jueves, 27 de abril de 2017

SILENCIO Y PRESENCIA

Lo que hemos dicho hasta ahora es, de algún modo, contemplación. En mi opinión, todo verdadero encuentro (adoración) es contemplación, y mucho más el encuentro
profundo.

La vida es coherente y unitaria. No podemos tomar el bisturí para decir: Hasta aquí llega el campo de la meditación; aquí está la línea divisoria entre la oración discursiva y la contemplación. En las cosas de la vida no hay elementos
químicamente puros: todo está entrecruzado y mutuamente
comprometido. En toda meditación puede haber buenas dosis de contemplación y viceversa. Nosotros, sin embargo,
aquí queremos hablar (aun con peligro de caer en reiteraciones) de la contemplación propiamente tal, de la contemplación adquirida.

En cuanto a la contemplación infusa, el Señor la da cuando,
como y a quien quiere. Para tenerla, el cristiano no puede hacer nada: este don no se merece, no se exige, no se pide —me parece—. Es gratuidad absoluta y extraordinaria.

Ya hemos dicho en este libro que, normalmente, al principio
Dios deja que el alma se busque sus propios medios y apoyos, no existiendo instrumentos adecuados para discernir
cuándo una operación espiritual es obra de la gracia y cuándo es obra de la naturaleza. Más tarde, el Señor mismo
irrumpe progresivamente en el escenario, invalida las
técnicas humanas, arrebata la iniciativa sometiendo al alma
a una actitud pasiva, toma posesión completa del castillo
donde se rinden sus huestes v el castillo es transformado en mansión del altísimo. Pero esto es ya completamente obra de la gracia.

A lo largo de este libro hemos ido señalando métodos y veredas, por los que guiamos al alma al encuentro con el Señor. Sabemos que todo es obra de la gracia, y, con estos métodos, no queremos desconocer ni desvirtuar la acción de la gratuidad. Con estas ayudas que entregamos, simplemente preparamos un recipiente (¿una cuna?) al misterio, damos una respuesta positiva a la gracia, y buscamos verdaderamente el rostro del Señor.

En silencio y soledad

Desde largas eternidades Dios era silencio. Pero en el seno de ese silencio se gestaba la comunicación más entrañable
y fecunda. En esa interioridad se desarrollaban, como en una órbita circular y cerradas, las relaciones intratrinitarias, unas relaciones mutuas de atracción, conocimiento y simpatía, del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

Como hemos dicho, no hay diálogo más comunicativo que aquel en que no hay palabras, o las palabras han sido desplazadas por el silencio. Los contempladores constatan
admirablemente ese hecho: en la medida en que el alma va
elevando y profundizando sus relaciones con Dios, van desapareciendo primeramente las palabras exteriores, y después las palabras interiores. Finalmente, desaparece todo diálogo. Y nunca hay comunicación tan densa como en este momento en que no se dice nada.

El universo también fue silencio a lo largo de millares de siglos. No había abajo ni arriba, no había límites ni contornos. Todo era un silencio informe (Gen 1,2).

En medio de este silencio cósmico resonó la Palabra y brotó el universo. La Palabra fue, pues, fecunda. Pero el silencio también fue fecundo.

Todo artista, científico o pensador necesita desplegar en su interior un gran silencio para poder generar percepciones,
ideas e intuiciones.

La vida crece silenciosamente en el oscuro seno de la tierra y en el silencioso seno de la madre. La primavera es una inmensa explosión, pero una explosión silenciosa.

«La primavera ha venido.
Nadie sabe cómo ha sido» 
(A. Machado).

Los grandes movimientos de la historia se han gestado en el cerebro de los grandes silenciosos.

Los hombres más profundos y dinámicos de la historia son los que han sido capaces de sostener cara a cara el combate con el silencio y la soledad, sin quebrarse. Así, Elias, en mi opinión, el «mal del siglo» es el aburrimiento, el cual se origina en la incapacidad del hombre de estar a solas consigo mismo. El hombre de la era atómica no soporta la soledad y el silencio. Y, para combatirlos, echa mano de un cigarrillo, de un transistor o de un televisor.

Para evadirse del silencio, el hombre se echa ciegamente
en brazos de la dispersión, distracción y diversión. Como
efecto de esto, se produce en el interior del hombre la desintegración. Y ésta acaba por engendrar la sensación de soledad, desasosiego, tristeza y angustia. He ahí la tragedia del hombre actual.

Sin duda que el cultivo, por tiempos, del silencio, de la soledad y de la misma contemplación es ahora más necesario que nunca religiosa y psicológicamente. Los grandes pensadores actuales que analizan nuestra sociedad se extrañan de cómo no se vuelven locos más hombres, y agregan que los complejos y numerosos mecanismos, como los de evasión, compensación, sublimación y alienación, impiden que esto ocurra.

Y todo eso sucede, porque la" interioridad del hombre es asaltada y abatida por la velocidad, el ruido y el frenesí; el hombre mismo es, a un tiempo, víctima y verdugo de sí mismo, y acaba por sentirse inseguro e infeliz.

Existe un silencio estéril. 

Es cuando el hombre se repliega sobre sí mismo para escaparse de la comunicación con los demás, comunicación que no siempre es agradable. Este es el silencio de los muertos.

Hemos hablado de una zona de silencio y soledad que radica en la constitución misma del hombre. Pero el dinamismo de ese silencio no impulsa al hombre a esconderse, sino a abrirse al diálogo con Dios. Y como este diálogo es amor, y el amor es expansivo, abre al hombre al diálogo con los hermanos. Si no se producen esta trayectoria y estos resultados, estaríamos ante el silencio alienante. 

Dice Pablo VI:
«La fe y la esperanza, y el amor de Dios, así como también el amor fraterno, implican como exigencia propia una necesidad de silencio» (ET 45).

La Palabra va siempre envuelta en el silencio. Es su recipiente natural para poder ser fecunda. Sólo en el silencio
se puede escuchar a Dios.

«La búsqueda de la intimidad con Dios lleva consigo la necesidad verdaderamente vital de un silencio de todo el ser, ya sea para quienes deben encontrar a Dios incluso en medio del estruendo, va sea para los contemplativos» (ET 46).

Los momentos del avance del Reino, así como las grandes
revelaciones a lo largo de la historia de la salvación, se han dado en medio del silencio. Es una ley constante de la Escritura: «Un profundo silencio lo envolvía todo, y la noche
avanzaba en medio de su carrera, cuando tu Omnipotente
Palabra bajó desde los altos cielos al medio de la tierra, como un guerrero invencible» (Sab 18,14-15).

Contemplación y combate

La Biblia nos presenta a Moisés como un contemplador de relieve extraordinario. Sus relaciones con Dios se desarrollan en un clima de inmediatez, en un mano a mano y cara a cara con el Señor, no exento de cierta suspensión dramática que siempre produce la proximidad de Dios.

Toda la grandeza humana y profética de Moisés, la sintetiza
el Éxodo con las siguientes palabras: «Dios hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (Ex 33,11).

En los días de Moisés la experiencia contempladora alcanzó una de sus más altas cumbres, y Dios se prodigó en manifestaciones y teofanías de una fuerza rotunda y primitiva. Moisés ha sido moldeado directamente en el troquel de Dios, en esos largos días y noches dentro de la nube, envuelto por el silencio y la soledad, frente a frente con Dios, en la cumbre del monte. Moisés es una obra de arte del mismo Dios. Es ardiente como el fuego y suave como la brisa («extraordinariamente manso»: Núm 12,3).

Fue militar, político y contemplativo. Al mirar su envergadura
humana, llegamos a la conclusión de que todo contemplativo, cuando se deje «tomar» por la proximidad arrebatadora de Dios, se transformará en una figura cincelada por la fuerza, la pureza y el fuego.

El siervo de Dios armonizó el temple de un libertador político con las exigencias de una vida escondida en Dios. Alternó las batallas con Dios en la cumbre de la montaña, y las batallas con los hombres en el valle bajo.

Las leyes del silencio y de la soledad para los encuentros
con Dios adquieren relieves extraordinarios en su caso. Siempre que Dios quiere hablar con Moisés, lo llama a la cumbre de la montaña (Ex 19,3; 19,20; 24,1). En los años de la travesía del Sinaí, nunca hablaron Moisés y Dios, como no fuera en la cumbre de la montaña.

Hay momentos en que las expresiones «subir a Dios» y «subir a la montaña» son expresiones sinónimas, como en
el Éxodo (Ex 24,12).

Y, aun cuando Moisés está ya en la cumbre, Dios exige la soledad absoluta. Y así, en las primeras rampas de la montaña, manda colocar meticulosamente un cerco que no lo puede rebasar nadie, ya que «quien tocare la montaña,
morirá» (Ex 19,12).

Es una soledad-silencio tan exigente, que aun cuando Moisés se hace acompañar a veces de Aarón y los Ancianos, sin embargo, ellos tienen que quedarse lejos cuando Moisés entra en el diálogo con Dios (Ex 24,2).

El Sinaí, el monte mismo, es un signo fulgurante del silencio-soledad: una altura de 2.285 metros, un sol que calcina, arena, rocas, viento, soledad y, como único vestigio viviente, las águilas.

Aquí desaparece el maquillaje de los falsos rostros, las falsas seguridades se las lleva el viento, y el hombre vuelve
a encontrarse, desnudo de atavíos y de apoyos, entre las
manos de Dios.

Y cuando Moisés se ha asegurado de que la soledad es
completa en torno a él, no todo termina aquí. Dios hace que un silencio cósmico invada, envuelva y arrebate al contemplador.

El símbolo de este silencio es la nube que cubría a Moisés cuando hablaba con Dios. Pero aquí hay un tremendo misterio: Dios toma la forma de nube, y el símbolo del aislamiento o soledad es la nube. He aquí, pues, que parece haber una relación identificante entre Dios-Nube-Silencio.

«Moisés subió a la montaña, y la nube cubrió la montaña.

La gloria de Dios parecía a los hijos de Israel como un fuego devorador sobre Ja cumbre de la montaña. Moisés penetró dentro de la nube, quedando allí cuarenta días y cuarenta noches» (Ex 24,15-18).

¿Qué pasó en esos cuarenta días y cuarenta noches en el interior de la nube, en la cumbre de la montaña? Es uno de los grandes misterios de la historia humana.

Sólo sabemos que, cuando Moisés salió de allí y bajó a la planicie, los hebreos no podían soportar la luz deslumbradora que irradiaba el rostro de Moisés. Y éste tenía que ponerse un velo para que los hebreos pudieran mirarlo y escucharlo. Y cuando entraba en la nube para hablar con Dios, entonces se quitaba el velo.

«Los hijos de Israel veían el rostro radiante de Moisés, y Moisés volvía a cubrir su rostro con el velo, hasta que entraba de nuevo a hablar con Dios» (Ex 34,28-35).

Indudablemente toda esta simbología está preñada de hondo significado, del que solamente vislumbramos algo,
pero casi todo su contenido se nos escapa. En medio de
tantas imágenes, símbolos y teofanías se destaca una lección sensacional: Moisés, el hombre más «comprometido» entre los profetas, gran libertador y gran revolucionario, fue un hombre que cultivó, como muy pocos, el silencio y la soledad.

Llama de fuego

Otro de los hombres que alterna el fragor de las batallas
con la soledad en Dios es el profeta Elias. No es un profeta-escritor sino un profeta de acción, por eso mismo llaman más la atención sus largos períodos de soledad. Elias surge por sorpresa, «como una llama», en el escenario de la historia de Israel. Dios lo separa de su medio ambiente y lo conduce a una torrentera para transformarlo en un «hombre
de Dios».

«Y dirigió Dios su palabra a Elias, diciéndole: Márchate de aquí, dirígete hacia el oriente y escóndete junto al torrente de Querit, que está frente al Jordán. Beberás el agua del torrente y yo mandaré a los cuervos que te den de comer allí. Y los cuervos le llevaban por la mañana pan y por la tarde carne y bebía del agua del torrente» (1 Re 17,2-7).

Y a lo largo de su vida, Dios lo mantiene marginado de la sociedad, por su consagración. No tiene morada fija. Anda errante como el viento, impulsado y dirigido por Dios mismo. Su morada es la soledad.

El profeta se abandona más y más a la voluntad de Dios. Este abandono le hará interiorizarse progresivamente en las más secretas y profundas intimidades de Dios. Hizo la peregrinación durante cuarenta días y cuarenta noches hasta la cumbre del monte Horeb. Y allá arriba primero dentro de la gruta, y después fuera de ella, Dios desplegó ante los ojos asombrados del profeta toda su gloria y esplendor (1 Re 19,8-19). El misterio de esa teofanía siempre quedará oculto e inaccesible para nosotros. En Sarepta, cuando restituye la vida al niño, lo sentimos lleno de ternura, intimidad y confianza para con Dios.

«Oh Yavé, Dios mío, ¿vas a afligir a la viuda en cuya casa me he hospedado, matando a su hijo? Tendióse tres veces sobre el niño, invocando cada vez a Dios y diciéndole: Oh Dios mío. Te suplico humildemente que vuelva el alma de este niño... La viuda dijo a Elias: Ahora veo que eres un hombre de Dios v que por tu boca habla Dios» (1 Re 17,20-2-4).

Cuando aparece en público, Elias es un hombre envuelto
en llamas. Siempre vive atento a la voz de Dios, según su grito de guerra: «¡Vive el Señor, en cuya presencia permanezco!» (1 Re 17,1). Lo único que le preocupa son los
intereses y la gloria de Dios. Por eso la potencia de Dios
resplandecerá en sus gestos y en sus palabras.

Parece un vigía que está esperando la orden, y cuando Dios se le presenta con su habitual «¡Levántate!», allá va Elias a toda prisa para cumplir su arriesgada misión, para anunciar el castigo al rey, para reunir al pueblo en la cumbre del Carmelo, para hacer bajar fuego del cielo sobre las tropas de asalto de Ocozías, para desenmascarar a los poderosos o para pasar a espada a los adoradores de Baal.

La soledad lo templó para las empresas más audaces. Es
una vida alternada: se oculta en Dios y resplandece ante los
hombres.

La travesía del Verbo

El «paso» de Jesús por el mundo es la odisea, el gran «tour» del silencio, en su sentido más profundo y emocionante.
Su primera etapa, la Encarnación, es la gran zambullida en las aguas de la experiencia humana. Ese es el significado de aquel intraducibie «ekenosen» (Flp 2,7); se anonadó, descendió hasta las profundidades más remotas del anonimato, de la humildad y del silencio, hasta los últimos límites del hombre.

Descendió al humilde seno de una virgen silenciosa. En el silencio de una «noche de paz» hizo su entrada en la historia, escoltado por pastores, sobre el trono de un pesebre. En la noche de Belén, el silencio escaló su cima
más alta.

En los días de la vida de Jesús, la Palabra del Padre estuvo retenida y atrapada entre los pliegues del silencio.
Mientras vivió, ¿cuántos supieron que Jesús era Hijo de
Dios? Impresiona también el silencio de la presencia real de
Jesús en la Eucaristía. Allá no hay ningún signo de vida, ningún signo de presencia; allá nada se oye, nada se ve;
contra todas las evidencias sólo queda el silencio irreductible.

Sólo la fe nos libra de la perplejidad.

El silencio cubrió, con su velo reverente, la totalidad del misterio de Jesús en esos largos años de Nazaret. El nuevo nombre del silencio es Nazaret.

Jesús realizará una carrera vertiginosa, desde el bautismo
hasta la cruz. Pero antes, en esos interminables años de silencio, ¡qué tranquila espera!, ¡qué larga inmovilidad!
A Jesús lo vemos impaciente: «He venido a prender fuego
sobre la tierra, y ¡qué impaciente me siento mientras esto no suceda!» (Le 12,49). Pero, en esos largos años que precedieron a la evangelización, ¡cuánta paciencia! ¡Cuánto
silencio!

Meditación y contemplación

La contemplación no es un discurso teológico en el que se teje una brillante combinación con imágenes de Dios, manejando premisas y sacando conclusiones. Tampoco se trata de una reflexión exegética por la que alcanzamos el sentido exacto de lo que el escritor sagrado quiso decir, pero sin penetrar en la experiencia que el autor vivió.

Unas comparaciones nos darán luz.

Un botánico toma una flor. Coge el bisturí, divide la flor en varias partes, las deposita ordenadamente sobre la mesa de un laboratorio, toma el microscopio y estudia la flor. En resumen, entiende la flor dividiéndola, a través de un instrumento (él mismo está lejos de la flor). Entiende analíticamente.

Un poeta, por el contrario, no toma la flor: es tomado por la flor. «Entiende» la flor, salido de sí mismo, maravillado,
agradecido y casi identificado con la flor, no por partes sino globalmente. La entiende posesivamente. Estos conceptos
quedan sintetizados en la exclamación del poeta:
¡Qué linda flor!

Un meditador (o teólogo) primeramente toma, no a Dios
mismo sino los conceptos sobre Dios. Luego distingue esos
conceptos y los divide; los ordena y combina; saca las conclusiones y las aplica a la vida. Entiende mediante el instrumento de la inteligencia, pudiendo decirse que él está
«lejos» de Dios mismo ya que no hay contacto de persona
a persona. Entiende analíticamente.

Un contemplativo no toma a Dios, es tomado por El. Es un hombre eminentemente seducido y arrebatado. «Entiende» a Dios, maravillado y agradecido, identificado con El, de persona a persona, adhesivamente, experimentalmente,
confusamente, en una acción totalizante. Entiende posesivamente.

El contemplativo no es, pues, ante todo, un espectador sino un admirador. En su entender (verbo activo) hay elementos
pasivos: admiración, gratitud, emoción. Por consiguiente, la contemplación está en las mismas «armónicas» que la admiración. Se trata de aquella suspensión llena de asombro que experimentaba Pablo cuando decía: «¡Oh profundidad
de la riqueza, de la sabiduría y ciencia de Dios!

¡Qué insondables son sus pensamientos, qué indescifrables
sus caminos!» (Rom 11,33). Me atrevería a decir que, en
cierto sentido, la capacidad contemplativa de una persona
es proporcional a su capacidad de asombro. Por eso nunca
el contemplativo está consigo o vuelto hacia sí. Está siempre
en éxodo, en movimiento de salida y proyección hacia el Otro, completamente «ex-tasiado» y arrebatado por el
Otro.

Como se sabe, la capacidad de asombro y el narcisismo
están en proporción inversa. Narcisismo e infantilismo son
una misma cosa, así como la madurez y el narcisismo están
en los polos opuestos. En nosotros, la adhesión desordenada a nosotros mismos provoca las reacciones de euforia o de depresión, desequilibrando la estabilidad emocional.

En la contemplación no hay ningún punto de referencia a sí mismo. No le importan al contemplador las cosas que se refieren a sí mismo; sólo le causan impacto las cosas que
hacen referencia al Otro. No se exalta por los triunfos ni se deprime por los fracasos. Por eso, a los grandes contemplativos los vemos llenos de madurez y grandeza, con una inalterable presencia de ánimo, con la característica serenidad de quien está instalado en una órbita de paz por encima de los vaivenes, turbulencias y mezquindades del cotidiano vivir.

El meditador es expresivo y elocuente. En su interior bulle una actividad de colmena, en un perpetuo ir y venir, saltando sin cesar de las premisas a las conclusiones, de las inducciones a las deducciones. La cabeza del meditador está poblada de conceptos que incansablemente analiza y descifra, distingue y divide, explica y aplica.

El contemplativo, en cambio, está sumergido en el silencio.
En su interior no hay diálogo pero sí una corriente cálida y palpitante, aunque latente, de comunicación. Es el silencio poblado de asombro y presencia que sentía el salmista cuando decía: «Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu nombre en toda la tierra» (Sal 8).

No afirma nada. Nada explica. No entiende ni pretende
entender. Llegó al puerto, soltó los remos y entró en el
descanso sabático. Está en la posesión colmada en que los
deseos y las palabras callaron para siempre. Ahora la unión
se consuma de ser a ser (no se necesita la expresión como
vehículo intermediario), de dentro a dentro, de misterio a
misterio.

Al contemplativo le basta estar «a los pies» del Otro sin saber y sin querer saber nada, sólo mirar y saber que es
mirado, como en un sereno atardecer en que se colman completamente las expectativas, donde todo parece una eternidad quieta y plena. Podríamos decir que el contemplativo está mudo, embriagado, identificado, envuelto y compenetrado por la presencia, como dice fray Juan de la Cruz:

«Quédeme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo, y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.»

El contemplativo podría entender, incluso mejor que el
teólogo, el misterio profundo de Dios, de Jesús, de la Vida
Eterna; sin embargo, no podría expresar esas experiencias
y, posiblemente, podría no tener conciencia directa de lo que «entiende». Y esto, porque su vivencia es demasiado plena, demasiado profunda y no hay capacidad de conceptualizarla.

Resumiendo, la meditación es analítica, conceptual, impersonal, inductiva, diferencial, selectiva y esquemática.
La contemplación, en cambio, es intuitiva, integradora,
subjetiva, sintética, totalizadora, afectiva y unificante.

No obstante, como dijimos arriba, en la vida todo está
mezclado.

Adhesión

El Concilio afirma que el hombre ha nacido para seguir
viviendo más allá de la muerte. Añade que su destino final
está en la contemplación eterna del misterio inagotable de
Dios. Y concluye el documento dándonos esta espléndida
definición de la contemplación:
«Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina» (GS 18).

No se podría decir mejor. Es interesante señalar que cuando
el Concilio se refiere a la contemplación, casi siempre lo hace con la palabra adherir, palabra donde van envueltos
y compenetrados el conocimiento, el amor, la admiración,
el compromiso, la entrega y la vida.

También, tal como hemos señalado arriba, el instrumento
de la contemplación no es la inteligencia discursiva ella sola.
Es todo el ser, integradamente, que participa en la contemplación unificante, «con la total plenitud de su ser».

La contemplación, tal como estamos aquí explicando, se
aproximaría al contenido que la palabra conocer tiene en la
Biblia.

Efectivamente, en la Biblia, conocer desborda el saber humano y expresa una relación existencial. Conocer algo es
tener experiencia concreta de ello. Allí se conoce el sufrimiento (Is 53,3), el bien y el mal (Gen 2,9): es un compromiso real con profundas consecuencias.

Conocer a alguien es entrar en relaciones personales con
él. Estas relaciones pueden adoptar muchas formas y comportar muchos grados. De todas formas, en la Biblia, conocer (así como contemplar) es entrar en una gran corriente de vida que brotó del corazón de Dios y vuelve a aterrizar allá.

Llama la atención la insistencia con que Pablo VI requiere
la contemplación en el discurso de clausura conciliar. ¡Y con qué precisión y en qué múltiples formas habla de ella!

En el discurso de clausura nos habla primeramente de la
«relación directa con el Dios vivo»; ¡precisa y preciosa definición de la contemplación! Luego se pregunta si «hemos buscado su conocimiento y amor»; ¡otra manera muy propia para referirse al acto y actitud de la contemplación! Más tarde se pregunta el Santo Padre si habremos avanzado en el misterio de Dios con las sesiones conciliares, y luego, por fin, elevando el tono y la emoción, viene a resumir el objetivo
final del Concilio proclamando ante el mundo entero «... que Dios existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que es infinitamente bueno, nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad; de tal manera que el esfuerzo de clavar en El la mirada y el corazón que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana.»

El objeto de la contemplación no es una idea, ni siquiera la verdad, sino que es Alguien; un Alguien que es, a su vez, fuente original y meta final de nuestros destinos y de nuestras vidas.

Elevar hacia arriba todas las energías humanas y adherirlas
a Dios es el acto más sublime del espíritu humano. Y ese acto recapitula y pone el orden exacto de prioridades en
los valores y actividades humanas.

Abundando en los mismos conceptos, el Concilio hace otro
serio intento de descifrar la naturaleza de la contemplación,
en su forma dinámica. Hablando de cómo deben integrarse
la actividad y la oración, dice que «es menester que los
religiosos junten a la acción la contemplación por la que se
adhieren a Dios con la mente y el corazón...».

Noticia general, confusa y amorosa

En la medida en que el cristiano va subiendo la pendiente
de la contemplación, el Dios que es objeto de esa contemplación va evaporándose progresivamente. Me explicaré: como en una noche de decantamiento, ese Dios va perdiendo paso a paso formas, imágenes y representación hasta desvanecerse y reducirse a la esencia pura. Nunca, sin embargo, ese Dios es tanto concreción, transformación, fuerza, universalidad y acción como en este momento en que se redujo a la pureza esencial, en la fe.

Sí. Para la contemplación pura también Dios tiene que
silenciarse, despojándose de los variados ropajes con los que nuestra fantasía lo reviste. Esto es, este Dios tiene que ir empobreciéndose. Al contemplativo no le interesan los «vestidos» de Dios, le interesa El mismo, en sí mismo, no la
figura sino la Sustancia, no Dios-Palabra sino Dios-Silencio,
aunque nunca el Señor es tan Palabra, tan Sustancia como en este momento de silencio.

Cuando dos silencios se entrecruzan hasta consumirse,
estallan en una gran explosión. Las palabras llevan conceptos y los conceptos llevan «partecitas» de Dios. Pero sólo el silencio puede abarcar a Aquel que es y está por encima de los conceptos y palabras.

Para saber que hemos entrado en tierra de contemplación,
fray Juan de la Cruz nos ofrece las siguientes señales:

— gustar estarse a solas con atención amorosa a Dios.
— estar solo con advertencia amorosa y sosegada.
— dejar estar al alma en sosiego y quietud, aunque le parezca estar perdiendo el tiempo.
— en paz interior, quietud y descanso.
— dejar libre al alma, desembarazada y descansada de
todo discurso mental, sin preocuparse de pensar o meditar.
— sin particular consideración, sin actos y ejercicios de las potencias, al menos discursivos, que es ir y venir de uno a otro lado.
— evitar eficacias y preocupaciones que inquietan y distraen al alma de la sosegada quietud.
— sólo atención y noticia general, si bien amorosa, sin entender sobre qué (I Noche 10,4; II Subida 13,4).

Todas estas características las resume fray Juan en estas
tres notas: noticia general, confusa y amorosa.

Dice noticia general porque se trata de una atención extensiva o difusa. Esto es, la atención no se concentra de manera convergente en un aspecto concreto sino que se extiende o se difunde sobre el objeto general: Dios.
Cuando uno contempla un paisaje, no se centra su mirada
sobre la copa de un álamo o sobre una cumbre pelada, sino
que la mirada se extiende difusamente sobre la amplitud del
horizonte. Se llama «mirar al infinito». De manera análoga
la mirada de la contemplación es difusa, extensiva o general.

Dice noticia confusa en contraposición de analítica. Todo
lo analítico es claro porque en el análisis hay división, y donde hay división hay claridad. Si se quiere «vencer» (conquistar) una verdad, hay que comenzar por dividirla: divide y vencerás.

La noticia contemplativa es, pues, confusa porque no es analítica. Es también confusa porque la actividad contemplativa no es intelectual sino vivencia y lo vivencial se identifica tan sustantivamente con mi propia persona que faltan distancia y perspectiva para medir y ponderar lo vivido; por eso no se puede conceptualizar, porque la experiencia es, de por sí, densa y plena y está demasiado cerca.

Sin embargo, aunque confusa, no existe en la mente humana noticia que infunda tanta certidumbre y proyecte tanta claridad como la noticia de la contemplación.

El contemplativo vuela por encima de las cumbres teológicas
y de las claridades exegéticas; y cuanto más se sumerge en los abismos, más perdido y encontrado se halla; cuanto más densas oscuridades, tanto mayores claridades percibe, con la mente paralizada y sin movimientos acrobáticos, no entendiendo sino poseyendo la ciencia y la divina esencia; cuanto más sabio, más mudo, remontando y cruzando con su vuelo las alturas más verticales de todas las ciencias. 

¡Qué bien lo dice fray Juan de la Cruz!:

«Éntreme donde no supe
y quédeme no sabiendo,
toda sciencia trascendiendo.

Estaba tan embebido,
tan absorto y enajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda sciencia trascendiendo.

Cuanto más alto se sube
tanto menos se entendía,
que es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía.

Por eso quien lo sabía
queda siempre no entendiendo,
toda sciencia trascendiendo.»

Dice noticia amorosa, es decir, emocional. La proximidad de la persona amada produce siempre suspenso y emoción.
El del contemplador es un encuentro de persona a persona.
Por eso hay una suerte de posesividad, y se enciende el
corazón, y se establece una corriente circular y alternada de
dar y recibir, abrirse y acoger.

Y cuando el contemplador se siente infinitamente amado por el Padre, todas las estabilidades se vienen al suelo. ¡Oh!, no hay en el mundo vino que embriague tanto, ni fuego que
penetre y transfigure tanto, ni ríos que lleven tanta alegría,
ni mares que retengan tanta consolación, ni jardines que perfumen ni melodías que enajenen, como lo experimentó aquel descubridor de los principios de la hidrostática, Pascal, el lunes 23 de noviembre de 1654. 

Otra vez fray Juan de la Cruz:

«Oh lámpara de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto, a su querido.»

Con la total plenitud

Como dijimos, Dios nos ha predestinado para «adherirnos
a El con la total plenitud de nuestro ser» (GS 18).

Plenitud es la experiencia de la integración interior. Cuando
la atención (conciencia) penetra todos los departamentos del edificio humano, podemos decir que la persona está integrada.

Lo que está desintegrado nunca está pleno. Cuando el
cristiano hace oración (trata de hacer) en estado disperso,
siempre acaba por sentirse frustrado, justamente porque no
hizo (ni puede hacer) oración, en ese estado.

Siempre nos sale al paso el mismo enemigo: la dispersión.
Ella origina un estado conflictivo: los criterios contra los impulsos, los comportamientos contra los juicios de valoración.

Donde hay conflicto no hay paz; donde no hay paz no «está» Dios.

¿Cómo integrar? 
Por un lado no hay fuerza tan integradora como Dios mismo. En su comparación, nada valen las terapias integradoras. El profundo misterio del Señor Dios se extiende en abanico en todo el ámbito de la persona, atraviesa y purifica las diferentes partes, y, en Dios, el cristiano se siente uno, sólido e indestructible. Pero, por otro lado, antes, y para poder adherirse a Dios con la total plenitud, el cristiano necesita tener un elemental grado de integración.

¿Cómo conseguirlo?
El hombre percibe su unidad interior cuando su conciencia
se hace presente simultáneamente en todas sus partes.
Pero sucede que la conciencia no puede estar, al mismo tiempo, en varias partes. 

Entonces, ¿qué hacer?
Hay que conseguir que la conciencia se haga plenamente
presente a sí mismo. Y, en este momento, al estar en silencio todo el ser, acontece que la profundidad de sí mismo se extiende sobre el territorio de la persona, integrando todo
con su presencia. Cuando la conciencia está «sobre» sí misma, está también «sobre» todos sus componentes. Si la mente retiene el dominio absoluto de sí, quedan integradas todas sus partes.

Ejercicio de silencio y presencia 

Es posible que el cristiano, al principio, tenga la impresión de estar perdiendo el tiempo con este ejercicio. No se impaciente. Persevere. Piense que se trata de la práctica más eficaz para conseguir el espíritu de oración y para «caminar en la presencia de Dios», camino de toda grandeza espiritual.

Entorno adecuado: escoge un lugar a ser posible solitario,
una capilla, una habitación, un bosque, un cerro.

Tiempo: para esta práctica reserva un tiempo fuerte en que no estés acosado por prisas ni por preocupaciones.

Posición: cómoda y orante, en quietud completa.

Haz el silenciamiento progresivo según las indicaciones dadas antes. Consigue el vacío interior, suspendiendo la actividad de los sentidos y emociones, apagando los recuerdos del pasado, desligándote de las preocupaciones futuras, aislándote o despegándote de todo cuanto bulle fuera de ti y fuera de este momento. No pienses en nada, mejor, no pienses nada. Ve quedándote más allá del sentir, más allá del movimiento, más allá de la acción, sin «mirar» nada ni dentro ni fuera, sin agarrarse a nada, sin dejarse agarrar por nada, sin fijarse en nada... Fuera de ti nada, fuera de este momento, nada. Plena presencia de ti mismo «a» ti mismo. Una atención pura y desnuda.

Ahora, una vez conseguido el silencio, colocándote en la plataforma de la fe, debes abrirte a la Presencia.
Simplemente quédate con una atención abierta al Otro, como quien mira sin pensar, como quien ama y se siente
amado.
En este momento en que ya te has colocado en la órbita de la fe, debes evitar figurarte a Dios. Toda imagen, toda forma representante de Dios debe desvanecerse. Ve «silenciando» a Dios, ve despojándolo de todo cuanto signifique localidad. 

Recuerda: a Dios le corresponde el verbo ser, y no el verbo estar: él «no está» lejos o cerca, arriba o abajo, adelante o atrás. El es el Ser. El es la presencia pura y amante y envolvente y penetrante y omnipresente. El es. Olvídate de que existes. Nunca te mires a ti mismo. Contemplación es fundamentalmente éxtasis o salida. No te preocupes de si «esto» es Dios. No te inquietes de si «esto» pertenece a la naturaleza o a la gracia.

No pretendas entender o analizar lo que vives. Todo eso
equivale a centrarte sobre ti mismo. Sólo existe un Tú para
el cual eres en este momento una atención abierta, amorosa
y sosegada.

Practica el ejercicio auditivo indicado anteriormente. Casi
insensiblemente, el silencio irá sustituyendo a la palabra hasta que, en el momento en que el espíritu esté maduro, la
palabra, de por sí, «caerá». 
No pronuncies nada con los labios.
No pronuncies nada con la mente.
Miras y «eres mirado». 
Amas y eres amado.

La Presencia Pura, en el silencio puro y en la fe pura, consumará una alianza eterna. Es la nada. Es el Todo. Tú eres el recipiente. Dios es el contenido. Déjate llenar. Tú eres la playa. El es el mar. Déjate inundar. Tú eres el campo. La Presencia es el sol. Déjate vivificar. Permanece así largo tiempo. Después «vuelve» a la vida, lleno de Dios»

Conozco también personas que hacen contemplación imaginativa. Se instalan en una capilla en completa quietud.
Miran, en la fe, a Jesús; se sienten mirados por El No dicen
nada. No oyen nada. En completa quietud, se limitan simplemente a «estar».



MUÉSTRAME TU ROSTRO
Ignacio Larrañaga
Ediciones Paulinas
Capitulo IV
Adorar y contemplar:
3. Silencio y presencia



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