martes, 4 de noviembre de 2014

LA HEMOS PASADO CANUTAS

Era la primavera de 1940 en la población de Talayuelas, provincia de Cuenca (España) y la Guerra Civil permanecía viva en la memoria del pueblo, pero  la máxima preocupación de José Miguel Díaz en aquel momento era que las ovejas que cuidaba no se comieran la viña. Como casi todos los niños,  a sus ocho años de edad, tenía que trabajar para comer.

Cuidar las ovejas era su gran responsabilidad así que cuando los guardias civiles le acusaron de haber vendido dos a los ‘maquis’ que se escondían en el pinar, José Miguel respondió como mejor sabía, con firmeza: “les dije que las contáramos en el cuartel y que si faltaba alguna, entonces era mi culpa”.
Tanta altanería le costó caro, pues los guardias le echaron una soga al cuello y lo amenazaron con colgarlo y ahorcarlo. Hoy, con la cabeza fría, José Miguel cree que no se iban a atrever a tanto, que sólo querían asustarlo, pero vaya que lo lograron.

El miedo le dejó secuelas psicológicas que ningún médico se tomó en serio, de manera que a sus once años tomó la decisión de cambiar de oficio: dejaba el pastoreo para dedicarse a la minería. Bueno, en principio su tarea consistía en llevar agua a los trabajadores pero en sus ratos libres se dedicaba a picar, como cualquier minero.

No eran tiempos fáciles para España y mucho menos para una familia que, como la de José Miguel, parecía destinada a toparse con los militares: su padre cayó preso, acusado de ser ‘maqui’ y a uno de sus hermanos lo golpearon “porque blasfemó diciendo que se cagaba en Dios”.
Tanta represión, unida al hambre que se vivía en el municipio de Talayuelas, maduraron en él la idea de marcharse lejos.

Sus hermanos mayores ya habían dado el paso instalándose en Barcelona. Era su turno. Con 21 años y más dudas que nunca, tomó un tren que lo llevaría en un largo viaje de 24 horas hacia esa ciudad que prometía trabajo para todos los forasteros.
La ilusión era mucha, pero cuando consiguió su primer trabajo, como tornero, se dio cuenta de que la realidad era más difícil de lo que había imaginado.

“Ganaba menos que en el pueblo y tenía que trabajar duro haciendo tuercas y arandelas”, recuerda de aquellos primeros meses en los que, además, debía pedir ayuda para entender las órdenes del jefe, que hablaba catalán.
Poco a poco se fue especializando en torno revólver, es decir, en hacer tuercas para motores en roca, y aunque su jornada comenzaba a las 5:00 de la mañana y terminaba a las 10:00 de la noche, nunca se quejaba porque terminó cobrando más que cualquiera de sus compañeros.

Pero como buen inmigrante, José Miguel también conoció de cerca la persecución a la que eran sometidos los recién llegados a la Estación de trenes de Francia. “El día que fuimos a recoger a un primo y a mi hermano mayor nos paró un policía y sin mediar palabra nos dijo que se los llevarían a Montjuïc. Todos sabíamos que esa era la cárcel para los inmigrantes y nos dio miedo, pero nos salvó un comisario que resultó ser familiar nuestro y que con el tiempo se convirtió en el primer presidente de la Casa de Cuenca”.

Hoy, casi 60 años después de haberse instalado en esta ciudad, José Miguel dice no haber sufrido el desarraigo porque llegó a vivir con su hermano y su cuñada; pero es capaz de defender sus raíces casi con la misma fuerza que su paso por Cataluña. “El año pasado fui a mi pueblo a pasar la tarde en la pista de petanca y nada más bajarme me dijeron: ‘¡Mira! Ha venido un catalán’. Aquello me fundió”, explica con la decepción que sintió en aquel momento.

“Me considero catalán porque en Barcelona he vivido  más de cincuenta años y en Cuenca sólo 20 y no me gusta que se diga que aquí obligan a la gente a hablar catalán. Eso no es verdad. Lo que yo hablo lo hablo por mi propia voluntad”.

Jubilado y con los recuerdos más vivos que nunca, José Miguel quiere contar una y otra vez su testimonio como migrante, “porque nadie se cree que la hayamos pasado mal” y porque la historia parece condenada a repetirse con los nuevos migrantes, venidos de diferentes rincones del mundo.