lunes, 20 de febrero de 2017

TRATO PERSONAL CON EL ABSOLUTO

En el itinerario del alma de Jesús, en su experiencia religiosa de Hijo del Hombre, tímidamente me aventuraría a distinguir dos (¿cómo llamar?) etapas cronológicas.

Primeramente, Jesús parece haber vivido con radicalidad y fuerza inigualable lo que llamamos lo absoluto de Dios según la tradición monoteísta dentro de la cual nació y creció.
Y en segundo lugar, parece haber «descubierto» y vivido la experiencia del Abbá, la gran novedad del Evangelio.

Naturalmente hay permanente interrelación entre ambas vivencias. Si nos atenemos a las parábolas, alegorías o sermones en los que se derrama la vida interior de Jesús en los días de la evangelización, ambas vivencias aparecen mezcladas, confundidas y hasta identificadas. Sin embargo, nosotros, por razón de método y buscando claridad, vamos a estudiar separadamente los dos planos.

Consideraciones previas:

Para entender bien lo que vamos a explicar, tenemos que tener en consideración los siguientes prenotandos.
Crecimiento evolutivo de Jesús en las experiencias humanas y también divinas (Le 2,52).
Muchacho todavía de 15 ó 20 años, Jesús fue avanzando a velocidad acelerada en los abismos de Dios. Para cualquier cristiano esto constituye un algo que pasma y deja mudo.
Este joven, hecho de misterio y sueños, en adoración sobre los cerros pelados en las noches estrelladas, navegando por las inmensidades hasta tocar el vértice del mundo, explorando regiones inéditas hasta descubrir el otro lado del misterio; Jesús, muchacho de unos veinte años, cada vez más adentro, cada vez más allá en la presencia total... La mente humana se pierde. ¿Qué podemos decir nosotros, pequeños miopes?

Temperamento sensible de Jesús:

Efectivamente, Jesús estaba tejido de fibras muy sensibles. El Evangelio constata en varias oportunidades que se le derritieron de compasión las entrañas al ver tanta gente con hambre y sin pastor (Me 1,41; Le 7,13).

Un día, fatigado de tanto andar por caminos de polvo bajo el sol, quiso descansar. Tomó la barca y se enfiló hacia un despoblado. Pero la gente adivinó adonde se dirigía y se fueron por tierra a toda prisa, llegando antes que él. Al bajar Jesús de la barca y ver aquella masa de gente, sintió una
profunda compasión y, en lugar de descansar, estuvo con ellos todo el día (Me 6,32-35).

En otra ocasión, al llegar a las puertas de una ciudad, Jesús se cruzó con un cortejo fúnebre. Se interesó por el caso y le informaron que el amortajado era un muchacho, hijo único de una madre que era viuda. Al escuchar el informe, el Señor se estremeció de pena casi hasta las lágrimas
(Le 7,11-14). Aquel día, al saber Jesús de la muerte de Lázaro, su gran amigo, lloró abiertamente. Los judíos, que lo observaban de lejos, admirados de su sensibilidad, decían: ¡Cómo siente las cosas este hombre! ¡Qué buen amigo era! (Jn 11,34-38).

Después de la solemne entrada en Jerusalén, entristecido Jesús por la obstinada resistencia de la capital teocrática, no pudo evitar lágrimas de impotencia (Le 19,41). Sintió pena por la ingratitud de aquellos nueve leprosos (Le 17,12), desilusión por el letargo de los apóstoles que se dejaron llevar en brazos del sueño.

Fue atento con los amigos, caballeroso con las mujeres, cariñoso con los niños. Siempre manifestó predilección por los desvalidos. En una palabra, era muy sensible.

Su alma era profundamente piadosa:

La constitución humana está hecha de cualidades y de deficiencias, posibilidades y limitaciones, todo ello sustancialmente inserto en el fondo vital de la persona.
Hay personas que valen para estudios y no valen para deportes, y viceversa. Hay quienes valen para las artes y no valen para las ciencias exactas. Hay quienes son una nulidad para la pintura y una maravilla para la música. El hombre, pues, nace con unas predisposiciones determinadas que llaman carisma.

Entre estas predisposiciones existe la de la sensibilidad para las cosas de Dios. Hay personas que nacieron con una tendencia tan fuerte para con Dios que no pueden vivir sin El. Yo no sé si esto es gracia o si es naturaleza. En todo caso es un don de Dios. A esta sensibilidad o inclinación yo llamo piedad. En este sentido a Jesús lo encontramos muy piadoso, rasgo de personalidad heredado seguramente de su madre, dentro de las leyes genéticas.

El contexto religioso en que Jesús nació y creció:

Israel había luchado durante siglos contra todas las idolatrías, provenientes de los grandes imperios y de las pequeñas tribus circundantes. Siempre en contacto con otros pueblos y contagiado por sus divinidades, sintió la atracción de los cultos importados que estaban de moda. Sucumbió muchas veces a la tentación. Volvía a Dios bajo la vigilancia de los celosos guardianes, los profetas, que pagaban su celo con la vida. Así, con sangre, muerte y lágrimas, Israel llegó a forjar un monoteísmo radical y santamente fanático. En esa atmósfera nació y creció Jesús.

Esa historia monoteísta había esculpido un «credo» lapidario, llamado shema, que todo israelita debía recibir varias veces al día. El shema no sólo era la viga maestra de toda oración judía sino también el alma de aquella «cultura», el himno nacional, la bandera de la patria, la última razón de
ser de Israel. Dice así:

«¡Escucha, Israel!
Yavé, nuestro Dios, es Uno.
Amarás, pues, a Yavé tu Dios
con todo tu corazón,
con toda tu alma
y con toda tu fuerza.

Y estas palabras que hoy ordeno
estarán grabadas sobre tu corazón.
Las inculcarás a tus hijos
y hablarás siempre de ellas
ya permanezcas en tu casa,
ya andes de viaje,
al acostarte y al levantarte.

Las atarás como una señal sobre tu mano
y serán como frontales entre tus ojos.
También las escribirás sobre las jambas
y puertas de tu casa» (Dt 6,4-9).

Jesús, desde que fue capaz de balbucir las primeras palabras en arameo, aprendió de memoria estas palabras. Nos dice Flavio Josefo que para toda madre en Israel constituía motivo de orgullo el hecho de que las primeras palabras que aprendiera de memoria su pequeño fuesen precisamente las palabras del shema.

Si esto hacía cualquiera mamá en Israel, qué haría aquella madre que se llamó María de Nazaret: ella es una mujer normalmente silenciosa y reservada, pero toquen la tecla de Dios, y verán cómo surge ella como un arpa vibrante. En aquellas palabras del shema que la madre pronunciaba y el pequeño repetía (¡escena inefable!) debió latir una singular carga de profundidad. Con este fuerte alimento se nutrió Jesús desde los primeros años.

Después, millares y millares de veces repitió Jesús estas mismas palabras: cuando todavía estaba sobre las rodillas de su madre, siendo un niño de ocho años cuando iba a la fuente para traer una vasija de agua o recogía leña en los cerritos próximos, siendo un adolescente de quince años cuando salía a las noches estrelladas o modelaba en el taller un yugo o una carreta para bueyes, en la sinagoga... Este es un dato de capital importancia para vislumbrar la vida interior de Jesús y para afirmar, en forma de conjetura, que la primera vivencia religiosa de Jesús fue la experiencia de lo absoluto de Dios.

Efectivamente, en cuanto comenzó a darse cuenta de sí mismo y de cuanto lo rodeaba, este niño se vio acogido y envuelto por una atmósfera espiritual impregnada y dominada por el Absoluto, el Único, el Eterno, el Sín Nombre, el Incomprensible, el Formidable. Sus primeras impresiones conscientes fueron golpeadas por esta realidad. Eso era lo que se respiraba en Israel, y con una intensidad particular en los días de Jesús por estar el país dominado por los romanos; y ha sido una constante de Israel: siempre creció el sentimiento religioso al ocurrir una dominación extranjera.

Jesús, todavía un infante, muy pronto fue llevado a la sinagoga en brazos de su madre. Esto pudo haber ocurrido en Egipto, donde existía una floreciente colonia judía. «Las primeras sinagogas de que tenemos mención se hallan en Egipto».

«En la sinagoga aparece un culto nuevo, despojado, un culto en espíritu, accesible al número pequeño en que la oración ocupa el lugar del sacrificio. Liturgia más democrática, más independiente del sacerdocio, en que los laicos desempeñan un papel importante. La sinagoga sumerge la vida judía en plena oración. Su influencia es sensible en las fórmulas utilizadas por la devoción privada».

Ya en los días de Jesús existía la oración por excelencia llamada tephillah, o la oración de las 18 bendiciones. En la sinagoga se recitaba el tephillah en forma solemne y coreada, pero todo judío desde que tenía uso de razón
debía rezarlo tres veces al día dondequiera que se hallara, en los tiempos meticulosamente señalados por la Torah: a las nueve de la mañana (hora del sacrificio matutino), a las quince horas, y al caer la tarde (hora del sacrificio vespertino). Todo judío, ya estuviese comiendo, viajando, trabajando o conversando, detenía su ocupación, se ponía en pie, se volvía hacia el templo de Jerusalén y rezaba el tephillah.

He aquí algunos fragmentos:

«Bendito seas Yavé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres; Dios grande, héroe y formidable, Dios altísimo, Creador del cielo y de la tierra, escudo nuestro y escudo de nuestros padres, nuestra esperanza de generación en generación.

Bendito seas Yavé, Dios santo. .

Tú eres un héroe que abates a los que están elevados, fuerte y juez de los opresores, que vives por los siglos; resucitas a los muertos, traes el viento y haces descender el rocío, conservas la vida y vivificas a los muertos; en un
abrir y cerrar de ojos haces germinar para nosotros la salud.

Tú eres Santo y tu Nombre es temible, y no hay Dios
fuera de ti.

(Por la noche)

Bendito seas, Eterno, Dios nuestro, Rey del mundo, cuya palabra hace anochecer a las noches, cuya sabiduría abre las puertas del cielo, cuya inteligencia cambia los momentos y reemplaza los tiempos.
Tú que ordenas a las estrellas en sus puestos en la inmensidad, creando el día y la noche, plegando la luz ante la oscuridad y la oscuridad ante la luz, y llevándote el día y trayendo la noche, separando el día de la noche.
El Eterno Sabaoth es su nombre: Dios que vive, que existe siempre y que reinará siempre sobre nosotros hasta la eternidad. Bendito seas, Eterno, que haces "anochecer" a las noches.»

Un aliento exaltado y vibrante corre por todas y cada una de las bendiciones. Tenemos derecho a imaginar cómo aquella alma tan sensible del joven Jesús sería arrebatada por el fuego religioso que contagian estas palabras cuando las recitaba al caminar, a coro con su madre, en las caravanas, en el campo, en el cerro... Desde niño, el alma de Jesús
experimentó, con una pasión y fuerza insuperables, «al» Eterno.

A los cinco años aproximadamente, Jesús comienza a asistir a la escuela, cuya finalidad no era la de nuestras escuelas. Aquélla era la «casa del libro» (beth a sefer) para aprender de memoria el libro, es decir, la Ley y los Profetas.
Allí Jesús aprendió a cubrir su cara con las manos cuando aparecía el tetragrama divino, las cuatro sílabas del nombre de Yavé. «Incluso el tetragrama divino, designación de Yavé, este vocablo sagrado delante del cual todo judío aprende a esconder su rostro, poniendo las manos sobre los ojos, no comporta por escrito sino consonantes».
Este es, pues, el contexto religioso en que el alma de Jesús se abrió a la vida. Sus primeras experiencias religiosas con una vivencia del Absoluto. .

Sólo Dios:

Tomando en consideración su crecimiento evolutivo en la experiencia divina y su temperamento sensible y piadoso, Jesús cruzó la primavera de su infancia y adolescencia envuelto en el manto del Admirable. Por las actitudes y expresiones que aparecen después, en los días del Evangelio, nos sentimos con derecho a pensar cómo ahora, en los días de su infancia y juventud, el Incomparable fue ocupando por completo su persona.

Para los doce años ya había experimentado la proximidad ardiente del Formidable y Único. Sus palabras, respuesta al desahogo de su madre (Le 2,49), indican que para esa edad, ese océano sin fondo y sin orilla que es el Absoluto, se había adueñado enteramente de este muchachito. En
adelante sólo Dios será su ocupación y preocupación.

Y así descubrimos en Jesús una profunda y extensa «zona de soledad» a la que nadie podrá asomarse, ni su mismísima madre, sino sólo Dios. ¿Mi madre? ¿Quién es mi madre? Vosotros sois mi madre. Y no sólo vosotros. Todo el que tome en serio al Admirable, todo el que declare y constituya a Dios como al Único en la vida, ése es para mí padre y madre y hermano y hermana (Me 3,35). 
¿Esposa? ni cinco esposas ni todos los amantes del mundo son capaces de saciar la sed eterna de tu corazón. Sólo Dios es el agua fresca; quien la beba nunca jamás sentirá sed (Jn 4,11-19). Si tú supieras cómo es Dios, si tú probaras esa agua...

«El Padre era su mundo, su realidad, su existencia, y con él llevaba en común la más fecunda de las vidas».

El niño, que sabía que en el Sinaí sólo Moisés podía acercarse a la presencia del Formidable, mientras los demás sólo podían mirarlo desde lejos, sabía que el Santo y Terrible residía en el «sancta sanctorum» donde una sola vez al año podía ingresar una sola persona, este niño fue entrando a fondo en la proximidad de Aquel que abarca todo el Tiempo y todo el Espacio. Su alma sensible fue marcada por la impresión de que Dios-es-Todo. Esta absolutez de Dios la tomó con radicalidad y la llevó hasta las últimas consecuencias.

Vivencias derramadas:

Vamos a ver ahora cómo esas fuertes vivencias aparecen derramadas como simientes de oro en las páginas del Evangelio. Jesús habla de Dios, y detrás de sus palabras se oye el eco de una pasión. Se pone en pie como la cumbre de una cordillera para declarar: Dios-es-Todo. En este sentido, Jesús recoge las vías y voces de los grandes profetas, pero las voces de todos los profetas no llegan a la altura de sus sandalias. Sólo Dios es Señor del universo y autor del Reino.
El sale a buscar obreros para su viña. No hay que preguntarle por el salario aunque al último se le haya pagado como al primero. No hay salario, todo es regalo (Mt 20,1-20).
El organiza las bodas, y El mismo sale a los caminos y plazas para buscar invitados (Mt 22,1-14). Sí, El mismo envía las invitaciones (Le 15,3-7).

Cómo quisieran los hombres jugar ciertas cartas, por ejemplo, saber y disponer del momento y de la hora del final. Es inútil. Ni siquiera lo sabe el Hijo del Hombre. Sólo Dios sabe la hora exacta (Me 13,32; Mt 24,36: 25,13). Todo-es-Dios.

¿Vanidades ridículas?, ¿Que quién ocupará el primer puesto?, ¿Sois vosotros capaces de soportar la prueba? Aunque seáis capaces, sabed que ni yo mismo, con ser el Hijo, lo puedo disponer. Sólo Dios lo dispone. El señalará a cada cual su puesto. Todo-es-Gracia. Nadie merece nada. Aquí todo se recibe, igual que en el caso del niño. Solamente los que se «hacen» pequeñitos pueden recibir el Reino, la vida, la comida, el vestido, la educación, el cariño. El Reino es un Don, un Regalo (Le 12,32). Jesús «conoció» a Dios en sus largos encuentros y allí «descubrió» que Todo-es-Gracia.

¡Qué bien, Simón, hijo de Jonás, qué bien has hablado! Pero lo que acabas de decir no te lo ha dictado ni el instinto ni la sagacidad ni cualquier otra sabiduría. Sólo Dios te lo ha inspirado. ¡Qué contento se le vea Jesús, qué feliz se siente de que Dios-sea-Todo! ¡Qué sentiría al rezar estas palabras!:

« ¡Grande eres tú, y haces maravillas, tú eres el único!» (Sal 85,10).

Por eso, no quiere nada para él, ni aplausos ni reconocimientos ni gratitud. Toda la gloria a sólo Dios. Ya estás sano, pero no lo digas a nadie, marcha al templo y agradéceselo a Dios (Me 1,44). La muchacha se ha sanado, al sordo se le abrieron los oídos, pero que nadie se entere (Me 5,43; 7,36). Habéis quedado limpios de la lepra, pero no os echéis por tierra para agradecérmelo a mí; id al templo para agradecérselo a sólo Dios.
Saciados de comer en un desierto, delirantes por el prodigio, lo buscan con la intención de coronarlo como rey.
Sólo el pensamiento le parece una usurpación, y se escapa a la montaña porque sólo Dios es el Rey, y toda la gloria le corresponde a él. Sobre la soledad de aquel cerro, aquella noche (Jn 6,15) ¡qué bien habrían sonado las palabras del salmo!:

«No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria» (Sal 113,1).

¿Bueno me llamas? ¿Quién es bueno? Sólo Dios es bueno (Le 18,19). Lo vemos como a un Hijo deslumbrado por la pureza infinita y la santidad de Dios. No soporta que nadie usurpe los atributos absolutos que le pertenecen a El solo.
En los años de su juventud, tal vez cuando sale al campo, cuando sube a los cerros, acarrea leña o troncos, dibuja los yugos de bueyes, vuelve de la fuente con el cántaro de agua fresca, ve crecer las viñas, madurar los trigales... Su alma, perdida en las inmensidades del Eterno, comprueba que
Dios viste los campos, alimenta a los pájaros, hace florecer las primaveras. Vemos a Jesús como un hijo deslumbrado por la potencia infinita de Dios.

«Dios mío, ¿quién como tú?» (Salmo 70).

Con seguridad y alegría asegura a los que piensan en las dificultades de la salvación: «Los hombres no pueden hacer esto, pero Dios puede; porque para Dios nada hay imposible» (Me 10,27).
Jesús ve todas y cada una de las cosas saliendo directamente de las manos del Padre. Vibra con la magnífica potencia de Dios. «¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios!» (Sal 91,6). No piensa en segundas causas, no piensa en un orden universal diagramado por un genio y funcionando por mecanismos de causalidades y leyes cósmicas, como una cosmonave teledirigida. Más allá de fenómenos y acontecimientos, Jesús contempla con alegría al Creador, una Persona llena de libertad, potencia, espontaneidad y bondad (Mt 6,26).
Si «supierais» cómo es Dios, quién es Dios, diríais a ese cerro: Quítate de ahí (Me 11,22) y vuela al mar; y el cerro volaría como un pájaro hasta el mar. Y a este árbol sicómoro que tenéis delante de los ojos, le diríais: Arráncate de raíz, vuela, y echa raíces en el mar; el árbol obedecería humildemente (Le 17,6).

«Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, cuántos planes en nuestro favor, nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas, pero superan todo número» (Salmo 39,6).

Teniendo presente la frecuencia con que se retira de las miradas humanas en los días de la evangelización para estar a solas con Dios, preferentemente de noche, podemos suponer el estado de adoración y suspensión en que vivía permanentemente el alma de Jesús, desde los días de su juventud, tanto en el trabajo como en la sinagoga o en los viajes.
Sobre todo nos sentimos con derecho a imaginar cómo serían los momentos fuertes con Dios, en sus años juveniles, en los cerros próximos a Nazaret, seguramente de noche. Su sensible alma habría sido sacudida una y otra vez, como cuando una marea inunda una playa, por la presencia del Sin Nombre en una proximidad arrebatadora, pudiendo decir con el salmista:

«Tus torrentes y tus olas me han arrollado» (Salmo 41).

Esto es lo que ocurrió —permítaseme conjeturar— en el hecho de la transfiguración. En su narración dice Lucas:
«Mientras estaba orando, el aspecto del rostro de Jesús cambió...» (Le 9,29). Podemos concluir, a partir del contexto de la narración, que era tal la intensidad, la posesividad y la concentración del alma de Jesús en Dios que, ante el empuje de las energías espirituales, cedieron las leyes fisiológicas produciéndose un cambio, no sabemos de qué naturaleza, en el semblante de Jesús, igual que en el caso de Moisés en otro tiempo. En una palabra, Jesús se «hizo» una viva transparencia de Dios, irradiándose el fulgor de Dios en su vestido, en su semblante y en su contorno.

En esos encuentros experimentaba que el Admirable es el único bien por el que vale la pena jugárselo todo. Si supierais hasta qué punto Dios es el Gran Tesoro, venderíais los campos, hipotecaríais las casas, abandonaríais la profesión para poder «poseer» ese Tesoro (Mt 13,44).
Los pájaros tienen sus nidos, las raposas sus madrigueras donde dormir. El Hijo del Hombre no sabe qué comerá mañana y dónde dormirá pasado mañana. Ha renunciado a toda seguridad y ha constituido a Dios como su único Refugio y Seguridad (Mt 8,20).

El Reino del Eterno es de tal magnificencia que su «conquista» es una gesta heroica que exige valentía, «violencia» y constancia (Mt 11,12; Le 13,24).

Uno se pregunta de qué género será la hermosura y magnificencia del Admirable, hasta qué punto el Incomparable será vino embriagador, que quien tan de cerca lo ha «conocido», Jesús, propone jugarse hasta las últimas consecuencias con una radicalidad que espanta.

¿Se te ha muerto el padre? Deja que los muertos entierren a los muertos. Eso no es lo más importante (Mt 8,22).
¿Quieres tomar en serio a Dios? ¿Quieres declararlo el Único? Vuelve a casa. Rompe con todo y con todos. El Único merece la pena (Me 10,21). El juego que se trata de emprender se llama el todo o nada. Antes de escoger, piénsalo bien. Pero una vez puesta la mano en el arado, no hay retroceso, hay que seguir hasta el final (Le 9,21). ¿Por qué tantos afanes, Marta? ¿Por qué tantos preparativos para el banquete? Pocas cosas son necesarias. Mejor, una sola cosa es necesaria: Dios (Le 10,42). No he venido a traer tranquilidad o paz, sino combate (Le 12,51).

En sus días de evangelización lo vemos actuar con alegría y dedicación. Su vida para los hombres no tiene explicación humana posible. La fuente de tantas energías y alegrías la tenemos que buscar en un hontanar enterrado y escondido en las profundidades de sí mismo. Todas sus palabras y actividades las sentimos transidas de una honda emoción, que, sin duda, extraía de sus encuentros con el Señor desde sus días juveniles.

«El principio íntimo, inmutable de la actividad tan variada y desconcertante de Jesús, que aparece siempre como el fundamento de todos sus actos y palabras, es su íntima unión con Dios. Nos acercamos aquí al centro, al núcleo vital de su voluntad y podemos fundadamente suponer que constituye la base experimental de su vida. Ahí se encuentra igualmente la fuente de la que brotan su heroísmo absolutamente único y su amor extensivo a todos y a todo, y de este principio recibe su vida su más profunda unidad».

El vértigo:

Ciertas perspectivas de Jesús, aun en el terreno de la conjetura, se nos escapan irremediablemente. Vemos que a los grandes contemplativos, cuando se asoman al misterio de Dios, lo primero que les deslumbra es el medir la distancia entre ellos y Dios. A esa sensación llamamos vértigo porque se trata de una mezcla de fascinación y espanto, anonadamiento y asombro. En los salmos aparece muy expresivamente esta sensación. Por ejemplo, en el salmo 8, después de expresar lo «admirable que es el Nombre del Señor en toda la tierra», el salmista mide la distancia y se pregunta: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» Lo típico del vértigo espiritual consiste precisamente en que se trata de una distancia terriblemente presente, un vértigo hecho al mismo tiempo de lejanía y proximidad, de trascendencia e inmanencia.

En este terreno, respecto a Jesús, yo me siento perdido y sólo atino a preguntar: Desde su experiencia humana, desde su plataforma de hombre, ¿cómo veía Jesús, cómo medía, cómo sentía a Dios? ¿De qué manera midió la distancia entre Dios y el hombre? ¿Experimentó el vértigo del salmista «el hombre pasa como una sombra pero tú permaneces para siempre»? (Salmo 101). Nunca se podrá responder satisfactoriamente. Si es verdad que Jesús era Hijo del Hombre, era también Hijo de Dios.

Sin embargo, me impresiona la reverencia infinita con que se dirigió a Dios, en la noche de la despedida: «¡Padre Santo!», «¡Padre Justo!» Toda esa oración final está transida de una profunda veneración, reflejo del sentimiento de admiración y anonadamiento que sentía Jesús ante el tres veces Santo. Me parece que Jesús sentía esa misma reverencia, hija de la distancia y de la veneración, siempre que levantaba los ojos al cielo (Jn 11,41; 17,1).

Para vislumbrar ese enigma, vamos a recurrir a uno de los hombres que más intensamente han sentido y medido esa distancia: Francisco de Asís. Sintió como pocos que Dios es la Otra Orilla, que Dios es Otra cosa, que Dios nos trasciende absolutamente, que entre El y nosotros se abre un abismo infranqueable. Toda una noche, sobre la abrupta cumbre del monte Alvernia, no hizo sino exclamar: «¿Quién eres tú, Señor mío, y quién soy yo, siervo inútil?», ¿Admiración? ¿Sorpresa? ¿Gozo? ¿Anonadamiento? 

La intimidad a la que hemos sido llamados no colma esa medida. La gracia nos declara hijos pero tampoco cubre esa distancia. Eternamente quedará en pie, como una roca, la verdad absoluta: Dios-es-Todo. «¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo?» —preguntaba el Señor a santa Catalina—. «Tú eres la que no eres, yo soy el que soy.» Pero cuando se acepta gozosamente que Dios-es-Todo, la vida se convierte para el que lo acepta en una fuente de omnipotencia, embriaguez y vida porque participa de la
eterna e infinita vitalidad de Dios, que lo convierte en rapsoda de la novedad más rotunda y absoluta: Dios-es. Así fue Francisco de Asís. En sus últimos años deseaba, según decía, que los hermanos menores fueran cantando por el mundo, proclamando que «no hay otro todopoderoso sino sólo Dios».

Sobre las cumbres de la montaña sagrada, con sus manos y pies llagados, Francisco de Asís no hacía más que gritar bajo las estrellas a las soledades cósmicas: «¡El Amor no es amado, el Amor no es amado!» En esos momentos Francisco era un hombre incendiado por la proximidad ardiente de Dios, el hombre que siente una insoportable tortura al comprobar que tanta grandeza es desconocida y olvidada. Medía las exactas dimensiones de la distancia.

Su confidente y secretario, fray León, le alargó un tosco papelito diciéndole: «Hermano Francisco, escribe aquí lo que en este momento sientes de Dios.» Y Francisco, con su derecha llagada escribió, con dolor y dificultad, las siguientes palabras:

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.
Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo.
Tú eres el Bien, todo Bien, sumo Bien, Señor Dios vivo y verdadero.
Tú eres caridad y amor, tú eres sabiduría.
Tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres seguridad.
Tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres alegría.
Tú eres hermosura, tú eres mansedumbre.
Tú eres protector, custodio y defensor.
Tú eres nuestra fortaleza y nuestra esperanza.
Tú eres nuestra gran dulcedumbre.
Tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable, Señor.»

Es, sin duda, una de las descripciones más profundas que
se hayan hecho del Invisible.



MUESTRAME TU ROSTRO
Hacia la intimidad con Dios 
Ignacio Larrañaga
15  edición, Ediciones Paulinas
Capitulo VI, Jesus en oración  
1. Trato personal con el absoluto




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REFERENCIAS