miércoles, 22 de febrero de 2017

HACIA EL VÉRTICE DEL AMOR

Sigamos al Pobre de Nazaret en su ascensión. ¿Cuántos años tendría a estas alturas: veinte, veinticinco? Con su temperamento sensible y su profunda piedad, fue adentrándose progresivamente en el mar, mientras la Madre laboraba en el sagrado telar a la luz de una lámpara, y José y Jesús trabajaban el pino, el roble, el ciprés, transformándolos en una mesa o una cuna.
En estos años de la juventud de Jesús se produce la más alta y trascendente transformación interior de todos los tiempos.

En su propia carne Jesús llegó a experimentar que Dios no es, ante todo, temor, sino amor; no es primordialmente justicia, sino misericordia; ni siquiera es, ante todo, Majestad, Excelencia, Santidad, sino perdón, cuidado, proximidad, ternura, solicitud; hay que nombrarlo, pues, de otra manera: en adelante, no se llamará Jahvé, sino Padre, porque tiene lo que tiene y hace lo que hace un papá ideal de este mundo: siempre está cerca, comprende, perdona, se preocupa, protege, estimula. 

Después de experimentar lo que Jesús experimentó, no cabía llamarlo más que con ese nombre que encierra lo que hay de más digno de amor en este mundo: Padre. Y así se alteraba también, de alguna manera, el primer mandamiento, que, en adelante, no consistirá en amar a Dios, sino en dejarse amar por Dios, ya que los amados aman, sólo los amados aman, y los amados no pueden dejar de amar, como la luz no puede dejar de iluminar. Fue un mundo nuevo, y la más alta revolución en la patria del espíritu.

La noche ya había devorado a la tierra, la vida se había detenido, y en torno todo era silencio. El Pobre se despidió de su Madre, que respetaba, no sin cierto suspenso, aquellas ausencias del Hijo. Éste salió cuidadosamente de su casa, y, al instante, desapareció en la oscuridad. Desde las entrañas de la tierra, y desde no se sabía qué mundos le subía al Joven el presentimiento de que aquella noche sería diferente; podrían aparecer nuevas constelaciones o hundirse antiguas galaxias.

Al pasar junto a un huerto, se levantó una leve brisa, y todas las hojas de los limoneros se pusieron a susurrar gozosamente, como un anuncio feliz. La tierra olía a resina y miel silvestre. El Joven ascendió, como de costumbre, por la rocosa colina. Para cuando alcanzó la altura más encumbrada ya estaba perdido en el mar.

La noche profunda y oscura comenzó a transfigurarse, pero la luz no era luz. Las estrellas rojas y las estrellas azules se alejaban, distanciándose cada vez más hasta desaparecer por completo. Los perfiles de los cerros, recortados contra las estrellas, se hundieron en el mar y desaparecieron. Todo desapareció, mientras una marea, hecha de miel y misericordia, subía y subía irremediablemente, y con sus inmensas alas, que abarcaban la amplitud del mundo, devastó todos los contornos: el firmamento, la llanura, las rocas, los barrancos, la primavera, el tiempo, la soledad, el exilio, las monarquías, los ángeles, el fuego...; sólo quedó el mar, el amor, Dios.

El Joven comenzó también a sentirse progresivamente como una playa inundada por una pleamar de ternura; una pleamar procedente de las más remotas profundidades del Océano, como si diez mil mundos como si diez mil brazos convergieran sobre él para cobijarlo, envolverlo y abrazarlo; como si el Padre fuese un dilatado océano, y él, navegando a velas desplegadas, en sus altas aguas, como si el mundo y la vida fuesen seguridad, certeza, júbilo y libertad. Todo es Gracia y Presencia, una Presencia amante y envolvente, definitivamente gratuita, sorpresivamente amorosa, violentamente gozosa.

Jesús ya tiene veintisiete o veintiocho años. Es un trigal maduro, un manzano cuajado de fruta dorada. Cualquier observador sensible podría notar en él un vislumbre diferente, como que el resplandor del Padre lo envolviera con una serena madurez, transformándolo en un abismo colmado, en un pozo de paz.

Pero no acabó aquí el crecimiento de Jesús en sus experiencias divinas. Con su gran sensibilidad fue sumergiéndose el Pobre, cada vez con más frecuencia y mayor profundidad, en los encuentros solitarios con el Padre, generalmente de noche, y casi siempre en los cerros y colinas que arropan a Nazaret; fue navegando a velas desplegadas por los altos mares de la ternura; la confianza para con su Padre fue perdiendo fronteras y controles; fue avanzando más y más, cada vez más allá, hacia la profundidad total en el Amor. Y así, una noche, en el colmo de la dicha, salió de su boca una palabra chocante e increíble para la teología y la opinión pública de Israel, la palabra Abbá (¡Oh mi querido papá!). De esta manera hemos tocado la cumbre más alta de la experiencia religiosa de todos los tiempos.

Y ahora sí. Ahora Jesús está en condiciones de lanzarse sobre los caminos, plazas y mercados para comunicar y proclamar una novedad substancial, una noticia espléndida de última hora, noticia intuida y "descubierta" personalmente, y comprobada copiosamente en los silenciosos años de su juventud: que el Poderoso es amoroso, que la Mano que sostiene los mundos lleva grabado mi nombre como señal de predilección, que por la noche queda velando mi sueño, y durante el día sigue mis pasos como sombra desvelada, y que, sobre todo, este Amor es gratuito: me ama sin por qué y sin para qué; ni porque yo sea bueno ni para que sea bueno: como la rosa que, por ser rosa, perfuma; como la luz que, por ser luz, ilumina. Así, el Amor, por ser amor, simplemente y sin motivos, ama.

Esta novedad condicionará la trayectoria y las líneas fuertes del mensaje evangélico: la fraternidad universal, la opción por los pobres, el mandamiento del amor... La larga noche ha terminado. Amanece.



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo I
Una larga noche: Hacia el vértice del amor




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REFERENCIAS