Es una
especie de perro salvaje que suele habitar en las zonas semidesérticas, que
actúa en manada y casi siempre por la noche, a escondidas. Animal elusivo y montaraz, sus incursiones
furtivas y su capacidad de ataque lo han hecho muy poco popular en la población
del centro y norte de México y del sur de Estados Unidos.
La voz popular ha
bautizado como coyotes (también se les dice polleros, porque llevan a las
personas como pollos encerrados en pequeños compartimentos de una camioneta o
de un coche) a los traficantes de personas, bandas que actúan en conjunto para
pasar la frontera y dejar del otro lado a sus clientes.
Dependiendo de dónde
vengan y su capacidad de explotación, por cada “paso” pueden cobrar hasta 10
mil dólares. Y son constantes sus
abusos, vejaciones, extorsiones, violaciones y la insensibilidad con la que
actúan estas bandas criminales, en ocasiones también unidas al trasiego de
droga.
En Washington, el
secretario de Seguridad Nacional Jeh Johnson, quien también fue delegado por el
presidente de Estados Unidos, Barack Obama para hacerse cargo de la crisis de
los menores migrantes, informó que desde la puesta en marcha de la llamada Operación Coyote: "Hemos seguido
insistiendo en que nuestras fronteras no están abiertas a la inmigración
irregular y que si entran de esta forma en Estados Unidos serán enviados de
vuelta", señaló Johnson, quien añadió que aquellos que se aprovechen de
los inmigrantes para obtener ganancias financieras serán arrestados y
enjuiciados.
En este punto, ha
destacado el trabajo desarrollado de forma conjunta con los socios en México y
Centroamérica para seguir e interceptar el dinero que fluye en torno a estos
delitos. Se seguirá dando prioridad a los casos de contrabando o de
transporte de personas en situación irregular, incluidos los menores, en
Estados Unidos, terminó diciendo el comunicado.
Otro caso de
tráfico de personas:
“Nos dice que vamos a
ir como carga de cacahuate (maní) y que los cacahuates no hablan, tenemos que
estar callados”, comienza a recordar Alonso (nombre cambiado) de su viaje como
indocumentado a Estados Unidos, con la guía de los denominados coyotes. Corre
el año de 2004, Alonso se ve impulsado a salir de Bolivia para encontrar
trabajo y poder sacar adelante a sus hijos, por eso, decide arriesgarse.
Expresa que no era
fácil contactar a los famosos coyotes y lo consigue a través de una congregación cristiana que
tenía un congreso en Guatemala. Alonso es parte del grupo de 16 ciudadanos de
Bolivia, 12 varones y 4 mujeres, que logra la visa hasta ese país y participan
del congreso y luego empieza el calvario.
Dejan sus maletas en
Guatemala y solo llevan un bolso de mano con lo necesario para cambiarse. Un
coyote de nacionalidad mexicana hace todo el movimiento para que lleguen hasta
la frontera entre Guatemala y México, donde también es necesaria una visa para
ingresar.
“Divide un río
grande. Ahí dejamos más cosas y prácticamente nos vamos con la ropa que tenemos
puesta, un par de medias, ropa interior y una bolsa pequeña”, detalla y
recuerda las altas temperaturas.
Son como las 8 de la
noche, van en un vehículo sin luces en medio de cañaverales, y al borde del río
les esperan otros contactos bien armados y les suben a un neumático de
tractor para que pasen al otro lado del afluente.
“Los que hacen pasar
el río están totalmente drogados”, menciona cada que se refiere a los coyotes
que realizan una actividad dinámica, sin cansancio y sin tolerancias, pensando
solo en su negocio.
Ya llegan a
territorio mexicano y emprenden la caminata de media hora por el monte, hasta
encontrar una empresa transportadora de carga, ahí, los bolivianos se unen a
salvadoreños, peruanos, costarricenses y suman un grupo de 118 personas, la mitad son varones y mitad mujeres, todos entran en un solo "container" para
pasar como carga de maní.
“La charla era para
que nos lleven con aire acondicionado, pero en ese momento ya nadie puede
reclamar, una fila de sacos de maíz han puesto para ir ahí, echados, sentados”,
dice sin olvidar el insoportable calor.
Están advertidos, no
pueden hablar, ni gritar, ni hacer ningún ruido para que “la Migra” como denominan
a los oficiales de Migración, no les identifique. Más tarde sabrán que llegaron a
un retén de control cuando el vehículo frene tres veces. Al ocurrir esto todos deben mantener absoluto silencio en la oscuridad, hay temor. Alonso cuenta que la
Migra habla desde afuera golpeando con un martillo y pidiendo que bajen porque
el container va a quedarse en el lugar y solo pasará el camión. Un mes antes 88
personas murieron en un container que fue dejado por el conductor. Nadie habla y casi
ni respiran. Y el camión pasa y el viaje se prolonga casi por toda la noche.
Hace calor, no tienen
ni agua, ya les dijeron que deben ir calmados, sin estrés, pero “con nuestra
transpiración ya caía el sudor del techo”, recuerda Alonso. La desesperación se
apodera de algunos. Entre los viajeros hay una mujer embarazada y dos
adolescentes, de 13 y 14 años de edad que se desmayan. Un par de salvadoreños,
tal vez sabiendo que algo así podía pasar, llevan pequeñas hachas y rompen el techo para
que entre el aire y poder respirar.
Son las 3 de la tarde
y están en Puebla (México), han llegado a un motel, medio muertos y devoran
en segundos, un pedazo de pollo y una lata de Coca Cola, que es todo el alimento que les dan y luego son organizados de
tres o de a cuatro para ocupar las piezas donde pasaran la noche.
Luego el viaje sigue
rumbo a Distrito Federal (México). El
encierro se alarga por un día y una noche más. Cambia la temperatura y el frío
se torna insoportable como a las 2 de la
mañana, el hueco que abrieron para que ingrese el aire, lo tapan temporalmente con toallas, evitando un poco el frío.
Ya en la ciudad salen
como a las 4 de la mañana, y en grupos de tres van en taxis. Todo está organizado
por los coyotes, que para no despertar dudas en las autoridades y toman rumbo
sur, hacia Texcoco, y no al norte, en donde vuelven a reunirse los 118 migrantes.
De ahí viajan a
Monterrey (México) en camarotes de camiones y ya no bajo carga. “Hasta ahí hay un
buen trabajo, dicen que otras personas pasan dos, tres meses llorando”, y sostienen que aunque pagaron 20 dólares por tortas de jamón, no obtienen nada. Luego de dos días de viaje, llegan a una casa, pero las cosas cambian cuando se enteran que capturan a dos coyotes y entonces deben huir del lugar, van con
otros coyotes diferentes a los ya conocidos, en carros hasta otra zona, fuera de la ciudad y desde una parada de
autobús y emprenden camino a Tamaulipas (México) a solo 15 minutos de
EEUU.
El río Bravo es la
zona más peligrosa, le denominan: el río de la muerte, luego de estar un
tiempo en una ciudad, donde la Policía no ingresaba, Alonso va en el grupo que
sabe nadar y tres días antes parten por tierra los que no saben nadar. El agua aumentó,
tienen que ir en lancha y ayudan a remar con las manos, según la versión del
boliviano, pagan 5 mil dólares a la Policía Federal de México por una cobertura
de 15 minutos para que puedan pasar al otro lado.
La Migra les ve pero del lado mexicano (están a salvo por el momento), ellos disparan al aire, ladran los perros, hay movimiento,
pero luego se van y en los próximos 15 minutos
cruzan el río. Les esperan los coyotes mexicanos, que son residentes legales en
Estados Unidos, tienen carros y dicen: “Llegamos a tierra
estadounidense, a Texas”. Pero aún resta la caminata de tres días y una
noche por el desierto. Cuatro litros de
agua, una manzana, atún y medio kilo de tortillas son el alimento para caminar
varios días y poder llegar a Houston.
En el desierto hay
muertos y las plantas de los pies sangran, “si quieres agarras
tu camino y regresa”, sentencia el coyote.
¿Qué vamos a hacer? ya estamos en tierra americana y aceptamos la caminata, dice Alonso y sigue,
junto a 35 personas más, en fila india, son la 9 de la noche,
hace calor, pasan alambrados, se arañan la piel y sangran, pero siguen caminando. “En un año se me perderán las cicatrices”, narra.
Como a la una de la
mañana Alonso ya no tiene agua y la pide a sus compañeros, quienes siguen caminando hasta la 5 de
la mañana, cuando se detienen en un lugar y duermen hasta las 9 de la mañana, en grupos de tres bajo la protección de los arbustos.
“El primer día empieza
a desmayarse la gente, ya no hay comida” y el coyote advierte la situación y
afirma que quien no quiera seguir se quede en las brechas por donde cada dos
horas pasa la Migra, o que se acerque a los botellones de agua para que sean
vistos por las cámaras instaladas ahí para que los efectivos de Migración vayan
y los deporten.
Se oye una avioneta,
todos corren a esconderse. Además de rasguños, se suman espinos y garrapatas de
la paja brava, en el trayecto vemos
como 50, 60 muertos, algunos huesos, otros con ropa, en descomposición,
describe.
El grupo quiere ir a
paso más lento y con más descanso, pero va contra el tiempo. Avanzar de noche
tampoco es posible porque los coyotes, los verdaderos animales, son muy peligrosos y hambrientos.
En la mañana
siguiente, los migrantes llegan a un estanque de agua de ganado y beben lo que
pueden. El ganado salvaje les ataca y además sufren picaduras de abejas
asesinas. Adoloridos, heridos y con los zapatos desgastados continúan su marcha y como a las 6 de la
tarde ven una luz al fondo, es la ciudad de Houston, el objetivo, entonces, caminan hasta
las 2 de la mañana para llegar a una carretera señalada y de ahí van recostados
en camionetas, no pueden ni moverse y hasta ahí a muchos ya se les ha pelado
la piel de los talones y sangran. Pese a la precaución de todo el grupo, la Migración les
identifica y sigue, pero huyen sin luz por caminos entre fincas, hasta que llegan a casa de un familiar del pollero, donde eligen ropa a medio uso para cambiarse, comen un poco de pollo y toman coca cola. Y acá deben pagar el último monto de dinero. Me arriesgué y
gracias a Dios llegué, dice sonriente Alonso.
Desde Houston el
camino ya no es difícil, ya que no hay tanto control y el grupo se dispersa, cada uno va a
su destino y Alonso se dirige rumbo a Nueva York, por tierra. Allí le espera un
conocido para ayudarle a conseguir trabajo, pero sólo pasa un día haciendo algunas
compras, viendo las grandes edificaciones y el congestionado trafico, cuando ya está en una obra, ahora trabaja en
construcción durante casi nueve años, haciendo lo que los estadounidenses no
harían, por un sueldo menor.
Su plan era estar
tres años acá, en un año pagar la hipoteca de su casa y en dos más, ahorrar para
tener un buen capital y mejorar la situación de su familia. Pero, no consideró
que aunque ganara 3 mil dólares al mes no le alcanzaría, porque gastaba como 500 dólares en renta, (toda una
semana de trabajo) y en invierno no había trabajo durante casi tres meses debido a la nieve, con lo cual no recibiría ningún dolar, debiendo gastar los ahorros y en ese tiempo para vivir necesitaba unos 5 mil dólares.
No pudo regresar en
el tiempo previsto. La “superinflación” en períodos de la guerra con Irak
repercutió en la falta de trabajo o en los retrasos en los pagos para los
obreros. “No había tomado en
cuenta muchas cosas. Creí que era un paraíso como en Bolivia, trabajar, ganar y
poder volver”, afirma.
Por otro lado, las
voces de la reforma migratoria con el Gobierno del demócrata Barack Obama
alentaron a Alonso para quedarse y tener la posibilidad de legalizar su
situación y dejar de ser indocumentado. Pero aquello no ocurrió. Luego mejoró la
situación en Norteamérica y continuó trabajando. Ellos saben que estamos
indocumentados, hay como 15 millones de indocumentados trabajando, afirma y
expresa que una vez estando acá el problema de deportación se da cuando hay
conflictos con los migrantes, por peleas u otras actitudes, pero en otros casos
no. Cuenta que el 90 por
ciento de migrantes en Nueva York trabaja en el área de construcción por menor
paga que la gente que tiene papeles.
Un día, pese a ser
indocumentado, Alonso fue sometido a una cirugía, para corregir una lesión que le produjo las precarias condiciones de trabajo. Un médico colombiano le
asesoró y le explicó que no podían dejarle sin atención. Luego de la cirugía y
tras varias visitas de trabajadores sociales y traductores quedó exento del
pago de 63 mil dólares y hasta ahora no conoce con certeza porqué dejaron de
cobrarle.
No consiguió el
objetivo de sacar el documento estadounidense, Vio cómo la gente que tenía visa
lo lograba casándose con ciudadanos norteamericanos pagando entre 12 mil y 15 mil dólares. Pero, él no lo hizo. Y
decidió volver hace pocas semanas. Lo que más le
costó a Alonso fue alejarse de su familia, aunque antes ya había salido del
país, pero cada año retornaba. Esta vez no pudo ver crecer a su hijo menor, ni
acompañarle en el aprendizaje en el kinder o en el primer curso de escuela. Ahora mis hijos
están crecidos, las mayores ya son profesionales, dice con orgullo pero
también con nostalgia, al considerar que ha
conseguido su objetivo, aunque no en su totalidad, pero que no podría pedir más.
Retornar al país del
norte no está descartado en sus futuros planes, pero ya no como indocumentado, asegura con miras a
volver legal y haciendo negocios. Ya en Bolivia, su
objetivo es emprender un negocio, recuperar el tiempo que no estuvo con su
esposa e hijos y dedicarle todo su esfuerzo, sobre todo, al menor hasta que
concluya sus estudios.