martes, 4 de abril de 2017

EN LA SINAGOGA

El sábado siguiente se presentó Jesús en la sinagoga de Cafarnaún y se sentó entre los hombres, la mayoría de ellos pescadores. Era costumbre que los hombres se situaran a un lado y las mujeres a otro, separados ambos grupos por una hilera de columnas. 

Según las normas tradicionales, después de haber leído un fragmento bíblico, el archisinagogo ofrecía la palabra a los hombres para hacer comentarios y, eventualmente, esclarecimientos, y dar respuesta a las preguntas del público. Para Jesús era ésta una magnífica oportunidad de ofrecer sus novedades, pues el grupo que componía la asamblea era gente abierta y sin complicaciones. Se levantó, pues, Jesús y se instaló en el ambón ante la expectación general. Para la mayoría de los asistentes era un desconocido, por lo que fue recibido con particular curiosidad. Unos pocos, sin embargo, lo reconocieron porque lo habían visto actuar en Jerusalén. En suma, había un clima de gran expectación y apertura, en el que Jesús se sintió muy cómodo y habló con libertad.

—Se han abierto las puertas —dijo— y vengo a invitaros a ingresar en el Reino. En el otoño, vosotros entregáis a la tierra los granos de trigo; en los meses siguientes, mientras
vosotros coméis, dormís y reís, el trigo, nadie sabe cómo, va escalando silenciosamente las alturas hasta transformarse en una espiga dorada. Entonces, vosotros tomáis la hoz y decís: ha llegado el tiempo de la siega. Lo mismo sucede con la palabra: alguien la siembra, pero otro Alguien silenciosamente la va transformando en el corazón del hombre en una obra buena, en un testimonio de luz.

¿Qué hacen esos individuos —agregó— bien plantados en medio de la plaza y con los brazos erguidos? Rezan ostentosamente, para que los vean. En verdad os digo: su propia vanidad satisfecha será su única recompensa. Vosotros no hagáis así. Cuando oréis, meteos en el rincón más oscuro de vuestro cuarto; el Padre está allí mismo, escondido, escuchándolos. Los que no conocen al Padre gesticulan, gritan y sueltan ríos de palabras. No así vosotros. 

El Padre, atento y maternal, está observándonos y sabe vuestras necesidades. ¿Hay aquí algún carpintero? También yo soy hijo de carpintero, y nosotros sabemos muchas historias; por ejemplo, tomamos un sólido madero de cedro y lo colocamos como viga maestra de una edificación. Al cabo del tiempo advertimos con horror que el soporte cruje y amenaza con quebrarse. 

¿Qué había sucedido? Mientras dormíamos, la polilla lo había roído por dentro. Y, por su parte, los ladrones son capaces de perforar un muro de mampostería para robar.

¿Conclusión? 
Si tenéis algún tesoro, guardadlo allá arriba, donde no hay polilla ni ladrones.

¿Habéis visto alguna vez que un individuo doble sus rodillas ahora ante su señor y enseguida lo haga ante un enemigo de ese señor? No es posible. Pero, aunque humanamente fuera eso posible, en verdad os digo: no es posible servir a Dios y a su enemigo, el dinero, porque donde está tu tesoro allá está tu corazón.

La gente salió admirada de la sinagoga. Aquel día no hubo otra conversación en Cafarnaún que la intervención del profeta de Nazaret en la sinagoga. Los hombres más
conspicuos de la ciudad se preguntaban unos a otros: — ¿Quién es este hombre?; ¿de dónde ha salido tan inesperadamente?; ¡qué diferente de nuestros doctores y escribas! Este hombre habla con autoridad. ¿De qué misterioso cofre saca vestiduras tan distintas y nuevas? Las
verdades eternas, al pasar por su boca, suenan como si las estuviéramos oyendo por primera vez. 

Otro dijo: —Hoy he descubierto una nueva región de mi alma. Y un tercero, censurando a los escribas, dijo: —Nuestros escribas no hacen otra cosa que repetir textos, apoyarse en la autoridad de los otros doctores o en la tradición antigua. Éste, en cambio, se apoya en sí mismo, tiene seguridad interior y categoría moral, es la voz de sí mismo. 
¡Por fin ha aparecido el esperado profeta! 
¡Aleluya!

Pero no sólo fue eso. Aquel día sucedieron otras cosas memorables en Cafarnaún.

Marcos (1,23-26) nos cuenta que, viviendo en el vecindario de la sinagoga, había un hombre en quien el Maligno había instalado sus reales. En una suerte de desdoblamiento de personalidad, el Maligno se comportaba con aquel hombre como un propietario que ejerce su tiranía en su propio territorio, de tal manera que aquel hombre había perdido totalmente su autonomía y hacía lo que no quería: era una situación desgarradora.

En cuanto aquel poseso vio a Jesús, sin poder evitarlo, se puso a gritar desesperadamente: —Jesús de Nazaret, ¿qué tiene que ver el día con la noche, las tinieblas con la luz? Y ¿qué tienes que ver tú con nosotros? Ya sé cuáles son tus pretensiones, atormentador de nuestra raza: has venido para sembrar ruinas y cenizas en nuestros dominios.

¡Vana ilusión! No levantarás tu Reino sobre nuestras calaveras; pondremos en tus manos un cetro de caña. ¡Impostor!, has logrado disimular lo que hay dentro de ti, has engañado a todos: en Nazaret te creen un pobre hombre, un medio hombre, solterón ridículo y anormal, vacilante... ¡Mentira! Todo es mentira. "Yo sé quién eres: el Santo de Dios" (Mc 1,24).

Hasta ese momento, Jesús había escuchado pacientemente, pero al llegar a esa horrible confesión de Satanás, se sintió invadido por un súbito terror, y también bramó con toda su
voz: "Cállate, y sal de este hombre". Lo que sucedió a continuación fue monstruoso, espeluznante: aquel pobre hombre fue sacudido por un seísmo de máxima intensidad, y en medio de gritos, alaridos y convulsiones, el demonio lo dejó, quedándose el hombre tranquilo y en paz.

Quienes presenciaron la escena quedaron pasmados, sobrecogidos. En voz baja, y con cierto aire de temor, se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Una nueva doctrina expuesta con autoridad! Manda a los espíritus inmundos, y éstos le obedecen" (Mc 1,27).

Ajeno a las exclamaciones admirativas, Jesús se alejó, dirigiéndose a la casa de Pedro, cuya suegra yacía postrada en cama aquejada de una altísima fiebre. El que arrojó de manera tan espectacular al príncipe de este mundo, ¿no podría expulsar la fiebre de esta enferma? "Le rogaron por ella", es decir, le insinuaron una intervención especial. Con sumo cariño, se inclinó Jesús sobre la enferma (Lc 4,39) y, después de expulsar a la fiebre, la tomó de la mano y la
levantó sana. Tanto fue así que ella misma preparó el refrigerio y servía a la mesa a tan singular huésped.

No había otra noticia ni otro comentario en la ciudad que la liberación del endemoniado, cuando, por añadidura, llegaba ahora la nueva de la sanación de la suegra de Pedro. ¡Qué es esto! ¿Un profeta dotado de todos los poderes divinos entre nosotros? Sería ingratitud y falta de consideración no aprovechar esta oportunidad de oro: ¡cuántos encadenados al lecho en nuestra ciudad, cuántos ojos sin luz, cuántos brazos que parecen leños secos! Con un soplo de este profeta, hasta los huesos calcinados comenzarían a danzar. 
Pero era sábado. Esperemos hasta la puesta del sol, en que cesa el descanso sabático.

En efecto, al anochecer, todos los ciegos, sordos, tullidos, cojos e inválidos de la ciudad, acompañados de sus familiares, se agolpaban a las puertas de la casa de Pedro. "Toda la ciudad se había reunido junto a la puerta" (Mc 1,33).

Ante aquel espectáculo, una profunda compasión, surgida desde las entrañas, subió irremediablemente hasta la garganta de Jesús. Ahora bien, una fuerza compasiva, caudalosa y potente, junto con una fe que traslada montañas, es capaz de levantar muertos y de transformar las piedras en personas. Así pues, con infinita piedad, fue Jesús imponiendo las manos sobre cada enfermo, y de aquellas manos emanaba una energía irresistible de vida, salud y resurrección.

El entusiasmo de la gente fue indescriptible: un vendaval de delirio arrasó con la emoción y las lágrimas de la ciudad.
Pero hubo un hecho que le inquietó visiblemente a Jesús: "Y de muchos (posesos) salían los demonios gritando y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él les conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Mesías" (Lc 4,40-45).

En este punto el Pobre de Nazaret fue intransigente. Sabía perfectamente de la sensible epidermis de su pueblo, de la obsesión casi enfermiza que se respiraba casi en todas partes por el Mesías político y liberador. Bastaba un fósforo para que allí hubiera un gran incendio.

Por lo demás, ya lo hemos señalado más arriba, Jesús consideró siempre como "su" tentación específica la concepción política del Mesías, y, ante todo, él mismo debía estar alerta sobre sí mismo para no sucumbir a la tentación, siempre seductora y gratificante, de un mesianismo temporal. Durante toda su aventura evangelizadora tuvo que estar cerrando el paso, con zarzas y espinos, a la seducción de un mesianismo triunfal. No fue nada fácil para él ser el Pobre de Nazaret en la línea del Siervo humilde.

Por otra parte, bastaba que Jesús, en un momento de delirio popular, consintiera en el menor desahogo de mesianismo insurreccional para que, al día siguiente, la noticia estuviera
en conocimiento del Procurador romano y del Tetrarca. 

Todavía tenía en carne viva en su corazón la herida abierta por la suerte trágica de su amigo Juan.

Marcos acaba notificándonos que, a partir de estos sucesos, "su fama se extendió por todas partes, por toda la región de Galilea" (Mc 1,28).



EL POBRE DE NAZARET
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo V
El Pobre entre los pobres:
En la sinagoga


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