó su vida en las manos del Padre. 
Y, casi repentinamente, aquel rostro se iluminó con la dulzura y belleza de un atardecer. Fue un final envidiable y admirable. ¡Cuántos casos de éstos!


«El abandono engendra un espíritu sereno,
disipa las más vivas inquietudes,
endulza las penas más amargas.
Hay simplicidad y libertad en el corazón.
El hombre abandonado está dispuesto a todo.
Se ha olvidado de sí mismo.
Este olvido es su muerte y nacimiento
en el corazón que se ensancha y dilata.»
BOSSUET

Solamente en Dios Padre, el hijo amado quiere olvidarse,
morir y perderse, como quien se deja caer en un abismo de amor, y allí encuentra el descanso completo. Pueden llegar pruebas, dificultades, crisis, enfermedades... El hijo amado se deja llevar sin dificultades por cada una de las voluntades que se van manifestando en cada detalle.

Por eso, el hijo «abandonado» nunca está abandonado.
El Padre tiende la mano al hijo, y más fuerte se la aprieta
cuanto más difíciles son los trances.

Por eso desaparece toda ansiedad por el porvenir incierto.
¿Qué será? ¿Qué no será? Será lo que el Padre quiera. En las alternativas inciertas de enfermedad o salud, de estima o de olvido, del triunfo o del fracaso, de las desolaciones o de las consolaciones, será lo que mi Padre quiera. El hijo hará todo lo posible para luchar y vencer en la medida de sus posibilidades. En lo demás se abandona con serena paz. Hágase su voluntad. Aunque se hunda el mundo, el hijo descansa en completa paz.

Vive en los brazos del Padre. Estos brazos pueden conducirlo a cualquier parte, quizá al fondo de un abismo, o al fondo de un torrente. No importa: está en los brazos de
Alguien que lo ama mucho. Por eso, el hijo no conoce el miedo.

El torrente puede llamarse muerte. No importa. También
este torrente lo atraviesa el hijo, llevado en los brazos potentes y amantes. Puede que la muerte sea el golpe más duro. También este golpe queda amortiguado como quien cae en un mar de lino blanco.

El abandono es la ruta más rápida y segura de toda liberación.




MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulina
Capitulo III
Itinerario hacia el encuentro:
1. Por el abandono a la Paz



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ASUMIR
EN TUS MANOS
LO PUSIERON ENTRE CADENAS
SEMBRAR Y MORIR
LA GRAN CRISIS Y LA ALTA FIDELIDAD
EN LAS AGUAS PROFUNDAS