jueves, 27 de abril de 2017

FORTALEZA EN LA INTIMIDAD

En las circunstancias en las que se encuentra con la anunciación, cualquier mujer se hubiera dejado llevar por un arrebato emocional.

Millones de mujeres en Israel, desde Abraham —sobre todo desde los días de la realeza— hasta María, habían alimentado un sueño dorado: ser madre del Mesías.

Más aún: se respiraba en Israel una especie de leyenda
popular, según la cual toda mujer que daba a luz entraba a participar indirectamente de la gloria del futuro Mesías. Es decir, cualquier madre de Israel compartía, aun cuando fuese a la distancia de siglos, la maternidad del Mesías.

Como consecuencia de este mito popular había surgido en Israel una desestimación completa por la virginidad y gran temor por la esterilidad, porque ambas impedían a las mujeres entrar en la gloria mesiánica. La mayor frustración para una mujer era quedar soltera, y la mayor humillación la esterilidad. La vergüenza de tantas estériles en la Biblia (Sara, Ana, Isabel...), las lágrimas de la hija de Jefté «llorando su virginidad en las montañas de Israel» (Jue 11, 38) son un eco de aquella leyenda popular.

Pues bien, en este momento se le anuncia a María que aquel sueño fantástico alimentado por tantas mujeres de Israel iba a realizarse precisamente en ella. Y que, además, se iba a consumar de una manera prodigiosa, con una intervención excepcional del mismo Dios.

María, mujer reflexiva e informada, tomó conciencia del
alcance de lo que se le comunicaba.

Una mujer, si no tiene una madurez excepcional, normalmente se siente incapaz de controlar tan sensacionales noticias, la traicionaron los nervios, se quiebra por la emoción, se desahoga, llora, cuenta, se derrama. Si María es capaz de quedar en silencio, sin comunicar nada a
nadie, cargando por completo el peso de tan enorme secreto, significa que estamos ante una real señora de si
misma.

Ahora bien: ¿cuál podría ser, fuera de la Gracia, la explicación psicológica de esta fortaleza interior de la Madre?

En primer lugar, María era una mujer contemplativa, y todo contemplador posee una gran madurez. El contemplador es un ser salido de sí mismo. Un contemplador es exactamente un alma admirada, emocionada y agradecida. Tiene una gran capacidad de asombro.

El contemplador es una persona seducida y arrebatada por Alguien. Por eso, el que contempla nunca está «consigo», siempre está en éxodo, en estado de salida, vuelto hacia el Otro. En el contemplador vive siempre un Tú, un Otro.

Ahora bien: en psiquatría, la capacidad de asombrarse y el narcisismo están en proporción inversa. Si el contemplador está siempre salido hacia el Otro, sin ninguna referencia a sí mismo, no tiene ninguna dosis de narcisismo. En el ser que no tiene ningún grado de narcisismo, no hay infantilismo —infantilismo y narcisismo se identifican—, tiene plena madurez, sus reacciones están marcadas por la objetividad y la sabiduría. Ni se exaltará por los triunfos ni se deprimirá por los reveses.

No será dominado sino que será señor de sí mismo.

María, por ser una auténtica contempladora, tiene esa fortaleza interior. Basta analizar el Magníficat. Toda María es un arpa vibrante, dirigida al Señor. En este himno, la Madre no tiene ningún punto de referencia a sí misma. Sólo incidentalmente se acuerda de sí misma, y esa vez para declarar que ella es «poca cosa».

El canto de María está en la misma línea, asombrada y contemplativa, del salmo 8: Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! Y también en las mismas armónicas de Pablo: « ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son tus pensamientos, qué indescifrables tus
caminos! » El Magníficat se resume en esto: «Isabel, ¡qué Magnífico es nuestro Dios! »

A una mujer asombrada, como María, no le importan ni le mueven «sus» cosas, sino las de su Dios. Vive desligada de sus intereses. Su mundo interior no puede ser tocado ni sacudido por las noticias referentes a ella.

Está más allá y por encima de las fluctuaciones emocionales. No le deprimen las adversidades, no se exalta por las buenas noticias. De ahí la inconmovible estabilidad anímica de María.



EL SILENCIO DE MARÍA
Ignacio Larrañaga
Editorial San Pablo
Capitulo III
Silencio:
2. El drama de un silencio:
Fortaleza en la intimidad


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