jueves, 27 de abril de 2017

ENCUENTRO PROFUNDO

Hemos dicho que el encuentro es un «trato de amistad» con Dios. Pero seguimos preguntando, ¿qué «pasa» ahí, en ese estado y momento? Por de pronto, hay un darse cuenta, hay un conocimiento. Pero no es un conocimiento analítico sino intuitivo y posesivo.

En ese encuentro, cuando realmente se trata de una auténtica contemplación, el trato (¿conocimiento?, ¿conciencia refleja?, ¿estado consciente y emocional?) no distrae, sino que concentra.

Aquí hay un algo muy difícil de explicar: el encuentro (cuando es progresivamente contemplante) tiende a ser cada vez más simple, más profundo y más posesivo.

La reflexión queda atrás. La mente, al trabajar en la multiplicidad y variedad de actos, no puede «alcanzar» esa Realidad Total (Dios), que está más allá del devenir, del vaivén de los acontecimientos. Cuando la mente se pone a meditar se encuentra con que se halla sujeta a la multiplicidad, a la inestabilidad y a la inquietud que la dividen y la turban.

Por eso, en la medida en que el encuentro con Dios es más avanzado y contemplador, tiende a desaparecer la reflexión,
y el encuentro viene a ser un momento (¿acto?) más simple y totalizador.

El instrumento de la experimentación de Dios no es la inteligencia sino la persona total. Se abandona el lenguaje
y la comunicación se efectúa de ser a ser; no se necesitan
vehículos o intermediarios como la palabra, el diálogo para
unirse a Dios; es un sumergirse en las aguas profundas de
Dios. Por eso digo que la inteligencia poco o nada tiene que hacer ya que el misterio de la unión se consuma de ser entero a Ser entero.

Y puede ocurrir que en esta experimentación contemplativa
aparezcan energías misteriosas de «adhesión», extrañas
potencias de «conocimiento» (son fuerzas de profundidad que normalmente están atrofiadas en nuestro subsuelo porque vivimos generalmente en la superficie). Son fuerzas
supra-normales, naturales en su naturaleza, despertadas por
la gracia y la vitalidad interior.

El verdadero contemplador, se puede decir que ha superado
la mente raciocinante y la intelección. Cuando el contemplador entra en la zona profunda de la comunicación con Dios, ha cesado la actividad diversificante y pluralizadora de la conciencia; y, en este acto simple y total, el contemplador se siente en Dios, con Dios, dentro de él, y él dentro de nosotros (He 17,28).

Entonces, ¿de qué se trata? Se trata de una especie de
intuición densa y penetrante al mismo tiempo, y sobre todo
muy vivida, sin imágenes, sin pensamientos determinados;
no hay representación de Dios, no es necesario representarlo porque Dios «está ahí», está «conmigo»; es una vivencia consciente de la Gran Realidad que me desborda absolutamente; pero no es una Realidad difusa sino Alguien cariñoso, familiar, queridísimo, concreto.

En una palabra, se trata de un super-conocimiento; mejor,
de un ultra-conocimiento. Es la Sabiduría de que nos habla san Juan de la Cruz. Es una vivencia inmediata de Dios.

¿Cómo se podría describir el encuentro profundo? Sólo en alegorías se puede hablar. Era una noche estrellada. La fe, esa bendita virtud teologal, sorprendió al hijo y lo abrió a los brazos del Padre.

El hijo se instaló en el corazón del Hijo y desde ese observatorio contemplaba al Padre. Era el Padre un panorama infinito, sin muros ni puertas, iluminado noche y día por la ternura; era un bosque infinito de brazos cálidos invitando al abrazo, ausente la amargura, presente la dulcedumbre, los aires poblados de pájaros.

Contemplando el hijo desde el interior de Jesús, el Padre es música inefable, arpa de oro henchido de melodías, es Energía y Transparencia y Armonía y Fuego y Fuerza y Pureza e Inocencia... Que callen los diccionarios y hable el silencio.

Es una noche estrellada y profunda. De repente todo se paraliza. No hay en el mundo movimiento tan quieto o quietud tan dinámica. Amor. No hay otra palabra. Quizá esta otra palabra: Presencia. Juntemos ambas palabras y nos
aproximaremos a lo que «Esto» es: Presencia Amante. Quizá esta otra expresión más aproximativa: Amor Envolvente. Es el Padre. Son diez mil mundos como diez mil brazos que rodean y abrazan al hijo amado. Es una marea irremediable, como cuando un súbito maremoto invade violentamente las playas, una marea del Amor Envolvente (¿cómo decir?), una crecida inesperada de aguas que inunda los campos, así el hijo amado se vio inundado sorpresivamente por la Presencia Amante y definitivamente gratuita.

¿Las estrellas? Seguían brillando obstinadamente pero no había estrellas. ¿La noche? La noche se había sumergido,
todo era claridad, aunque era de noche. El hijo amado no
dijo nada, ¿para qué? El Padre Amante tampoco dijo nada.
Todo estaba consumado. Era la Eternidad.

¿Hay pérdida de identidad? 
La identidad personal permanece más nítida que nunca. La conciencia de la diversidad entre Dios y el hombre adquiere en algunos contemplativos perfiles tan trágicos como en el choque entre la luz y las tinieblas. Así las «noches del espíritu» de san Juan de la Cruz, y la prolongada exclamación de Francisco de Asís: «¿Quién eres tú y quién soy yo?» ¿Enajenación? La conciencia vacía del «yo» empírico y concentrada en el Uno, es irresistiblemente atraída y tomada por el objeto, totalmente hecha una con El. El contemplador es sacado de sí mismo, desaparece toda diferencia.

Para cuando llegue este estado, todo será obra de la gracia;
no sirven ni existen muletas psicológicas, ni artificios ni estrategias humanas. Es Dios, en su infinita potencia y
misericordia el que se despliega sobre mil mundos de nuestra interioridad.

¿Persiste la dualidad? 
Casi desaparece la dualidad, sin perder, por cierto, la conciencia diversificadora entre Dios y el hombre. Hasta cierto punto podríamos decir que hay una sola realidad porque esta clase de encuentros engendra amor, y el amor es unificante y hasta identificante.

Desde que Dios nos creó a imagen y semejanza suya, el
destino final de la Alianza es llegar a ser Uno con El, sin perder la identidad (la tendencia del amor, su fuerza intrínseca es hacer uno a los que se aman); y casi me atrevería a decir que el destino final y la perfección del encuentro están en que desaparezca toda dualidad entre Dios y el alma y llegue la Unidad Total.

«Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta tan sobrenatural merced que todas las cosas de Dios y del alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, e incluso es Dios por participación».

¿Fusión? 
Dice santa Teresita: «Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no éramos dos. Teresa había desaparecido como la gota de agua se pierde en el fondo del océano. Sólo quedaba Jesús, como dueño, como rey». Sin embargo, esta expresión es un modo de hablar; no solamente no hay fusión, sino que cuanto más se avanza en el mar de Dios, repetimos, la claridad que distingue y divide resulta fulgurante y dolorosa al comprobar la hermosura de Dios frente a la miseria del alma.

Transfiguración
El encuentro profundo y contemplador es eminentemente
transformante. Voy a tratar de explicarlo con cierta amplitud. En resumen, diré que Dios asume y consuma el «yo». Y, sin más, el hombre entra en el torrente del amor.

Es una loca quimera, una vibración inútil que persigue y obsesiona. Ese es el «yo». Es una ficción, una pesadilla, una abstracción. Dios, al visitar el alma, no hace sino despertarla
de esa ficción e instalarla en el piso firme de la sabiduría, de la objetividad y la paz.

¿Qué sucede? 
El Padre sacia enteramente al hombre con su Amor Envolvente. Con esto, el hijo encuentra que todo lo que apreciaba hasta ahora es artificial, que son vanas aquellas
ilusiones con las que adornaba el «yo». Con su presencia,
pues, el Padre purifica al hijo, lo despoja y libera, destruye sus castillos en el aire, quema sus muñecos de paja y, como resto, emerge la verdadera realidad, en su pureza desnuda. 

Hemos entrado en el recinto de la sabiduría.
¿¡Quién eres tú y quién soy yo!? Tú eres mi Todo, yo soy tu nada. En mi nada, sin embargo, como hijo amado, lo tengo todo en tu amor gratuito. Ante el resplandor del rostro, la figura del «yo» se reduce a la nada, como las estrellas se apagan ante el brillo del sol.

Cuando aquí hablamos del «yo», nunca se trata de la realidad personal, menos todavía de la identidad personal.
La raíz de todas las desgracias es ésta: el hombre proyecta
ante sí mismo y para sí mismo la imagen de su realidad personal. Ella, sin embargo, es la sombra de la realidad.

Esta efigie se le transforma al hombre, a lo largo de su vida, en objeto de su adhesión y devoción. Las ansias de que me quieran, de ser el primero van vigorizando esa imagen («yo»). ¡Interesante!: los deseos engendran la imagen (igual que el aceite nutre el fuego) y la imagen engendra los deseos. Más todavía: el deseo de ser «adorado» engendra
el temor de no ser adorado. La mitad de la vida se desvive mucha gente luchando para erigir una estatua, y la otra mitad vive sufriendo por el temor de que se le caiga la estatua.

Apoyado en una filosofía y una psicología, el mundo occidental ha establecido una poderosa afirmación del «yo»
con alto sentido competitivo, organizando un verdadero culto
al «yo». Lo que importa es la imagen.

La instalación del «yo» en el centro de mi mundo personal
y del mundo universal ha levantado murallas de defensa y separación en torno mío. Si es mío, lo amarro a mi persona con una cadena. Se llama apropiación. Ahora, toda apropiación engendra diferencia, y así nace la gran ley de la oposición: lo que es «yo» (o mío) por una parte, y lo que no es «yo», por otra parte: dos mundos, si no antitéticos, por lo menos opuestos (no necesariamente contrapuestos): adhesión a lo uno y desinterés por lo otro.

Una fuerte experiencia de Dios parte por el medio el núcleo central del «yo». La Presencia Envolvente envuelve y asume al «yo», mejor, desvanece la adherencia a una imagen.

Al quedar asumido el hijo por el Padre, el «yo» de aquél deja de ser el centro. Con esto, el hijo suelta todas las apropiaciones y adherencias, y queda libre. Y partiendo de
la objetividad, comienza la transformación. No podíamos respirar por la angustia. No podíamos ver objetivamente por
las alucinaciones enfermas. Llega Dios, arranca las máscaras, desnuda al «yo» de los ropajes artificiales y, de repente, el hijo se siente puro, libre, vacío, transparente, respirando en paz, viendo todo con claridad.

La conciencia adhesiva al «yo» es completamente atraída
por el otro, como sacada de su quicio por la fuerza de la admiración y de la gratitud, y así se extrapola el centro de convergencia. Como efecto de esto, la atención y la intención, libres ya de amarras, son irresistiblemente arrastradas por un nuevo Centro de Gravedad.

Por este camino se establece una nueva situación: es anulada la diferencia entre el «yo» y lo otro (los otros) y nace el amor. Dios acaba por ser el Gran Indiferenciado (Amor), el que derriba las murallas de las diferencias y hace que el otro (y lo otro) sea para mí, por lo menos, tan importante como yo. Nació el amor.

Voy a redondear estos conceptos. Al ser arropado por el Padre y quedar pobre, el hijo amado, repito, lo suelta todo. De manera sincera, espontánea y total, el hijo se abandona
a sí mismo y todas sus cosas, queda libre de adherencias y ataduras e instalado en una paz inalterable que no es afectada por el vaivén de lo que sucede en su entorno. 

Desaparece la oposición entre el tú y el yo, haciendo que todos sean uno. El amor toma carne y figura. Ya no se abstracción sino concretez.

La Presencia Amante despierta, inspira y transforma todas
las potencialidades del hijo así como sus relaciones con sus hermanos, y el hijo, purificado por el despojo, comienza a experimentar el amor (emanado del Amor) con plena profundidad y luminosidad. De esta manera, la vida del hijo,
que ha sido «visitado», entra en un proceso irreversible de transparencia, adquiriendo un nuevo sentido y una nueva
fuerza.

Y la pobreza toma de la mano al hijo y lo conduce a la pureza. Las cosas, el mundo, los hermanos comienzan a
estar puros para el hijo: ya no están enturbiados con mi visión, perturbada por los intereses y las apropiaciones; comienzan —las cosas— a ser ellas mismas en la pureza original en las que Dios las soñó y creó, envueltas, también
ellas, en la sabiduría y el amor.

Y el hombre liberado queda también puro (sabio) para sí mismo. El Amor Envolvente arrastró consigo, como un torrente, los delirios, las locuras, las preocupaciones artificiales y pasiones inútiles que le enturbiaban la mirada y no le permitían ver el fondo de su realidad: todo se lo llevó el
torrente y lo sepultó en el mar. Todo quedó puro y transparente.

De esta manera, ahora se le hace patente al hijo su propia realidad y la acepta con paz. Con esto desaparece para siempre la agonía mental, que llaman angustia. Amaneció
la paz.

El hijo se mueve y combate en el mundo pero su morada
está en la paz. Naturalmente, como todos los humanos, él
desarrolla un amplio periplo de actividades pero su alma está definitivamente instalada en un fondo inmutable que da seguridad a su porvenir.

Todo esto no se consigue de un salto. Todo, en la vida, es lento y evolutivo y hay que aceptar esta lentitud. Una extraordinaria gratuidad infusa produce estos efectos de forma casi instantánea. Pero eso no es lo normal. Hay pasos, no saltos. No obstante, el hombre que tiene oración profunda y contemplativa irá caminando paso a paso pero indefectiblemente hacia la transfiguración descrita.

Más allá del tiempo y espacio
El contemplativo tiende a elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas y de los sucesos. De alguna manera tiende a situarse por encima del tiempo y del espacio, y en cierto sentido por encima de la ley de la contingencia, al menos de la contingencia de las situaciones y emergencias cotidianas, porque el contemplativo se halla anclado, como por participación, en la sustancia absoluta e inmutable de Dios.

Ciertamente, el adorador no escapa a la temporalidad y a las leyes del espacio. Pero, por esa unidad profunda con Dios, percibe un vislumbre experimental de la unidad que coordina los instantes sucesivos que forman la cadena del tiempo, y ese vislumbre le hace participar en algún grado de la intemporalidad del Eterno.

De esta manera el adorador llega a superar la angustia que no es sino efecto de las limitaciones del tiempo y del espacio, mejor, de la no aceptación de esas limitaciones.
Abandonado en Dios, el hijo no siente temor a la vejez ni a la muerte sino que, de alguna manera, participa de la eterna juventud de Dios. Por eso admiramos en muchos contemplativos la serenidad imperturbable de quien se halla
por encima de los vaivenes de la vida.

Todo comienza en un momento de alta consumación.
Para el contemplativo, El no está aquí en este momento. El
es la Presencia. No está conmigo. El es conmigo. Casi podríamos aventurarnos a decir: El «es» yo mismo. Todo está claro. El es una luz que penetra como el fuego. Incendia: no consume pero consuma.

No hay allá, acá, lejos, cerca. El lo ocupa todo, lo llena todo. Ante El todo se relativiza y pierde perfiles individuales.
Si ocupa todo, no existe el espacio, las medidas fueron
asumidas y absorbidas, sólo existe la inmensidad, mejor, sólo existe el Inmenso. Si El es conmigo y yo soy con El,
también yo soy «inmenso», mejor, hijo de la inmensidad.
Ayer, mañana, antes, después, siglos, milenios no significan
nada. ¿Quién definió el tiempo como el movimiento de las cosas? En el encuentro profundo no existe el movimiento.
Existe la quietud, la eternidad. El Señor mi Dios es el Ser, quieto y eterno, pero en sus profundidades lleva un dinamismo tal que, en los esplendores de la eternidad, como un universo en expansión, dinamizó y dio a luz esta colosal fábrica del universo que contemplan nuestros ojos.

¿Qué valen nuestros conceptos de diferencia, relatividad, distancia?
Ante el Absoluto todo es relativo: el tiempo no existe. No diré que El «ocupa» el tiempo sino que el tiempo ha sido consumado por la eternidad. El Señor es la Eternidad y yo soy hijo de la Eternidad.

Cuando se extinga la vida y la parábola biológica toque a su fin, el hijo (portador del esplendor eterno del Padre) sobrevive a la decadencia biológica, y, allá y entonces, se
colmarán todos los sueños con aquello que será la eternidad
para el hombre: la posesión simultánea y total de la Vida Interminable (Boecio).

Lo que le sucede aquí al adorador es un fugitivo vislumbre
de lo que será nuestra eternidad. En el encuentro profundo, cuando el hijo contemplativo es asumido por Aquel que es Inmensidad y Eternidad, al quedar todo relativizado, desaparece la diversidad, que es sustituida por la unidad.
Ya no hay oposición sino implicación. Y así, casi sin darse cuenta, el adorador entró en el reino del amor y de la fraternidad. En el Señor Dios Padre, las realidades (sobre todos los hombres) pierden la individualidad, no en sí mismas sino para mí. Nadie pierde la identidad pero desaparece la ley de la diferenciación u oposición y, en su lugar, nace la ley de la unidad o implicación (no fusión).

Dicho de otra manera: Cuando el contemplativo es fuertemente agarrado por el Padre, desaparece en el hijo el concepto (esta palabra es débil), la sensación de prójimo (él y yo diferenciados: yo aquí y él allí) y en Dios Padre, el
prójimo, lo otro y yo quedamos implicados, comprometidos.
No le costó nada a Francisco de Asís sentir ternura por el
leproso. Es que, para el Pobrecito, el leproso no tenía lepra:
a sus ojos (que en este momento eran los ojos de Dios) el leproso era una criatura pura saliendo de las manos del
Padre.

Al ser sustituida la ley de la diferenciación por la ley de la implicación, desaparecen las categorías (las cuales siempre
pertenecen a la ley de la diferenciación), ya no existe malo y bueno, bonito y • feo, amable y hosco, equilibrado y neurótico, repugnante y atrayente... Sólo queda la criatura
(sin categorías diferenciantes) hija del Padre, y yo (sin el «yo») sentiré ternura por lo demás y los demás como si todo fuera yo mismo.

Más todavía. Para el adorador todo es bueno, todo está bien. Este mundo que vivimos no podría ser más hermoso ni más perfecto. El mundo es transparencia y luminosidad:
En tu luz todo es luz (Salmo 35). Complacencia. Armonía. No hay enigmas. Todo está explicado. Cuanto más y mejor entiende el adorador, menos conceptos y sobre todo menos
palabras tiene. A estas alturas ni las preguntas tienen sentido. Los interrogantes parecen puras artificialidades. Todo es respuesta. Todo está correcto.

Esto ocurrió en el caso de Francisco de Asís: vivió la intuición de la unidad interna de todos los seres en Dios.
Y al sentir las estrellas, al fuego y al viento como «hermanos», Francisco tenía la experiencia cósmica en Dios, esa sensación que sobrepasa toda poesía y toda experiencia humana.

Los seres pierden el relieve individual que los diferencia y separa, y en Dios los «siento» como parte de mi ser, como «hermanos»; de esta manera el contemplador avanza hacia la unidad cósmica en Dios. Por eso afirmó en otra parte que el Cántico del Hermano Sol no es primordialmente poesía, sino una de las experiencias místicas más profundas.

Esta vivencia inmediata de Dios, va necesariamente acompañada de una sensación de plenitud que no admite términos de comparación. No hay en el mundo ninguna sensación que se le pueda parecer en densidad y júbilo. Por aquí se entiende que si el ángel, según declaró Francisco de Asís, hubiera dado un nuevo rasgueo en el arco del violín, él
hubiera muerto en el acto: escena-símbolo de denso significado que, en mi opinión, está en la misma línea de «no se puede ver la cara de Dios y seguir viviendo» (Ex 33,19-23); «estuve en el tercer cielo, si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé...» (2 Cor 12,2).

A esta vivencia inmediata de Dios se refiere Pablo VI cuando dice que «es el acto más alto y más pleno del espíritu» (discurso de clausura del concilio). Es aquí cuando se logran los tres altos privilegios de que nos habla Kazan tzaki: la omnipotencia sin poder, la embriaguez sin vino y la vida sin fin.

Todo el que tiene alguna experiencia de Dios, vive estas
intuiciones en forma embrionaria. Pero cuando el encuentro
se verifica en «alto voltaje», nacen nuevos mundos en el interior, despiertan energías desconocidas, que dan por
resultado ejemplares humanos de la magnificencia y madurez de un Francisco de Asís y tantos otros.

Gratuidad

Adorar no tiene utilidad, no da dividendos concretos. Más aún, el adorador en espíritu y verdad no se preocupa de tales utilidades. Si no comenzamos por aceptar esta «inutilidad» de Dios, nunca sabremos qué es adorar.

En el mundo occidental, la enfermedad se llama pragmatismo, y esta enfermedad, a la larga, conduce a la muerte. Debajo de todo, aun entre hombres de Iglesia, subyace la preocupación del para qué sirve. Frecuentemente nuestros criterios están contaminados por la preocupación inconsciente y omnipresente de la utilidad, y para dar luz verde a un proyecto, anteriormente lo hacemos pasar por este parámetro que, sin duda, es hijo camuflado del egoísmo y de la miopía.

En la adoración no existe ninguna finalidad, ni siquiera la de ser mejores. La adoración es eminentemente gratuita: ella consiste en celebrar por celebrar el Ser y el Amor porque
El se lo merece, porque El es asi, tan fuera de serie, que vale la pena que se sepa, que todo el mundo se entere, que todos lo reconozcan y se alegren con esa noticia, y que todos se sientan felices de que el Señor sea Dios. Si no se
comienza por aceptar profundamente esta «inutilidad» de la
adoración, caeremos progresivamente por los peldaños de la
frustración.

Como un cirio que se consume inútilmente (inútilmente porque ya tenemos luz eléctrica), el adorador vive también
inútilmente (por eso su vida es gratuidad), sólo para proclamar que Dios es grande. Es inútil que yo lo reconozca
o lo proclame; quiero decir, lo aclame yo o no lo aclame como grande, El, de todas formas, es Grande. Mi trabajo
es superíluo.

De esta manera, la mayor inutilidad se nos troca en la mayor utilidad, porque no hay cosa más transformante que la adoración gratuita. En el reino del adorador se desarman los juicios de valoración como andamiajes podridos; los movimientos egocéntricos pierden dirección e impulso; las leyes egoístas pierden vigencia como las costumbres obsoletas; al desaparecer el propietario se esfuman las propiedades y el hijo comienza a sentirse pobre, como que nada tiene teniéndolo todo; al tenerlo todo, desaparecen los deseos; al desaparecer los deseos, desaparecen los temores ya que el temor es un presentimiento de no alcanzar el deseo. Y, ¡oh paradoja!, por la gratuidad se llega a la plenitud.

Las cosas son así, independientemente de mi percepción.
Dios es así, sépalo yo o no. Aunque yo viva con ojos cerrados o de espaldas a la realidad, la realidad es así. Cuando el hombre acepta con facilidad y felicidad que El
sea así, cuando el hijo asume y reconoce la Mismidad Amante del Señor Dios, ese hombre es un adorador, y siente la sensación plena de libertad, se siente (¿cómo decir?) como liviano, ágil. Muerto o vivo, amargado o feliz, el Amor me cuida, me mira, me tiende la mano aunque yo no sienta en mi piel su caricia. Me dé cuenta o no, todo cuanto se extiende a mi vista es regalo del Padre y las cosas son hermosas.

Y aunque tenga que tragar saliva al decirlo, los golpes de la vida son cariños especiales del Padre. Aunque se subleven las iras y se encrespen los rencores en mi reino, pienso firmemente que la cosa más «deseable» es recibir golpes
cuando el hijo está «armado»: porque en este caso se avanza a alta velocidad hacia la liberación, quemando muchas etapas. Pero es la misma crueldad el que lluevan los
golpes cuando el hijo está indefenso. Mas el verdadero adorador siempre está «armado» porque acepta con paz la realidad.

De claridad en claridad (2 Cor 3,18)
Aun con peligro de repetir consejos ya señalados acá y allá, vamos a recoger aquí, en un solo haz, unas cuantas normas prácticas siguiendo las orientaciones de los maestros del espíritu.

— Al proponerse en la meditación un punto de reflexión, el alma no debe atarse a esta materia si en ella no encuentra provecho o devoción. Si el alma en algún paso o enfoque siente sabor, claridad o amor, debe detenerse todo el tiempo necesario. La primera norma-ley es dejarse llevar del Espíritu y no del plan preestablecido. La finalidad decisiva es la experiencia de Dios para transformar la vida a partir de esa experiencia.

— El principiante suele desplegar un gran entusiasmo para lograr y sentir la devoción. Pero fácilmente puede ocurrir que un entusiasmo agitado resulte contraproducente por su excesiva vehemencia. No se alcanza la devoción a brazo
partido. Por el contrario, estos forcejeos vehementes por sentir algo suelen secar el corazón y lo tornan inhábil para las visitas del Señor.

El alma deberá recordar que en este terreno no se dan aquellas leyes: a tales medios, tales resultados; puesta la
causa, se produce el efecto; a tal cantidad de acción (esfuerzo), tanta reacción. Estamos en otro mundo, con otras
leyes que trascienden las leyes naturales y operan en otras
órbitas.

Perseverancia sí, violencia no. Un entusiasmo vehemente por quemar etapas, por sentir sensaciones fuertes, puede echar por tierra todos los planes; lo que se consigue es el desgaste neurológico, fatiga nerviosa, frustración y desaliento.

— Lo difícil y necesario es conseguir al comienzo de la oración una temperatura interior en la que se integren dos elementos de contraste: un estado de entusiasmo y un estado de serenidad. Es necesario suscitar en el interior una
cierta tensión emocional por la proximidad de un Ser Querido, y porque esa relación yo-tú es energía, «movimiento» de las facultades. Pero esa tensión puede resultar fatal si no va acompañada simultáneamente de un estado de sosiego, paz y suavidad.

— No desanimarse cuando no se sienta en seguida aquella
devoción que se desea. Paciencia y perseverancia, repetimos, son las condiciones absolutamente indispensables para el que intenta ingresar en el castillo de la experiencia de Dios. Dios lleva la batuta. Nos corresponde llegar muchas veces y estar mucho tiempo a las puertas del castillo.

Si no se ha conseguido nada, estamos ante el escollo más peligroso de la navegación, que es el desencanto. Si se ha pasado todo el tiempo sin percibir nada, el alma no debe castigarse a sí misma fatigando inútilmente la cabeza.

En tal caso se aconseja que se tome un libro y se cambie por la lectura la oración; haciendo, eso sí, una lectura reposada, atentos siempre al Espíritu que en cualquier momento puede soplar.

— Cuando el alma sea por sorpresa visitada por el Señor en la oración o fuera de ella con una claridad e intensidad particulares, no debe dejar pasar la oportunidad sino acudir a la llamada. Así lo hacía Moisés. Así lo hacía Jesús: dejando a la gente, se retiraba para «estar» con el Padre, acudiendo a la cita (Mt 14,23; Me 6,46; Le 5,16). San Francisco, en sus correrías peregrinantes, cuando sentía una «visita» particular del Señor, enviaba a su compañero por delante y él se quedaba atrás caminando solo, atento a la llamada del Señor. Si esta «visita» lo sorprendía estando en un grupo de hermanos, envolvía su cabeza con el manto y así acudía a la cita del Señor.

— La meditación debe desembocar en la contemplación, como toda subida finaliza en la cumbre. Como dice san
Pedro de Alcántara: El que medita es como quien golpea el pedernal para sacar de allí alguna centella. Lograda la quietud, concentración o afecto, no hay sino que estar en
reposo y silencio con Dios; no con raciocinios, conceptos o
especulaciones sino con una simple mirada.

La meditación es el camino; la contemplación es la meta.
Alcanzado el fin, cesan los medios. Tocado el puerto, cesa la navegación. Terminada la peregrinación, cesan la fe y la
esperanza que son como el viento que conduce la nave al
Puerto. Una vez que, a través de la meditación, el alma ha
llegado al «reposo sabático», debe abandonar los remos y
dejarse llevar por las olas de la admiración, asombro, júbilo,
alabanza, adoración.



MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo IV
Adorar y contemplar:
2. Encuentro profundo



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