viernes, 26 de septiembre de 2014

2.2. TRANSPORTE DE CARGA

A principios del siglo XX una recua de mulas (20 o 30 aproximadamente) cargada con café sale de Manizales, pequeña ciudad de 24.000 habitantes; sólo tres caminos permitían llegar a las tierras más bajas, los cuales, eran bien peligrosos y llenos de obstáculos que debían sortear los transeúntes, así:

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Toman la vía de Moravia y a varios días de sortear tragadales, llegan a la estación del tren de La Dorada. El aire reverbera, parece que mulas y arrieros estuvieran sumergidos en una chocolatera hirviente y cuando la locomotora pita y rechina sobre los rieles, el perrito trompinegro que acompaña al caporal, huye despavorido con la cola entre las patas y se pierde para siempre en el rastrojero de las riberas del río Magdalena.
Los arrieros descargan los animales y los coteros van arrumando los bultos en el depósito de la compañía inglesa para luego llevarlos a las bodegas de un barco de la misma compañía que los llevará a un puerto de la costa Atlántica, si el nivel del agua lo permite, o se recalentarán durante semanas dentro del barco en tiempos de sequía.
Si la embarcación no se vara en un arenero y no fallan las máquinas, por fin llega al océano, bajan los bultos de café y en canoas lo embarcan de nuevo en un navío que cruzará el Atlántico rumbo a Norteamérica o a Europa.

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Otra recua de bueyes sale de Manizales hacia Buenaventura buscando el Pacífico; van más de cincuenta animales lentos y ‘pachochos’ pero más seguros y fáciles de manejar; no tienen los resabios de las mulas, que aprovechan el primer descuido para desviarse a comer yerba o se hacen las cansadas en cualquier recodo del camino.

Los bueyes se descuelgan por el Alto de San Julián, atraviesan Santa Rosa de Cabal y con paso parsimonioso entonan un concierto de mugidos al llegar al puerto de La Fresneda sobre el rio Cauca, al frente de Cartago, donde los arrieros, tan lentos como los bueyes, descargan sin afán los bultos de café de 60 kilogramos que de inmediato se llevan al barco a vapor Cauca, que tiene capacidad para 180 bultos.

El vapor Cauca es un barco de apenas 10 toneladas, pero hay otros como el Mercedes, de 200 toneladas de capacidad, que no solamente cargan café y otros productos, sino también los pasajeros que llegan de Manizales y Pereira en viajes de placer o de negocios.
Tras cinco días de navegación el barco llega a Puerto Isaacs, se vuelve a cargar el café en mulas y empieza otro recorrido azaroso y lleno de peligros en medio de montañas eriazas que lleva la partida hasta la estación de Córdoba en el trayecto entre Cali y Buenaventura. Allí de nuevo suben el café a los vagones y el tren de carbón los arrima a los muelles de Buenaventura, para el embarque hacia el extranjero cruzando el océano Pacífico. Fue un viaje de centenares de kilómetros por ciénagas y pantaneros, en medio de diluvios y el calor sofocante del trópico.

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El café cultivado en las laderas de Belálcazar y del Tatamá se sacaban a lomo de mula por trochas que iban a Puerto Chávez y a La Virginia. Los trayectos no eran tan largos pero estaban llenos de peligros por las fieras, la topografía y los bandidos que asaltaban las recuas.

Los arrieros de la región además de dominar las mulas eran macheteros y guapos. Fue famoso Pedro Benjumea, un "jayanazo" (expresión que indica grande, grandote) de dos metros de altura, capaz de levantar una mula cargada. Cuenta la leyenda que Benjumea bajaba de Balboa y Santuario con enormes partidas hasta las orillas del Cauca. Después de descargar el café departía con sus amigos hasta muy entrada la noche; nadie se atrevería a viajar en las sombras con decenas de mulas y menos por la trocha de la Giralda, plagada de espantos y almas en pena; solamente lo hacía Pedro Benjumea. “Aquí voy con el sol que más alumbra” decía al partir mostrando una botella de aguardiente.

A falta de un Cauca navegable, los antioqueños llevaron el ferrocarril a sus orillas para transportar el café del suroeste de su departamento y del norte de Caldas. A Bolombolo, primero, y luego a La Pintada, los arrieros de Aguadas y de Pácora llevaban parte del café de la zona y el resto del grano lo descargaban en una pequeña estación de un tren en miniatura que los paisas avispados tendieron de contrabando sobre territorio caldense.

A la Pintada llegaba también el café de Riosucio y Supia, que pasaban en planchón con mulas y carga para llevarlo por ferrocarril hasta Puerto Berrío donde con el café del norte de Caldas y el de Antioquia se embarcaba por el río Magdalena. Las exportaciones de café crecieron en razón directa a la extensión de las líneas ferroviarias y estas se alargaron a medida que aumentó la producción de café. Los caminos terminaron en las estaciones que fueron inmensos corralones de mulas y de bueyes.

Con la demanda de carga, los empresarios ingleses complementaron el ferrocarril de La Dorada con un cable aéreo que enlazó la estación de Mariquita con Manizales. Por su parte, el departamento de Caldas construyó otro cable que conectó su capital con el sitio de Muelas en cercanías de Aránzazu que transportó gran parte del café del norte de ese departamento.
Mientras Manizales se defendía medianamente con los ineficientes cables, se tendió una vía ferroviaria para enlazar la región con el ferrocarril del Pacífico que en 1923 había llegado a Cartago y se extendía hasta Buenaventura.

El ferrocarril de Caldas arrancó en Puerto Caldas, a orillas del río La Vieja, llegó a Pereira, un ramal lo unió con Armenia y otro con La Virginia. Atrás quedaba la época de las trochas camineras y Pereira desplazaba a Manizales en el comercio del café, pues hasta su estación de tren llegaba el grano del occidente y del centro de Caldas.

Cuando por fin el tren llegó a Manizales, el afán no eran las ferrovías sino las carreteras y Pereira y Armenia llevaban la delantera en ese sentido. El ferrocarril quebró las empresas navieras y a muchos dueños de recuas (grupo de animales de carga), pero el esplendor de las locomotoras no duró mucho, pues la burocracia y los malos manejos, más que los camiones, se encargaron de anular la obra que tanto esfuerzo y dinero costó a los colombianos.

Después de varias décadas parece que regresan los trenes; reverdecerán los recuerdos y no faltarán poetas y viejos nostálgicos que en noches de luna vean a Pedro Benjumea arriando mulas, perciban los espantos por las trochas de La Virginia y sientan el bufido de la locomotora Zapata pidiendo paso, como un toro amarrado, para borrar con sus ruedas la herrumbre de los rieles enterrados en los cafetales. 


"Entre tinto y tinto tomo nota
sobre tanto que escucho y
dejo que mi imaginación reconstruya
la historia de mi pueblo"

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