jueves, 23 de marzo de 2017

JESÚS EN LA FRATERNIDAD DE LOS DOCE

Dejarse amar

Jesús salta al combate del espíritu después de experimentar el amor del Padre. En el crecimiento evolutivo de sus experiencias humanas y también divinas (Le 2, 52), Jesús,
siendo un joven de veinte o veinticinco años, fue experimentando progresivamente que Dios no es, sobre todo, el Inaccesible o el Innominado, aquel con quien había tratado desde las rodillas de su Madre.


Poco a poco, Jesús, dejándose llevar por los impulsos de intimidad y ternura para con su Padre llegó a sentir progresivamente algo inconfundible: que Dios es como un Padre muy querido; que el Padre no es, primeramente, temor sino Amor; que no es, primeramente, justicia sino
Misericordia; que el primer mandamiento no consiste en amar al Padre sino en dejarse amar por El.

La intimidad entre Jesús y el Padre fue avanzando mucho más lejos. Y cuando la confianza —de Jesús para con su Padre— perdió fronteras y controles, un día (no sé si era de noche) salió de la boca de Jesús la palabra de máxima emotividad e intimidad: ¡Abbá, querido Papá!

Y ahora sí, Jesús podía salir sobre los caminos y las montañas para comunicar una gran noticia: que el Padre está cerca, nos mira, nos ama. Y nos reveló al Padre, con comparaciones llenas de belleza y emoción.

El Padre es así. Los hombres le disparan blasfemias y El les envía un sol fecundante. Sean como El. Si ustedes son cariñosos y saludan tan sólo a sus parientes y amigos, ¿en qué se diferencian de los demás? Hasta los ateos proceden así.

Miren esa lluvia. ¿Acaso el Padre hace discriminación, regando los campos de los buenos, y dejando áridos los campos de los blasfemos e ingratos? El no guarda rencor ni toma venganza.

Devuelve bien por mal, y envía indistintamente la lluvia benéfica sobre los unos y los otros. Sean como Él, y se llamarán hijos benditos del Padre celestial.

Familia itinerante

Más que colegio apostólico o escuela de perfección, el grupo de los Doce fue una familia sin morada, caminando bajo todos los cielos y durmiendo bajo las estrellas, familia dentro de la cual Jesús fue el HERMANO que trató a ellos como el Padre lo había tratado a Él. Igual que en una familia, fue sincero y veraz para con ellos. Les abrió su corazón y les manifestó que lo iban a crucificar y matar, pero que, al tercer día resucitaría. Les previno de los peligros, los alentó en
las dificultades, se alegró de sus éxitos.

Los trató como "amigos" porque un hombre es amigo de otro hombre cuando aquel manifiesta toda su intimidad a éste. En una tremenda reacción de sinceridad, les manifestó que sentía tristeza y miedo. Me parece que Jesús llegó casi a mendigar consolación cuando, en Getsemaní, fue a verlos, y los halló durmiendo. Después de muchos años, Pedro recordaba, con emoción, que, en su boca, nunca nadie encontró ambigüedad o mentira.

2. JESÚS EN LA FRATERNIDAD DE LOS DOCE

Fue, con ellos, exigente y comprensivo, a la vez: Como en todo grupo humano, también allí nacieron y crecieron las yerbas de la rivalidad y de la envidia. Jesús necesitó un extraordinario tacto y delicadeza para suavizar las tensiones, y superar las rivalidades con criterios de eternidad. Con infinita paciencia, en innumerables oportunidades, les corrigió su mentalidad mundana.

Les lavó los pies. Fue delicado con el traidor, tratándolo con una palabra de amistad. Fue comprensivo con Pedro, con una mirada de misericordia. Fue cariñoso con Andrés y
Bartolomé. Sobre todo fue un sembrador infatigable de la esperanza. Se manifestó paciente con todos y en todo momento. Sólo en un momento aparece un destello de impaciencia "¡hasta cuando!" (Le 9, 41). Fuera de ese momento, la paz, para con ellos, fue la tónica general.

Y así nació la primera fraternidad evangélica, modelo de todas las comunidades religiosas.

Ejemplo y precepto

Lo que estamos afirmando en todo momento, a saber, que Jesús trató a los suyos como el Padre lo había tratado a Él, se lo declaró al final en términos explícitos: Así como el Padre me amó a mí, de la misma manera yo los amé a ustedes. Ahora hagan ustedes lo mismo entre sí. (Jn 15, 9).

Jesús hace, ahora, una transmisión: yo recibí el amor del Padre, y se lo comuniqué a ustedes. Ahora, comuníquense ustedes mutuamente ese mismo amor, y trátense unos a otros, como el Padre me trató a mí, y como yo los traté a ustedes. Vivan amándose.

Jesús, sabiendo que había llegado su Hora, y la horade regresar al Hogar del Padre, y que disponía de pocos minutos para estar con ellos, abrió para ellos todas las puertas de su intimidad, en una apertura total.

En un gesto dramático, se arrodilló ante ellos, les lavó los pies, suprema expresión de humildad y amor. Y les dijo: ahora hagan ustedes lo mismo: trátense con veneración y cariño.

Nunca se vio que un simple obrero ocupara el lugar ni la función del patrón. Nunca se ha visto tampoco que un recadista o enviado tenga mayor categoría que aquel que lo envió. Ustedes me llaman maestro y señor y lo soy efectivamente. ¿Vieron alguna vez que el señor esté
sirviendo a la mesa? Sin embargo, yo, a pesar de ser maestro y señor, rompí todos los precedentes y me vieron en el suelo, a sus pies, y ahora sirviéndoles la comida. Ya les di el ejemplo. Tengo autoridad moral para darles ahora el precepto: ¡ámense!

¿Quieren saber quién es el grande? Los hombres de este mundo, para afirmar su personalidad y su autoridad, dan golpes de fuerza, ponen los pies sobre la cabeza de sus súbditos y los oprimen con la fuerza bruta. Así se sienten hombres superiores. Ustedes no. Si alguno de ustedes quiere ser grande, hágase como aquel que está a los pies de los demás para reverenciarlos, servirlos a la mesa, lavarles y secarles los pies. ¡Ámense!

¿Saben cuál es el distintivo por el que los identificarán como discípulos míos? El amor fraterno. Si se aman como yo los amé y el Padre me amó, aun los más recalcitrantes sacarán la conclusión de que yo soy el Enviado. No tengan miedo. No quedarán huérfanos cuando yo llegue a mi Casa, les enviaré un soplo de fortaleza y consolación, que los transformará en murallas invencibles frente a cualquier
adversidad. Y si, en una suposición imposible, fallara todo esto, sepan: yo mismo, personalmente, estaré entre ustedes hasta el fin del mundo.

Me voy. Como recuerdo, les dejo una herencia: mi, propia felicidad. ¿Me vieron alguna vez triste? En medio del combate, siempre me vieron en paz, nunca resentido. Esa misma paz les dejo por herencia. Sean felices. Este es mi precepto fundamental: ¡ámense los unos a los otros!

Jesús levantó sus ojos. Y, con una expresión, hecha de veneración y cariño, dirigió al Padre esta súplica: Padre Santo, sacándolos del mundo, los depositaste a todos estos en mis manos, a mi cuidado.

Yo les expliqué quién eres Tú. Ahora ellos saben quién eres Tú y saben, también, que yo nací de tu Amor. Eran tuyos, y Tú me los entregaste como hermanos, y yo los cuidé más que una madre a su niño.

Conviví con ellos durante estos años: como Tú me trataste, así mismo los traté. Pero ahora tengo que dejarlos, con pena voy a salir del mundo y regresar junto a Ti, porque Tú eres Mi Hogar.

Pero ellos quedan en el mundo. Padre querido, tengo miedo por ellos, el mundo está dentro de ellos: temo que el egoísmo, los intereses y las rivalidades desgarren la unidad entre ellos.

Eran tuyos y me los entregaste, ahora que me alejo de ellos vuelvo a entregártelos. Guárdalos con cariño. En cuanto estaba con ellos yo los cuidaba. Ahora cuídalos Tú.

Tengo miedo por ellos, los conozco bien. No permitas que los intereses los dividan y que las rivalidades acaben por extinguir la paz.

Que sean UNO, Padre amado, como Tú y Yo. No es necesario que los retires del mundo.

Derriba, en ellos, las altas murallas, levantadas por el egoísmo. Cubre los fosos y allana los desniveles para que ellos sean verdaderamente unidad y santidad.

Como Tú, Padre, estás en Mí y, Yo en Ti, también ellos sean consumados en lo UNO nuestro. "Mis hermanos"

Después de vivir durante tres años en el seno de aquella familia itinerante, poniendo en práctica todas las exigencias del amor, al final, antes de levantar el vuelo para subir al Padre, Jesús dio la razón profunda de aquella singular convivencia: Anda y diles a MIS HERMANOS que subo a mi Padre que es vuestro Padre, a mi Dios que es vuestro Dios. (Jn 20, 17).

¡Extraño! Antes de morir, cuando la semejanza de Jesús con los suyos era Total, los llama, como gran privilegio, amigos porque les había abierto su intimidad y manifestado los secretos arcanos de su interioridad.

Pero ahora, una vez muerto y resucitado, cuando ya Jesús no pertenecía a la esfera humana, sorpresiva y repentinamente comienza a llamarlos mis hermanos. Aquí está el secreto: Jesús, durante aquellos años, los cuidó con tanto cariño, y luchó para formar, con ellos, una familia
unida porque el Padre de Jesús era, también, el Padre de los Apóstoles, y el Dios de aquellos pescadores era, también el Dios de Jesús.

Existía, pues, una raíz subterránea que mantenía en pie todos aquellos árboles. Más allá de las diferencias temperamentales o sociales, una corriente elemental unificaba, en un proceso identificante, a todos aquellos que tenían un Padre común.

El misterio existencial de la vida fraterna consistirá siempre, en imponer las convicciones de fe sobre las emociones espontáneas.

Este tipo no me gusta, el instinto me impulsa a separarme de él. Este otro mantiene, respecto de mí, no sé qué reticencia o ceño cerrado, mi reacción espontánea es ofrecerle la misma actitud. Sé que aquel otro habló mal de mí; desde ese momento no puedo evitar mirarlo como enemigo, y tratarlo como tal... Será necesario imponer, por encima de esas reacciones naturales, las convicciones de fe: el Padre de ese hermano es mi Padre. El Dios que me amó y me acogió es el Dios de ese hermano. Será necesario abrirme, aceptarlo y acogerlo como al hijo de "mi Padre".

Signo y meta

Hubo, pues, en los últimos tiempos, una explosión de la benignidad y amor de nuestro Salvador a los hombres (Tit 3, 4). Los redimidos por el amor, sintiéndose admirados,
emocionados y agradecidos por tanta predilección, pasan decididamente a esta conclusión: Si Dios nos ha amado de esta manera, nosotros debemos amarnos unos a otros (I Jn 4, 7).

Cuando el hermano haya experimentado previamente ese amor ¡primero, no habrá dificultades especiales, en la vivencia de amor, diariamente; todo queda solucionado o en vías de solución: problemas de adaptación, tensiones y crisis, dificultades de perdón o de aceptación. Al desaparecer la fraternidad itinerante de Jesús, con la dispersión de los Apóstoles en el mundo, surge en Jerusalén una copia de aquella familia apostólica. Y los Hechos nos presentan la comunidad de Jerusalén como el ideal de la existencia cristiana.

Vivían unidos. Tenían todo común. Se les veía alegres. Nunca hablaban con adjetivos posesivos: "mío", "tuyo". Acudían diariamente, y con fervor, al templo. Gozaban de la simpatía de todos. En una palabra, tenían un solo corazón y una sola alma. Y todo esto causaba una enorme impresión en el pueblo.

La fraternidad evangélica tiene, en sí misma, su razón de ser: la de ser un ambiente en el cual, los hermanos tratan de establecer verdaderas relaciones interpersonales y fraternas.
Fraternidad no significa tan sólo que vivimos juntos, unos y otros, ayudándonos y completándonos en una tarea común, como en un equipo pastoral, sino que, sobre todo, tenemos la mirada fija, los unos en los otros, para amarnos mutuamente. Y más que eso, quiere indicar que vivimos unos-con-los-otros, así como el Señor ríos dio el ejemplo y el
precepto.

Este amor, vivido por los hermanos en medio del mundo, constituirá el toque de atención y argumento palpable de que Jesús es el Enviado del Padre, y de que está vivo entre nosotros.

Cuando las gentes observen a un grupo de hermanos, vivir unidos, en una feliz armonía, acabarán pensando que Cristo tiene que estar vivo. De otra manera no se podría explicar tanta belleza fraterna. Así, la fraternidad se torna en un sacramento, señal indiscutible y profética de la potencia libertadora de Dios.

El pueblo posee una gran sensibilidad. Percibe con certeza cuándo, entre los hermanos reina la envidia, cuándo la indiferencia, y cuándo la armonía. ,La gente sabe, por propia experiencia, cuánto cuesta amar a los difíciles, cuánta generosidad presupone el amor oblativo. Una comunidad unida, se transforma rápidamente, para el Pueblo de Dios, en un signo de admiración, y también, en un signo de interrogación que lo cuestiona*—a ese Pueblo— y lo obliga a preguntarse por la acción redentora de Jesús cuyos frutos quedan a la vista.

Muchas tareas señaló Jesús a los suyos. Les dijo que se preocuparan de los necesitados y que, lo que hicieran por ellos, lo habían hecho por Jesús mismo. Les dijo cómo tenían que defenderse cuando fueran llevados a los tribunales. Les pidió que limpiaran leprosos, sanaran enfermos, resucitaran muertos. Les mandó que recorrieran el mundo anunciando las noticias de Ultima Hora.

Pero, al final, en el último momento, y con carácter urgente de testamento final, les comunicó que, entre todas las actividades señaladas o preceptuadas, la actividad esencial habría de ser, vivir amándose unos a otros, en cuanto y hasta que El regresara.

Es, pues, la fraternidad, la meta para los seguidores de Jesús.

Aceptar a Jesús como HERMANO

Dios es amor porque amar significa dar. Y Dios nos ha dado lo que más quería: su Hijo. Jesucristo es, pues, el don de los dones, o el colmo de los regalos. Si el amor es el fundamento de la fraternidad, y Jesús es el centro de ese amor, es preciso concluir que Jesucristo es el Misterio Total de la Fraternidad. Y el secreto del éxito comunitario está en aceptar a Jesús, en el seno de la comunidad, como Don del Padre y HERMANO nuestro.

Impresionan las insistencias de Bonhoeffer. El pastor luterano sabía, por propia experiencia, qué significa vivir en comunidad. Casi desde los comienzos de su actividad ministerial había sido orientador espiritual de los seminaristas teólogos de la Iglesia Confesante de Pomerania.

Y, en sus orientaciones comunitarias, insiste, de forma casi exclusivista, sobre el carácter espiritual de la comunidad.
A aquel hombre, que se equilibró entre la "resistencia y la sumisión" y acabó su vida, como Testigo de Jesús, a manos de los coroneles de las SS, no le parecía que el hermano debe buscar a Dios en el otro hermano, corno se dice hoy, sino que un hermano solamente puede llegar al otro hermano mediante Jesucristo. Y añade que nosotros desde la eternidad, hemos sido elegidos como hermanos en Jesucristo, fuimos aceptados en el tiempo, y unidos para la
eternidad.

Sólo mediante Jesucristo es posible que uno sea hermano del otro. Yo soy hermano para el otro gracias a lo que Jesucristo hizo por mí y en mí. El otro se ha convertido en mi hermano gracias a lo que Jesucristo hizo por él y en él.
El hecho de que sólo por Jesucristo seamos hermanos, es de una trascendencia inconmensurable.

Porque significa que el hermano con quien me enfrento en la comunidad no es aquel otro ser grave, piadoso, que anhela hermandad. El hermano es aquel otro redimido por Cristo, absuelto de sus pecados, llamado a la fe y a la vida eterna.
Nuestra comunión consiste exclusivamente en lo que Cristo ha obrado en ambos. Estoy y estaré en comunidad con el otro, únicamente por Jesucristo.

Cuanto más auténtica y profunda se haga, tanto más retrocederá todo lo que mediaba entre nosotros, con tanta más claridad y pureza vivirá en nosotros, sola y exclusivamente, Jesucristo y su obra.

Cap. II - EL MISTERIO DE LA FRATERNIDAD

Nos pertenecemos únicamente por medio de Jesucristo. Pero, por medio de Cristo nos poseemos, también, realmente los unos a los otros, para toda la eternidad. La comunidad llegará a la madurez y unidad en tanto cuanto aceptemos a Jesús como HERMANO, y lo acojamos como un componente, uno más, de nuestra fraternidad.

Aceptar a Jesús significa que la comunidad lo reconoce vitalmente y admite su presencia invisible y real. Significa, también, que la comunidad no sólo lo integra como un miembro vivo sino que, sobre todo, lo considera como el elemento principal de integración.

Aceptar a Jesús significa que su presencia nos incomoda, cuestiona y desafía cuando, en el seno de la comunidad, hacen su aparición aquellas reacciones que perturban la paz. Aceptarlo significa, también, que el HERMANO nos hace sentirnos realizados en nuestro proyecto de vida, que El desvanece nuestros temores interiores, y nos "obliga" a salimos de nosotros mismos para perdonar, aceptar y acoger.

Aceptar a Jesús significa que respetamos y reverenciamos a cualquier hermano como al mismo Jesús, y que nos esforzamos para no hacer, en el trato general, ninguna diferencia entre el hermano y el HERMANO.

Sin Cristo, hay discordia entre Dios y el hombre, y entre el nombre y el hombre. Cristo se convirtió en mediador e hizo la paz con Dios y entre los hombres.

Sin Cristo no reconoceríamos al hermano ni podríamos llegar a él. El camino está bloqueado por el propio yo.
Cristo ha franqueado el camino que conduce hacia Dios y hacia el hermano. Ahora los cristianos pueden convivir en paz, amarse y servirse unos a los otros; pueden llegar a ser un solo cuerpo.

Únicamente en Jesucristo somos un solo cuerpo. Únicamente, por medio de Él, estamos unidos. 
Sin Jesucristo, ¿qué será de un grupo de hombres o de mujeres, sin ningún fundamento que los una, sin consanguinidad, sin intereses comunes, muchas veces, sin afinidad? Podemos imaginar un posible cuadro: el predominio de los intereses, personalismos e individualismos.

Más aún. Me atrevo a decir que la institución fraterna, sin un Jesús vivo y verdadero, es un invento artificial y absurdo, fuente de represión, neurosis y conflictos, en una palabra —como ya lo hemos dicho— una escuela de mediocridad y egoísmo.

Nuestro Bonhoeffer pasó año y medio, preso, vigilado por la Gestapo, en la sección militar de Berlín. Desde allí escribió a sus parientes varias cartas que, hoy, son páginas de sabiduría. Más tarde fue trasladado a otra prisión y sometido a una vigilancia más estricta. Un día, su familia se dio cuenta de que Dietrich había desaparecido. La Gestapo negó toda explicación. Nunca se supo más de él. Mucho más tarde se hizo luz sobre su final: acabó sus días, como un verdadero
Testigo de Jesús, a manos de la Gestapo.

Cuando Dios se hizo misericordioso, revelándonos a Jesús como hermano; cuando nos ganó el corazón mediante el amor, comenzó también la instrucción en el amor fraterno.
Habiéndose, Dios, manifestado misericordioso, hemos aprendido al mismo tiempo a ser misericordiosos con nuestros hermanos.

Habiendo recibido el perdón en lugar de Juicio, estábamos preparados para perdonar al hermano. Lo que Dios obrara en nosotros, lo debíamos, en consecuencia, a nuestro hermano.

Cuanto más habíamos recibido, tanto más debíamos dar. De este modo, Dios mismo nos enseña a encontrarnos, los unos a los otros, tal como Dios nos encontrara en Cristo. "Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios. (Rm 15, 7). 




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Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo II
El misterio de la fraternidad:
2. Jesús en la fraternidad de los doce



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