martes, 4 de noviembre de 2014

TODO POR ENAMORADO

No sabe de discriminación, sólo de tenacidad, la historia de José Badía "Pepe" (Español) es uno de esos ancianos entrañables que puedes ver en la banca de un parque sin mayores preocupaciones ni prisas.
Sin embargo, hubo un tiempo en que ‘Pepe’ fue un indeseable. Corrían los años 50 y cientos de españoles huían del hambre y se refugiaban en Cataluña con la esperanza de encontrar trabajo.

Como no traían un contrato bajo el brazo no eran bien recibidos por las autoridades. Eran “ilegales” y, por lo tanto, un peligro para la sociedad.
Pero a sus 25 años ‘Pepe’ no entendía de discriminación. Él sólo quería trabajar pues hasta ese momento había dependido económicamente de sus hermanas, que eran modistas.

Así se lo explicó al policía, vestido de civil, que encontró en la estación de trenes de Francia. Su ingenuidad le costó ocho días de reclusión en el Palacio de las Misiones. Aquel sitio, construido como pabellón de la Exposición Internacional de 1929, servía para contener la oleada migratoria, pues allí eran llevados los ‘sin papeles’ hasta que se les deportaba a sus regiones de origen.

‘Pepe’ no recuerda con exactitud los detalles de su paso por Misiones, pero sí tiene claro que en una sola habitación se hacinaban muchos que, como él, sólo querían un mejor porvenir. Y seguramente fue ese encuentro con otros luchadores como él lo que le sirvió para llenarse de fuerza y convencerse de que debía volver a intentarlo cuantas veces fuera necesario.

Por eso, cuando lo metieron en un tren de vuelta a Xàtiva (Valencia), él ya había planeado cómo devolverse: “en la estación de Valencia me cambié de andén y me monté otra vez en el tren que traía a Barcelona. Me senté en el último vagón y cuando el revisor vino a preguntar si tenía billete, corrí como pude”, explica ‘Pepe’ con tal naturalidad que parece experto en el arte de la huída.

Salvado el primer obstáculo venía lo más complicado: cómo salir sin ser atrapado. En Misiones había aprendido que lo mejor para entrar a Barcelona era bajarse en la estación de Gràcia y no en la de Francia, como hacía la mayoría de la gente. Esta vez, la suerte estuvo de su parte y, una vez fuera de Gràcia, ‘Pepe’ consiguió trabajo como paleta y luego, como excavador para las tuberías del gas.

Pero, sin duda, el trabajo que realmente lo marcó fue el que encontró en una iglesia de la calle Enric Granados. “Me dijeron que me darían de comer si fregaba platos y encendía los cirios. Así fue como empecé como monaguillo”, explica mientras mira al vacío, como si tuviera la iglesia al frente y el tiempo hubiera retrocedido para refrescar su memoria.

Las cosas no le podían ir mejor. Dos días después de su llegada a la iglesia, trabajaba como monaguillo en otra parroquia de la calle Mallorca. Se levantaba a las 5:00 de la mañana, tocaba la campana, ayudaba en la misa y rezaba el rosario por las tardes.

“El rosario era para cuatro beatas que siempre iban a la iglesia y como a mí me gustan las mujeres pues a una le picaba el ojo, a la otra le tiraba besos…” ‘Pepe` se interrumpe para reírse con picardía de una  travesura que le costó el trabajo como monaguillo pero que le valió la simpatía del prior.
Era evidente que este valenciano no tenía madera para la vida eclesiástica así que el prior le entregó una carta de recomendación para que lo contrataran en la empresa de tranvías de Barcelona.

El enchufe fue más que suficiente porque al otro día tenía trabajo como ordenanza en los tranvías. Empezaba así su nueva vida en Barcelona y por fin cumplía el objetivo que se había propuesto en la estación de trenes de Valencia cuando se subió a aquel vagón sin billete.

“Me jubilé en los tranvías y siempre le estaré agradecido a esta tierra por haberme dado trabajo y estabilidad. Me siento muy catalán” exclama sonriente.