La historia del emigrante Julio "el Vasco Loco", se trata de un Español, de Cáseda para más
datos, de la provincia de Navarra, que vino a Argentina en 1912, como todo
inmigrante de esa época con una mano atrás y otra adelante.
Primero anduvo por
los pagos de Bahía Blanca, donde vivía por ese entonces un tío que era
alambrador. Al principio el españolito trabajó en el Mercado Victoria, con
lienzos que pesaban más que él, ya que sólo contaba con 19 años; después se fue
a la cosecha en Cabildo como bolsero, ya que allí había varios casedanos
(paisanos) como él.
También anduvo como alambrador en Indio Rico, pero no le
gustaban las comidas (carnes duras y de caballo muchas veces), hasta que
decidió irse a la Patagonia, a los Territorios del Sur. Ya sabía que en la zona
de Ñorquincó habían vascos como él, con almacenes que les decían de “Ramos
Generales” y que también tenían ovejas que se daban a medias.
Se tomó el primer
medio de transporte que en 1914 era el único: las galeras o diligencias que
tardaban 15 días o más en llegar a destino. No había puentes y tenían que pasar
el río Colorado y el Negro, por lo que debían aprovechar cuando todavía los
deshielos no se producían y así poder cruzar con el agua a la panza de los
caballos, donde los baqueanos conocedores les indicaban. Julio siempre recordaba
que fue por Confluencia, paso del río Negro en un valle donde las aguas van
abiertas y mansas, cosa que no sucedía con cualquiera de sus dos afluentes, el
Limay o el Neuquén, que son rápidos y con lechos muy pedregosos.
Realmente
sintió miedo por la travesía y por la gente que viajaba, allí no había
distinción, iban bandoleros de todo tipo, turcos que iban a vender baratijas,
vascos, que ya tenían en mente cuidar ovejas, bolicheros y algún que otro
explorador bohemio de ésos que siempre hubo.
Al llegar, los Crespo le dieron la oportunidad
de que se afincara en esa zona, le entregaron 400 ovejas, un hacha, clavos y a
arreglarse como pudiera. Las ovejas ya tenían su querencia en donde los pastos
abundaban, en los valles de Pilcaniyeu y en el verano las llevaban a las
veranadas en la pre-cordillera. Ahí se veía la astucia para el manejo de las
praderas. Con el hacha como única herramienta construyó su casa, partiendo los troncos de los árboles
en dos mitades. La madera de lenga era fácil de trabajar y muy duradera,
resistía perfectamente las nevadas y las otras inclemencias del tiempo.
No muy lejos vivían
los indios en una reserva, que por suerte eran muy pacíficos y como en esa
época no estaban muy apretados por los blancos, hasta se podía aprender de
ellos a subsistir, y por qué no, a progresar si se era astuto.
Muchas veces
Julio participó de una ceremonia mapuche, el
“camaruco” (en realidad se trata del
camaricun que consistía en una celebración anual de ofrendas y rogativas
solemnes con sacrificios de animales y danzas rituales. Durante la misma se cavaba un pozo donde se
colocaba una vaca, dentro de ella un guanaco, luego un chancho, un cordero, una
liebre, un peludo y dentro de éste alguna perdiz u otro ave. Se tapaba todo con ramas, luego con brasas y
por último con tierra. Se dejaba cocinar durante dos días y luego se comía,
regado con chicha.
En esa zona estuvo como ocho años. Allí conoció a Teresa,
que era hija de chilenos que procedían de Osorno y Valdivia y que ingresaron al
país en 1898 aproximadamente. Habían cruzado la cordillera a caballo (donde
perdieron a su primera hija) por el lago Puelo, y se afincaron en El Maitén.
Eligieron lo mejor del valle a orillas del río Chubut; éstos eran campos
fiscales que nunca llegaron a tener propiedad. Hasta que los ingleses los
fueron apretando y sacando parte de esas tierras buenas. Se vieron reducidos en
espacio y con familia grande, y como tantas otras, tuvieron que irse del lugar.
Hoy sólo queda un puñadito de personas de una sola familia, con escaso terreno
sobre el valle y algo de la pre-cordillera.
Teresa contaba que un
año de ésos, Julio fue a comprar ovejas al corral de su padre. Entonces la
conoció y le dijo que el año próximo volvería a buscarla. Así lo hizo y luego
de diez días de “noviazgo”, se casaron. Un Juez de Paz que entendía estos
menesteres los casó en la casa de los abuelos, llevó los libros a caballo unas
12 leguas en el año 1924 y le ofreció a Julio si quería ser cabañero de un
español de Gobernador Costa.
El trabajo le interesaba, le gustó la
propuesta, entregó las ovejas a Crespo y
salió con platita y señora hacia allí.
Entre inviernos duros y veranos ventosos, nacieron sus dos hijos mayores
en esa zona. Luego se van a Pampa del Castillo, cerca de Comodoro Rivadavia
(Teresa le decía Pampa del Castigo, porque si la Patagonia tiene un traste,
allí está), contratados por un alemán para su estancia.
El camino pasaba entre
los galpones y la casa del encargado, y por allí pasaban bandas de forajidos
(entre ellas la de Butch Cassidy, que seguramente venían escapados del país del
norte. Uno de ellos, Louis Perry,
finalmente se casó con la hermana menor de Teresa), carromatos de
gitanos, turcos mercahifles, en fin, toda una gama varicolor de personajes e
historias. Allí nació el último de los varones, y a todos los niños les gustaba
ir a la casa de los patrones, porque había juguetes y adornos, muebles de
olorosas maderas, detalles y vivencias grabadas a fuego en las inocentes mentes
infantiles.
Esos años del 30 al
40 fueron de crisis para la Argentina, y decidieron buscar algo nuevo, trabajar
por su cuenta. Así, Julio llevó a la familia a casa de los abuelos en El Maitén
en su camión Ford A, instalándose todos en un galpón durante un año. El hijo
mayor comenzó la escuela en Buenos Aires Chico, una pequeña escuelita que
recién se instalaba, donde llevaron por primera vez un mástil de ciprés un 25
de Mayo, en una ceremonia conmovedora y cargada de patriotismo a la costa del
río Chubut, donde se arrojaron flores como un mensaje de amor a los próceres,
mientras se entonaban las estrofas del Himno Nacional. En un auténtico acto
federal, allí estaban juntos los Ñiripil, los Ruiz, los Nahuelpan, los
Requelmes, los Breide, los Saleme, los Esparza, los Alvarado.
En ese entonces
el lugar era un caserío de gente trabajadora: desmontadores, criadores de
chivos, empleados del ferrocarril (por allí pasaba La Trochita angosta, un
encantador y viejo trencito a vapor que aún hoy recorre esa parte de la Patagonia,
entre Ing. Jacobacci y Esquel), etc.
Hacían huertas para el consumo, hacían el
pan, tenían vacas lecheras que producían lo necesario para subsistir y
alimentar a sus hijos. Se sembraba trigo y avena, que luego trillaban con la
hoz, se hacían montones y luego se llevaba en trineos a la era, que consistía
en un cerco de palos. Allí se metían dos o tres caballos para que lo pisotearan
y luego, con una horquilla se aventaba. Con varias pasadas, el grano quedaba límpio.
Lógicamente el viento tenía que soplar fuerte para que la granza y la paja
cayeran fuera del cerco y los granos quedaran adentro. Se embolsaba si la avena
era para forraje, y si el trigo no era de muy buena calidad pero servía para el
consumo, se molía y tostaba (especialmente se consumía con huevo o con vino,
constituyendo el ñaco, uno de los platos predilectos de los chilenos).
Julio volvió a Pampa
del Castillo para organizar el arreo de las ovejas que le entregó el alemán por
los trabajos realizados en esos años, junto con un cuñado y algún baqueano que
contrataba según la travesía; tenían que llevarlas a un campo fiscal cerca de
Cushamen. Tardaron 41 días en llegar porque las ovejas iban preñadas, por lo
tanto había que hacer la parición y esperar a que los corderos se criaran lo
suficiente para aguantar la marcha.
Esto ya lo tenía calculado, pero lo que no
tuvo en cuenta fue que por algo ese campo no se explotaba. Cerca estaba la
colonia indígena Cushamen, y en los ocho o diez meses que estuvo la hacienda,
con una parición normal del 50 a 60%, cuando salió arreando la majada
nuevamente hasta Ing. Jacobacci para embarcarla en tren hacia la provincia de
Buenos Aires, sacó la misma cantidad o menos. Eso pasó a ser una anécdota.
De todas maneras,
antes del arreo se hizo la “señalada”. En un camioncito, unos días antes se
llevaron al lugar unos corrales de un tejido de piolín que se armaban a la par
de algún cerco de ramas, ya que no había alambrados por ser un campo fiscal.
El
abuelo, que era medio “cacique” del lugar, invitó a algunos paisanos para
encerrar la majada el día antes al previsto para la señalada. También parte de
la familia participó de ésto, llevando galleta, salmuera, vino y yerba para
tomar unos mates.
Había que ir a campo traviesa, ya que ni caminos había. Tres
o cuatro corderos ya estaban puestos al asador (un hierro en cruz al estilo
patagónico) y cuando dieron la orden de cortar, los paisanos salían con una
paleta o un pedazo de costillar cada uno. Uno de los paisanitos fue al boliche
del Turco a buscar más vino, comentando allí que se jugaría a la taba, se haría
alguna carrerita y hasta bailar, ¿por qué no?, si siempre había alguno que
tocaba la verdulera o la guitarra.
Ya se sabe lo que era éso, en el medio del
campo, en una playita chica y rodeado de coirones (paja vizcachera), se armaba
una pista de baile. Hacía juego todo: los paisanitos estaban bastante
andrajosos y melenudos en su mayoría y la familia al lado del camioncito
tomando mate, tal como las fotos de antaño en color sepia que a uno le viene a
la mente. ¡Qué felicidad para esa gente!. Los que han leído el libro “El
Maestro Patagónico” verán reflejada una estampa
de esa zona de Cushamen.
Antes de todo esto,
Julio ya había viajado a la provincia de Buenos Aires, con miras de arrendar
algún campo debido a que la crisis de los años 30 había fundido a los
chacareros y los campos estaban baratos. En Saldungaray, cerca de Sierra de la
Ventana, consiguió arrendar uno a un latifundista de esa época, eligiendo a esa
zona porque había varios paisanos españoles por allí.
Volvió entonces a El
Maitén a buscar a la familia, cargó todas las pertenencias en el Ford A y en
tres días llegaron a Argerich, a la casa de un tío. La familia quedó por un mes
aproximadamente, mientras Julio volvía a buscar las ovejas y embarcarlas en
tren. En Pedro Luro hubo que desembarcarlas para darles agua y pasto, y luego
embarcarlas de nuevo hasta llegar a destino.
El viajaba junto a ellas, llevando
como acompañante a su fiel Pastora, una perra collie australiana buenísima para
la hacienda, que según Teresa había que hacerle zapatitos de cuero, porque
tenía las patas delicadas por el terreno áspero de la Patagonia. La pobre tuvo
luego una muerte insólita, ya que cuando nacieron sus cachorritos, los ocultó
en una cueva que fue cerrada por un zorro. Todos murieron ahogados.
Desde Argerich,
cargados con baúles, camas, cobijas y demás pertrechos en el camioncito,
pasaron primero por Cabildo a saludar a los casedanos amigos. Allí la amistad
se extendió a los hijos de ambas familias (que se conserva hasta hoy). Luego
partieron a su destino final, llegando a Saldungaray en junio o julio de 1935.
Allí se establecerían por algunos años, forjando amistades duraderas en los
años de lucha dura y pareja cumpliendo el viejo sueño que lo alejó a Julio de
su España, el de “hacer la América”.
Como no había
colegios estatales se acostumbraba llevar algún joven capacitado que con su
sexto grado adquirido en cualquier ciudad, hacía de maestro de campo. A los niños se los
juntaba en una casa y allí se daban las clases. A los mayores, como
generalmente se los necesitaba para los trabajos en el campo, se les daba clase
a la noche.
Luego de permanecer
cinco años en ese lugar, la familia decidió trasladarse a otro campo con
mejores perspectivas no muy lejos del anterior. Allí habrían de construir la
casa que fue “el hogar” de todos, de material y no de adobe como
todavía se acostumbraba, y se plantó la hermosa arboleda que aún hoy se
conserva. Esto le valió el mote de “vasco loco” a Julio, porque todos pensaban
que nunca serían propietarios de esos campos que arrendaban.
Felizmente las
cosas empezaron a cambiar y mejorar y todos pudieron comprarlos, formando una
de las comarcas más hermosas de la provincia. Esos años fueron de progreso, el
menor de los hijos varones pudo hacer el secundario en un colegio como pupilo y
Julio y Teresa, se retiraron a la ciudad para que “el último orejón del tarro”
(o sea la hija menor) estudiara. Creo que fueron esos años en el campo y el
fuerte lazo con la tierra de toda la familia, los que influyeron grandemente en
la decisión de hacer la carrera de Geología.
Es una lástima que aquella quimera que embarcó a Julio a principios de
siglo en busca de un destino mejor, a la vuelta de los tiempos se haya
transformado en el desolador panorama de los años de este siglo nuevo que
comienza, donde tantas ilusiones se han visto quebradas y pisoteadas por un
sistema perverso que nos atrapa y ahoga. Quizá sea el tiempo de reflexionar, de mirar
hacia adentro, para volver a tener una nueva ilusión, una nueva quimera.