miércoles, 22 de febrero de 2017

CAMINANDO HACIA EL DESIERTO

Amanecía. Una difusa luminosidad se asomaba tímidamente detrás de las colinas de Nazaret. Madre e Hijo se abrazaron largamente sin pronunciar una palabra; sus ojos
permanecieron serenos como las aguas del lago Kineret; pero todas las vibraciones y las voces del mundo resonaron en aquel silencio.
Luego, el Hijo se fue; la Madre cerró delicadamente la puerta, y, al instante, una gran soledad la envolvió. El Hijo atravesó silenciosamente el poblado dormido, y antes de perderse tras el último recodo del camino, miró por última vez su casa.

El Joven de Nazaret tomó la ruta que, a través de cerros y valles, lo conduciría entre roqueríos, cipreses y olivos, siempre en plano descendente, hasta las riberas del Jordán.

Emociones encontradas, en permanente estado de fricción, pugnaban en su interior por imponerse: por un lado, una gran pena, no exenta de tristeza y melancolía, lo mantuvo, a lo largo de todo el trayecto, fijo en el recuerdo de su solitaria Madre. Por otro lado, un anhelo que le resultaba difícil controlar ponía alas a sus pies para volar y llegar cuanto antes a la sombra del Bautizador. Era la suya una alta temperatura emocional. El sol remontaba resueltamente el firmamento azul.

El Pobre de Nazaret caminó solitariamente, con paso acelerado, durante largas horas. Atravesó el fértil valle de Beth Shean entre árboles frutales, olivos, viñedos y trigales. Al día siguiente continuó caminando, siempre en sentido descendente; a medida que avanzaba, la vegetación se hacía más escasa, mientras la luz y el calor eran cada vez más intensos. Y así, apenas sin darse cuenta, se encontró, de pronto, inmerso en una naturaleza calcárea y muerta. 

Hasta que, por fin, desde un altozano pedregoso, alcanzó a distinguir en la lejanía, como una serpiente color jaspe, el Jordán, río sagrado de la Biblia.

Tiene el Jordán una existencia original y accidentada. Nace en las nieves del Hermón; desciende saltando y cantando, arrastrando un agua excepcionalmente cristalina; y a lo largo de su recorrido se le van agregando diversos afluentes. A una cierta altura, el río hace un alto en su camino para formar el lago Kinereto Mar de Galilea, a 212 metros bajo el nivel del mar, y a lo largo de 21 kilómetros, con gran abundancia y variedad de peces. El río emerge calladamente del lago para seguir su curso a través de la depresión orográfica más profunda de la tierra: el valle del Jordán. La distancia total recorrida por el río desde el lugar de confluencia con el último afluente hasta que desaparece en el Mar Muerto es, en línea recta, de 118 kilómetros. Sin embargo, su recorrido real es de 320 kilómetros, ya que desciende zigzagueando, formando numerosos y retorcidos meandros, y ondulándose caprichosamente en algunas zonas, como una hermosa serpiente calentándose al sol.

El valle del Jordán es una región quizá única en la tierra por su morfología alucinante. En cualquier dirección que se dirija la mirada se yerguen adustas colmas que levantan altivas sus cabezas redondas y calvas; parece una tierra maldita por la que hubiere pasado un Dios vengador sembrando azufre y sal y aniquilando sin piedad todo vestigio de vida: ni un árbol, ni un arbusto, ni una brizna de hierba. A veces el valle se estrecha tanto que tiene la apariencia de un cañón bordeado por montañas rojizas. Estamos en el Desierto de Judá, lugar terrible y seductor a un mismo tiempo, lugar ideal para hablar con Dios, donde ni una flor ni una lagartija distraen la atención. Aquí se forjaron los profetas de Israel.

Por estas devastadas soledades avanzaba solitariamente el Pobre de Nazaret. El polvo, el sol, la sed habían impreso huellas en su rostro, y parecía muy fatigado; pero se podía advertir en sus ojos un vislumbre de alegría. No era alegría, sin embargo, sino una mezcla de gozosa impaciencia, fascinación y como un presentimiento de que un importante acontecimiento se avecinaba; y a pesar del cansancio, el deseo espoleaba su espíritu obligándole a acelerar el paso.

De pronto, el desierto comenzó a animarse. Las gentes iban y venían por todas partes, hacia todos los vientos. A medida que avanzaba el Joven de Nazaret, la masa humana aumentaba: pequeñas caravanas, grupos familiares, algunos solitarios. Todos hablaban en voz baja, con la mirada fija en el suelo, sin que se supiera exactamente si estaban orando o cambiando impresiones. Al final, era ya una abirragada multitud de campesinos, artesanos, comerciantes, mendigos, enfermos, cobradores de impuestos, soldados... llegados de todos los rincones del país.

Separados de la masa podían distinguirse pequeños grupos de fariseos y saduceos; y, a una distancia todavía mayor, sentados sobre algunos salientes de roca o de pie, algunos soldados romanos, custodiando el orden público.

De pronto, una voz selvática, dura y áspera, como la geografía que los rodeaba, llegó a los oídos del Pobre de Nazaret, y pudo distinguir algunas palabras sueltas: el fuego..., el hacha..., el juicio..., el Reino. Se le paralizó, helada, la sangre. Un estremecimiento semejante a una corriente de aire polar recorrió sus comarcas y sus valles; y no sabía si se trataba de alegría, temor, sobresalto, o todo a un mismo tiempo. Se detuvo. Aguzó el oído, esforzándose por captar el discurso, pero no conseguía distinguir sino palabras aisladas.

Avanzó lentamente, mezclándose con la masa humana, hasta llegar al extremo contrario, donde sólo había algunas personas; de pie, apoyado en un tronco rugoso, fijó sus sentidos y su atención en el profeta, y comenzó a escucharlo con todo su ser. —Llegó la hora —decía el Bautizador—. 

Estamos en vísperas del juicio definitivo. La justicia está tocando las puertas. Ya suenan las trompetas, ¿no las escucháis? El fuego será el primer ministro que, como ángel exterminador, recorrerá mañana mismo la faz de la tierra, reduciendo a cenizas la paja inútil, abrasando los sarmientos estériles, incendiando rastrojos, purificando las fuentes, sajando tumores podridos, desgajando las ramas sin fruto, y no habrá vacilación en tronchar troncos enteros.

Árbol sin fruto será leña para el fuego, el hacha ya está puesta a la raíz. A todo el mundo se le ha tomado las medidas, y nadie podrá escapar de los largos brazos de la justicia. Y no os hagáis ilusiones, diciendo: somos hijos de Abraham. Estas piedras redondas del río pueden transformarse en hijos palpitantes por la mano prodigiosa del Señor. Ya llegó el Reino de Dios: quitaros las ropas, las ropas de las viejas costumbres; hay que zambullirse en el agua, sumergirse hasta la coronilla de la cabeza en la corriente purificadora del río, para salir de ella limpios, renovados para iniciar una vida nueva... El Pobre de Nazaret se sintió como una hoja de otoño zarandeada de un lado para otro por el viento: sentimientos antagónicos se cruzaban en su espíritu atropelladamente. Había en el mensaje del Bautizador insistencias que hacían vibrar sus fibras más hondas, y amenazas que le provocaban, y sin que supiera por qué, una especie de disgusto.

Juan, una vez terminado su discurso, procedió al rito del bautismo. Jesús se fue acercando hacia él para observarlo más de cerca. Era el Bautizador un hombre de elevada estatura, de porte atlético, completamente curtido por el sol y el viento del desierto. Vestía una túnica corta, sin mangas, de color castaño oscuro, de burda tela tejida con pelos de camello. Un ancho cinturón de cuero ceñía su túnica a las caderas. Su rostro estaba surcado de arrugas profundas, a modo de cicatrices, que le daban un aire de mayor edad que la que en realidad tenía, el aspecto de quien ha vivido toda su vida a la intemperie.

Su rostro enjuto estaba rodeado por una abundante melena, cabello indómito y abundoso que, derramándose sobre las espaldas, le llegaba hasta la cintura. Una barba negra y larga le cubría por completo el pecho. Y, agitadas por el viento, su barba y su cabellera semejaban la melena de un león. Nunca las tijeras habían penetrado en ese matorral. 

Siempre, pero especialmente cuando se encaramaba a una roca para hablar, tenía el aire de una majestad casi salvaje; en suma, tenía todas las características de un profeta tradicional, tal como el pueblo se lo imaginaba.

Anochecía. La gente se disponía a descansar bajo toldos beduinos, o al aire libre, en aquel clima tórrido. Jesús, sin alternar con nadie, se alejó discretamente y se fue internando en el desierto. Escaló, no sin dificultad, mientras los guijarros rodaban a su paso, una colina alta y rojiza. En la cumbre había una pequeña planicie, donde habría de pasar la noche.

¡Una noche en el desierto! No hay espectáculo que se le pueda comparar. La oscuridad y el silencio se encuentran en un abrazo de alta fusión, cubriendo la tierra con una inmensa mortaja; y sólo se escucha el aullido lejano de algún chacal; los barrancos y contrafuertes de formas fantásticas desaparecen en el seno de la oscuridad. No queda otra realidad que un firmamento absolutamente deslumbrante y subyugador. Y algo más: Dios. Un Dios tan cercano
y tangible que casi se le puede dar la mano. Aquella noche no era para dormir. Dos carneros no se embisten tan fieramente como las dos impresiones y sentimientos que se enfrentaron la noche entera en el alma de Jesús. Por un
lado, cuanto había escuchado a lo largo de aquel día, y que tan vivamente seguía resonando en su alma: cólera divina, hacha de guerra, fuego exterminador, juicio inminente...; y, por otro, lo que, al mismo tiempo, estaba experimentando a lo largo de la noche: la ternura infinita del Padre.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo II
Amanece en Galilea: 
Caminando hacia el desierto




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REFERENCIAS