martes, 4 de abril de 2017

EL ENCUENTRO

La oración de intercesión, también la de alabanza, se hallan pobladas de gentes: roguemos por los enfermos, los misioneros, por el santo Padre. En la adoración desaparece todo el mundo y quedamos solos El y yo. 

Y si no conseguimos quedarnos a solas El y yo, no hay encuentro verdadero. Podría estar yo en una asamblea orante, entre cinco mil personas donde todas oran y aclaman. Si yo, en mi última instancia y estancia, no quedo a solas con mi Dios, como si nadie respirara en el mundo, no habrá encuentro real con el Señor.

Comencemos diciendo por adelantado que todo encuentro
es intimidad, y toda intimidad es recinto cerrado. Todo lo decisivo es solitario. Las grandes decisiones se toman a
solas: se muere solo, se sufre solo; el peso de una responsabilidad es el peso de una soledad, el encuentro con el Señor se consuma a solas, aun en la oración comunitaria.

El encuentro es, pues, la convergencia de dos «soledades».

He aquí el gran desafío para lograr el encuentro de adoración: de qué manera llegar, a través del silencio, a mi
soledad y a la «soledad» de Dios. Y a fin de conseguir esto, qué hacer para acallar (aislarme, desligarme) los clamores
de fuera, los nerviosismos, las tensiones y toda la turbulencia interior hasta percibir, en pleno silencio, mi propio
misterio. Y en segundo lugar, de qué manera sobrepasar el bosque de imágenes, conceptos y evocaciones sobre Dios y quedarme con el mismísimo Dios, con el Misterio, en la pureza total de la fe.

Más allá de la evocación

Al caer la tarde escuchamos una música evocadora. Esta
melodía, arropada con ese colorido orquestal, en este momento de fe, no sé por qué misteriosos resortes, despierta en mí vivamente a mi Dios. Pero si yo, centrada toda mi atención, consigo «quedarme con» el mismísimo Señor, se esfuma la música, aunque ella siga sonando. El Señor Dios está más allá de la evocación. Mejor, al conectarme con el Evocado, desaparece la evocación. ¿Cómo ligarme con la «soledad» pura de mi Dios?

En este amanecer nos sumergimos en el corazón de la naturaleza. Este conjunto de color, formas y tonalidad, esta
embriagadora variedad de armonía y vida despierta en mí,
no sé por qué inefable encanto, la presencia vibrante y amante de mi Dios y mi Padre. Pero si yo, concentrando las
energías dispersas, y en la fe pura, establezco con mi Dios
una ligadura atencional quedándome a solas con él, ya desaparecieron las montañas, las flores y los ríos aunque sigan brillando al sol. Dios está «más allá», lo que no quiere
decir que esté distante sino que El mismo es algo distinto
de la imagen con que lo revestimos. Al aparecer el Evocado,
desaparece la evocación. 

En esta noche serena salimos al descampado. Contemplamos largo rato, en silencio, esa bóveda profunda, y decimos: Ese firmamento estrellado, más allá de los años-luz y de las distancias siderales, evoca para mí el misterio palpitante de mi Dios, eterno e infinito. Pero si, en la fe pura, entro en una corriente de comunicación personal con el mismísimo Eterno, se esfuman las estrellas como por arte de magia. He aquí el problema: ¿Cómo llegar a la «soledad» de Dios y quedarnos con El mismo en la simple y total presencia? ¿Cómo establecer la sintonía de misterio a Misterio?

Debido a su naturaleza trascendente y a nuestros procesos
cognoscitivos, revestimos a Dios con imágenes y formas
conceptuales. Pero El mismo, repetimos, es distinto de nuestras representaciones sobre él. Para adorarlo en espíritu y verdad, tenemos que despojar al Señor de todos esos ropajes que, si bien no son falsos, al menos son imperfectos o ambiguos. Tenemos que «silenciar» a Dios.

Bueno será apoyarse en la creación para orar, y para algunos puede ser la manera más eficaz de adoración. Buena cosa será asistir a aulas de teología donde el misterio de Dios es transmitido en conceptos. Pero los profetas provienen de los desiertos, allá donde sobre la plataforma inapelable de la monotonía emerge el Señor en su «soledad», en su Sustancia ineludible, en su Persona inalienable. En el jardín o en el campo mil reflejos distraen, los sentidos se entretienen y el alma se conforma con destellos de Dios que danzan entre las criaturas; pero en el desierto, en la fe pura y en la naturaleza desnuda, Dios refulge con la luz absoluta.

No queremos decir con esto que, para adorar, debamos
buscar las arenas ardientes de un desierto. Hablamos en figura. Necesitamos, sí, ciertos elementos de lo que significa
«desierto»: la desnudez en la fe, el silencio y la soledad.
Y esto, si no todos los días, al menos para los encuentros
de los tiempos fuertes.
Dios es «solo», el hombre es «solo». Avancemos hacia
la convergencia de esas dos «soledades».

Ultima estancia

Sentirse solo es como sentirse solitario. Algo negativo.
Pero percibirse solo es tomar conciencia de que, como yo,
no hay ni habrá otro en el mundo: sólo yo y sólo una vez.
¡Mi misterio! Algo inefable, singular, inédito. Por el silenciamiento de los clamores exteriores, y sobre todo de los interiores, se llega a la percepción de la propia soledad (interioridad, identidad). Lo que impide, pues, la percepción (posesión) de mi propia identidad es la dispersión interior en
que la persona es disociada en recuerdos, sensaciones, proyectos, preocupaciones que la disgregan de tal manera, que acaba por sentirse como un montón de pedazos de sí mismo.
Si no se es (se siente) unidad, no se puede «poseer» su misterio. En este caso es imposible el encuentro real con
Dios, que siempre se consuma de unidad a unidad.

El hombre no es un ser acabado, sino un ser «por hacerse», por obra de su libertad (GS 17).
Una piedra, un árbol, son seres plenamente realizados dentro de las fronteras o límites de su esencia. Quiero decir
que no pueden dar más de lo que dan, no pueden ser más
perfectos de lo que son. Igualmente un gato, un perro. Son
seres encerrados, acabados, «perfectos» dentro de sus posibilidades.

El hombre, no. El hombre, originalmente, es un «poderser». Es el único ser de la creación que puede sentirse irrealizado,
insatisfecho, frustrado. Y por eso es, entre los seres creados, el único que tiene capacidad para superar las barreras de sus limitaciones. Por otra parte, es también el único ser capaz de autotransparencia, de trascendencia y libertad.
En una palabra, es un ser abierto, capaz de un encuentro
personal con Dios, de un diálogo con su Creador.

El Concilio presenta al hombre como un ser magnífico, «centro y cima de todos los bienes» (GS 12), que lleva en
sus profundidades la imagen de Dios, portador de gérmenes
ilimitados de superación y, sobre todo, «con capacidad para conocer y amar a su Creador». El hombre se distingue
particularmente de los demás seres en que lleva una zona interior de soledad, que es el «lugar» del encuentro con el
Absoluto y Trascendente.

«Por su interioridad es superior al universo entero.
A estas profundidades [de sí mismo] retorna cuando entra
dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador
de los corazones y donde él, personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino» (GS 14).

Se trata, pues, de una zona interior y secreta, adonde el
hombre deberá bajar, si desea el encuentro cara a cara con
Dios; lugar, por otra parte, donde nadie más puede asomarse: «... el núcleo más secreto y el sagrario del hombre en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de él» (GS 14).

Con esto parece estar indicando el Concilio que, si esa zona de soledad no está poblada por Dios, el hombre sentirá una soledad despoblada y vacía. Y es entonces cuando la palabra soledad adquiere un sentido trágico y se convierte
en el enemigo número uno del hombre.

Es en este «espacio de soledad», donde Dios espera al
hombre para el diálogo, para hacerlo participar de su vida
y para plenificar y dar cauce a las altas energías de la criatura.

Esto significa a su vez —siempre según el concilio—, que el valor máximo en cuanto a la estructura psíquica del hombre es el Dios que en la interioridad lo invita al diálogo.

Hacia ese valor máximo tienden las energías vitales del hombre, cuando busca el silenciamiento para la contemplación (GS 8). Todo lo cual conduce a la sabiduría, que es el resultado final de la plenificación de ese «espacio de soledad»: «Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible a lo invisible» (GS 15), es decir, al Dios absoluto.

Voy a completar estas ideas con otras palabras. Cuando
la persona se capta experimentalmente a sí misma, percibe
que «consta» de diferentes niveles de profundidad o interioridad, como si tales niveles fueran los diferentes pisos
de un edificio.

Entre esos niveles y más allá de ellos, el hombre percibe
en sí mismo algo así como una última estancia donde nadie puede hacerse presente salvo Aquel al que no le afecta el espacio, justamente porque esa estancia no es lugar sino
algo. Cuando se elaboraba la teología escolástica y todos
buscaban la definición de la persona, Escoto dijo que la
persona es la última soledad del ser.

En sus momentos decisivos, el hombre percibe vivamente
ser soledad (identidad inalienable y única), por ejemplo en la agonía. En ese momento, el que se va puede estar rodeado, imaginemos, de las personas más queridas que, con su presencia, palabras y cariño, tratan de «estar con» él, acompañándolo en esta travesía decisiva. Los cariños y las palabras no pasarán de su piel o de su tímpano.

En su última estancia, allá donde es él mismo y diferente a todos, el que se va está completamente solitario, y no hay
consuelos, palabras o presencias que lleguen hasta «allá».
Todo queda en la periferia de la persona. Pueden estar junto
a él. «Con» él —en su última y definitiva profundidad— nadie está ni puede estar. Es como si él dijera: Amigos, me voy, y ninguno de vosotros puede venir conmigo. Es en las horas decisivas cuando se transparenta el hecho de ser soledad (mismidad, ella misma).

Hay, pues, en la constitución de la persona un algo que le hace ser ella misma, diferente a todos, y que, como una
franja de luz, atraviesa y ocupa toda la esfera de la personalidad, dándole propiedad, diferenciación e identificación. Esta soledad (ser él mismo) se percibe, repetimos, cuando se silencia todo el ser: su mundo mental, corporal y emocional. De tal manera que, a la hora de experimentar, se confunden o se identifican dos expresiones: silencio y soledad.

La percepción de sí mismo (soledad) es el resultado del
silenciamiento total. La percepción posesiva de su misterio es el «lugar» de la adoración. Es en ese «templo» donde se adora en espíritu y verdad, como pedía Jesús, y se llega a la convergencia profunda de los dos misterios.

Entra y cierra las puertas

En lo alto de la montaña, erguido Jesús sobre una roca
frente a una muchedumbre anhelante, había proclamado
el programa del Reino. Y ahora estaba diciendo que, para
adorar, no es necesaria abundante palabrería ni fimbrias largas ni trompetas de plata. Basta entrar en el aposento interior, cerrar bien las puertas, encontrarse con el Padre, que está en lo más secreto, y quedarse con El (Mt 6,6).

Estas palabras quiero traducirlas a otro lenguaje, ampliando el horizonte de su significado. Después de todo, no se trata de un encuentro de personas de carne y hueso, que se aprietan la mano para saludarse, y se sientan en sendos
sillones para conversar. Fácil cosa es cerrar las puertas de
madera y entornar las ventanas de vidrio. Pero en nuestro
caso se trata de algo mucho más impalpable. Ese aposento
interior es otro «aposento», esas puertas son otras «puertas», y ese entrar es otro «entrar».

Hemos dicho que todo encuentro es intimidad; y toda
intimidad es recinto cerrado, y recinto cerrado significa silenciamiento de todo y alumbramiento de una «soledad»
(presencia de sí mismo o «in-sistencia»). Es un encuentro
singular de dos sujetos singulares que se hacen mutuamente
presentes en un aposento particularmente singular: en espíritu y verdad. Nunca me cansaré de repetir lo siguiente:
Para que «aparezca» Dios, para que su presencia, en la fe,
se haga densa y consistente, es necesaria una atención abierta, purificada de todas las adherencias circundantes, preparando de esta manera una acogedora «sala de visitas», vacía de gentes. En una palabra, un recipiente de acogida del Misterio. Cuanto más silencien las criaturas y las imágenes, cuanto más despojada esté el alma, tanto más puro y profundo
será el encuentro.

Impresionan las insistencias de fray Juan de la Cruz al
respecto en todos sus libros.

«Aprended a estaros vacíos de todas las cosas, es a saber
interiores y exteriores, y veréis cómo yo soy Dios».

Según entiendo, la mayoría de los cristianos queda fuera de las experiencias fuertes de Dios por no hacer este difícil e imprescindible trabajo previo al encuentro. Comprendo que, a nosotros, pobres mortales zarandeados en el torbellino
de la vida, no nos sea fácil hacer todos los días un encuentro de profundidad con el Señor Dios Padre, pero sí es factible hacerlo en los tiempos fuertes. Cuanto más frecuentes sean estos tiempos fuertes, más fácil será vivir en permanente presencia de Dios.

La tarea tiene dos vertientes. Primero, el silenciamiento.
Segundo, la percepción del propio misterio. Nos ocuparemos, en primer lugar, del silenciamiento. Ya hemos colocado en el capítulo anterior una serie de ejercicios para silenciarlo todo. No obstante, voy a agregar aquí nuevas orientaciones prácticas.
Advierta el cristiano que tenemos que silenciar tres zonos
bien diferenciadas.

a) El mundo exterior. Un conjunto de fenómenos exteriores,
sucesos y cosas son, o se convierten, en diferentes estímulos que, según el grado de sensibilidad de cada cual,
perturban la quietud interior, excitan y disocian al sujeto,
y le hacen perder el sentido de unidad. Para salvarse de
esas olas disociantes, el hombre necesita alienarse, ausentarse, desligarse (tres palabras y un solo contenido) de todo eso, de tal manera que lo circundante no le robe la paz ni perturbe su atención.

b) El mundo corporal. Se trata de tensiones o acumulaciones
nerviosas que, a su vez, producen encogimientos musculares, instaladas en diferentes partes del cuerpo. Ellas
consumen inútilmente excesivas cargas nerviosas, y originan
la fatiga depresiva y un estado general de desasosiego. En
este caso, el silenciamiento se llama relajarse.

c) El mundo mental. Es una masa de actividad mental en la que es imposible distinguir lo que es pensamiento y lo que es emoción. Todo está entremezclado: recuerdos, imágenes, proyectos, presentimientos, sentimientos, resentimientos,
pensamientos, criterios, anhelos, obsesiones, ansiedades...
Todo eso tiene que ser cubierto con el manto del silencio. El silenciamiento se llama, aquí, desprendimiento, desligamiento.
Se trata de una completa purificación. Al posarse tan gran polvareda, queda como resto la paz, y aparece en toda su pureza mi misterio: mi mismidad. Y, colocándonos en la
órbita de la fe, «aquí» y ahora emerge el misterio, y se
consuma el encuentro de misterio a Misterio, lográndose
el encuentro en espíritu y verdad.

Hay que comenzar por silenciar el mundo exterior. Considere
el cristiano que los pájaros seguirán cantando, los motores zumbando y los humanos gritando. Pero desligue su atención de todo eso, de tal manera que oiga todo y no escuche nada. Silenciar significa, pues, en este caso, sustraer la atención a todo lo que bulle, de tal manera que
el cristiano quede ausente o alienado de todo, como si nada
de eso existiera. Hágalo con suma tranquilidad. Para sustraer la atención lo más fácil es suspender la actividad mental o hacer el vacío interior como se enseñó en el capítulo anterior.

Sentado en una posición cómoda, respirando tranquilo y profundo, ejercítese en el desligamiento. Despréndase: no
permita que se le prendan los barullos. No permita que los
agentes exteriores, que normalmente golpean los sentidos, lo perturben o le causen impacto. Aproveche cualquier circunstancia para ejercitarse en el desligamiento.

En segundo lugar, relaje las tensiones. La palabra clave es
soltar. Se suelta lo que está atado, o también lo que tengo
agarrado o lo que se me agarra. Sentirá la sensación de que
los nervios están atados, de que los músculos se le agarran.
Soltar los músculos y nervios es relajarse, y relajarse es silenciar.

Siéntese cómodo, con el tronco recto. Respire profundo
v tranquilo. Como un señor que recorre todos sus territorios,
recorra todo su organismo imponiendo la calma.
Quieto, concentrado y tranquilo, comience por soltar los
músculos de su frente (al decir músculos, estamos refiriéndonos a los nervios que agarrotan los músculos), hasta que la frente quede relajada y tersa.

Suelte los músculos de la cabeza, los que rodean el cráneo.
Suelte los músculos (y nervios) de la cara, mandíbula.
Suelte los músculos de los hombros y cuello hasta que los sienta relajados.
Suelte el antebrazo, brazo y manos.
Suelte los músculos del pecho y vientre, piernas y pies.
Y ahora, de un solo golpe experimente vivamente cómo el exterior de todo su organismo está en calma.
En seguida comience a soltar los nervios y músculos interiores.
Hágalo primeramente en el cerebro. Luego con la garganta. Continúe con el corazón y el vientre, sobre todo en lo que se llama boca del estómago o plexo solar. Y acabe con los intestinos. Para terminar, experimente vivamente una sensación profunda y simultánea: en todo mi organismo reina un completo silencio.

Finalmente tenemos que silenciar el mundo mental. Es lo más difícil y decisivo. Otra vez necesitamos usar el verbo
soltar o desprenderse. El cristiano percibirá que los recuerdos y deseos se le agarran, se le prenden. Suéltelos y déjelos que desaparezcan entre las brumas del tiempo en la
región del olvido. Haga como quien borra en un instante
una pizarra escrita. Sentado, tome una posición cómoda. Respire bien. Comience por el pasado de su vida.
Apague de un golpe todos los recuerdos: los que le alegran,
los que le entristecen, los indiferentes. Nada hacia atrás en su vida: personas, conflictos... Haga el vacío completo como quien apaga la luz de la habitación y queda todo oscuro. Cubra con el manto del olvido total ese pozo hirviente del inconsciente, cementerio vivo de todas las impresiones de una vida. Si le vienen los recuerdos a la memoria, que los suelte uno por uno.
Nada hacia adelante en su vida. Suéltelos todo: planes,
expectativas, temores, ideales, anhelos... Borre todo de un
golpe. Haga el vacío mental. Si le perturban los proyectos,
con gran tranquilidad suéltelos uno por uno. Suelte y desprenda el miedo general que penetra el pasado y el futuro.
Nada fuera de este momento. Suelte los problemas actuales,
emociones.
Nada fuera de este lugar. Suelte personas ausentes, su
lugar de trabajo, su familia ausente.


Silenciado todo, sólo queda el presente:
un darme cuenta de mí mismo,
aquí y ahora.
Yo soy yo mismo: percepción de mí mismo
como sujeto y objeto de mi experiencia.
El que percibe soy yo; lo percibido soy yo.
Pensar que pienso. Saber que sé.
Soy uno y único,
diferente a todos.
Soy yo solo y sólo una vez,
unidad, «soledad», mismidad,
misterio.

Diríamos que la adoración es una convergencia de dos
presentes: dos presencias integran una sola presencia.
Dos presencias mutuamente abiertas y acogedoras, en quietud dinámica, en movimiento quieto.
Dos presentes proyectados mutuamente, introyectados en una intersubjetividad.

Este vivir el presente no significa desinterés por los demás.
No es egoísmo camuflado. Al contrario, este presente encierra una gran carga explosiva de irradiación; se extiende
dinámicamente de horizonte a horizonte de mi vida: el pasado se hace presente, el futuro se hace presente, aquí y
ahora, y, como un núcleo dé átomo, en este presente están
encerradas todas las virtualidades de transformación y amor.

Se me dirá: Orar así es cosa complicada. Bien sabemos
que toda oración es don de Dios, y mucho más lo es el don de la contemplación. Sé muy bien que el Señor Dios, sin ninguna ambientación, puede ocupar todas las habitaciones
de un alma. Pero de ordinario no sucede así.

Al contrario: son muchas las almas que, por falta de preparación sistemática, quedaron estancadas en una áurea mediocridad. Los que viven en la superficie de la oración es
porque no se preparan, y no se preparan porque les falta
real interés. No podemos cruzarnos de brazos, levantar los
ojos y esperar la lluvia. Al colocar los medios, estamos
manifestando nuestra disposición y demostramos que, de
verdad, buscamos el rostro del Señor. Nosotros preparamos
el terreno; el Señor dará lluvia e incremento.

Quedarse con el Padre

Llegué y entré en la soledad más profunda de mi ser.
Encendí la luz de la fe y, ¡oh prodigio!, aquella soledad
estaba ocupada por un Habitante: el Padre.

Si el Padre y yo nos encontramos en una habitación cerrada, ¿qué hacemos ahora? ¿Cómo adorar? Jesús viene a responder: ¡Cuidado con las muchas palabras! Ahora que
el Padre está ahí en lo más secreto, quédate con El (Mt 6,6).

Quedarse con el Padre significa establecer una corriente
atencional y afectiva con El, una apertura mental en la fe y en el amor. Mis energías mentales (lo que yo soy como
conciencia, como persona) salen de mí, se proyectan en El
y quedan con El. Y todo mi ser permanece quieto, concentrado, compenetrado, paralizado en El, con El.

Pero no sólo se trata de una salida mía hacia El, no sólo es apertura. Simultáneamente es acogida porque existe
también otra salida —en el amor— de El hacia mí. Si El
sale hacia mí y yo salgo hacia El, si El acoge mi salida y yo
acojo su salida, el encuentro viene a ser un cruce y cristalización de dos salidas y dos acogidas. De esta manera
se produce una unión convergente, profunda y transformante, en la que el más fuerte asume y asimila al más débil, sin perder la identidad ninguno de los dos.

Y así, desde el primer momento comienza el proceso
transformante. Cuanto más profundo es el encuentro, la Presencia comienza a hacerse presente, impactar, iluminar e inspirar la persona en sus realidades más profundas como son el fondo vital, el inconsciente, los impulsos, los reflejos,
los pensamientos, los criterios... Cuanto más vivo y profundo
sea el encuentro, repito, en esa misma proporción la Presencia embiste, penetra y alumbra los tejidos más entrañables y decisivos de la persona.

El hombre comienza a caminar en la presencia del Señor
(la Presencia está encendida en la conciencia). Los impulsos
y reflejos, al salir afuera, salen según Dios. Y así, el comportamiento general del cristiano (su estilo) aparece ante el mundo revestido de la «figura» de Dios. Su figura se hace
visible a través de mi figura, y así el cristiano se convierte
en una transparencia de Dios mismo. De esta manera, el
Señor sigue avanzando en la conquista de nuevos espacios,
y, como en círculos concéntricos cada vez más amplios,
comienza la divinización de la humanidad. Pero todo comenzó en el núcleo de la intimidad. Allá están encerradas
todas las potencialidades.

Ese quedarse con el Padre equivale a la expresión hablar
con Dios.
Es diferente hablar con Dios que pensar en Dios. Siempre
que se piensa en alguien, ese alguien está ausente. Pensar
en alguien es hacer presente (representar) a ese alguien
que está ausente mediante una combinación de recuerdos e
imágenes que tengo sobre él.

Pero si ese alguien ausente se hace, de repente, presente
temporalmente ante mí, yo ya no pienso en él sino que se establece con él una corriente dialogal, no necesariamente
de palabras sino de interioridades.

Cuando dos presencias mutuamente conocidas y amadas
se hacen presentes, se establece sin más una corriente circular de dar y recibir, de amar y ser amado, en una función
simultánea y alternada de agente y paciente.

Es un circuito vital de denso movimiento que, no obstante, se consuma en la máxima quietud. En este diálogo no es necesario que se crucen palabras (ni mentales ni vocales)
sino que son las conciencias las que se cruzan en una introyección inter-subjetiva, en una proyección nunca
identificante y siempre unificante.

Todo lo dicho se resume en esta expresión: estás conmigo.

Las tinieblas no te ocultan, las distancias no te separan.
No hay interferencia en el mundo que me pueda apartar de ti. Estás conmigo. Salgo a la calle y caminas conmigo.
Me enfrasco en el trabajo, y a mi lado te quedas. Mientras
duermo, velas mi sueño. No eres un detective que vigila, eres un Padre que cuida. A veces me vienen ganas de gritar:
Soy un niño perdido en la selva, estoy solo, nadie me quiere.
En seguida oigo tu respuesta: Yo estoy contigo, no tengas
miedo.

En ti se alimentan mis raíces. Me envuelves con tus brazos.
Estás conmigo. Con la palma de tu derecha cubres mi
cabeza. Con la luz de tu mirada penetras mis aguas. Soy
un niño que tiene frío y me calientas con tu aliento. Sabes
perfectamente cuándo termina mi descanso y dónde comienza mi caminar. Mis senderos y andanzas son más familiares para ti que para mí. Casi no lo puedo creer pero
es verdad: adondequiera que yo vaya, estás conmigo.

Si yo fuese un águila invencible y escalara el firmamento
para escaparme de tu aliento, si yo fuese un delfín de aguas
profundas y en un descenso vertical me sumergiera hasta
los abismos para evadirme de tu presencia, es imposible, no hay en el mundo madre tan presente a su niño como tú a mí. Estás conmigo.

Si la aurora me prestara sus alas de luz, y fuese yo volando hasta la esquina del mundo, es inútil, también allí me tomarás con cariño con tu derecha. Estás conmigo.
Si yo dijera: La noche será mi refugio. Cúbreme, oh noche,
con tu manto negro para desorientar a este perseguidor.
Prestadme, oh tinieblas, vuestras alas negras para ocultarme
a esta mirada, es imposible, no lo puedo evitar. Tu presencia es fulgor que taladra y transfigura las sombras.
Estás conmigo. Bendita sea tu presencia (Sal 138).

Trato de amistad

Santa Teresa nos da la ya famosa definición de la oración.


«No es otra cosa... sino tratar de amistad, estando
muchas veces a solas con quien sabemos nos ama.»

Tratar es una expresión castellana que, en este contexto,
presupone, significa y contiene un estado interior —siempre
interpersonal— afectuoso, en un movimiento recíproco
y oscilante de dar y recibir.

Es en el verbo tratar donde hay que cargar el acento.
Siempre que hay trato con Dios, hay oración; para que haya
oración tiene que haber trato de amistad, y esto, en cualquier
clase de oración, desde la recitación de una plegaria aprendida de memoria hasta las cumbres más altas de la
mística.

Siguiendo a la santa diremos que el encuentro es una
comunicación —una vez más intercomunicación—, algo así
como un comercio en el que la mercancía que se intercomunica es el amor: el que Dios nos ofrece y el que nosotros le devolvemos en correspondencia. Se trata de un intercambio afectuoso en el que sabemos que se nos ama y que amamos. «Estar», tratar, mirar, sentirse recíprocamente presentes, serían unas cuantas palabras que nos aproximarían a lo que es la esencia de la oración. Podríamos hablar también de un intercambio de miradas. Santa Teresa, mujer ella y por consiguiente afectiva, hace hincapié en el lado afectivo más que en el discursivo.

Siendo Dios amor, habiéndonos creado por amor, habiéndosenos revelado por amor, el destino final de todas sus intervenciones no puede ser sino transformarnos en el amor.
El amor es una acción dinámica; Dios, que es amor, siempre
está en acción, nos invita, nos solicita, se nos ofrece y pone
en «movimiento» las facultades interiores. El «movimiento»
es una relación yo-tú: una proyección e inter-acción del «yo» en el «tú» y del «tú» en el «yo».

En el encuentro, sobre todo cuando se está en vías de
profundización de la oración contemplativa, la intimidad
intersubjetiva toma la totalidad del hombre, sin excluir las
potencias corpóreas, hasta cierto punto. En un encuentro
más o menos profundo, el trato de amistad es un entronque
del hombre total, totalmente en Dios. Mejor será invertir la idea: Dios invade totalmente el hombre entero, y cuanta más libertad permite el hombre a Dios en su territorio, más zonas abarca Dios, más regiones conquista.

Con su claridad francesa y su concreción femenina, santa
Teresita nos describe el encuentro con estas palabras:
«Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús...».

Intimidad

La palabra humana más significativa para hacernos patente
la sensación de encuentro es la palabra intimidad. Intimidad es el cruce y al mismo tiempo el resultado del cruce de dos interioridades.
Todo individuo, todo «yo» es siempre un círculo cerrado y concéntrico por naturaleza. Interioridad es el resultado de un organizarse y vivir hacia dentro, en una perpetua inclinación y convergencia hacia el centro de uno mismo. La interioridad nada tiene que ver con el egoísmo, aunque en algo se parecen.
Ahora bien, dos interioridades que se salen de su círculo
concéntrico y se proyectan mutuamente, dan por resultado
una tercera zona que llamamos intimidad (¿un clima?, ¿una realidad impalpable?), un algo, una realidad psicológica
perceptible pero no explicable; otra zona distinta de las dos
interioridades, de las dos personas: algo así como una tercera «persona» nacida de las dos interioridades.

Es precisamente la fecundidad de la trascendencia. Trascender es superarse. Trascender es salirse. Trascender es amar. El amor es siempre fecundo, siempre engendra.
Ahora bien, dos interioridades concéntricas que se han salido de sí mismas y se han proyectado mutuamente, «engendran» el encuentro, la intimidad. En conceptos psicológicos podemos concluir que si la oración es un encuentro y el encuentro una intimidad, la oración es la intimidad con Dios.

Lejos de permanecer en su mismidad, Dios desborda su
interioridad y se nos abre de diversas maneras:
Dios es «en sí mismo» y «por sí mismo»; sin embargo, se «salió» de sus «fronteras» y se derramó en las criaturas.
El universo es, pues, un desbordamiento del mismo Dios.

Además, en una reacción admirable de amor, se nos descubrió, se nos «declaró» y se nos ofreció gratuitamente para formar con nosotros una comunidad de vida y amor. Dios quiere formar una familia, una sociedad, en aquella única región donde cabe la conjunción de Dios y del hombre, la región del espíritu.

Si el hombre responde afirmativamente a la invitación de Dios, ya estamos formando la comunidad de vida, como
compañeros de vida. El encuentro presupone un clima de
hogar. La Escritura explica este clima con expresiones como
«habitar entre nosotros» (Jn 1,14), «haremos mansión en él»
(Jn 14,23), expresiones muy hogareñas que evocan ciertos
matices como calor, gozo, confianza, ternura, cosa parecida
al hecho de sentirse en el interior de un hogar dichoso.

En este clima es donde nace y crece la intersubjetividad;
es decir, la proyección de un sujeto sobre otro en una
mutua inter-acción.

En una palabra: el encuentro es un vivir y profundizar
interminablemente la relación interpersonal, en un clima entrañable y afectivo, vuelto el «yo» sobre el «tú», entre Dios
y el hombre.

Diversidad

Debido a que cada hombre es distinto en su ser, en su sentir y en su actuar, el «trato de amistad» va adquiriendo en cada persona novedades y matices originales dentro del más diverso y admirable abanico: según los estados de ánimo,
diferencia de edades, ritmos de crecimiento, disposiciones
psico-somáticas, humor.

No sólo la oración de cada persona será esencialmente
diferenciada, sino que la oración de una misma persona puede ir variando de una época a otra, de un tiempo a otro,
incluso de un día para otro. Una será la oración de un tipo intelectual, otra la oración de un tipo afectivo.

La relación de cada persona con su mundo circundante es diferente. La manera de enfrentar y afrontar el mundo que lo rodea o las personas con quienes trata, es diferente en un niño, en un adolescente, en un varón, en una mujer, en un anciano. El encuentro con su mundo circundante es diferente para un audaz y para un tímido, para un impaciente o para un sosegado. De la misma manera va cambiando el encuentro con Dios.

La madurez no depende de la edad cronológica: un golpe
fuerte puede hacer madurar en un instante más que cinco
años de vida. La posibilidad de concebir pensamientos más
profundos, la estabilidad emocional, la capacidad de decisión
y perseverancia dependen de la edad cronológica algunas veces, pero muy a menudo dependen de causas desconocidas para nosotros. Todos estos factores influyen decisivamente en la calidad y en la profundidad de la oración. El fervor juvenil les parece a algunos adultos un puro sentimentalismo.

Otros consideran aquel fervor —muerto ya— como la pérdida irreparable de un bello tesoro y lo echan de menos.
El encuentro con Dios, como parte integrante de la vida,
irá adaptándose a las disposiciones cambiantes de la persona.

La preocupación, la enfermedad, la depresión, la euforia, la simple fatiga, finalmente un «no sé qué» imponderable
dificultan, imposibilitan o favorecen una u otra clase de encuentros con Dios.

Como tratar con alguien es vivir, y vivir es adaptarse, el trato de amistad con Dios irá adaptándose con dinamismo y flexibilidad a cada persona y sus circunstancias, utilizando
alternadamente los medios u obstáculos, entusiasmo o aridez, inteligencia o imaginación, la devoción o la fe árida,
originando formas nuevas y modalidades inesperadas en cada alma.

El trato de amistad puede tener diferentes características:


«Según los temperamentos hasta según los diversos momentos: será triste o gozoso, tierno o insensible, silencioso o expansivo, activo o impotente, oración vocal o recogimiento apacible, meditación o simplemente mirada, oración afectiva o impotencia dolorosa, elevación de espíritu u opresión de angustia, entusiasmo sublime en medio de la luz o suave abatimiento en la humildad profunda».

EJERCICIOS PRÁCTICOS

Primer ejercicio: salida y proyección

Aclaraciones

1. En este primer ejercicio, en sus tres variantes, hay una salida y una proyección. Mi atención, que es unidad integrada de todas las energías espirituales, digamos con otra palabra, mi alma, sale de sí misma, apoyada en la frase.
Esto es, la frase como un vehículo que transporta mi atención y la deposita en Dios. Dicho de otra manera: al identificarse mi atención con la sustancia o contenido de la frase (al hacer mía la frase) todo yo queda en todo Dios, identificado, compenetrado.

2. Es, pues, un ejercicio de quietud e inmovilidad. Como decimos, mi atención sale de mí mismo, se dirige al otro, se concentra y se fija en él y queda simplemente «ahí».
Es una adoración estática. Hay un simple tú. Ni siquiera
estoy yo porque, en este ejercicio, el yo desaparece, quedando sólo el tú.

3. Al contemplar a Dios desde la perspectiva que indica cada frase, no debe haber ninguna preocupación analítica; no se trata de entender lo que dice la frase. Eso sería meditar. Ahora estamos adorando. Así, pues, mi atención se centra en Dios no analítica sino contemplativamente, esto es, posesivamente, adhesivamente (según los casos, admirativamente); como diría fray Juan de la Cruz, amorosamente.

4. Un objeto, según desde donde se le mire, aparece
diferente, pero es el mismo objeto. En estos ejercicios, Dios
aparece como eternidad, como inmensidad, como fortaleza,
como descanso. El ejercitante no debe preocuparse, insistimos, de entender cómo Dios es eterno o inmenso, sino de mirarlo y admirarlo estáticamente, ahora como eterno, después como inmenso, más tarde como fortaleza... Mirarlo y admirarlo desde las infinitas perspectivas que el Señor tiene.

5. Si en cualquiera de estas frases siente el ejercitante que su ser descansa por completo (¿cómo decir?), que aquella
frase evoca vivencias profundas, despierta riquezas insospechadas y lo colma enteramente, en ese caso quédese ahí, «eternícese», sin pasar a la frase siguiente. Si la posesividad es total, suelte la frase y pase a la adoración en silencio.
Al contrario, si siente deseos de decir otras frases pasando
a un estado más exultante, dé el margen máximo a la espontaneidad del espíritu.

6. Cada ejercicio (variante) debe durar unos cuarenta
minutos, pudiendo extenderse cuanto se quiera.

Modo de practicar

Antes de cada práctica haz esta preparación, sin olvidar que en el capítulo anterior encontrarás las diferentes maneras
de silenciamiento.

Toma una posición orante.
Nada en tu pasado: suelta recuerdos, memorias...
Nada en tu futuro: desliga preocupaciones, proyectos...
Nada fuera de ti: desliga ruidos, presencias, voces...
Nada fuera de este momento.

Todo queda en silencio.
Sólo permanece un presente:
yo presente a mí mismo, aquí, ahora.
Tú quedas pobre, vacío, despojado, libre, conciencia pura.

Ahora, en la fe, haz presente a Aquel en quien existimos,
nos movemos y somos, a Aquel que penetra y sostiene todo.
Comienza a pronunciar las frases en voz suave, tratando de vivir el Contenido de cada frase (que es El mismo): trata de sentir lo que la frase dice hasta que tu atención quede impregnada con la Sustancia de la frase.

Después de pronunciar la frase quédate, durante quince
segundos o más, en silencio, estático, mudo, como quien escucha una resonancia, estando toda tu atención inmóvil, compenetrada posesivamente, identificada adhesivamente «con» El.
Una misma frase puedes repetirla muchas veces o todo el
tiempo. Si una determinada frase te dice poco, pasa a la siguiente.
Regla de oro: nunca violencia; siempre calma y serenidad.
Es conveniente acabar cada ejercicio con un propósito
de vida.

Primera variante

Generalmente, en esta variante no se produce corriente
amorosa. Es la contemplación (adoración) del ser-en-sí-mismo, el Absoluto, el Trascendente. Dada su naturaleza, corresponde sólo mirar y admirar. Hay asombro, como quien se asoma a un mundo de inesperada grandeza.

Tú eres mi Dios.
Desde siempre y para siempre tú eres Dios.
Señor mi Dios, tú eres la esencia pura.
Tú eres sin contornos, sin medida, sin fronteras.

Tú eres el fundamento fundante de toda realidad.
Mi Dios, tú eres la realidad total y totalizante.
Tú eres profunda e invenciblemente.

Señor, tú eres la eternidad inmutable.
Dios mío, tú eres la inmensidad infinita.

Oh Presencia siempre oscura y siempre clara.
Oh eternidad e inmensidad de mi Dios.
Oh abismo insondable de Ser y Amor.
Oh mi Dios, simplemente eres.

Segunda variante

Esta variante está hecha de contrastes. Hay que tomar
conciencia de que, en estas tres variantes de salida y proyección, el yo está ausente (no aparece como centro, como objeto de atención), sólo el tú permanece sostenidamente presente. El ejercitante debe dejarse arrebatar por el tú. En esta segunda variante, no obstante, hay tres expresiones en que aparece el yo. Pero sucede esto para resaltar, por contraste, el tú.

Al practicar esta variante hay peligro de movimiento mental,
debido a sus contrastes conceptuales en los que la mente
tiende a entregarse a la actividad analítica. Pero no debe
suceder esto. Al contrario, el ejercitante debe tomar la actitud
contempladora de quien mira un paisaje de luces y sombras,
pero no se fija primero en las luces y luego en las sombras sino que lo hace de un golpe. Debe hacer lo mismo que el que admira un cielo de fuertes contrastes (arco iris, nubes amenazantes, fragmentos de azul), pero todo es contemplado en una mirada totalizadora.

Hecha la preparación, ejercítese de la manera antes indicada, acabando siempre con un propósito de vida.

Tú eres presente sin pasado.
Mi Señor, tú eres la aurora sin ocaso.
Tú eres principio y fin de todo,
sin tener principio ni fin.

Dios mío, eres proximidad y distancia.
Tú eres quietud y dinamismo.
Tú eres inmanencia y trascendencia.
Estás en las altas estrellas,
estás en el centro de mi ser.

Dios mío, tú eres mi todo,
yo soy tu nada.
Señor, tú eres la esencia pura,
sin forma ni dimensión.

Oh mi Dios, eres la Presencia escondida.
Tú «eres» mi yo,
más «yo» que yo mismo.

Oh profundidad de la esencia y presencia de mi Dios.
¿Quién sois vos y quién soy yo?

Tercera variante

En esta variante seguimos con la presencia sostenida de
un tú, dentro de las mismas coordenadas: salida y proyección. Aquí, sin embargo, Dios no es tanto en-sí-mismo sino mucho más para mí. Existe, pues, una mayor proximidad y, por consiguiente, la relación (adoración) es mucho más amorosa. No obstante el énfasis atencional ha de ponerse en el tú.

Puede suceder que el ejercitante tenga la impresión de
estar perdiendo el tiempo. Tiene que tomar conciencia de
estar ejercitándose en prácticas profundamente transformantes.

Me explico: todos los temores, ansiedades y rencores nacen del estar la persona apoyada y agarrada a su «yo».
Al agarrarse a su «yo», creyendo darse seguridad, se da inseguridad. El efecto inmediato y vivo que experimenta el hombre en la adoración es que el «yo» es asumido por
el Tú y, como consecuencia, nace la sensación de seguridad. Ejercítese tal como se señalaba antes.

Señor, tú me sondeas y me conoces.
Tú me penetras, me envuelves, me amas.
Tú eres mi Dios.

Señor, mi Dios, tú eres mi descanso total.
Mi Dios, sólo en ti siento paz.
Señor, sólo en ti descansa mi alma.

Mi Dios, tú eres mi fortaleza.
Señor, tú eres mi paciencia.
Señor, tú eres mi seguridad.
Señor mi Dios, tú eres mi alegría.

Señor, Tú eres la Hermosura.
Tú eres la Mansedumbre.
Padre mío, tú eres mi dulcedumbre y ternura.
Tú eres nuestra Vida Eterna, grande y admirable Señor.

Ejercicios transformantes

En este ejercicio hay mucho movimiento mental. La atención
se bifurca en dos direcciones: tú y yo. Hay, además, en esta práctica, actividad imaginativa.
Conjugamos el verbo «sentir» así, entre comillas, como
sinónimo de concentrarse: siento que tengo una mosca en la
frente, siento que el suelo está frío, siento que los dedos
están juntos, siento en la sien los latidos del corazón...
En cada sentir se centraliza la atención. Sentir es diferente
que pensar, se parece a imaginar; exactamente equivale a
centrar la atención.

Primera variante

Para practicar este ejercicio, no olvide el ejercitante ante todo las prácticas preparatorias arriba indicadas. En seguida, en cada frase tiene que sentir cómo Dios va entrando en su cerebro, corazón, entrañas; sentir cómo el Señor asume los deseos más secretos, la masa de los pensamientos, apaga las llamas de las aversiones; sentir cómo borra las manchas,
lava las impurezas... Y, al final, soltando los remos, déjese llevar por el impulso: ¿Qué quiere de mí? Hágalo todo lentamente.

Mi Dios y Señor, entra dentro de mí.
Entra y ocupa hasta las raíces de mi ser.

Señor, tómame por completo.
Tómame con todo lo que soy,
lo que tengo,
lo que pienso,
lo que hago.
Acoge mis deseos más secretos.
Tómame en lo más íntimo de mi corazón.
Transfórmame en ti por completo.

Libérame de resentimientos,
opresiones,
rencores.
Retira todo eso, llévalo.
Lávame enteramente.
Borra todo, apaga las llamas.
Deja en mí un corazón puro.

¿Qué quieres de mí?
Haz de mí lo que quieras.
Yo me abandono en ti.

Segunda variante

Vamos a imaginar que el ejercitante está en un tiempo
fuerte de varias horas. Supongamos que tiene problemas en
su familia, en la fraternidad, en el trabajo: conflictos con
personas, situaciones que le disgustan, acontecimientos que
resiste. Necesita perdonar; necesita aceptar, y es preciso hacerlo todo en Dios.

Colocado en espíritu de fe, y una vez que entró a fondo en la comunicación con el Señor, el ejercitante debe bajar a la vida con su Dios «a la derecha», presentándose mentalmente
en su hogar, en la fraternidad..., afrontar a aquella persona, perdonarla, comprenderla, amarla en la presencia del Señor; asumir aquella situación con un «¿qué quieres de mí?»; aceptar tal limitación con un «yo me abandono en ti». Ore de esta manera, intensamente y con efectos libertadores hasta que se sienta sano, fuerte, sin miedo y lleno de paz.
Para practicarla, puede servirse de las frases del ejercicio
anterior. Puede, también, dejarse llevar de la inspiración,
inventando otras expresiones. Acabe siempre con un propósito concreto de vida.

Ejercicio visual

Consigue una estampa expresiva, a ser posible con la
imagen de Jesús, una imagen evocadora de impresiones fuertes: fortaleza, intimidad, paciencia...

Toma una posición orante. Coloca la estampa en tus manos.
Haz los ejercicios de silenciamiento antes indicados. Durante breve tiempo quédate simplemente mirando la efigie.
Luego, durante unos cuatro minutos, con tranquilidad,
concentración y sin preocupación analítica, trata de captar
como intuitivamente las impresiones que esa imagen te sugiere.

En el tercer momento, con suma tranquilidad y sin violencia,
trasládate mentalmente a la imagen, como si fueras esa imagen o estuvieras en el interior de ella. Y, reverente y quieto, trata de hacer tuyas las mismas impresiones que
la imagen te evoca. Esto es, identificado con aquella figura,
permanece como impregnado de los sentimientos de Jesús
que expresa la estampa. Mantente así largo tiempo. Y, con este clima interior, trasládate mentalmente a tu familia o lugar de trabajo, imagina situaciones difíciles. Supéralas mentalmente con los sentimientos de Jesús.

Ejercicio auditivo

Escoge un lugar solitario.
Toma una posición cómoda y una actitud orante.
Construye el silencio: suelta recuerdos del pasado; suelta
las preocupaciones del futuro. Deslígate de los ruidos y
voces que escuchas a tu alrededor. Quédate en un presente
simple, puro y despojado: sólo yo conmigo mismo. Entra
lentamente en el mundo de la fe.

Toma una frase muy breve, a ser posible una sola palabra,
por ejemplo ¡Señor!, o ¡Jesús!, o ¡Padre!, o alguna otra expresión.
Comienza a pronunciarla suavemente cada diez o quince
segundos. Al pronunciarla, haz tuya la frase, esto es, el Contenido de la palabra, hasta que todas tus energías atencionales se identifiquen, impregnadas, con la Presencia o Sustancia de la frase. Hazlo con suma tranquilidad y calma. Comienza a percibir cómo todo tu ser se puebla de esa Presencia, comenzando por el cerebro, los pulmones, el corazón, las entrañas... Si te sientes bien, ve distanciando la repetición, dando cada vez más espacio al silencio.
Haz un propósito de vida y regresa a la vida lleno de Dios.

Ejercicios de imaginación

Hay personas a quienes les resultan muy eficaces las
siguientes maneras de orar:

Primera variante

Supongamos que el cristiano tuvo, en tiempos pasados,
una altísima experiencia de Dios en un lugar concreto, del
cual se halla lejos actualmente.
Retírese con la imaginación a aquel lugar con la mayor viveza posible. Vuelva a revivir aquel lugar, sea una capilla,
una loma, un cerro o un río, reviviendo todos los detalles:
escuchando el viento, el rumor de los árboles, sintiendo la calidez o frescor del aire, aquella claridad, penumbra u
oscuridad...

Y así, en la fe, en este momento trate de revivir aquella
fuerte presencia de Dios de antaño. El recuerdo de experiencias profundas alimenta durante largos años la oración de muchas personas, sobre todo en los momentos de aridez.

¡Cómo reconforta regresar a los momentos de alegría que
se han vivido con el Señor! Acabe con un propósito de vida.

Segunda variante

Después de las debidas preparaciones, fomente el ejercitante en su interior una actitud profunda de fe y recogimiento.

Imagine a Jesús en adoración, en la montaña, de noche,
bajo las estrellas. Con infinita reverencia imagine estar en
el interior de Jesús, para vivir lo que Jesús vivía. ¡Qué
sentimientos de admiración y adhesión experimentaría Jesús
por el Padre! ¡Cómo sería aquella mezcla de devoción, veneración y ofrenda que Jesús sentiría por el Padre! ¡Aquellos deseos de agradarle, de serle fiel, de hacer de su vida una ofrenda oblativa! ¡Aquella actitud de sumisión ante la voluntad del Padre! Trate de hacer suyo todo eso, en la fe. Asuma el corazón de Jesús con todos sus sentimientos.

Regrese a la vida y sea portador e irradiador de los sentimientos de Jesús, y transfigure el mundo.

Tercera variante

Siguiendo el movimiento pulmonar, cada vez que expires
el aire de tus pulmones pronuncia el nombre de Jesús con diferentes actitudes o sentimientos que señalo a continuación.
Por ejemplo, cada cinco minutos repite la fórmula de fe:
Jesús, creo en ti. Hazlo de tal manera que todo tu ser, incluso el cuerpo, participe de esa actitud. Luego, durante
otros cinco minutos repite (al expirar el aire): Jesús, confío
en ti. Durante otros cinco minutos: Jesús, misericordia. Más
tarde: Jesús, me entrego a ti. Y así sucesivamente di expresiones que indican adoración, abandono... durante unos cuarenta minutos.

Consigue lentamente que tu alma, cabeza, corazón, pulmones... se llenen de la presencia de Jesús, con el cual
bajarás después a la vida. Acaba con un propósito de vida.

Cuarta variante

Para fomentar sentimientos de gratitud, vuelve a vivir un acontecimiento concreto que, en el pasado, te causó gran
alegría, sintiendo ahora, si es posible, alguna vibración de
aquella misma alegría. Trata de ponerte en las «armónicas»
de Jesús cuando dijo: «Gracias, Padre mío, por haberme escuchado.» Y, con Jesús, agradece y aclama al Padre.
Regresa a un acontecimiento desagradable de tu pasado
reciente. Revive esa experiencia sin temor. Luego, imagina
a Jesús ante Pilato o Herodes, despreciado, golpeado.

Observa su entereza y admira su serenidad. Trata de reproducir (frente al recuerdo de aquel hecho desagradable)
en tu interior esa presencia de ánimo, y, con Jesús y como
Jesús, asume ese hecho con la misma dignidad y paz.



MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo IV
Adorar y contemplar:
1. El encuentro



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REFERENCIAS