lunes, 20 de febrero de 2017

EN EL FINAL DEL ABISMO

"Crecía en gracia delante de Dios".

En la larga noche que estamos atravesando, entre escollos, y a la luz de las estrellas, hemos alcanzado a entrever hasta ahora algunos atisbos del misterio, perfiles inciertos de un rostro. 

Nos parecemos a los astrónomos que pacientemente auscultan los espacios siderales. A simple vista, no ven más que unos destellos de luz sobre la concavidad de la bóveda oscura. Pero ellos saben que, más allá de esa bóveda, centellean universos infinitos y pozos de luz cuyo fulgor no hay retina capaz de soportarlos sin incendiarse.

"Jesús progresaba en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). 

Hasta ahora hemos abordado con cierta holgura el crecimiento del Pobre de Nazaret en estatura humana. Pero ¿crecer en gracia ante Dios?, ¿No era él el Hijo consubstancial de Dios?. Éste es, sin duda, el final del abismo, el recodo más peligroso y temible, el más difícil de los problemas cristológicos.

Bien sabemos que la realidad Dios-hombre (Cristo) es un "mundo" inasequible. En el frontis de su puerta hay un rótulo que no dice "prohibida la entrada", sino "imposible el paso”: no es posible traspasar el vestíbulo. Sin embargo, es el Espíritu el que nos da alas para atravesar el dintel y robar el fuego; y todo el Nuevo Testamento no es sino un obstinado esfuerzo por escudriñar y capturar los secretos escondidos en el "inescrutable" abismo de Cristo.

En el largo y espinudo camino de clarificación cristológica que la Iglesia realizó desde el Concilio de Nicea hasta el de Calcedonia, el interrogante que trajo a los Padres conciliares de conflicto en conflicto fue éste: ¿Cómo elaborar y formular una doctrina cristológica que nos permita afirmar la divinidad de Jesucristo sin disminuir ni oscurecer el hecho de que, también y al mismo tiempo, sea plenamente hombre?.

Siempre existe el peligro de que, cuando nombramos y confesamos a Jesucristo como Dios, estemos, al mismo tiempo, recortando o violentando lo que hay en él de típicamente humano: libertad, crecimiento evolutivo, incertidumbre, miedo, angustia, desaliento, sobresalto; dudar, no ver con claridad el camino a seguir, verlo después con mayor claridad, corregir rumbos sobre la marcha, en su condición de itinerante, esforzarse por leer la voluntad del Padre a través de acontecimientos imprevistos..., vicisitudes y estados de ánimo que, de acuerdo con los Evangelios, Cristo vivió amplia e intensamente. 

¿Cómo afirmar que vivió todas estas situaciones si, en cuanto Dios, lo sabía todo?, ¿Y dónde quedarían la libertad y el mérito?.

Debemos evitar el peligro de hacer de Cristo un robot impasible y hierático. Pero, de todas maneras, Cristo era también, y al mismo tiempo, Hijo consubstancial de Dios. 

¿Cómo conjugar, pues, a nivel humano estas dos realidades?, ¿Cómo traducirlo de una manera satisfactoria y convincente en fórmulas humanas, y expresarlo con palabras asequibles para nuestra mente?. Tarea difícil y aun casi imposible. Preguntémoselo, si no, a los Padres conciliares de Nicea y Calcedonia. De cualquier manera, y situándonos en la perspectiva de una profunda fe, digamos que no sabemos cómo; pero sabemos y estamos seguros de que Jesucristo no es Dios a costa del hombre, ni hombre a costa de Dios, sino perfectamente Dios y perfectamente hombre a un mismo tiempo.

Después de este esclarecimiento, volvemos a preguntarnos: ¿Cómo se entiende, qué significa este crecimiento de Jesús en gracia delante de Dios? Ya que el Espíritu nos da la audacia de explorar regiones inéditas, yo me aventuraría a proponer en las páginas que siguen una hipótesis, o mejor, una intuición que nos ayude a entender mejor en qué consiste este crecer de Jesús en las experiencias divinas.

He aquí una síntesis de lo que nos proponemos exponer a continuación: Jesús, como todo israelita, vivió, durante su infancia y adolescencia, su relación con Dios dentro del contexto teológico del pueblo en que nació y creció, es decir, una relación con un Dios Absoluto y Eterno. Pero más tarde, en la etapa de evangelización, Jesús anuncia un mensaje que está centrado en una novedad substancial para los esquemas teológicos de Israel: el Dios Padre.

Hay que suponer, pues, que, a partir de determinada edad, el joven Jesús, en ese proceso de crecimiento en la experiencia de Dios de que nos habla Lucas, comenzó a relacionarse y experimentar a Dios de una manera esencialmente diferente; una manera que, fuera de algunos fugitivos vislumbres, ningún profeta de Israel había intuido ni vivido. 

El joven Jesús sobrepasó la etapa del suspenso y el vértigo espiritual, típica de los salmistas y profetas, para sumergirse por completo en la zona de la confianza, y comenzó a tratar con Dios como el Padre más querido y amante de la tierra. 



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo I
Una larga noche: En el final del abismo


  


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