No sabe de
discriminación, sólo de tenacidad, la historia de José Badía "Pepe"
(Español) es uno de esos ancianos entrañables que puedes ver en la banca de un
parque sin mayores preocupaciones ni prisas.
Sin embargo, hubo un
tiempo en que ‘Pepe’ fue un indeseable. Corrían los años 50 y cientos de
españoles huían del hambre y se refugiaban en Cataluña con la esperanza de
encontrar trabajo.
Como no traían un
contrato bajo el brazo no eran bien recibidos por las autoridades. Eran
“ilegales” y, por lo tanto, un peligro para la sociedad.
Pero a sus 25 años
‘Pepe’ no entendía de discriminación. Él sólo quería trabajar pues hasta ese
momento había dependido económicamente de sus hermanas, que eran modistas.
Así se lo explicó al
policía, vestido de civil, que encontró en la estación de trenes de Francia. Su ingenuidad le
costó ocho días de reclusión en el Palacio de las Misiones. Aquel sitio,
construido como pabellón de la Exposición Internacional de 1929, servía para
contener la oleada migratoria, pues allí eran llevados los ‘sin papeles’ hasta
que se les deportaba a sus regiones de origen.
‘Pepe’ no recuerda
con exactitud los detalles de su paso por Misiones, pero sí tiene claro que en
una sola habitación se hacinaban muchos que, como él, sólo querían un mejor
porvenir. Y seguramente fue ese
encuentro con otros luchadores como él lo que le sirvió para llenarse de fuerza
y convencerse de que debía volver a intentarlo cuantas veces fuera necesario.
Por eso, cuando lo
metieron en un tren de vuelta a Xàtiva (Valencia), él ya había planeado cómo
devolverse: “en la estación de Valencia me cambié de andén y me monté otra vez
en el tren que traía a Barcelona. Me senté en el último vagón y cuando el
revisor vino a preguntar si tenía billete, corrí como pude”, explica ‘Pepe’ con
tal naturalidad que parece experto en el arte de la huída.
Salvado el primer
obstáculo venía lo más complicado: cómo salir sin ser atrapado. En Misiones había
aprendido que lo mejor para entrar a Barcelona era bajarse en la estación de
Gràcia y no en la de Francia, como hacía la mayoría de la gente. Esta vez, la suerte
estuvo de su parte y, una vez fuera de Gràcia, ‘Pepe’ consiguió trabajo como
paleta y luego, como excavador para las tuberías del gas.
Pero, sin duda, el
trabajo que realmente lo marcó fue el que encontró en una iglesia de la calle
Enric Granados. “Me dijeron que me darían de comer si fregaba platos y encendía
los cirios. Así fue como empecé como monaguillo”, explica mientras mira al
vacío, como si tuviera la iglesia al frente y el tiempo hubiera retrocedido
para refrescar su memoria.
Las cosas no le
podían ir mejor. Dos días después de su llegada a la iglesia, trabajaba como
monaguillo en otra parroquia de la calle Mallorca. Se levantaba a las 5:00 de
la mañana, tocaba la campana, ayudaba en la misa y rezaba el rosario por las
tardes.
“El rosario era para
cuatro beatas que siempre iban a la iglesia y como a mí me gustan las mujeres
pues a una le picaba el ojo, a la otra le tiraba besos…” ‘Pepe` se interrumpe
para reírse con picardía de una
travesura que le costó el trabajo como monaguillo pero que le valió la
simpatía del prior.
Era evidente que este
valenciano no tenía madera para la vida eclesiástica así que el prior le
entregó una carta de recomendación para que lo contrataran en la empresa de
tranvías de Barcelona.
El enchufe fue más
que suficiente porque al otro día tenía trabajo como ordenanza en los tranvías.
Empezaba así su nueva vida en Barcelona y por fin cumplía el objetivo que se
había propuesto en la estación de trenes de Valencia cuando se subió a aquel
vagón sin billete.
“Me jubilé en los
tranvías y siempre le estaré agradecido a esta tierra por haberme dado trabajo
y estabilidad. Me siento muy catalán” exclama sonriente.