martes, 4 de abril de 2017

UNA MUJER JUNTO AL BROCAL DEL POZO

Tenían prisa. Abriéndose paso dificultosamente entre el hervidero de gente que transitaba por las calles de la ciudad, salieron por la puerta de Damasco y enfilaron hacia el macizo central, en dirección a la región montañosa de Samaría.

—Maestro —le dijo Pedro—, estamos siguiendo un camino equivocado. Tenemos que bajar por el camino que lleva a Jericó.

—Todos los caminos son buenos si conducen a la morada donde habita un alma necesitada —respondió Jesús.

En verdad, los peregrinos de Galilea, en su viaje de retorno, bajaban hasta Jericó, en un descenso de fuerte desnivel, y desde Jericó, siguiendo el curso del Jordán, avanzaban hacia el norte, remontando el río a lo largo de cien kilómetros. Había también otra ruta de retorno que
pasaba por Samaría.

—Maestro —observó Pedro—, cuentan los pescadores de mi tierra que en la travesía de las montañas de Samaría hay muchos asaltos a mano armada; corren peligro nuestras vidas.

Dicen también que, por el odio que nos tienen, los samaritanos rehúsan frecuentemente ofrecer hospitalidad a los judíos cuando éstos se arriesgan a pasar por aquellas sierras.

—Y el viejo rabino de nuestra sinagoga —agregó Juan— nos dijo que los samaritanos son cismáticos, heréticos y pecadores, porque, desde los tiempos del regreso del exilio, los judíos de Samaría se mezclaron con los colonizadores asirios por medio del vínculo matrimonial; por lo que, desde entonces, son considerados como espúreos y paganos.

—Tomemos el atajo más corto para llegar al necesitado —respondió Jesús—. Sobre el polvo del camino, los ángeles de mi Padre han trazado para mí unos indicadores de su
voluntad: notificar a los pobres que ellos ocupan el lugar más privilegiado en el corazón de mi Padre; romper las cadenas y anunciar a los cautivos que terminó el tiempo de la opresión;
retirar el velo que cubre sus ojos, y encender dos luceros en la frente de los ciegos; repatriar a los prisioneros y comunicarles que la victoria será nuestra; y proclamar una amnistía general y un año completo de perdón y de amor.

— ¿También para los samaritanos? —preguntó Pedro. —En verdad, en verdad te digo, Pedro —respondió Jesús—: de ahora en adelante, los samaritanos y los asirios, los galileos y los babilonios, los judíos y los romanos, todos son hermanos entre sí, porque todos son hijos del mismo Padre. De nada valen ya las coordenadas genéticas; caducaron las leyes de la raza y la consanguinidad cayeron para siempre las fronteras divisorias y las murallas de granito; y será reducido a cenizas el nombre sagrado de patria, y el viento esparcirá sus cenizas por todos los continentes. No se construirán ya más torres con los huesos de los vencidos.

— ¿También será necesario renunciar a la patria, Maestro? —preguntó Pedro.

—También y sobre todo —respondió Jesús—. En nombre de la patria se han fomentado sistemáticamente los odios y venganzas más crueles entre los hermanos; en nombre de la
patria se han levantado artificiales muros de separación entre pueblos y pueblos; en nombre de la patria se han justificado, organizado y llevado a cabo guerras despiadadas de exterminio y crueles matanzas entre los hijos de Dios. La patria es el pretexto más fácil para sacralizar los instintos salvajes del corazón humano; la raza y la patria, no hay arietes más eficaces para fomentar toda clase de fanatismos y crueldades.

—Maestro, también en nombre de la religión se ha matado —agregó Pedro.

—Siento ganas de llorar al escucharte, Pedro; es el absurdo más flagrante: no fue mi Padre, fueron los hombres los que se justificaron poniendo en la boca de Dios sus instintos
tenebrosos. Transferir los instintos salvajes del corazón al concepto de patria ya es una iniquidad, pero hacer esta transferencia con mi Padre es un sacrilegio, una profanación, una prostitución sacra. Me invade una tristeza mortal, Pedro, sin poder evitarlo.

—Entonces, ¿qué ganancia obtenemos con ser hijos de Abraham? —preguntó Juan.

—No he venido para los satisfechos de la Capital, sino para los proscritos de Samaría. Los que se creen elegidos serán olvidados, y los que se sienten marginados serán privilegiados.

En el gran silencio descubriremos, no sin espanto, que los últimos disfrutarán de las primeras espigas; los demás, los satisfechos, son como quienes se empeñan en atrapar una tormenta con una red. 

¿Acaso llamamos al médico para los que gozan de buena salud? Voy a convocar una primavera para atraer con silbos seductores a los alejados, sajar los tumores al sonido de la música, curar las heridas con aceite de compasión. 

¿Acaso nos inquietamos por las noventa y nueve ovejas que están a buen recaudo y seguras en el aprisco? He venido por la oveja perdida y malherida: escalaré cumbres, avizoraré en los precipicios, no daré reposo a mis pies ni me entregaré al sueño hasta encontrar a la oveja descarriada. Y entonces la pondré sobre mis hombros con ternura, y regresaré al aprisco cantando y silbando, y pregonando que ella sola alegra más mi corazón que el resto del rebaño. Voy a salir en busca de los pájaros con las alas heridas y que la bandada dejó atrás. No descansaré hasta amontonar todas las tristezas, como hojas secas, para enterrarlas en el fondo del jardín. Pedro y Juan, mis amigos, ¿cuál es el nombre de Dios? Yo mismo os responderé: Amor. En nombre del Amor vámonos en busca de los despreciados de Samaría.

Continuando su camino, se enfrentaron con una topografía entrecortada por montañas, valles y pequeños arroyos. Nos hallamos ante el paisaje típicamente campestre del macizo
central, llamado el camino de los Patriarcas por estar lleno de recuerdos bíblicos: Abraham, Jacob, Samuel, Saúl, David, Salomón... Desde su conquista por Josué fue entregado este territorio a la tribu de Benjamín, y a lo largo de los siglos, y con el fin de incrementar la superficie cultivable, se organizó el terreno en forma de pequeñas terrazas artificiales, en las que se plantaban olivos, higueras y vides o se sembraba trigo y cebada.

Pasaron por Silo, lugar sagrado en la historia de Israel, que durante siglos fue como el centro de la nueva nación porque era sede del Tabernáculo de la Alianza.

Llegaron al valle fértil que se extiende a los pies de los montes Ebal y Garizin. Aquí Jacob había comprado tierras cultivables; cavó un pozo de agua para su familia y sus rebaños. En este pozo se detenían las caravanas desde tiempo inmemorial. Los discípulos se fueron a la ciudad de Sicar por un atajo para conseguir algunos víveres; y Jesús se quedó junto al pozo, que tenía unos 30 metros de profundidad.

Luego del regreso del exilio, cuando los judíos quisieron reconstruir el templo, los samaritanos les ofrecieron ayuda económica con ese fin, pero los judíos la rechazaron. Como
reacción, los samaritanos erigieron en la cumbre del Garizin otro templo relativamente modesto, en torno al cual se desarrollaría su vida religiosa.

Era mediodía. Jesús estaba cubierto de polvo, cansado y sediento. Se sentó sobre el brocal del pozo, a la espera de que alguien se acercara para extraer agua. De pronto pudo observar la figura de una mujer que se aproximaba con un cántaro en la cabeza. Una mujer, una samaritana, una flor pisoteada por los pies de los transeúntes. Si el pensamiento de Dios es un abismo, el corazón de aquella mujer era un precipicio. Todas las piedras arrojadas sobre su superficie por todos los fariseos no fueron capaces de alterar la pureza original de sus profundidades. Su vida agitada bajo las tormentas fue más digna que la de todos los miserables que no consiguieron enturbiar la transparencia de sus aguas. Había ecos de eternidad en aquel corazón ultrajado.

Jesús abrió el diálogo:

—Mujer, vengo de hacer un largo camino. El polvo y el sol me han dejado extenuado. Dame de beber, por favor.

—Ésta sí que es una novedad —respondió la mujer—. Allá, hace muchos siglos, nuestros antepasados se escindieron del reino de Judá, como una rama gruesa que se desgaja del árbol. Desde entonces, un odio ciego cayó sobre las cabezas de unos y otros como plomo derretido.
¿Cómo puedes pedirme agua para beber, tú, que eres judío, a mí, que soy samaritana, cuando los judíos nos han alimentado siempre con pan amargo? 

Jesús, sin dejarse llevar al juego de la mujer, remontó el vuelo y trató de despertar en las hondonadas de su espíritu vislumbres de otros mundos.

—¡Si supieras el secreto del dolor y de la alegría; si me vieras inclinarme sobre la tierra desde el mirador de todos los atardeceres; si supieras quién es el que está detrás de tus sueños y quién te pide de beber, al instante, tú misma, alborozada, te arrodillarías para pedirle un jarro de agua fresca. Estas montañas y estas llanuras son pozos dormidos de agua viva que producen una eterna juventud, y yo mismo guardo las llaves de esos pozos. La mujer no entendió, o no quiso entender el juego por alto de su interlocutor, y, obstinada, permaneció a ras de tierra, sin la menor intención de rendirse.

—Nunca lo he medido —agregó la mujer—, pero dicen aquí los aldeanos que este pozo tiene no menos de treinta metros de profundidad; y, que, según la tradición, fue abierto por
nuestro Padre Jacob cuando pasaba de Asiría a Egipto, para servicio de su familia y de sus ganados. Por lo que veo, no tienes en tus manos recipiente alguno para extraer agua. ¿Cómo podrías darme de beber de esa prodigiosa agua? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro Padre Jacob?

Frente a la obstinación de la mujer, Jesús, no menos porfiado, le opuso su propia obstinación, incitándola a que levantara el vuelo a las alturas:
—Hija mía, para descubrir la verdad son necesarias dos personas: una que la dice y otra que la escucha. Algún lejano y ciego temor te cierra el paso a mi voz. ¿Cómo podrá abrirse tu corazón, a menos que se rompa? Viniste hoy a llenar tu cántaro de agua, pero mañana tendrás que regresar de nuevo, y así todos los días. Pero quien beba del agua que yo le doy no necesitará regresar más a este pozo: todos sus anhelos quedarán saciados para siempre. De mis fuentes brotarán torrentes de agua que saltarán de roca en roca. Mujer, soy la voz que asciende desde tu más secreta intimidad como un surtidor que salta hasta las alturas eternas.

La mujer, intrigada, pero no entregada, se encerró en un cerco de zarzas y espinos, como una rosa orgullosa, impidiéndole el paso a su interlocutor. Tenía razón. Una y otra vez había caído en las trampas de los miserables como en un crimen perfecto urdido por invisibles serpientes. Y no se fiaba de nadie. Sus propios recuerdos eran heridas abiertas que la mantenían a la defensiva; y, obstinada, no se dejaría seducir, a no ser que pudiera comprobar por sí misma que su interlocutor era diferente. ¿No sucedería así en este caso? Pero ella se mantenía a ras de tierra.

—Es largo el camino, estoy hastiada de tanto ir y venir; qué bueno sería poder saciarse de una buena vez con esa agua prodigiosa de que hablas, para no tener que venir todos los
días a este pozo. Dame, pues, de esa agua.

No había nada que hacer. Había demasiados escombros en su vida. Le resultaba imposible levantar cabeza desde las profundidades de tanta ruina. Todos somos reclusos de
alguna prisión; aun así, algunas celdas tienen ventanas; la de esta mujer parecía no tenerlas. O, mejor, sus ventanas habían sido tapiadas por la acumulación de desechos. 
Además, si salía ahora, ¿cómo la verían los demás? Como una pura ruina. Era mejor permanecer encerrada en sí misma, arropada en su propia vergüenza.

Jesús, empeñado en salvarla de sí misma, viéndola tan irreductible, se decidió a abordarla y atacarla por su flanco más vulnerable; y, aun a sabiendas de que ponía la mano en
la llaga más dolorosa, cambió bruscamente de tema y le dijo:
—Llama a tu marido.

El olvido es una forma de libertad. Pero cuando el olvido es asediado por un tropel de recuerdos, todos dolientes, la libertad se convierte en un guiñapo ensangrentado. Es como
cuando se cubre con una sábana blanca un cadáver en descomposición: se levanta la sábana, y aparece el cadáver con todo su horror. No queda otra solución sino cubrirlo de nuevo con la sábana, la sábana del olvido. Es lo que hizo la samaritana: cerró los ojos instintiva y enérgicamente, echando arena y cubriendo con la losa del olvido sus propios recuerdos:
—No tengo marido.

Era un campo cubierto de zarzas, espinos y ortigas. Jesús lo sabía; pero sabía también que, para sanarlo, hay que alcanzar el tumor sin contemplaciones con el hierro candente. Así es que, a pesar de sentir tanta compasión hacia ella, Jesús, como un cazador divino, siguió a su presa por los terrenos de la ambigüedad a donde ella quería llevarlo.

—Es verdad, mujer, y no es verdad —respondió Jesús—. Cinco maridos has tenido, y el actual tampoco es tu marido legítimo. En todo caso, no he venido para levantar tribunales y dictar sentencias; no he venido a disparar guijarros con la honda sobre las ovejas enfermas.

Hija mía, no levantaré contra ti el índice acusador. Al contrario, vengo a anunciarte la gozosa noticia de que el Padre te envolverá amorosamente con el manto de la misericordia y te sanará con mano de ternura. Mujer, ¿qué diferencia hay entre el carbón y el diamante? A lo largo de millones de años, un pedazo de carbón se transforma en un fúlgido diamante. Una mujer, al pasar por las manos de la misericordia, en un instante se convierte en una reina. Por
lo demás, mujer samaritana, vengo a decirte en este mediodía que, siendo el corazón de la mujer un pozo infinito, ni cinco maridos, ni quinientos maridos, ni todos los amantes del mundo serán capaces de saciarlo. Sólo un infinito lo puede colmar. Si tú lo conocieras...

Una mujer así como esta samaritana, misterio insondable donde la fortaleza y la fragilidad se dan la mano, donde no hay tumbas, sino manzanos en flor, donde hay penumbras
y luces inalcanzables para el ojo humano; una mujer así, cuando se ha convencido de que no hay nada que ocultar, que todo está patente a la mirada de su misterioso interlocutor, ya no siente rubor, sino gratitud, y se entrega incondicionalmente.

—Señor, veo que eres profeta.
Pero aun así, el tema que acababa de presentar la samaritana levantó en su memoria mareas y tempestades demasiado altas, y, a la desesperada, la mujer emprendió la fuga con un brusco cambio de tema:
—Cuando los judíos —agregó— rehusaron con gran desprecio nuestra colaboración económica para construir el templo de Jerusalén, nuestros Padres levantaron un templo en la cima más alta del Garizin, donde adoraron a Dios de generación en generación. Vosotros, en cambio, seguís insistiendo en que hay que subir a Jerusalén. ¿Dónde se ha de adorar a Dios?

—Créeme, mujer —respondió Jesús—, de nuevo nos reuniremos y nos daremos la mano judíos y samaritanos en un templo que no está en Garizin ni en el monte Sión. El anhelo infinito de la adoración mezclará otra vez el polvo y la espuma, no para levantar un templo de piedra, sino un templo de silencio en la última soledad del ser, en el último peldaño del silencio, en la más remota latitud del espíritu, en suma, en espíritu y en verdad. El espíritu no se puede atrapar entre las manos ni entre los muros de piedra de un templo. Los verdaderos adoradores caminarán por las sendas del espíritu y de la interioridad, estén donde estén, sea en la desembocadura de un río, en la ensenada donde despierta la aurora, bajo los cedros milenarios, en las grutas donde duermen los vientos o en el punto exacto donde luchan la luz y la oscuridad. El Padre busca esta clase de adoradores, porque Dios es espíritu. Vuestro corazón se muere de sed; pero el manantial brota en el hondón mismo de vuestro espíritu.

Las cortinas se descorrieron. La mujer samaritana se había enfrentado en su vida con los vientos enfurecidos de tantos desdichados que sólo buscaban saciar sus instintos. Había
abierto muchas jaulas, y sabía que en el corazón del hombre no hay más que fieras enjauladas.

Pero es evidente que el hombre con el que ahora se enfrentaba no era como los demás. En este momento, la samaritana parecía despertar en la aurora de un mundo lejano y distinto, y sentía deseos de hacer música y danza en el centro de ese mundo que se le revelaba de pronto.

Aquella mujer, que de tan larga experiencia había extraído tanta sabiduría, intuyó en el misterioso interlocutor de este mediodía, ¿qué es lo que intuyo?, algo como un vislumbre de eternidad, certidumbres divinas, una diafanidad que se extendía de horizonte a horizonte, una pureza de misterio... Nunca se había encontrado con un hombre como éste. Sintió por él reverencia, seducción, un impulso de caer de rodillas. Por los rumores que había oído desde su infancia sobre el Mesías, se había formado una imagen concreta de él: un hombre por encima de todo hombre. Tal le pareció este profeta, y para cerciorarse sacó a relucir el tema:
—Sé que el Mesías está por llegar —dijo la mujer.

—Ya llegó: soy yo mismo, el que te habla —respondió Jesús.

En realidad, la mujer no necesitaba argumentos para convencerse. Pero la explícita afirmación de Jesús acabó derrumbando todas las murallas.

¡Gran misterio! Una mujer calificada por la opinión pública como pecadora y considerada por las autoridades religiosas como despreciable y maldita, es la primera persona a la que Jesús, con términos inequívocos, revela su identidad. Ya lo sabemos: es el Mesías de los pobres, venido preferentemente para los últimos y despreciados, los oprimidos y destrozados.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo IV
Los primeros pasos:
Una mujer junto al brocal del pozo



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REFERENCIAS