Es la historia de Antonio
Martínez Patiño (Español), que cierra los ojos y ve
la Barcelona de los años cincuenta: las torres Mapfre no existen y el Hospital
del Mar se conoce como el Hospital de
Infecciosos. A su alrededor, se alzan barracas hechas con tablas, cartones,
barro y latas que el mar arrastra cada vez que quiere. El lugar también sirve
como vertedero de residuos industriales,
de manera que los malos olores y las enfermedades están a la orden del día.
Estamos en el
Somorrostro, el barrio al que llegan las familias inmigrantes y gitanas
provenientes de diferentes regiones de España. “Cuando vi aquello se me cayó el
alma al suelo“
Aquí no hay espacio
para las lamentaciones, sólo para sobrevivir con los trabajos que se puedan conquistar en una Barcelona creciente
e industrializada.
“Mi hermana tenía una
barraca buena
con dos habitaciones y comedor,
pero aún así a mí se me cayó
el
alma cuando vi cómo vivía.
Tanta pobreza, tanta miseria, tanto lodo…
cuando
conocí el Somorrostro
estuve a punto de devolverme a mi pueblo”.
Pero Antonio no se
iba a marchar tan pronto. Para él era más importante asumir el reto que lo
había traído desde la Alberca de Záncara (Cuenca) y labrarse un futuro en
Barcelona. Esta ciudad prometía dinero a quien estuviera dispuesto a trabajar y
él estaba más que listo.
Claro que antes de
aventurarse, todo el que llegaba debía superar el interrogatorio de la Policía
en la Estación de Francia. Si no demostraba que tenía trabajo y vivienda, el
migrante era llevado al Palacio de las Misiones de Montjuïc. El lugar, muy
cerca del Palacete Albéniz, estaba bastante alejado de la mirada de los
barceloneses. De hecho, muy pocos sabían de su existencia. Pero los migrantes
sí: ellos sabían que si terminaban durmiendo allí, sólo saldrían para ser
deportados a sus regiones de origen.
“Venía muy asustado
en el tren porque nunca había salido de mi pueblo y tenía mucho miedo de las
historias que se contaban de Misiones. Por eso, cuando mi cuñado me recogió en
la Estación de Francia, rápidamente me llevó a la parte de atrás y por ahí nos
salimos directo al Somorrostro”.
Era el 28 de agosto
de 1957. A sus 19 años, Antonio empezaba una nueva etapa en su vida. Compartía
cuarto con cuatro primos pero en aquella barraca se contabilizaban unas quince
personas: “Todo el que podía alquilaba para ganarse unas pelas, porque no había
dinero”.
Su cuñado le había
conseguido trabajo en la fábrica de curtidos en la que trabajaba, pero lo que
ganaba apenas le permitía pagar el cuarto y la comida, así que decidió buscar
otra cosa.
Sólo había tenido
experiencia como pastor de ovejas en su pueblo, pero aún así lo contrataron
como albañil. “Durante tres años aprendí mucho y luego me pasé a la fábrica del
gas, donde ganaba más pero había que quemarse hasta los hígados. Otros tres
años y volví a la construcción que ha sido mi vida desde entonces. Siempre en
Barcelona y durante 32 años como autónomo. “
Al trabajo nunca le
huyó, pero la vivienda estable se le resistía. Después de compartir habitación
con sus primos, se fue a casa de una tía y luego con unos amigos, hasta que se
casó: “en ese momento me fui a Selva de Mar y hasta el día de hoy”.
Antonio es consciente
de que ha hecho gran parte de su vida en Barcelona pero le duele viajar a su
pueblo y que lo consideren forastero. “No soy de ninguna
parte”, dice casi en un tono de conformidad. Y es que en el fondo sabe que no
importa de dónde se sienta sino lo que ha logrado en la tierra en la que
decidió quedarse. Desde que llegó ha ayudado a levantar, ladrillo a ladrillo,
la Barcelona que hoy conocemos.