Era la primavera de
1940 en la población de Talayuelas, provincia de Cuenca (España) y la Guerra
Civil permanecía viva en la memoria del pueblo, pero la máxima preocupación de José Miguel Díaz en
aquel momento era que las ovejas que cuidaba no se comieran la viña. Como casi todos los
niños, a sus ocho años de edad, tenía
que trabajar para comer.
Cuidar las ovejas era
su gran responsabilidad así que cuando los guardias civiles le acusaron de
haber vendido dos a los ‘maquis’ que se escondían en el pinar, José Miguel
respondió como mejor sabía, con firmeza: “les dije que las contáramos en el
cuartel y que si faltaba alguna, entonces era mi culpa”.
Tanta altanería le
costó caro, pues los guardias le echaron una soga al cuello y lo amenazaron con
colgarlo y ahorcarlo. Hoy, con la cabeza fría, José Miguel cree que no se iban
a atrever a tanto, que sólo querían asustarlo, pero vaya que lo lograron.
El miedo le dejó
secuelas psicológicas que ningún médico se tomó en serio, de manera que a sus
once años tomó la decisión de cambiar de oficio: dejaba el pastoreo para
dedicarse a la minería. Bueno, en principio su tarea consistía en llevar agua a
los trabajadores pero en sus ratos libres se dedicaba a picar, como cualquier
minero.
No eran tiempos
fáciles para España y mucho menos para una familia que, como la de José Miguel,
parecía destinada a toparse con los militares: su padre cayó preso, acusado de
ser ‘maqui’ y a uno de sus hermanos lo golpearon “porque blasfemó diciendo que
se cagaba en Dios”.
Tanta represión,
unida al hambre que se vivía en el municipio de Talayuelas, maduraron en él la
idea de marcharse lejos.
Sus hermanos mayores
ya habían dado el paso instalándose en Barcelona. Era su turno. Con 21 años y
más dudas que nunca, tomó un tren que lo llevaría en un largo viaje de 24 horas
hacia esa ciudad que prometía trabajo para todos los forasteros.
La ilusión era mucha,
pero cuando consiguió su primer trabajo, como tornero, se dio cuenta de que la
realidad era más difícil de lo que había imaginado.
“Ganaba menos que en el
pueblo y tenía que trabajar duro haciendo tuercas y arandelas”, recuerda de aquellos
primeros meses en los que, además, debía pedir ayuda para entender las órdenes
del jefe, que hablaba catalán.
Poco a poco se fue
especializando en torno revólver, es decir, en hacer tuercas para motores en
roca, y aunque su jornada comenzaba a las 5:00 de la mañana y terminaba a las
10:00 de la noche, nunca se quejaba porque terminó cobrando más que cualquiera
de sus compañeros.
Pero como buen
inmigrante, José Miguel también conoció de cerca la persecución a la que eran
sometidos los recién llegados a la Estación de trenes de Francia. “El día que
fuimos a recoger a un primo y a mi hermano mayor nos paró un policía y sin
mediar palabra nos dijo que se los llevarían a Montjuïc. Todos sabíamos que esa
era la cárcel para los inmigrantes y nos dio miedo, pero nos salvó un comisario
que resultó ser familiar nuestro y que con el tiempo se convirtió en el primer
presidente de la Casa de Cuenca”.
Hoy, casi 60 años
después de haberse instalado en esta ciudad, José Miguel dice no haber sufrido
el desarraigo porque llegó a vivir con su hermano y su cuñada; pero es capaz de
defender sus raíces casi con la misma fuerza que su paso por Cataluña. “El año
pasado fui a mi pueblo a pasar la tarde en la pista de petanca y nada más
bajarme me dijeron: ‘¡Mira! Ha venido un catalán’. Aquello me fundió”, explica
con la decepción que sintió en aquel momento.
“Me considero catalán
porque en Barcelona he vivido más de
cincuenta años y en Cuenca sólo 20 y no me gusta que se diga que aquí obligan a
la gente a hablar catalán. Eso no es verdad. Lo que yo hablo lo hablo por mi
propia voluntad”.
Jubilado y con los
recuerdos más vivos que nunca, José Miguel quiere contar una y otra vez su
testimonio como migrante, “porque nadie se cree que la hayamos pasado mal” y
porque la historia parece condenada a repetirse con los nuevos migrantes,
venidos de diferentes rincones del mundo.