miércoles, 22 de febrero de 2017

NOCHE ILUMINADA

En el cenáculo, en la noche de la despedida, debió estar
Jesús más inspirado que nunca. Fue como si un río hubiese
salido de cauce: todo se inundó de emoción.
Fue una noche iluminada: el Señor abrió de par en par las puertas de su intimidad, y allá no se vio otra cosa que una estancia infinita de soledad, poblada por un solo habitante: el Padre.

Esa fue la razón por la que les dijo: De ahora en adelante,
os llamaré «amigos». ¿Sabéis por qué? Porque un amigo es  amigo de otro hombre cuando el primero manifiesta al segundo los secretos arcanos de su corazón. Y yo les descubrí las interioridades más recónditas y ustedes ya han contemplado cuál es el único y gran secreto de mi vida: el Padre.

Y como cuando de una persona se apodera una obsesión
sagrada, el Maestro repetía sin cesar el nombre del Padre:

"En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.
Me voy al Padre.
Nadie va al Padre si no es por mí.
El Padre es más que yo.
Yo soy la vid, el Padre es el viñador.
Salí del Padre y al Padre regreso.
Padre mío, llegó la hora.
Padre Santo, ahora vengo a ti.
Padre Justo, glorifica a tu Hijo."

Nunca nadie pronunció ni pronunciará este Nombre con
tanta veneración, tanta ternura, tanta confianza, tanta admiración y tanto amor. ¿Qué contemplativo habrá en el mundo que nos pueda decir algo de lo que vibraba en el corazón de Jesucristo cuando tantas veces repetía esta palabra aquella noche? ¿Quién podrá describir la expresividad de aquella mirada, hecha de admiración y cariño, cuando, levanta Jesús los ojos para pronunciar la oración de despedida?

Los apóstoles debieron contemplarlo en ese momento tan
radiante, tan iluminado, tan embriagado, que Felipe, asumiendo y resumiendo el estado de ánimo de los demás, viene a decir: Maestro, basta de palabras, has encendido un fuego ardiente dentro de nosotros y nos sentimos desfallecer
de nostalgia; descorre el velo y muéstranos al Padre en
persona porque queremos abrazarlo.

En los días de evangelización, al hablar con tanta inspiración, levantó en el corazón del mundo un anhelo profundo hacia el Padre. Por eso los hermanos de las primeras comunidades se sienten como caminantes arrastrados por la nostalgia de la casa paterna, «lejos del Señor», como desterrados que siempre sueñan en la patria añorada (2 Cor 5,1-10; 1 Pe 2,11) hasta que, en el gran  día de la liberación que es la muerte, aparezca en todo su esplendor ese bendito Rostro.

Más allá de las metáforas, Jesús nos presenta la salvación
como un vivir perpetuamente en la casa del Padre, mientras
que la condenación es un quedar para siempre fuera de los muros dorados de esa casa.

¿El infierno? Es ausencia del Padre, soledad, vacío, nostalgia irremediable. Estos conceptos tan elevados y espirituales nunca los hubieran comprendido aquellos discípulos si anteriormente no les hubiese infundido un gran anhelo por el Padre.

La vida eterna consiste en que «te conozcan a ti, único Dios verdadero» (Jn 17,3). Todo el problema de la salvación o de la condenación gira en torno a la ausencia o presencia del Padre.

¿Sheol? ¿Aniquilación? ¿La nada? No. La muerte es un
«entrar en el gozo del Señor» (Mt 25,21). ¿El cielo? El
cielo es el Padre; el Padre es el cielo. ¿La casa del Padre?
La Casa es el Padre; el Padre es la Casa. ¿La patria? El
Padre  es la Patria entera. ¿Jesús de Nazaret? Fue el Enviado para revelarnos al Padre y para tratar a todos como el Padre lo trataba a El.




MUESTRAME TU ROSTRO
Hacia la intimidad con Dios 
Ignacio Larrañaga
15  edición, Ediciones Paulinas
Capitulo VI, Jesus en oración  
2. Aparece el rostro del Padre:
Noche iluminada



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