Marcela, Chilena de
34 años, llegó a Corea del Sur en abril de 2006 a través del Sistema de Permiso
de Empleo (EPS). Mediante este sistema
gubernamental, Corea del Sur se convirtió en uno de los primeros países
asiáticos que reconocía legalmente los derechos de los trabajadores y
trabajadoras migrantes y les concedía el mismo estatuto que a los trabajadores
coreanos, con los mismos derechos laborales, el mismo sueldo y las mismas
prestaciones sociales. Sin embargo, en la práctica los trabajadores migrantes
continúan sufriendo penalidades y abusos.
“Cuando llegué,
trabajé en una fábrica en Osan,
en la provincia de Gyeonggi, donde
fabricábamos
resistencias para ollas arroceras.
Me pagaban 786.000 wons surcoreanos
al mes
(815 dólares estadounidenses).
Mi jefe no era nada
agradable, me insultaba y
me presionaba para que trabajara más rápido.
Por
ejemplo, quería que fabricara mil resistencias al día.
Es muy difícil llegar a
ese número,
tienes que conectar los cables y
como son tan pequeños, te duelen
los dedos,
especialmente el pulgar y el índice.
Vivía en un
contenedor de mercancías;
una habitación con una ventana.
A veces llamaban a la
puerta en medio
de la noche y me asustaba mucho.
En invierno hacía mucho frío.
Tuve que comprarme una calefacción,
pero seguía haciendo frío.
En verano hacía
mucho calor incluso
cuando encendía el ventilador,
que tuve que comprar con mi
dinero.”
Marcela fue despedida
injustamente de la fábrica tras pedirle al jefe un día libre en Navidades. Desgraciadamente, no
es un caso aislado.
El investigador de Amnistía Internacional se encontró con muchas historias similares de despidos injustos entre marzo de 2008 y julio de 2009. Muchos trabajadores y trabajadoras migrantes no denuncian estos despidos debido a la barrera del idioma, el desconocimiento de sus derechos y lo largo y complicado que es el proceso.