sábado, 27 de septiembre de 2014

3. CAMINO REAL DE OCCIDENTE

Entre una fonda central y otra había una jornada o sea el trayecto que la mayoría de arrieros, en circunstancias normales, recorría en un día. Las mejores fondas eran aquellas que tenían los servicios indispensables para pasar la noche: corredor empedrado para la carga, potreros y agua abundante para las bestias sudorosas, trapiche cercano para la melaza, salón para que los arrieros descansaran la noche, comida abundante, aposento para las damas, tienda surtida para equiparse de vituallas, herrería y, ojalá, alguna mujer de armas tomar, al estilo de Pacha Durán, en la obra de Arias Trujillo o de Doña Petra, en la estupenda obra costumbrista Asistencia y Camas, de Rafael Arango Villegas.
Las fondas mejor ubicadas y que no estuviesen rodeadas de un latifundio se convirtieron en caseríos y varios de estos se desarrollaron hasta crecerse en pueblos. De otras fondas sobrevivieron los paredones de tapia que aún espantan. La mayoría de fondas pasó al olvido. En el camino que atravesaba la Cuchilla de Belalcázar que, desde la segunda década del siglo XX, empezaba a llamarse Camino de los Pueblos, la fonda más próspera fue la que perteneció a Misiá Reyes Cardona y estaba plantada frente al actual cementerio de Belalcázar.

La violencia dictada por el hambre se opuso a la violencia apoyada por la ley. Ningún gobierno colombiano ha logrado solucionar el sempiterno conflicto de la tierra. Al frente del latifundista anterior, del Camino Real hacia el río Risaralda, se extendían las tierras de Don Pedro Orozco Ocampo, en cuanto a La Soledad se refiere (luego llamada Belalcázar). Otros propietarios fueron Don Gregorio y Don Juan José Ocampo, por la región de El Guamo (San Gerardo) y Miravalle (llamado luego San José). Las tierras hacia el sector de San Joaquín (bautizado luego como Risaralda), pertenecían a Don Lino Arias, en gran parte. Ellos repartieron tierras entre los colonos y vendieron tajos para después marchar a otras regiones a abrir montaña y repetir sus gestos de buena voluntad con un pueblo dispuesto a empuñar las armas contra los que no atendieran sus quejas.

Buscar albergue en las alturas fue la manera más sagaz y eficaz que encontraron los colonos para librar a sus familias del paludismo, la malaria y la fiebre amarilla. Durante la semana, las peonadas cogían falda abajo a descuajar selvas feraces y feroces. En la tarde del viernes o sábado, ascendían con las primicias agrícolas y de cacería; descuartizaban los cerdos, celebraban los bautismos y matrimonios con cura invitado periódicamente, levantaban a la orilla del camino una pieza más o unas casas más para los recién casados o para el resto de la familia que acababa de mudarse de Antioquia o el Norte de Caldas; casas que, luego, cuando el tiempo diese dinero, se sustituirían por rascacielos en andamios de guadua y madera, forradas en láminas de zinc para evitar que el agua venteada que venía desde el Chocó, las pudriera. Aún no había llegado el cemento importado al país. Así se fueron construyendo o “fundando”, como califican impropiamente, la mayoría de los pueblos del Viejo Caldas.

Tierra y Agua son dos elementos inseparables cuando se trata de colonización y fundación. En la variable oriental del Camino Real de Occidente es tan escasa el agua, por razones de gravedad, que por no haberla tenido en cuenta acabó con Santa Ana, San Gerardo y casi que acaba con Belalcázar, Anserma y San José. Estos villorrios quedan en la parte más alta de la cuchilla por lo que allí el agua de los nacimientos no baja sino que sube.

Al grito de “Con Agua se hace Pueblo”, el alcalde Ernesto Arias comandó, en 1915, la titánica obra de conducir el agua desde Charco Verde (San Isidro) hasta el casco urbano de Belalcázar siguiendo el trazado espontáneo del camino. Antes, las gentes tenían que madrugar por el agua cargada a la famosa Poceta, antiguo abrevadero de arrieros y bestias. En San José bajaban por agua a Las Travesías.
No escasearon las luchas, entre compadres, por apoderarse de un nacimiento de agua. Tampoco fueron pocas las veces que, en mulas, sacaron cadáveres de compadritos que se batían a duelo por hacerse dueños de un nacimiento.
Camino de destinos contrarios en contacto: contrabandistas de tabaco y aguardiente; cuatreros de escapulario al cuello; mendigos con las llagas al aire a la vera del camino; séquitos de campanillas; peregrinos de avemarías y rosarios en voz alta tras la última esperanza prendida del Milagroso de Buga.

Por este camino, desde las montañas de Támesis, Valparaíso, Caramanta, Andes  y Jardín, pasando por Marmato, Supía y Riosucio, y luego por Anserma, Belén y Apía o Risaralda, San José y Belalcázar, se fraguó uno de los espantos más característicos de la mitología caldense. Hojas Anchas quedaba en la frontera entre Antioquia y Caldas; era una vereda, entre Caramanta y Supía, y allí había un puesto con policías encargados de decomisar los contrabandos de licores y tabaco que traían de Antioquia con rumbo al Viejo Caldas. A media noche, los contrabandistas organizaban una camilla de madera a modo de barbacoa cubierta con una sábana blanca, como si, a paso rápido, cargasen un herido o un muerto. Policías y vecinos corrían despavoridos pues suponían que se trataba del Espanto de Hojas Anchas.

Los arrieros y usuarios del camino conservaban el uso del tiempo que trazó la naturaleza. Salían cuando clareaba y estaban desenjalmando las bestias, cuando atardecía. Por lo general, se levantaban y acostaban con las gallinas. La noche era el reino de la sombra, del miedo, del espanto, de gritos y aullidos extraños, del ataque aleve. Las orillas cubiertas de añosos árboles eran morada de la Madremonte, del Pollo Maligno, del Duende.

Por esa ruta nocturna circulaban la Mula de tres patas, el Cura sin Cabeza, el Cabezón, la Lavativa o había que hacerse a un lado porque venían con la chirriante barbacoa. Tal vez ese tipo con unos perros que encontraron en la fonda fuera el maldadoso Bermúdez. Cuidado, en las noches, con las mulas. Que no amanezcan con las patas cortadas, aunque las brujas les hayan enredado la crin.


"Entre tinto y tinto tomo nota
sobre tanto que escucho y
dejo que mi imaginación reconstruya
la historia de mi pueblo"

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