miércoles, 21 de diciembre de 2016

FE


Diciembre 23

Meditación del Octavo día de la novena de navidad para afianzar la FE.

La fe es saber, no es evidencia, es certeza, no es un sentimiento, es una convicción. Hay que peregrinar a veces en la fe, porque la fatiga y la incertidumbre son cualidades de un peregrino, pero no es como el caso de un turista que tiene la evidencia y hasta la certeza de a donde va, como llegar en el menor tiempo posible, en cambio cuando se camina en la fe; las cosas toman otra forma ya que nadie ha visto a Dios (oscuridad) pero sabemos que existe (certeza), por eso la fe es certeza en la oscuridad.


La fe es un acto personal, es la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado, nadie puede creer solo, nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

Felices lo que no te vieron y creyeron en Ti, felices los que no contemplaron tu semblante y confesaron tu divinidad, felices los que al leer el evangelio reconocieron en Ti a aquel que esperaban, felices los que en tus enviados divisaron tu divina presencia, felices los que en el secreto de su corazón escucharon tu voz y respondieron, felices los que animados por el deseo de palpar a Dios te encontraron en el misterio, felices los que en los momentos de oscuridad se adhirieron más fuertemente a tu luz.

Una fe es firme cuando nace una relación amistosa con el Señor, es auténtica y está confirmada con las buenas obras, de modo que cultivemos la fe con la Biblia, la oración y la práctica religiosa porque la fe es nuestro mejor apoyo en la crisis. Es el resultado de la relación con Jesús: “Este creer es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi yo, encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre”. Y hay que entender esa relación mirando cómo es en realidad, es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino. Pues bien, este nuevo nacimiento que comienza con el Bautismo, se prolonga luego a lo largo de la vida. Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo, "Creemos”.

La fe es un obsequio, es un don gratuito. Lo más difícil de la fe es cuando Dios calla, cuando aparece el silencio de Dios, cuando nos ha pasado algo inesperado, de repente (un accidente, un problema) y ahí surgen nuestras dudas y cantidad de preguntas ¿existes Dios? ¿me escuchas?.

Jesús mismo vivió el silencio de Dios, cuando estando en la cruz dijo: “por qué me has abandonado” y ahí es donde es importante saber y no sentir nada, y solo decir como lo dijo Jesús: “en tus manos encomiendo mi espíritu”, para que Dios obre y se glorifique con lo que hará y esto pasa generalmente cuando todo se ve perdido, pero bien se sabe que Dios trabaja para los que confían.

El Nuevo Testamento presenta a Abraham como prototipo
de la fe, es el verdadero peregrino de la fe. Dios da una orden a Abraham, que al mismo tiempo es una promesa:
Sal de tu tierra hacia una tierra que yo te indicaré, y te haré padre de un gran pueblo (Gen 12,1-4).

Pasan los años y no llega el hijo de la promesa. Dios mantiene a Abraham en una perpetua suspensión como en una novela por entregas, o como en esos seriales televisivos que cada noche finalizan en el instante en que parecía se iba a producir el desenlace: así Dios, en seis (6) distintas oportunidades le hace promesa de un hijo: Génesis 12 (16), Génesis 15 (5), Génesis 17 (16), Génesis 18 (10), Génesis 21 (23), Génesis 22 (17). Pero pasan decenas de años y el hijo no llega. En este período, Abraham vive la historia de una fidelidad  en la que se alternan las angustias con las esperanzas, como el sol que aparece y desaparece entre las nubes.

En todo este tiempo Abraham vive una ansiosa espera resistiendo, para no desfallecer en su fe, las reglas del sentido común y las leyes de la fisiología, haciendo el ridículo frente a su mujer Sara, quien se reía en el interior de la tienda de campaña, diciendo: Ahora que soy una vieja, ¿acaso voy a florecer en una nueva juventud? Además,
mi marido es también un viejo.

Llega un momento en que su fe está a punto de desfallecer por completo. Y en medio de un profundo desaliento se le queja a Dios diciéndole: es verdad que me has dado muchos bienes, pero ¿para qué? Yo voy a morir pronto; no me has dado hijos y todos los bienes que me diste los va a heredar un criado, ese damasceno Eliezer. Entonces mismo, Dios reafirma la promesa.

Pero la fe de Abraham, en este momento, se agita en una honda crisis: Cayó Abraham sobre su rostro y se reía diciéndose en su corazón: Conque ¿a un centenario le va a nacer un hijo? Y Sara, que ya tiene noventa años, ¿va a parir?. Por toda respuesta, Dios sacó a Abraham del interior de la tienda de campaña a la hermosa noche estrellada, y le dijo: Levanta los ojos al cielo y, si
eres capaz, cuenta las estrellas. Pues así de numerosa será tu descendencia.

Pero siempre nos ocurre lo mismo. Cuando desfallece la fe, necesitamos un signo, un asidero para no sucumbir. Dios, comprensivo y compasivo, concede el signo en consideración a la emergencia y debilidad que está sufriendo la fe de Abraham. Preguntó Abraham: Señor Dios, ¿en qué conoceré que es verdad todo esto?. Y Dios, puesto ya el sol y en medio de una densa oscuridad, tomó la forma (signo) de una antorcha resplandeciente que pasó por entre las mitades de las víctimas. Era Abraham de cien (100) años de edad cuando nació Isaac, su hijo (Gen 21,5).

Quien a Dios tiene nada le falta, por experiencia personal digo que en Él está contenido el todo de una manera espiritual más allá de cualquier entendimiento que uno mismo pueda tener.

¿Quién soy yo?
¿Cuál es la razón de mi existencia?
¿Hay un porvenir para mí, y cuál es ese porvenir?


¡Del débil auxilio del doliente amparo,
consuelo del triste, luz del desterrado!
¡vida de mi vida, mi sueño adorado,
mi constante amigo, mi divino hermano!
¡ven a nuestras almas!, ¡ven no tardes tanto!