El diálogo se parece, a veces, a un instrumento mágico: opera prodigios. Es como un sacramental. Cuántas veces, en situaciones conflictivas que se arrastran desde largos años y, al parecer, no tenían solución, sólo una hora de diálogo despejó suspicacias, aclaró malentendidos, y creó un nuevo clima de confianza. Es, el diálogo, una solución casi infalible para todas las tensiones que puedan originarse en el seno de una comunidad.
Sabemos cómo nacen las desinteligencias. Alguien comentó algo sobre otro. Un tercero tomó las palabras, las cargó de tinta, y se las transmitió a ese otro. El transmisor y el destinatario del comentario supusieron una intencionalidad que, en realidad, no existió en el comentador. Se abrió la distancia que, a veces, puede tomar proporciones. Sentados en sendos sillones, los interesados tuvieron un pequeño diálogo. Llegó el entendimiento, y los dos se sintieron ¡ tan
aliviados . . . !
El coordinador de una casa recibió un informe confuso sobre un determinado hermano. Sobre aquel informe, el coordinador proyectó una carga de suposiciones. Vivió, por tiempo, oprimido y dominado por suspicacias, respecto del tal hermano. Un diálogo, difícil al principio, cordial al final, entre los dos, aclaró todo. El coordinador quedó impresionado de sí mismo, al ver con qué facilidad había tejido una tela de suposiciones.
Las personas que se dejan dominar fácilmente por ideas fijas y manías persecutorias, necesitan, de forma especial, del diálogo, para liberarse de suspicacias que, con toda facilidad, incuban en su interior.
Al principio no había soledad
En la aurora del mundo, encontrarnos al hombre como un ser plenamente abierto. Para con Dios, el hombre era como una amapola ante el sol: de brazos abiertos y confiantes —y
confidente—. Efectivamente, al caer del sol, todas las tardes Dios se paseaba con el hombre, en el jardín, como un amigo con otro amigo. Dios le descubría sus planes e intenciones, y entre los dos circulaba una corriente de gran intimidad. El hombre nació dialogando.
El hombre apareció, en el mundo, abierto también a su compañera, a su descendencia, a las criaturas todas a las que puso nombre, signo de comunicación. Nació, en una palabra, en un diálogo fraterno y cósmico, como en un gran concierto, sin desafinos, con toda la creación. El hombre no conoció la soledad.
Incomunicado
Pero llegó el pecado. El hombre sintió que un mundo de armonía se desplomaba en su interior. Algo importante acababa de suceder: se rompieron todos los cables de comunicación, y el hombre quedó incomunicado.
Por primera vez se sintió solitario como un desterrado. Sintió vergüenza de sí mismo. De repente se sintió enemigo de todos. Nadie estaba con él, todos estaban contra él, comenzando por Dios. El desastre había tenido un epicentro: el diálogo.
Aquel día le sucedió algo inédito. Caía la tarde; el hombre escuchó los pasos de su amigo Dios que se paseaba, como de costumbre, en el jardín, a la brisa vespertina. Ahora entendió que Dios ya no era amigo ni interlocutor. Las ligaduras, otrora tan entrañables, estaban desgarradas. Despavorido, llevado por un extraño impulso, corrió buscando matorrales y árboles para esconderse de su presencia. Gran misterio: las criaturas, en lugar de ser enlace entre el hombre y Dios, el pecado las había convertido en interferencia y escondite.
El pecado transformó el diálogo en un pleito: juicio y condenación. Dios interpela. El hombre se excusa y acusa.
Dios insiste. El hombre se justifica. Ya no hay diálogo Cuando las interioridades están enlazadas, la palabra es puente por donde van y vienen los corazones. Cuando los corazones están incomunicados, la misma palabra es muralla de mayor separación.
En el concierto de la creación entró la "enemistad" como un acorde desabrido. El pecado desató una tempestad de maldiciones, anatemas, excomuniones y castigos (Gn 3, 14-24). Peor aún, ese pecado interpuso una espada, envuelta en llamas, en manos de un querubín, para impedir el paso del hombre hacia la fuente de la Vida (Gn 3, 24), terrible símbolo de todo destierro, aislamiento y solitariedad.
Podemos afirmar que, desde este instante, el impedimento radical y absoluto del diálogo, en todos los niveles, es el pecado.
Después de este desastre, ¿cómo se hará ahora la restauración? Solamente aliando y dialogando. La historia de la salvación es la gran epopeya de la reconciliación. Dios congrega a las doce tribus que estaban dispersas. Con ellas establece una Gran Alianza. El pecado había disgregado a los hombres, Dios los salva congregándolos.
Dios nos reconcilió consigo, por Cristo, y nos entregó el misterio y el ministerio de la reconciliación, porque, en Cristo, reconoció el mundo consigo (2 Cor 5, 19).
Un reloj en medio
El diálogo no es un debate de ideas, en el que se combate con el fuego cruzado de criterios, tras los cuales se ocultan y se defienden las actitudes e intereses personales.
Diálogo no es polémica, ni controversia, ni confrontación dialéctica de distintas concepciones o mentalidades. No se trata, tampoco, de varios monólogos, entrecortados por el juego de luces verdes y rojas, como sucede con los semáforos de las calles.
Se trata de buscar la verdad entre dos personas, o en un grupo. Imaginemos un caso. Yo me encuentro frente a otra persona. Ponemos un reloj en medio de los dos. Los dos vemos el mismo reloj. Sin embargo, el reloj (la parte del reloj) que ve usted es diferente, y hasta opuesto, a lo que veo yo, a pesar de tratarse del mismo reloj. Cada persona contempla las cosas desde la perspectiva propia. Cada uno capta y participa de las cosas y de los sucesos, de una manera original y diferente. Por esto mismo, nuestra percepción personal es necesariamente parcial, y nos enriquecemos con la percepción, también limitada, de los demás. Captamos la verdad de forma necesariamente incompleta debido a la condición humana limitada, debido a la relatividad e historicidad humanas.
Así —siguiendo con el ejemplo del reloj— si queremos tener la "verdad" del reloj, su imagen será más completa si juntamos mi percepción con la percepción del que está enfrente. Pero si colocamos otras dos personas, que miran a cada lado del reloj, y juntamos las cuatro percepciones, entonces la "verdad" del reloj será mucho más completa.
Plenitud e indigencia
En la vida de cada persona hay, pues, una plenitud y una indigencia. Digo plenitud porque cuando veo o vivo una realidad, tengo la impresión de ver y vivir esa realidad plenamente.
Sin embargo, cuando los otros ven y viven esa misma realidad también ellos sienten que la ven y viven plenamente. Experimentan otros enfoques, diferentes al mío, pero con la sensación de plenitud: ellos sienten que la realidad es completamente así.
Yo necesito —indigencia— de la plenitud de ellos, de la visión perceptiva de ellos. Ellos necesitan de mi percepción visual —de mi plenitud—. He aquí la necesidad y el fundamento del diálogo. Nos complementamos. Tenemos para dar, y necesitamos recibir. Complementariedad significa eso: yo tengo algo que tú no tienes, y viceversa. Todo diálogo se desarrolla sobre diferencias. Es necesario que tú seas tú mismo, y yo sea yo mismo, cada cual con la total identidad consigo mismo. El diálogo exige, pues, en primer lugar, una gran sinceridad.
Se presupone que, en el diálogo, va a surgir la tensión, a veces latente, otras veces manifiesta. Esto sucede porque nos cuesta recibir la "verdad" de los demás, sobre todo cuando la "visión" del hermano contradice mi propia visión. Peor aún, cuando la "verdad" ajena amenaza indirectamente la actitud vital que, con frecuencia, se esconde detrás de mis criterios.
Cuando surgen las diferencias sobreviene el momento más difícil. En este momento existe el peligro de que el diálogo se transforme en un debate a la ofensiva o a la defensiva, o en una palabrería estéril.
Aparece la tensión
Por lo general, en este momento surgen dos estrategias : el instinto de anular las diferencias, resistiéndolas, buscando argumentos y luchando para que los demás piensen como yo. La otra tentación consiste en imponer la propia verdad de forma avasalladora, atacando y anulando la "verdad" del otro.
Esta actitud dominadora puede pasar peligrosamente a otro instinto: el de la "destrucción" de la persona del otro, cuando un sujeto se siente completamente perdido y sin posible salida, o cuando presiente que la "verdad" del otro puede constituirse en una amenaza para su posición vital.
Cuando los dialogantes son inexpertos e inmaduros, o están dominados por una fuerte dosis de narcisismo, el diálogo, entonces, tiende a ser invasión total del "yo" en el "tú". Existe
también otra tentación: la de dejarse llevar por lo que los otros dicen. Esto ocurre cuando el otro tiene una personalidad dominadora, y la de uno, en cambio, es débil, con tendencia a la dependencia. Ambas posiciones acaban por anular el verdadero diálogo. Para un diálogo constructivo, hay que comenzar por descubrir lo que tenemos, en común, entre él y yo, y luego, discernir con precisión lo que hay de diferente entre los dos.
Es, pues, inevitable cierta tensión, en todo diálogo. Tengo que esforzarme, sin compulsión, por seguir siendo yo mismo, sin dejarme absorber, pero al mismo tiempo debo admitir y hacer mío todo cuanto de bueno existe en el otro Y al mismo tiempo, de mi parte, tengo que abrirme hacia los otros, para ofrecer mi verdad y mi riqueza, teniendo sumo cuidado de no invadir ni anular a nadie.
Como se ve, el diálogo y la comunicación avanzan, en su proceso de maduración, por un camino erizado de conflictos, que son el precio de una madurez. Es verdad que el conflicto
puede matar el diálogo, pero también puede matarlo la falta de conflicto. El diálogo, sin una cierta tensión, no es diálogo sino una conversación.
Palabras con significados diferentes
Para un diálogo entre dos sujetos, entre súbdito y coordinador, o a nivel comunitario, las dificultades comienzan por el lenguaje. Las palabras del vocabulario están cargadas de diferentes valores y significados. Palabras que, a mí me dicen mucho, al otro no le dicen nada, y viceversa.
Ciertas expresiones despiertan, en un determinado sujeto, emociones desagradables e historias ingratas, por una combinada asociación de recuerdos.
Otras expresiones pueden despertar, en algunas personas, profundos complejos o un conjunto de tensiones no resueltas, o, en fin, fragmentos vivos de la historia personal. Esas tensiones, sin resolverse, mantienen paralizadas, en lo más profundo de nuestro ser, grandes energías, eventualmente reprimidas. Todo eso —a la hora del diálogo— puede turbar nuestro lenguaje, mejor, nuestra comunicación con inhibiciones, compulsiones . . . A veces se forman, en una comunidad, bloques mentales, según la visión política, mentalidad eclesial o criterios pastorales En este caso, unas mismas palabras, según sea la boca que las pronuncie, conllevan diferentes, y hasta opuestos, significativos; y eso dificulta la comunicación.
En el corazón del hombre
Sin embargo los obstáculos más serios, para el diálogo, se esconden en el corazón humano. Ya conocemos los frutos desabridos que produce una raíz irredenta: discordias, iras, envidias . . . (Gal 5, 20). El egoísmo, en sus mil formas, obstruye el diálogo, en todos sus niveles.
De este egoísmo nace la necesidad de autoafirmación, con tendencia a excluir a los demás. Esto origina, a su vez, una adhesión morbosa a nuestro punto de vista, por la identificación simbiótica existente entre la persona, la imagen, y las ideas de la propia persona.
Esto puede tener consecuencias desastrosas en cualquiera discusión doméstica, así se trate de cuestiones banales. Peor todavía si la necesidad de auto-afirmación está enraizada en complejos de inferioridad.
Una imagen inflada de uno mismo hace que pretendamos constituirnos en monopolizadores de la verdad. Y hace que no se soporte a nadie que disienta de nuestro parecer. Cualquier criterio contrarío se interpreta como actitud personal contraria.
Condiciones para el diálogo
Siempre que se busca la verdad o se quiere superar un conflicto interpersonal, por medio del diálogo, la actitud primera y elemental es la humildad. No hay disparate en este mundo que no tenga parte de verdad. Y no hay mente humana que sea capaz de aprehender la verdad completa.
Necesitamos humildad para olvidar viejas historias, desavenencias pasadas, lo que ocurrió en nuestro diálogo anterior. Se necesita la actitud generosa de perdonar. Son las situaciones emocionales las que bloquean la comunicación entre los hermanos. Las distancias, en los
corazones, cristalizan en distancias, en las mentes. En esos casos, las personas se inhiben y se repliegan hasta las regiones más lejanas de sí mismos.
Se necesita humildad para comenzar de nuevo, después del fracaso del diálogo anterior. Necesitamos humildad para desligar mi persona de la verdad, para buscar ¡a verdad y no a mí mismo o mis intereses exclusivos, con ocasión del diálogo. Necesitamos humildad. Dará reconocer errores o algunos aspectos de la verdad en que estábamos equivocados, y dejarnos enriquecer con la verdad del otro. Necesitamos humildad para no asumir un aire triunfal cuando se llega a la conclusión de que uno tenía razón.
En fin, necesitamos humildad para bajar la voz, e incluso silenciarnos, cuando la discusión entró en la zona de fuego, o cuando uno percibe que el "adversario" se sintió humillado por el resultado del diálogo.
Para dialogar bien, necesitamos también da buena voluntad.
Esto significa, primeramente, que uno debe tener fe en el otro. Tenemos que pensar que, también el otro, procede con recta intención, llevado por una sincera búsqueda de la verdad.
Es necesario tener presente que, en todo conflicto fraterno, cada uno se bota a víctima, y todos dicen tener razón. Normalmente la culpa está en los dos lados. Y es uno mismo quien tiene que comenzar por preguntarse por la parte de su propia culpa.
Buena voluntad significa respetar al otro, sobre todo en las reuniones grupales. Cualquier comentario, sonrisa o gesto despectivo, no solamente turba al que habla, sino que a algunos hermanos los deja inhibidos y como paralizados para los futuros encuentros.
Es necesario aceptar al otro, tal como es, sin prejuicios, sin apriorismos. Tengo que pensar que, así como yo, también él tiene derecho a ser él mismo, con sus peculiaridades y deficiencias. En el momento de escucharlo, tengo que acallar los prejuicios contra él, mirarlo con simpatía, y comprender la globalidad de su personalidad, su historia pasada y su situación presente.
Sería bueno despertar reverencia, en nuestro interior, respecto al interlocutor. Cuando alguien se siente apreciado, abre fácilmente sus puertas interiores. En una palabra, para el diálogo ideal, uno tendría que colocarse dentro del interlocutor.
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Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo V
Relaciones interpersonales:
G) Amar es dialogar
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AMAR ES ASUMIR AL HERMANO DIFICIL
CONCLUSIÓN
LOS DICHOSOS