martes, 4 de abril de 2017

ADORAR Y CONTEMPLAR: INTRODUCCIÓN

Un mediodía ardiente, Jesús, cubierto de polvo y sol,
atravesaba la provincia de Samaría por la agreste garganta
que se abre entre los montes Ebal y Garizim. Sobre la cumbre de este último, los cismáticos de Israel que eran los
samaritanos, habían erigido un templo relativamente modesto, como réplica y desafío al templo de Jerusalén, y en
torno a este monte se desarrolla la vida religiosa de los
samaritanos. La rivalidad entre los judíos y los samaritanos
se remontaba a los lejanos días del retorno desde la cautividad de Babilonia.


Al salir de la garganta, entró Jesús en el valle que se extiende desde Siquem hasta Naplus. A la entrada del valle
se levantaba Sicar, ciudad adornada de leyendas que se remontaban a los días de Jacob. Cerca de la ciudad había
un pozo manantial de unos 30 metros de profundidad.

Jesús, cansado, se sentó sin más junto al pozo. Era mediodía. Y sucedió una escena extraña. Con un cántaro a la cabeza, llegó desde la ciudad una mujer con mucha vida
y largas historias en su haber. Jesús le pidió agua para
aliviar su sed. Ella halló extraña esta petición. Rápidamente,
sin embargo, entraron los dos en una conversación de alto
vuelo. Y, a cierta altura de la conversación, sonó por primera
vez, en este entorno tan singular, una palabra con gran peso de eternidad: adorar.

Entre digresiones y desviaciones del tema general, Jesús
vino a decir: Mujer, vosotros los samaritanos decís que es en la cumbre de Garizim donde se debe adorar al Padre. Los judíos, por el contrario, replican diciendo que es el templo de Salomón el lugar de la adoración. Yo, a mi vez, te digo: ni aquí ni allí. En otro «templo», hija mía. Mira: Dios es espíritu; tú no eres espíritu pero tienes espíritu por haber sido plasmada a imagen y semejanza de Dios; eres portadora de un aliento divino e inmortal. Ahora bien, si Dios es espíritu y tú tienes espíritu, es el espíritu el verdadero «lugar» del encuentro con el Padre. Los verdaderos adoradores, de ahora en adelante, deben adorarlo «más allá» de los ritos, templos, ceremonias y palabras: lo harán en espíritu y verdad. Son éstos los adoradores que el Padre necesita y desea (Jn 4,1-27).

Hacia el interior

Un poema oriental dice así:


«Dije al almendro:
hermano, habíame de Dios.
Y el almendro floreció.»

Sin embargo, el Rostro no florecerá tan fácilmente. Ese
Rostro bendito está cubierto de densas neblinas, siempre lejos, allá en el mar del tiempo. Necesitamos hacernos a la
vela y remar sin tregua entre las hostiles olas de la dispersión, distracciones y sequedades; avanzar siempre mar adentro del silencio con la ayuda de métodos psicológicos, para dar alcance al Centro que concentrará y aquietará todas las expectativas del corazón.

Los vestigios de la creación, las reflexiones comunitarias
y las oraciones vocales pueden hacernos presente al Señor,
pero de manera refleja y difuminada. La fuente viva y profunda está lejos. Uno puede apagar la sed en las aguas frescas del torrente, pero el origen de esas aguas está allá arriba, en el glaciar de eternas nieves.

El alma, cuanto más experimenta a Dios, suspira por la Fuente misma, por el Glaciar.

«No quieras enviarme
de hoy ya más mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.»

Como se ve no hay cosa que pueda curar su dolencia
sino la presencia y vista de su Amado, desconfiada de cualquier otro remedio, pídele en esta canción le entregue posesión de su presencia.

Más allá de los vestigios, dones y gracias, el alma busca,
pretende no el agua sino el Manantial mismo. Busca esa quieta, identificante e inefable relación yo-Tú. Busca —¿cómo decirlo?— esa comunicación profunda de presencia a Presencia, esa interacción e interrelación de conciencia a Conciencia.

Pero, una vez más, a través de sombras, Dios comienza a manifestarse al alma, pero lo hace como cuando el sol se derrama a través de una espesa arboleda en un bosque muy tupido. Es el sol pero no es el sol: son partecitas de sol derramado a través de la espesura.


«Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados».

Este es, con otras palabras, el ardiente anhelo expresado
innumerables veces por los hombres de Dios en la Biblia, y que da título a este libro: Muéstrame tu rostro.

El rostro de Dios es una expresión bíblica para significar la presencia viviente de Dios; y esa presencia se engrosa, se condensa cuando la fe y el amor hacen que las relaciones
del alma con Dios sean más profundas e íntimas.

El alma tiene que entender muy bien que esa presencia es siempre oscura, pero permaneciendo oscura se hace más
viva. Quiero decir que cuando la fe y el amor se intensifican, entonces los rasgos de Dios se perciben no más claros, sino más vivos. La claridad no se refiere a las formas, que Dios no las tiene, sino a la densidad y seguridad de su presencia. 
Puedo estar en una oscura noche «con» una persona; aunque no nos veamos, aunque no nos toquemos y estemos en completo silencio mirando las estrellas, puedo «sentir» vivamente su presencia, «sé» que está ahí.

Cuando el alma intenta entrar en la comunicación con el Señor, lo primero que tiene que hacer es vivificar la presencia del Señor, después de dominar y recoger las facultades.

El alma ha de tener muy claro que Dios está objetivamente
presente en su ser entero al que comunica la existencia
y la consistencia.

Habrá que recordar que Dios nos sostiene. No es el caso de la madre que lleva a la criatura en sus entrañas, sino que, en nuestro caso, Dios nos penetra, envuelve y sostiene.

Está más allá y más acá del tiempo y del espacio. Está en torno mío y dentro de mí, y con su presencia activa alcanza las más lejanas y profundas zonas de mi intimidad.

Dios es el alma de mi alma, la vida de mi vida, la realidad total y totalizante dentro de la cual estamos sumergidos; con su fuerza vivificante penetra todo cuanto tenemos y cuanto somos.

En un poema intentaré decir todo esto.

No estás. No se ve tu rostro.
Estás.
Tus rayos se disparan en mil direcciones.
Eres la Presencia Escondida.

¡Oh Presencia siempre oscura y siempre clara!
¡Oh Misterio Fascinante 
al cual convergen todas las aspiraciones!
¡Oh Vino Embriagador
que satisfaces todos los deseos!
¡Oh Infinito Insondable
que aquietas todas las quimeras!

Eres el Más Allá de todo y el Más Acá de todo.
Estás sustancialmente presente en mi ser entero.
Tú me comunicas la existencia y la consistencia.
Eres la esencia de mi existencia.

Me penetras, me envuelves, me amas.

Estás en torno de mí y dentro de mí.
Con tu Presencia activa alcanzas
hasta las más remotas y profundas zonas
de mi intimidad.

Eres el Alma de mi alma, la Vida de mi vida,
más «Yo» que yo mismo,
la realidad total y totalizante
dentro de la cual estoy sumergido.
Con tu fuerza vivificante
penetras todo cuanto soy y tengo.
Tómame todo entero,
oh Todo de mi todo,
y haz de mí una viva transparencia
de tu Ser y de tu Amor.

A pesar de tan estrecha vinculación, no hay simbiosis ni identidad, sino una presencia activa, creadora y vivificante.
Esta realidad última del hombre la expresa el salmista con una incomprensible expresión poética: «Todas nuestras
fuentes están en ti» (Sal 86). La recitación pausada de algunos salmos, al comienzo de la oración, puede servir para
hacer «presente» al Señor.

Es necesario avanzar hacia el interior porque sólo el hombre interior percibe a Dios. «La sabiduría de esta contemplación
es el lenguaje de Dios al alma, de puro espíritu a espíritu puro. Todo lo que es secreto y no lo saben ni pueden decir, ni tienen gana porque no lo ven». Las personas que se mueven en el mundo de los sentidos y dominadas por ellos, no serán capaces de la experiencia religiosa, al menos mientras estén bajo ese dominio.

El doctor místico distingue como una periferia del alma, que él imagina como unos arrabales bulliciosos; serían los sentidos y la fantasía, un mundo que con su agitación impide
observar los pasajes más interiores. Y avanzando más adentro, el santo distingue la región del espíritu que es una
«profundísima y anchísima soledad..., inmenso desierto que
por ninguna parte tiene fin».

Es lo que llamamos el alma, una región fronteriza entre
el hombre y Dios, quiero decir, es simultáneamente realidad
humana y teatro de la acción divina, un universo realísimo como la pared que tocamos, pero cuya percepción a la generalidad de los hombres nos escapa completamente porque vivimos en la periferia; los hombres interiores lo
distinguen y perciben nítidamente aunque también ellos andan apretados para traducirlo en palabras.

«El centro del alma es Dios, al cual cuando el alma hubiere llegado según toda la capacidad de su ser, y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda y ame y goce a Dios...».

Cómo el alma sea la región fronteriza entre Dios y el hombre, el santo lo explica de la forma siguiente: viene a
decir que la profundidad del alma es proporcional a la profundidad del amor. El amor es el peso que inclina la balanza hacia Dios porque mediante el amor se une el alma
con Dios, y cuantos más grados de amor tuviere, tanto más
profundamente el alma se concentra con Dios. Para que el
alma esté en su centro (que es Dios) basta que tenga un grado de amor. Y cuantos más grados de amor tuviere el
hombre, en esa misma proporción va centrándose y concentrándose en Dios, tantos círculos adentro. Y si llega hasta el último grado de amor divino, se habría abierto el último y más profundo centro del alma.

Puede ocurrir, pues, que se vayan cavando sucesivas profundidades en la sustancia del alma. Y en cada profundidad, el rostro de Dios brilla más, su presencia es más patente, el sello transformante más hondo y el gozo más intenso.

Entiéndase bien: necesariamente tengo que hablar en figuras, quiero decir percibir, distinguir. El alma (así como también Dios) es inalterable. En la medida en que se va viviendo la fe, el amor y la interioridad, se distinguen nuevas zonas.

Esta grandiosa realidad la simboliza santa Teresa con las
diversas moradas de un castillo, como dependencias cada vez más interiores.

Por eso dice Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,13). Y a mayor amor, una morada más interior y entrañable. En esas regiones profundas de sí mismo es donde el alma experimentará la presencia activa y transformadora de Dios.



MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo IV
Adorar y contemplar:
Introducción



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REFERENCIAS