jueves, 27 de abril de 2017

ANTORCHA AZUL

La mujer samaritana se quedó asombrada al escuchar de su interlocutor la solemne declaración de su identidad mesiánica: la noticia era demasiado sorprendente para continuar el diálogo o hacer nuevas preguntas. 

La mujer dejó su cántaro junto al pozo, se alejó presurosamente, y al llegar a la ciudad comenzó a pregonar a grandes voces que había encontrado al Mesías.

Cuando Jesús intercambiaba con ella las últimas palabras llegaron los discípulos con las provisiones, y se quedaron sorprendidos al ver a su Maestro conversando a solas con una mujer: era una novedad para ellos, porque no era costumbre de los rabinos entablar conversación públicamente con una mujer, ni siquiera con su propia esposa. Respetuosamente se quedaron a una prudente distancia, hasta que la mujer se ausentó.

Entonces se acercaron a Jesús, pero nadie le formuló ninguna pregunta, sino que le ofrecieron los alimentos que habían adquirido, diciéndole:
—Maestro, come. La batalla que Jesús había sostenido con aquella mujer había sido intensa, y el Pobre de Nazaret estaba demasiado sensibilizado a los temas del espíritu como para que tuviera hambre.

Su diálogo con la mujer había estado matizado de alegorías y metáforas, y continuando en ese mismo tono, les contestó:
—Tengo otro alimento que vosotros no podéis imaginar: la voluntad de mi Padre; he ahí la delicia de mi alma, el pan y el vino que reconfortan mi cuerpo y mi espíritu.

Jesús estaba fuertemente sensibilizado, y continuó:
—Soy el Pobre de Dios, el Siervo de mi Padre. No tengo nada, y por no tener nada, ni siquiera tengo voluntad propia. Les contaré una historia: Las voces de la noche ascendían
dulces, serenas, eternas. Nazaret dormía aún, y soñaba; caravanas de estrellas recorrían el firmamento. Una antorcha azul abrió, de repente, una hendidura en el firmamento, dejando tras de sí un río de luz blanca y azul. Era el Hijo de Dios, mejor, el Pobre de Dios. La antorcha azul se irguió como un estandarte en la roca más alta de la cima más alta del mundo, dobló las rodillas, extendió los brazos y lanzó un grito que llegó a los bordes del mundo. El grito decía: "Heme aquí que vengo, oh mi Dios, para cumplir tu voluntad". Y el eco fue rebotando de montaña en montaña. Al primer eco, el invierno contestó: La primavera está en mi corazón; al segundo eco, la muerte contestó: La resurrección está en mi corazón; al tercer eco, el vacío agregó: El Reino de Dios está en mi corazón.

Jesús estaba como tomado por una viva inspiración, y continuó como definiendo su propia identidad personal: —No soy un sembrador que esparce la semilla al viento; no he
venido para rescatar a los muertos de las garras de la muerte; no he venido para esparcir flores sobre los tullidos o para limpiar a los leprosos de sus llagas. He venido para dar cabal cumplimiento a la voluntad de mi Padre. 

No preguntaré, no cuestionaré, no me resistiré, no me quejaré. No soy un profeta, ni un mensajero, ni siquiera un redentor. Soy un Pobre de Dios, sumiso y obediente, atento a lo que mi Padre desea. Por eso el Padre me quiere tanto, porque cumplo su voluntad. Este es mi destino, para eso he venido. Soy simplemente eso: el Pobre de Nazaret.

A lo lejos se perfiló una masa de samaritanos que, capitaneados por la mujer, se aproximaba hacia el pozo de agua. Jesús aprovechó ese momento para agregar todavía unas palabras: —Cuatro meses más y estamos en el tiempo de la cosecha. Este proverbio, sin embargo, no entra en nuestros cálculos. Mi Padre es imprevisible y capaz de echar por la borda los cálculos de probabilidad. El viento sopla, las velas están hinchadas, y llegó la hora de la partida; el mediodía brilla en todo su esplendor y enormes campos de mies nos esperan.

Ayer sembraron, hoy la mies amarillea, y vosotros estáis llamados a ser los segadores, porque, como se dice, unos siembran y otros siegan. Y tomad el laúd en bandolera, porque de la siega regresaremos cantando. Ahí tenéis la nueva mies, dijo, señalando a los samaritanos que se
acercaban.

Efectivamente, entre asustados y emocionados, llegó un numeroso grupo de samaritanos. Jesús, consciente de la eterna rivalidad entre ellos y los judíos, los acogió con una
cordialidad especial. Les habló largamente. Ellos quedaron absolutamente subyugados, y decían a la mujer:
—No es por tus palabras, nosotros mismos hemos comprobado que éste es el Enviado; y le invitaron a quedarse unos días con ellos. Y él, que había venido a este mundo en busca de los últimos, consecuente consigo mismo y con su misión, se quedó dos días con ellos.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo IV
Los primeros pasos:
Antorcha azul


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